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LA SUERTE DE CHOLLY BLOOM
Louie’s Bar,
Quinta Avenida esquina con la Veintiocho,
Nueva York,
octubre de 1906
Os lo aseguro, tíos, hay días en que ser periodista en la ciudad más bulliciosa y ajetreada del mundo es el mejor trabajo que existe. Bueno, todos sabemos que hay horas y días de mucho arrastrar los pies sin que surja nada. Pistas que no conducen a ninguna parte, entrevistas rechazadas, ni un articulo a mano. Barney, sirve otra ronda de cervezas.
Sí, hay momentos en que no estallan escándalos en el Ayuntamiento (tampoco es que haya muchos, por supuesto), ninguna celebridad se divorcia, no se descubren cadáveres al amanecer en Grammercy Park, y la vida pierde su encanto. Entonces, piensas, qué estoy haciendo aquí, por qué estoy perdiendo el tiempo, tal vez tendría que haberme hecho cargo de la mercería de mi padre en Poughkeepsie. Todos conocemos esa sensación.
Ésa es la cuestión. Por supuesto, es mejor que vender pantalones de hombre en Poughkeepsie. De pronto, algo sucede, y si eres listo, ves una gran historia delante de tus narices. Algo así me pasó ayer. Debo hablaros de ello. Gracias, Barney.
Fue en esa cafetería. ¿Conocéis Fellini’s? En la esquina de Broadway con la Veintiséis. Un mal día. Lo dediqué casi por entero a seguir una nueva pista sobre los asesinatos de Central Park, y nada de nada. La Oficina del Alcalde pone verde al Departamento de Detectives, y no consiguen ningún progreso, de modo que se ponen de mala leche y no dicen nada que valga la pena publicar. Me enfrento a la perspectiva de volver al despacho y decir que no tengo ni para redactar tres líneas, de modo que iré al café de papá Fellini y tomaré un helado de frutas. Con mucho jarabe de arce. ¿Sabéis a qué me refiero? Te pone en forma.
Está lleno hasta los topes. Ocupo el último reservado. Diez minutos después, entra un tipo de aspecto compungido. Mira alrededor, ve que tengo un reservado para mí solo, y se acerca. Muy educado. Una reverencia. Inclino la cabeza. Dice algo en una jerga extranjera. Señalo la silla vacía. Se sienta y pide un café, con una pronunciación no muy correcta. El camarero es italiano, de modo que no hay problema. Deduzco que este tipo es francés. ¿Por qué? Porque tiene pinta de francés. Soy educado y le saludo. En francés.
¿Que si hablo francés? ¿Es judío el rabino de la sinagoga? Bueno, de acuerdo, un poco sí que hablo, así que le digo: «Bon-Jur, me-sier». Sólo intento comportarme como un buen ciudadano de Nueva York.
Bueno, este franchute se vuelve loco. Lanza un discurso en su idioma del que no entiendo nada. Y sí, está compungido, casi se pone a llorar. Hunde la mano en el bolsillo y saca una carta de aspecto muy importante, con sello de cera sobre la tapa. La agita ante mis narices.
Todavía intento ser amable con un visitante afligido. La tentación es terminar el helado, echar unos cuantos centavos sobre la mesa y largarse, pero pienso, vamos a ver echamos una mano a este tío, porque parece que lo pasando peor que yo, que ya es decir. Llamo a papá Fellini y le pregunto si habla francés. Ni por asomo. Italiano o inglés, y el inglés con acento siciliano. Entonces ¿quién habla francés por aquí?, me digo.
Supongo que cualquiera de vosotros se hubiera encogido de hombros y habría dejado plantado al tío, ¿verdad? Os habríais perdido algo gordo. Pero yo soy Cholly Bloom, el hombre de los seis sentidos. ¿Y qué hay a sólo dos manzanas de la Veintiséis con la Quinta? Delmonico. ¿Y quién dirige Delmonico? Pues Charlie Delmonico. ¿Y de dónde procede la familia Delmonico? Sí, de Suiza, pero allí hablan todos los idiomas, y me figuro que hasta Charlie, que nació en Estados Unidos, chapurreará un poco el francés.
De modo que me llevo al franchute hacia allí, y diez minutos después nos encontramos ante el restaurante más famoso de Estados Unidos. ¿Habéis ido alguna vez? ¿No? Bueno, es diferente. Caoba pulida, sillones mullidos con tapizado de terciopelo, lámparas de mesa de latón, muy serio y elegante. Caro. Más de lo que puedo permitirme. Y ahí viene Charlie D. en persona, y él lo sabe, pero ése es el sello de un gran restaurador, ¿no? Modales impecables, incluso con un don nadie. Inclina la cabeza y pregunta en qué puede ayudarnos. Explico que he topado con este franchute de París, y que tiene un gran problema con una carta, pero no entiendo cuál es.
