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LA DESESPERACIÓN DE ARMAND DUFOUR
Broadway, Nueva York,
octubre de 1906
Odio esta ciudad. Nunca tendría que haber venido. ¿Por qué demonios lo hice? Para satisfacer el deseo de una mujer que agonizaba en Paris, y que, por lo que yo sé, podría estar mal de la cabeza. Y por una bolsa de napoleones de oro, por supuesto. No debería haberlos aceptado.
¿Dónde está el hombre al que debo entregar una carta absurda? Lo único que pudo decirme el padre Sebastián es que está horriblemente desfigurado y, en consecuencia, no habrá pasado inadvertido. Pero sucede lo contrario: es invisible.
Cada vez estoy más seguro de que no llegó aquí. No cabe duda de que las autoridades de Ellis Island le negaron la entrada. Me personé allí. Menudo caos. Da la impresión de que todos los pobres y desposeídos del mundo vienen a este país, y la mayoría se queda en esta inmunda ciudad. Nunca he visto tantos desgraciados. Columnas de refugiados harapientos, malolientes, incluso infestados de piojos tras haber viajado en bodegas nauseabundas, que se aferran a fardos andrajosos con todas sus posesiones terrenales y forman filas interminables entre los destartalados edificios de esta isla sin esperanza. En la otra isla, se yergue sobre ellos la estatua que les regalamos. La mujer de la antorcha. Tendríamos que haber dicho a Bartholdi que la maldita estatua debía quedarse en Francia, y que les hubiera dado a los yanquis otra cosa. Por ejemplo, una buena colección de diccionarios Larousse, para que aprendieran un idioma civilizado.
Pero tuvimos que regalarles algo simbólico. Ahora, lo han convertido en un imán para todos los pelagatos de Europa y de otros lugares más alejados, que afluyen como moscas en busca de una vida mejor. Quelle blague! Estos yanquis están locos. ¿Cómo esperan construir una nación si dejan entrar a semejante gentuza? Los desechos de todo los países, entre la bahía de Bantry y Brest-Litovsk, desde Trondheim a Taormina. ¿Qué esperan? ¿Forjar una nación rica y poderosa a partir de esta canalla?
Fui a ver al responsable de Inmigración. Gracias a Dios tenía a mano un intérprete de francés, pero confirmó que si bien rechazaban a muy pocos, el permiso de entrada era denegado a los enfermos y deformes, de manera que mi hombre debía encontrarse entre ese grupo. Aunque hubiera conseguido entrar, han transcurrido doce años. Podría encontrarse en cualquier rincón del país, y cinco mil kilómetros separan la costa este de la oeste.
Recurrí a las autoridades de la ciudad, pero me indicaron que había cinco distritos electorales, sin apenas estadísticas de empadronamiento. El hombre podía estar en Brooklyn, Queens, Bronx, Staten Island… No tuve otro remedio que quedarme en Manhattan y buscar a este fugitivo de la justicia. ¡Menuda tarea para un buen francés!
En los registros del Ayuntamiento aparecen doce Muhlheim, y he probado con todos. Si su apellido fuera Smith, ya habría regresado a casa. Aquí hay muchos teléfonos, una lista de sus propietarios, pero Erik Muhlheim no consta entre ellos. He preguntado a las autoridades de Hacienda, pero han contestado que sus registros eran confidenciales.
Con la policía me fue mejor. Encontré a un sargento irlandés que se prestó a investigar por unos honorarios. Sé muy bien que los malditos «honorarios» fueron a parar a sus bolsillos. No obstante, me informó de que ningún Muhlheim se había metido en líos con la policía, pero que tenía media docena de Müller, por si me servía de algo. Imbécil.
Hay un circo en Long Island, y fui a verlo. Otro fracaso. Probé en un gran hospital llamado Bellevue, pero no tienen antecedentes de un hombre tan deforme que se hubiera presentado en busca de tratamiento. No se me ocurre a qué otro sitio ir.
Me hospedo en un hotel modesto, situado en las calles que dan a espaldas de este gran boulevard. Como sus horribles guisotes y bebo su nauseabunda cerveza. Duermo en un jergón estrecho y añoro mi apartamento de la Île Saint Louis, cálido y confortable, y el contacto de las nalgas firmes de la señora Dufour. Cada vez hace más frío y se me está acabando el dinero. Quiero regresar a mi amado París, a una ciudad civilizada donde la gente pasee en lugar de correr por todas partes, a un lugar donde los carruajes se lanzan a una velocidad relajante, en lugar de circular a velocidad propia de locos, y los tranvías no constituyen un peligro para la vida.
Por si esto fuera poco, pensaba que sabía hablar algunas palabras de la pérfida lengua de Shakespeare, porque he visto a los lores que vienen a las carreras de Auteuil y Chantilly, pero en este país hablan con la nariz, y muy deprisa.
Ayer vi un café italiano en esta misma calle, que servía un café excelente, y hasta vino de Chianti. No era como el de Burdeos, por supuesto, pero en cualquier caso mucho mejor que esta cerveza yanqui, que sólo sirve para ir a mear, Ah, ahora lo estoy viendo, al otro lado de esta calle tan peligrosa. Me tomaré un café bien fuerte para aplacar mis nervios, y después volveré y encargaré mi billete de regreso.