7. La lección de Pierre de Chagny

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La lección de Pierre de Chagny

SS Lorraine, canal de Long Island,

28 de noviembre de 1906

Bien, ¿qué será hoy, joven Peter? Latín, me parece.

—¿Es necesario, padre Joe? Pronto entraremos en el puerto de Nueva York. El capitán se lo dijo a mamá durante el desayuno.

—Ahora mismo estamos pasando por delante de Long Island, y es una costa desierta. No se ve más que niebla y rocas. Un momento estupendo para matar el tiempo con los Comentarios de las guerras de las Galias, de Julio César. Abre tu libro por donde lo dejamos.

—¿Es importante, padre Joe?

—Ya lo creo.

—¿Por qué es importante el que Julio César invadiera Inglaterra?

—Bien, sí fueras un legionario romano a punto de adentrarse en una tierra desconocida poblada por salvajes, lo habrías considerado importante. Y sí fueras un antiguo bretón con las águilas de Roma a punto de posarse sobre la playa, también lo habrías considerado importante.

—Pero yo no soy un soldado romano, ni mucho menos un antiguo bretón. Soy un francés moderno.

A cuyo cargo me encuentro, Dios nos asista, con el fin de procurarte una buena educación, académica y moral. Bien, la primera invasión de la isla que Julio César sólo conocía como Bretaña. Empieza por la línea de arriba.

Accidit ut eadem nocte luna esset plena.

—Bien. Traduce.

—Cayó…, nocte significa noche… ¿Cayó la noche? —No, la noche no cayó. Ya había caído. Estaba mirando al cielo. Y accidit significa «sucedió» o «acacció». Empieza otra vez.

—Sucedió que en la misma noche…, eh…, ¿de luna llena? —Exacto. Ahora, tradúcelo con más precisión.

—Sucedió que en la misma noche había luna llena.

—Muy bien. Tienes suerte con César. Escribía con lenguaje claro propio del soldado que era. Cuando lleguemos a Ovidio, Horacio, Juvenal y Virgilio, nos encontraremos con verdaderos problemas. ¿Por qué dice esset en lugar de erat?

—¿Subjuntivo?

—Muy bien. Un elemento de duda. Podría no haber contado con la ventaja de la luna llena, pero, por casualidad esa noche había luna llena. Por eso, el subjuntivo. Tuvo suerte con la luna.

—¿Por qué, padre Joe?

—Porque estaba invadiendo una tierra desconocida en plena oscuridad, muchacho. En aquellos tiempos no había focos poderosos ni faros que salvaran a los barcos de estrellarse contra las rocas. Necesitaba encontrar una playa entre los acantilados. Por eso, la luz de la luna lo ayudaba.

—¿También invadió Irlanda?

—No. La antigua Hibernia siguió inviolada durante otros mil doscientos años, hasta mucho después de que San Patricio nos trajera la cristiandad. Y no fueron los romanos, sino los ingleses. Y tú eres muy listo, pues intentas alejarme de las Guerras de las Galias, de César.

—¿No podemos hablar de Irlanda, padre Joe? Ya he visto casi toda Europa, pero nunca he ido a Irlanda.

¿Por qué no? Dejaremos para mañana la llegada de César a la bahía de Pevensey. ¿Qué quieres saber?

—¿Procede usted de una familia rica? ¿Sus padres tenían una casa bonita y grandes propiedades como los míos?

—Pues no. La mayoría de las grandes propiedades pertenecen a los ingleses o a los anglo-irlandeses. No obstante, los Kilfoyle se remontan a los tiempos anteriores a la conquista. Mis padres eran agricultores pobres.

—¿Casi todos los irlandeses son pobres?

—Bien, la verdad es que la gente del campo no tiene cucharas de plata. La mayoría son agricultores arrendatarios que a duras penas viven de lo que obtienen de la tierra.