Bien, el señor D. interroga con delicadeza al francés, en francés, y el tipo comienza a hablar precipitadamente, al tiempo que exhibe la carta. No entiendo ni jota, de modo que paseo la vista alrededor. A cinco mesas de distancia está Apuesta-Un-Millón Gates, que escudriña el menú desde la fecha hasta el mondadientes. En la mesa de al lado tenemos Diamond Jim Brady, que está cenando con Lillian Russell, en cuyo escote podría hundirse el SS Majestic. Por cierto, ¿sabéis cómo come Diamond Jim? Me lo habían dicho, pero no me lo creía. Anoche lo comprobé con mis propios ojos. Se planta en su silla, y mide doce centímetros, ni uno más ni uno menos, entre su estómago y la mesa. Ya no vuelve a moverse, pero come hasta que su estómago toca la mesa.
En este momento, Charlie D. ya ha terminado. Me explica que el franchute se llama Armand Dufour, un abogado de París que ha venido a Nueva York en una misión de importancia crucial. Ha de entregar la carta de una moribunda a un tal Erik Muhlheim, que tal vez resida, o no, en Nueva York. Ha probado todos los medios y no ha conseguido nada. Ni yo tampoco, por cierto. Nunca había oído ese nombre.
Pero Charlie se mesa la barba, como absorto en sus pensamientos, y luego me dice, muy pomposo:
—Señor Bloom, ¿ha oído hablar de E. M. Corporation?
Dejadme que os pregunte una cosa, ¿es católico el Papa? Claro que he oído hablar. Una riqueza increíble, un poder asombroso, un secretismo total. Más acciones cotizadas en la Bolsa que nadie, a excepción de J. Pierpoint Morgan, nadie es más rico que J. P. Morgan. Por lo tanto, para que no me pasen la mano por la cara, digo: «claro, con sede en la torre E. M. de Park Row».
—Exacto —dice Charlie—. Bien, cabe la posibilidad que el misterioso personaje que controla E. M. Corporation sea el señor Muhlheim.
Bueno, cuando un tío como Charlie Delmonico dice «cabe la posibilidad», significa que ha oído algo, pero que jamás ha salido de sus labios. Dos minutos después, estamos de vuelta en la calle, paro un cabriolé y vamos hacia Park Row.
¿Comprendéis ahora, muchachos, por qué ser periodista puede ser el mejor trabajo de la ciudad? Empecé con la esperanza de ayudar a un franchute a solucionar un problema ahora tengo la oportunidad de ver al ermitaño más escurridizo de Nueva York, el hombre invisible en persona. ¿Lo conseguiré? Pedid otra pinta de ese brebaje dorado y os lo diré.
Llegamos a Park Close y subimos hacia la torre. Qué alta es. Es enorme, y su punta casi toca las nubes. Todas las oficinas están cerradas, ya ha oscurecido, pero hay un vestíbulo iluminado, con un mostrador y un portero. Toco el timbre. Viene a preguntar. Le explico. Nos deja entrar en el vestíbulo llama a alguien por un teléfono particular. Debe de ser una línea interior, porque no pide la mediación de una operadora. Habla con alguien y escucha. Después, dice que deberíamos entregarle la carta, que llegará a manos de su destinatario.
No pienso tolerarlo, por supuesto.
—Informe al caballero de arriba —digo— que el señor Dufour ha venido desde París para entregar esta carta en persona.
El portero dice algo por el teléfono, y luego me lo pasa. Una voz pregunta:
—¿Con quién hablo?
—Con el señor Charles Bloom —contesto.
—¿Qué le trae por aquí? —quiere saber la Voz.
No pienso explicarle que soy del grupo Hearst. Tengo la impresión de que sería el método ideal para que me pusieran de patitas en la calle. Así que digo que soy el socio neoyorquino de Dufour y Cía., notarios de París, Francia.
—¿Y cuál es su misión, señor Bloom? —pregunta la voz, como si llegara de las orillas de Terranova.
Repito que he de entregar una carta de capital importancia al señor Erik Muhlheim en persona.
—Nadie que se llame así vive en esta dirección —dice la Voz—, pero si deja la carta al portero, me ocuparé de que llegue a su destino.
Bueno, no pienso aceptarlo. Es una mentira. Por lo que yo sé, podría estar hablando con el mismísimo Hombre Invisible. Me echo un farol.
—Haga el favor de decir al señor Muhlheim que esta carta la envía…
—La señora Giry —susurra el abogado a mi oído.
—La señora Giry —repito por teléfono.
—Espere —dice la Voz.
Aguardamos otra vez. Después, vuelve a hablar.
—Cojan el ascensor hasta el piso 39.
Obedecemos. ¿Alguna vez habéis subido treinta y nueve pisos? ¿No? Pues bueno, es toda una experiencia. Encerrado en una jaula, la maquinaria que resuena alrededor de ti, y sales disparado hacia el cielo. Y oscila. Por fin, la jaula se detiene corro la reja a un lado y salimos. Nos aguarda un tío, la Voz.
