5. El trance de Darius

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El trance de Darius

La casa del hachís,

Lower East Side, Manhattan, Nueva York,

noviembre de 1906.

Siento que el humo entra dentro de mí, el humo suave Tras los ojos cerrados puedo abandonar este antro de mala muerte y atravesar solo las puertas de la percepción, que dan acceso al dominio de aquél a quien sirvo.

El humo se disipa El largo pasadizo de oro sólido. Oh, el placer del oro. Tocar, acariciar, sentir, poseer. Y entregarlo a Él, el dios del oro, la única deidad verdadera.

Desde la costa de Berbería, donde le encontré, yo, un repugnante sodomita elevado a un destino superior, en busca incesante de más oro para ofrecerle y de humo que me lleve a su presencia.

Entro en la gran estancia de oro donde las fundiciones rugen y torrentes dorados brotan sin cesar de sus espitas… Más humo, el humo de las fundiciones se mezcla con el de mi boca, mi garganta, mi sangre, mi cerebro. Y Él me hablará por mediación del humo, como siempre…

Me escuchará y aconsejará, y como siempre dirá la verdad… Ya está aquí, siento su presencia… Maestro, gran dios Mammón, me postro de hinojos ante ti. Te he servido lo mejor que he sabido durante muchos años, y he llevado ante Tu trono a mi patrón terrenal y su inmensa riqueza. Te suplico que me escuches, pues necesito Tu ayuda y consejo.

—Te escucho, sirviente. ¿Cuál es tu problema?

—El hombre al que sirvo aquí abajo… Parece que algo le ha ocurrido, y no acabo de comprenderlo.

—Explícate.

—Desde que le conozco, desde que vi por primera vez su horrenda cara, sólo ha tenido una obsesión. Que yo he alentado y fomentado en todas sus fases. En un mundo que percibe como hostil a él, siempre ha querido triunfar. Fui yo quien canalizó esa obsesión hacia la obtención de dinero, siempre más dinero, y eso lo llevó a tu servicio. ¿No es así?

—Has obrado de forma brillante, sirviente. Cada día su riqueza aumenta, y tú te encargas de que esté consagrado a mí servicio.

—Desde hace un tiempo, sin embargo, otro tema le obsesiona cada vez más. Permanece ocioso, pero lo peor es que derrocha el dinero. Sólo piensa en la Ópera. La Ópera no da beneficios.

—Lo sé. Es de una irrelevancia total. ¿Qué parte de su fortuna dedica a este fetiche?

—Hasta el momento, una ínfima fracción. Mi temor es que le distraiga de la dedicación a aumentar tu imperio de oro.

—¿Ha dejado de ganar dinero?

—Todo lo contrario. En ese aspecto, nada ha cambiado. Las ideas originales, las grandes estrategias, el extraordinario ingenio que a veces se me antoja clarividencia, todo esto aún lo posee. Todavía presido las reuniones en la sala de juntas. Soy yo quien, a los otros del mundo, dirige las grandes adquisiciones, construye un imperio cada vez mayor de fusiones e inversiones. Soy yo quien destruye a los débiles y desvalidos, y se regocija con sus súplicas. Soy yo quien aumenta los alquileres de los pisos pobres, quien ordena el desalojo de casas y escuelas para construir en su lugar fábricas y, patios de maniobras. Soy yo quien soborna y corrompe a las autoridades de la ciudad para lograr su aquiescencia. Soy yo quien firma las órdenes de compra de grandes paquetes de acciones de las industrias pujantes de todo el país. Pero invariablemente es él quien da las instrucciones, planea las campañas, idea lo que debo decir y hacer.

—¿Su buen juicio empieza a fallarle?

—No, Maestro. Es tan perfecto como siempre. La Bolsa está asombrada de su audacia y previsión, aunque cree que son mías.

—Entonces ¿cuál es el problema, sirviente?

—Me pregunto, Maestro, si ha llegado el momento de que desaparezca y yo lo herede todo.

—Sirviente, has actuado con brillantez, pero sólo porque has seguido mis órdenes. Es cierto que posees talento, siempre lo has sabido, y sólo a mí eres leal; pero Erik Muhlheim va más allá. Pocas veces se encuentra a un verdadero genio en materia de oro. Él lo es, y no sólo eso. Inspirado por el odio al ser humano, guiado por ti a mi servicio, no es únicamente un genio creador de riqueza, sino que se muestra inmune a los escrúpulos, a los principios, a la misericordia, a la piedad, a la compasión y, lo más importante, al amor, igual que tú. Es una herramienta humana de ensueño. Un día, llegará el momento, y tal vez te ordene que acabes con su vida. Para que puedas heredar, por supuesto. «Todos los reinos del mundo», fue la frase que utilicé una vez, con Otro. Contigo, todo el imperio financiero de Estados Unidos. ¿Te he decepcionado hasta el momento?