Mi gente es así. Yo procedo de una pequeña granja situada en las afueras de la ciudad de Mullingar. Mi padre labraba la tierra de sol a sol. Éramos nueve hermanos. Yo fui el segundo en nacer, y vivíamos sobre todo a base de patatas mezcladas con leche de nuestras dos vacas y remolachas de los campos.

—Pero usted recibió una educación, padre Joe.

—Pues claro. Puede que Irlanda sea pobre, pero no anda escasa de santos, eruditos, poetas, soldados y, ahora, algunos sacerdotes. A los irlandeses sólo les preocupa el amor a Dios y la educación, por ese orden. Todos asistíamos a la escuela del pueblo, que dirigían los padres. Estaba a cinco kilómetros de distancia, e íbamos andando descalzos. Cada día. Las tardes de verano, hasta que oscurecía, y todos los días festivos, ayudábamos a nuestro padre en la granja. Después, hacíamos los deberes a la luz de una única vela, hasta que nos dormíamos, cinco en un catre y los cuatro pequeños con nuestros padres.

Mon Dieu, ¿no tenían diez dormitorios?

—Escucha, jovencito, tu dormitorio del chateau es más grande que toda la granja. Eres más afortunado de lo que crees.

—Ha recorrido un largo camino desde entonces, padre Joe.

—Oh, ya lo creo, y cada día me pregunto por qué el Señor me favoreció de esta manera.

—Pero recibió una educación.

—Sí, y buena. Inculcada en nosotros mediante una combinación de paciencia, amor y correa. Leer y escribí sumas y latín, historia, pero no mucha geografía, porque los padres nunca se habían movido de allí y se daba por sentado que nosotros tampoco lo haríamos.

—¿Por qué decidió hacerse sacerdote, padre Joe?

—Bien, íbamos a misa cada mañana antes de clase, todos los domingos con la familia. Me hice monaguillo y la misa empezó a influir en mí. Miraba la gran figura de madera que colgaba sobre el altar y pensaba, si Él hizo eso por mí, tal vez debería servirle lo mejor posible. Era buen alumno, y cuando ya estaba a punto de abandonar la escuela, pregunté si existía alguna posibilidad de que me enviaran al seminario para convertirme en sacerdote.

»Bien, sabía que mi hermano mayor heredaría la granja algún día, y yo sería una boca menos que alimentar. Tuve suerte. Me enviaron a Mullingar para una entrevista, con una nota del padre Gabriel, de la escuela, y me aceptaron en el seminario de Kildare. Estaba a kilómetros de distancia. Aquello era una gran aventura.

Pero ahora ha estado con nosotros en París y Londres, en San Petersburgo y Berlín.

—Sí, pero eso es ahora. Cuando tenía quince años, el viaje Kildare suponía, insisto, una gran aventura. Me aceptaron, estudié durante años, hasta que llegó el momento de ser ordenado. En mi clase éramos bastantes, y el cardenal arzobispo vino desde Dublín para ordenarnos a todos. Cuando terminó, pensé que iba a pasar mi vida en alguna humilde parroquia en la parte oeste, o en una parroquia olvidada de Conaught, tal vez. Y lo habría aceptado con alegría.

»Pero el rector me llamó. Estaba con otro hombre al que yo no conocía. Resultó ser el obispo Delaney de Clontarf, que andaba necesitado de un secretario privado. Dijeron que mi caligrafía era excelente. ¿Aceptaba el puesto? Bien, era casi demasiado bueno para ser verdad. Tenía veintiún años y me estaban invitando a vivir en el palacio de un obispo, y a ser secretario de un hombre responsable de toda una sede.

»Me fui con el obispo Delaney, un hombre bueno y santo, pasé cinco años en Clontarf y aprendí muchas cosas.

—¿Por qué no se quedó allí, padre Joe?