—Soy el señor Darius —dice—. Síganme.
Nos conduce hasta una larga sala artesonada, con un mesa de juntas adornada con objetos de plata. Está claro que aquí es donde se cierran los tratos, se aplasta a lo rivales, se compra a los débiles, se ganan los millones. Es elegante, al estilo europeo. Las paredes están cubiertas de cuadros, y reparo en uno que hay al fondo, elevado por encima de los demás. Es el retrato de un individuo con sombrero de ala ancha, bigote, cuello de encaje, sonriente.
—¿Me permite ver la carta? —dice Darius, y me mira como una cobra a punto de zamparse una rata almizclera como desayuno.
De acuerdo, nunca he visto una cobra ni una rata almizclera, pero me la imagino. Hago una señal con la cabeza a Dufour y éste deja la carta sobre la mesa que hay entre él y Darius. Por algún motivo que no alcanzo a entender este hombre me pone los pelos de punta. Va vestido de negro de pies a cabeza: levita negra, camisa blanca, corbata negra. La cara tan blanca como la camisa, delgada, estrecha. Pelo negro y ojos negro azabache, que brillan pero no parpadean. ¿He dicho cobra? Pues sí, le sienta como un guante.
Bien, ahora escuchad, muchachos, porque esto es importante. Siento la necesidad de encender un cigarrillo, así que lo hago. Error garrafal. Cuando la cerilla se enciende, Darius se vuelve hacia mí como un cuchillo desenvainado.
—Nada de llamas, por favor —dice con aspereza—. Apague el cigarrillo.
Sigo de pie en el extremo de la mesa, cerca de la puerta del rincón. Detrás de mí hay una mesa en forma de media luna apoyada contra la pared, con un cuenco de plata encima. Me acerco a ella para apagar el pitillo. Detrás del cuenco de plata hay una enorme bandeja, también de plata, con un borde sobre la mesa y el otro sobre la pared, de modo que una está ladeada en ángulo. Justo cuando apago el cigarrillo echo claro un vistazo a la bandeja, que es como un espejo. Al fondo de la sala, el óleo del tío sonriente ha cambiado. Aparece una cara, con el sombrero de ala ancha, sí. Pero debajo hay un rostro que acojonaría al Séptimo de Caballería.
Debajo del sombrero hay una especie de máscara que cubre las tres cuartas partes de lo que debería ser la cara. Se distingue la mitad de una boca retorcida. Y detrás de la máscara una cara, dos ojos me perforan como taladros. Lanzo un chillido, giro en redondo y señalo el cuadro.
—¿Quién demonios es ése? —pregunto.
—El caballero risueño, de Frans Hals —responde Darius—. Lamentablemente, el original se encuentra en Londres, pero la copia es excelente.
Y claro, el tipo risueño ya está de vuelta, con bigote, encaje y todo. Pero no estoy loco. Sé lo que vi. De todos modos, Darius coge la carta.
—Les aseguro —dice—, que dentro de una hora el señor Muhlheim recibirá esta carta.
Después, repite la misma frase en francés al señor Dufour. El abogado asiente. Si está satisfecho, ya no puedo hacer nada más. Nos volvemos hacia la puerta. Antes de que salgamos de la estancia, Darius añade:
—Por cierto, señor Bloom, ¿para qué periódico trabaja? —Su voz es como el filo de una navaja.
—Para el New York American —musito.
Nos vamos, bajamos a la calle, cogemos un taxi, volvemos a Broadway. Dejo al franchute donde me indica y me dirijo a la redacción. Tengo un artículo, ¿no?
Error. El redactor de noche levanta la vista y dice:
—Cholly, estás borracho.
—¿Que estoy queeeé? No he bebido ni una gota —contesto. Le cuento mi aventura nocturna. De cabo a rabo—. Menudo artículo, ¿eh?
—De acuerdo —consiente, has encontrado a un abogado francés que debía entregar una carta y tú lo ayudaste hacerlo. Fantástico. Pero de fantasmas, nada. Acabo de recibir una llamada del presidente de E. M. Corporation, un tal Darius. Dijo que te presentaste esta noche y le entregaste un carta en persona, perdiste la cabeza y empezaste a gritar algo sobre apariciones en las paredes. Está agradecido por la carta pero amenaza con demandarte si calumnias a su empresa. Por cierto, la bofia acaba de detener al asesino de Central Park. Le pillaron con las manos en la masa. Ve a echar una mano.
No se publicó ni una palabra. Pero os digo una cosa muchachos, no estoy loco y no estaba borracho. Vi esa cara en la pared. ¡Eh, estáis bebiendo con el único tío de Nueva York que ha visto al fantasma de Manhattan!