6. La columna de Gaylord Spriggs

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La columna de Gaylord Spriggs

Crítico de Ópera del New York Times,

noviembre de 1906.

Para los amantes de la ópera de la ciudad de Nueva York e incluso de aquellos cercanos a nuestra gran metrópoli, traigo buenas noticias. La guerra ha estallado.

No, no se trata de la reanudación de aquella guerra hispano-norteamericana en la que nuestro presidente Teddy Roosevelt tanto se distinguió, hace algunos años, en la colina de San Juan, sino de una guerra en el mundillo de la ópera de nuestra ciudad. ¿Y por qué esa guerra significa una buena noticia? Porque las tropas serán las voces más bellas del planeta, la munición será esa clase de dinero con que la mayoría de nosotros sólo puede soñar, y los beneficiarios serán los amantes de la ópera superlativa.

Pero permítanme, empleando las palabras de la Reina Blanca en Alicia en el País de las Maravillas (y Nueva York está empezando a parecerse a la reciente fantasía de Lewis Carroll), que empiece por el principio. Los devotos sabrán que en octubre de 1883 el teatro de la Ópera Metropolitana abrió sus puertas con una representación inaugural del Fausto, de Gounod, y así elevó Nueva York a la misma altura del Covent Garden y La Scala.

Pero ¿por qué llegó a abrir un teatro de la Ópera tan magnificente, con tan sólo 3700 butacas en el auditorio dedicado a la lírica más grande del mundo? La animosidad y el dinero constituyen una poderosa combinación. Los nuevos aristócratas más ricos y poderosos de esta ciudad se ofendieron muchísimo al enterarse de que no podrían obtener palcos privados en la antigua Academia de Música de la calle Catorce, ahora desaparecida.

De modo que se agruparon, conspiraron, y ahora disfrutan regularmente de su amor a la ópera con el estilo y comodidad a que están acostumbrados los miembros de la lista de los Cuatrocientos de la señora Astor. Y qué glorias nos ha traído el Met a lo largo de los años, y continúa trayendo, bajo el inspirado liderazgo del señor Heinrich Conreid. Pero ¿he dicho guerra? Pues sí. Porque ahora, un nuevo Lochinvar, el héroe imaginado por Walter Scott, cabalga sobre el horizonte para desafiar al Met con una galaxia impresionante de nombres.

Después de un anterior intento abortado de abrir su propio teatro lírico, el magnate del tabaco, diseñador y constructor teatral Oscar Hammerstein acaba de concluir el teatro de la Ópera de Manhattan, en la calle 34 Oeste, Más pequeño, es verdad, pero lujosamente decorado, con mullidos asientos y una acústica soberbia, y se propone rivalizar con el Met oponiendo calidad a cantidad. ¿De dónde procede esta calidad? Nada menos que de la mismísima Nellie Melba.

Sí, ésta es la primera buena noticia de la guerra de la ópera. Nellie Melba, la Dama, que en anteriores ocasiones se ha negado terminantemente a cruzar el Atlántico, ha accedido a venir, y por unos honorarios que cortan la respiración. Fuentes parisienses de toda solvencia me han confirmado que ésta es la historia que hay detrás de la historia.

Durante el mes pasado, el señor Hammerstein ha puesto cerco a la diva australiana en su residencia del Grand Hotel de Garmer, construido por el mismo genio que edificó la Ópera de París, donde Nellie Melba ha actuado tantas veces. Al principio, ella se negó. Él le ofreció mil quinientos dólares por noche. ¡Imaginen! Ella siguió en sus trece. Él gritó por el agujero de la cerradura del cuarto de baño, y elevó los honorarios a dos mil quinientos dólares por noche. Increíble. Después, a tres mil dólares por noche, en un teatro donde un miembro del coro cobra quince dólares a la semana o tres dólares por actuación.