—Estaba convencido de que sería así, al menos hasta que la iglesia me encontrara otra labor. Una parroquia en Dublín, tal vez, o en Cork o Waterford. Pero la suerte volvió a cruzarse en mi camino. Hace diez años, el nuncio papal, el embajador del Papa en Inglaterra, llegó de Londres para recorrer las provincias irlandesas, y pasó tres días en Clontarf. El cardenal Massini venía con un séquito del cual formaba parte monseñor Eamonn Byrne, del Colegio Irlandés de Roma. Nos encontrábamos muy a menudo, y nos llevábamos bien. Descubrimos que sólo quince kilómetros separaban nuestros respectivos lugares nacimiento, aunque él era varios años mayor que yo.

»El cardenal prosiguió su camino y no volví a pensar en ello. Cuatro semanas después, llegó una carta del rector del Colegio Irlandés, ofreciéndome una plaza. El obispo Delaney dijo que lamentaba mi marcha, pero me dio su bendición y me alentó a aprovechar la oportunidad. Llené mi única bolsa de viaje y cogí el tren hasta Dublín. Pensé que era una ciudad grande, hasta que el transbordador y otro tren me llevaron a Londres. Nunca había visto un lugar semejante, ni había pensado que una ciudad pudiera ser tan grande y monumental.

»Después, otro transbordador me condujo a Francia, donde al llegar cogí un tren hasta París. Otro espectáculo asombroso. Apenas daba crédito a lo que veía. El último tren cruzó los Alpes y me dejó en Roma.

—¿Le sorprendió Roma?

—Me asombró e impresionó. Allí estaba la ciudad de Vaticano, la capilla Sixtina, la basílica de San Pedro… Me abrí paso entre la multitud, alcé la vista hacia el balcón y recibí la bendición urbi et orbi de Su Santidad en persona. Me pregunté cómo era posible que un muchacho de una granja humilde de las afueras de Mullingar hubiese llegado tan lejos y gozara de tantos privilegios. Escribí a mis padres, les conté todo, y ellos enseñaron la carta a todo el pueblo y se convirtieron en celebridades.

—Pero ahora vive con nosotros, padre Joe.

—Otra coincidencia, Pierre. Hace seis años, tu mamá vino a cantar a Roma. No sé nada de ópera, pero sucedió que un miembro del reparto, un irlandés, cayó fulminado por un infarto. Enviaron a buscar a un sacerdote, y yo estaba de guardia aquella noche. No pude hacer más por el pobre hombre que darle la extremaunción, pero lo habían llevado al camerino de tu madre, a instancias de ella. Fue allí donde la conocí. Estaba muy afligida. Intenté consolarla, y le expliqué que Dios nunca es malvado, aunque llame a Su lado a alguno de Sus hijos. Me había dedicado a aprender italiano y francés, de modo que hablamos en este último idioma. A ella pareció sorprenderle que alguien hablara esas dos lenguas, aparte del inglés y el gaélico.

—También tenía problemas por otros motivos. Su carrera la llevaba de un sitio a otro de Europa, de Rusia a España de Londres a Viena. Tu padre necesitaba dedicar más tiempo a sus propiedades de Normandía. Tú tenías más de seis años y te estabas descontrolando un poco, porque los viajes interrumpían a menudo tu educación, pero eras demasiado pequeño para un internado, y además, tu madre no deseaba separarse de ti. Sugerí que contratara a un preceptor particular que viajara con ella a todas partes. Lo estaba meditando cuando me marché, con el fin de regresar al Colegio Irlandés y reanudar mis estudios.

—Su contrato era por una semana, y el día anterior a la partida me llamaron al despacho del rector, y allí estaba ella. Le había causado una gran impresión. Me pidió que fuera tu preceptor particular, que fuera tu educador, tu guía moral y te controlara un poco. Yo quedé perplejo e intenté negarme.

—Pero el rector no quiso ni oír hablar de eso y lo convirtió en una orden. Como la obediencia es uno de nuestros votos, la suerte estaba echada. Y como sabes, he estado contigo desde entonces, intento meterte un poco de conocimientos en esa cabezota e impedir que te conviertas en un completo bárbaro.