—Jamás, Maestro.

Y tú, ¿me has traicionado?

—Jamás, Maestro.

—Pues ya está. Dejemos que continúe un tiempo más. Háblame de su nueva obsesión, y del motivo de ella.

—Los estantes de su biblioteca siempre han estado abarrotados de libretos de ópera y de obras relativas a este arte, pero cuando me las ingenié para que nunca pudiera poseer un palco privado, oculto a la vista del público, en el Metropolitan, pareció perder el interés. Ahora ha invertido millones en un teatro de la Ópera que rivalice con aquél.

—Hasta ahora, siempre ha recuperado sus inversiones, y con creces.

—Es cierto, pero esta aventura provocará pérdidas, aunque las ganancias signifiquen menos del uno por ciento de su riqueza. Y eso no es todo. Su humor ha cambiado.

—¿Por qué?

—No lo sé, Maestro; pero empezó después de la llegada de la misteriosa carta de París, donde vivió antes.

—Cuéntame.

—Vinieron dos hombres. Uno, un insignificante periodista de un diario de Nueva York, que sólo era el guía. El otro, un abogado de Francia, traía una carta. La habría abierto, pero él me estaba vigilando. Cuando se fueron bajó y cogió la carta. Se sentó a la mesa de la sala de juntas y la leyó. Yo fingí marcharme, pero miré por una rendija de la puerta. Cuando se levantó, parecía cambiado.

—¿Y desde entonces?

—Antes, no era más que el socio en la sombra del hombre llamado Hammerstein, constructor y alma del nuevo teatro de la Ópera. Hammerstein es rico, pero no puede comparar. Fue Muhlheim quien aportó lo suficiente para llevar el edificio a su término.

»Desde la llegada de la carta, sin embargo, no ha parado de implicarse en el proyecto. Ya había enviado a Hammerstein a París con un torrente de dinero, para convencer a una cantante llamada Nellie Melba de que viniera a Nueva York para actuar en Año Nuevo. Ahora ha enviado un frenético mensaje a París en el que ordena a Hammerstein que consiga a otra prima donna, la gran rival de Melba, una cantante francesa llamada Christine de Chagny.

Se ha implicado en las decisiones artísticas, cambiando la Ópera inaugural, que era de Bellini, por otra, y ha insistido en un reparto diferente. Pero, sobre todo, se pasa todas las noches escribiendo como un poseso…

—¿Qué escribe?

—Música, Maestro. Le oigo en su apartamento de la azotea. Cada mañana, hay fajos nuevos de partituras. De madrugada, oigo las notas del órgano que ha instalado en su salón. Yo no entiendo de esas cosas. La música no significa nada para mí, sólo es un ruido absurdo. Pero está componiendo algo allí arriba, y creo que se trata de una Ópera, Ayer encargó al buque correo más veloz de la costa este que llevara a París la parte de la obra terminada. ¿Qué debo hacer?

—Todo esto es una locura, sirviente, aunque relativamente inofensiva. ¿Ha invertido más dinero en este funesto teatro de la Ópera?

—No, Maestro, pero estoy preocupado por mi herencia. Hace mucho tiempo me dijo que, en caso de que algo le sucediera, yo debía heredar su imperio, sus cientos de millones de dólares, y continuar dedicándolos a tu servicio. Ahora temo que haya cambiado de opinión. Podría dejar cuanto posee a una especie de fundación dedicada a esta desdichada obsesión por la ópera.

Necio sirviente, eres su hijo adoptivo, su heredero, su sucesor, el destinado a recibir su imperio de oro y poder. ¿No te lo ha prometido? Más aún, ¿no te lo he prometido yo? ¿Acaso puedo ser derrotado?

—No, Maestro, eres supremo, el único dios.

—Entonces, cálmate. Pero deja que te diga algo. No es un aviso, sino una orden: sí en algún momento percibieras una verdadera amenaza a la herencia de todas sus posesiones, su dinero, su oro, su poder, su reino, destruirás dicha amenaza sin piedad ni dilación. ¿Me he expresado con claridad?

—Perfectamente, Maestro. Y gracias. Obedeceré tus órdenes.