Por fin, irrumpió en el salón, privado de la diva y empezó a arrojar al suelo billetes de mil francos. Pese a las protestas de la Dama, continuó antes de salir hecho una furia. Cuando la diva contó el dinero, Hammerstein había dejado cien mil francos franceses, o veinte mil dólares, tirados sobre la alfombra persa. Me han informado que la cantante se hospeda ahora con los Rotschild en la rue Lafitte, pero sus defensas están bajas. Ha accedido a venir. Al fin y al cabo, en otro tiempo fue la esposa de un granjero australiano, y es muy capaz de reconocer a una oveja cuando la están esquilando.

Si esto fuera todo, bastaría para provocar infartos en la esquina de Broadway con la Treinta y nueve, los dominios del señor Conreid. Pero hay más. Porque el señor Hammerstein ha contratado nada más y nada menos que a Alessandro Bonci, el único capaz de rivalizar, en calidad y fama, con el ya inmortal Enrico Caruso, para que protagonice el 3 de diciembre la representación inaugural. Como apoyo del señor Bonci, otros grandes nombres como Amadeo Bassi y Charles Dalmores estarán en el programa, junto con los barítonos Mario Ancona y Maurice Renaud, y la soprano Emma Calve.

Sólo esto bastaría para revolucionar Nueva York. Sin embargo, aún hay más. Finos oídos y lenguas afiladas han afirmado durante cierto tiempo que ni siquiera la riqueza del señor Hammerstein podía permitirse una extravagancia tan asombrosa. Tiene que haber un Creso secreto detrás de él que lleve el control, haga uso de sus influencias y, en definitiva, pague las facturas. ¿Quién es este tesorero invisible, este fantasma de Manhattan? Sea quien sea, se ha excedido en sus intentos de mimarnos. Porque si hay un nombre que influye en Nellie Melba como un trapo rojo en un toro, es el de su única rival, la bellísima aristócrata francesa Christine de Chagny, más joven que ella, conocida en toda Italia como la Divina.

¿Cómo, os oigo gritar, no puede venir también? Pues claro que sí. Y aquí topamos con un misterio, doble, además.

El primero es que, al igual que Nellie Melba, la Divina siempre se ha negado a cruzar el Atlántico con la excusa de que dicha expedición supondría demasiado tiempo y problemas. Por este motivo, el Met nunca ha tenido el honor de recibir a ninguna de las dos. No obstante, mientras Nellie Melba ha sido claramente seducida por las cantidades astronómicas que le ha ofrecido el señor Hammerstein, la vizcondesa de Chagny es famosa por su total inmunidad a la atracción del dólar, no importa en qué cantidades.

Si un torrente de dinero fue el argumento que venció a la dama australiana, ¿cuál fue el argumento que persuadió a la aristócrata francesa? Lo ignoramos… todavía.

Nuestro segundo misterio concierne a un repentino cambio en la programación del nuevo teatro de la Ópera de Manhattan. Antes de partir hacia París para contratar a las más famosas divas del mundo, el señor Hammerstein había anunciado que la Ópera inaugural sería I Puritani, de Bellini.

La construcción de los decorados ya había empezado, y los programas se habían enviado a las imprentas. Ahora, me han dicho que el Creso invisible ha insistido en que habrá un cambio. Adiós a I Puritani. En su lugar, el Manhattan se inaugurará con una Ópera nueva de un compositor desconocido y anónimo. Es un riesgo insólito, la primera vez que ocurre algo semejante. Todo resulta demasiado asombroso.

De las dos primas donnas, ¿cuál protagonizará esta nueva obra desconocida? Las dos no pueden hacerlo. ¿Cuál llegará primero? ¿Cuál cantará con Bonci bajo la batuta de otra estrella, el director Cleofonte Campanini? Las dos no pueden hacerlo. ¿Cómo repelerá el ataque el Metropolitan, con su peligrosísima elección de Salomé para inaugurar la temporada? ¿Cuál es el título de esta nueva obra que el Manhattan presentará en su velada inaugural?

Hay suficientes hoteles en Nueva York de la mejor calidad para permitir que las dos divas no compartan el mismo techo, pero ¿y transatlánticos? Francia tiene dos estrellas, el Saboya y el Lorena. Uno para cada una. ¡Oh, amantes de la ópera, qué invierno se avecina!