—¿Se arrepiente, padre Joe?

—No. Porque tu padre es un buen hombre, más de lo que imaginas, y tu mamá es una gran señora, y posee ese talento extraordinario que Dios le ha dado. Vivo y como demasiado bien, por supuesto, y debo hacer penitencia constante por ese estilo de vida, pero he visto cosas asombrosas: ciudades que dejan sin respiración, pinturas y galerías de arte que son el material con el que se forjan las leyendas, óperas que conmueven hasta el llanto, y ya ves, todo eso le ha pasado a un niño que nació en un campo de patatas.

—Me alegro de que mamá le eligiera, padre Joe.

—Bien, gracias, pero no te alegrarás tanto cuando volvamos a atacar las Guerras de las Galias, lo cual deberíamos hacer ahora mismo…, pero aquí viene tu madre. ¡Levántate, muchacho!

—¿Qué están haciendo aquí? Hemos entrado en las radas, el sol ha salido y ha disipado la niebla, y desde proa se ve todo Nueva York, que parece avanzar hacia nosotros. Abríguense y vengan a mirar, porque éste es uno de los mayores espectáculos del mundo, y si zarpamos de noche nunca volverán a verlo.

—Muy bien, señora, allá vamos —dijo el padre Joe Parece que has vuelto a tener suerte, Pierre. Se acabó César por hoy.

—Padre Joe.

—¿Mmm?

—¿Habrá grandes aventuras en Nueva York?

—Más que suficientes, porque el capitán me ha dicho que una gran recepción cívica nos espera en el muelle. Nos alojaremos en el Waldorf-Astoria, uno de los más grandes y famosos hoteles del mundo. Dentro de cinco días, tu madre inaugurará un nuevo y flamante teatro de la ópera y cantará cada noche durante una semana. En ese tiempo, creo que podremos explorar un poco, ver los monumentos, coger el nuevo tren elevado… Lo he leído todo en un libro que compré en Le Havre.

»Bien, mira eso, Pierre. ¿A que es un espectáculo fantástico? Transatlánticos y remolcadores, cargueros y fleteros, goletas y barcos de ruedas de paleta. ¿Cómo es posible que no choquen entre sí? Y allí está, a tu derecha. La señora de la antorcha, la Estatua de la Libertad. Ay, Pierre, si supieras cuántos desgraciados huidos del Viejo Mundo la han visto emerger de la niebla, y han comprendido que iniciaban una nueva vida. Millones y millones, incluidos mis compatriotas. Porque desde la gran hambruna de hace cincuenta años, la mitad de los irlandeses se han trasladado a Nueva York, apretujados como ganado en las bodegas de tercera clase, y han subido a cubierta pese al frío de la mañana para ver la ciudad flotar sobre el agua, y para rezar por que se les permitiera la entrada.

»Desde entonces, muchos de ellos se han adentrado en el país, incluso hasta la costa de California, para ayudar a construir una nueva nación. Pero muchos siguen aquí, en Nueva York. Hay más en esta ciudad que en Dublín, Cork y Belfast juntos. Aquí me sentiré como en casa, muchacho.

Hasta podré echarme al coleto una pinta de buena cerveza irlandesa, que hace muchos años que no encuentro.

—Nueva York será para todos nosotros una gran aventura, y quien sabe qué pasará. Sólo Dios lo sabe, pero no nos lo dirá. Hemos de descubrirlo por nosotros mismos. Bien, es hora de ir a cambiarnos para la recepción cívica. La pequeña Meg se quedará con tu mamá. Tú pegate a mí hasta llegar al hotel.

—Okey, padre Joe. Eso es lo que dicen los norteamericanos, Okey. Lo leí en un libro. ¿Cuidará de mí en Nueva York?

—Por supuesto, muchacho. ¿No lo hago siempre, en ausencia de tu padre? Vamos, date prisa. Ponte tu mejor traje y compórtate como mejor sabes.