2. El cántico de Erik Muhlheim

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EL CÁNTICO DE ERIK MUHLHEIM

Suite de la azotea, torre E. M.,

Park Row, Manhattan,

octubre de 1906

Cada día, sea verano o invierno, llueva o haga sol, me despierto pronto. Me visto y subo desde mis aposentos hasta esta pequeña terraza cuadrada que corona el pináculo del rascacielos más alto de Nueva York. Desde aquí, y dependiendo de en qué lado del cuadrado me situé puedo mirar hacia el oeste, al otro lado del río Hudson, hacia las tierras verdes de Nueva Jersey. O al norte, en dirección a las secciones media y alta de esta isla asombrosa, tan llena de riqueza y suciedad, extravagancia y pobreza, vicio y crimen. O al sur, hacía el mar abierto que conduce a Europa y el amargo camino que he recorrido. O al este, al otro lado del río hasta Brooklyn y, perdido en la bruma del mar, el lunático enclave llamado Coney Island, la fuente de mi riqueza.

Y yo, que pasé siete años aterrorizado por un padre brutal, nueve encadenado en una jaula como un animal, once exiliado en los sótanos de la Ópera de París, y diez abriéndome camino desde los cobertizos de la bahía de Gravesend, donde se destripa el pescado, hasta esta eminencia, sé que ahora poseo riquezas y poder que ni siquiera Creso habría imaginado. Así que miro hacia esta enorme ciudad y pienso, cómo te odio y te desprecio, raza humana.

Fue un viaje largo y duro el que me trajo aquí en los primeros días de 1894. Las tormentas azotaban el Atlántico. Permanecí acostado en mi litera, mareado a más no poder, gracias a que mi pasaje lo había pagado por adelantado la única persona bondadosa que he conocido. Soportaba las burlas y los insultos de los tripulantes, a sabiendas de que podían arrojarme por la borda si intentaba replicar, impulsado sólo por el odio y la rabia que sentía hacia todos ellos. Durante cuatro semanas surcamos el océano embravecido, hasta que una noche gélida de finales de enero el mar se calmó y anclamos en las radas que hay quince kilómetros al sur del extremo de la isla de Manhattan.

Nada sabía de todo eso, salvo que habíamos llegado. A algún sitio. Oí decir a la tripulación, en su áspero acento bretón, que por la mañana remontaríamos el East River y amarraríamos para la inspección de aduanas. Sabía que me descubrirían de nuevo; indefenso, humillado, rechazado como cualquier inmigrante y devuelto al lugar de origen encadenado.

De madrugada, cuando todo el mundo dormía, incluido el ebrio vigía, cogí un chaleco salvavidas de la cubierta y me arrojé al mar helado. Había visto tenues luces que parpadeaban en las tinieblas, pero ignoraba si se encontraban muy lejos. No obstante, empecé a impulsar mi cuerpo congelado hacia ellas, hasta llegar a una playa de guijarros cubierta de escarcha. No lo sabía, pero mis primeros pasos en el Nuevo Mundo fueron en la playa de la bahía de Gravesend, Coney Island.

Las luces que había visto procedían de lámparas de aceite que ardían en las ventanas de unas miserables cabañas alzadas fuera del alcance de la marea, y cuando me tambaleé hacia ellas y miré por los sucios cristales, vi filas de hombres encogidos que despellejaban y destripaban pescado recién sacado del agua. Al final de la hilera de cabañas había un espacio vacío en cuyo centro ardía una gran hoguera, rodeada por una docena de desgraciados que se calentaban el cuerpo. Medio muerto de frío, sabía que debía compartir aquel calor o moriría congelado. Caminé hasta la luz de la hoguera, noté la oleada de calor y les miré. Llevaba la máscara guardada entre mis ropas, y las llamas iluminaban mi cabeza y mi cara terribles. Se volvieron y me miraron.

He reído muy pocas veces en mi vida. No he tenido motivos. Pero aquella noche, con aquella temperatura gélida, me reí por dentro a causa del alivio que experimenté. Me miraron… y no me hicieron caso. Por el motivo que fuera, todos presentaban deformaciones. Por pura casualidad había llegado al campamento nocturno de los Parias de la bahía de Gravesend, los desclasados que sólo podían ganarse miserablemente la vida destripando y, limpiando pescado, mientras los pescadores y la ciudad dormían.

Dejaron que me secase y entrase en calor junto al fuego, y me preguntaron de dónde venía, aunque era evidente que había llegado del mar. Como había leído los textos de todas las Óperas inglesas, había aprendido algunas palabras de su idioma, y les conté que había huido de Francia. Daba igual, todos habían huido de un sitio u otro, perseguidos por la sociedad hasta aquel pozo de arena desolado. Me apodaron Franchute y dejaron que me uniera a ellos. Dormía en las cabañas sobre pilas de redes apestosas, trabajaba toda la noche por unos centavos, vivía de las sobras, helado y hambriento con frecuencia, pero a salvo de la ley sus cadenas y cárceles.

Llegó la primavera y empecé a enterarme de lo que había al otro lado de la maraña de tojo y aulaga que separaba la aldea de pescadores del resto de Coney Island. Averigüé que toda la isla carecía de ley, o mejor, contaba con su propia ley. No había sido incorporada a la ciudad de Nueva York, que se alzaba al otro lado del estrecho y hasta hacia poco había sido gobernada por un tal John McKane, una mezcla de gángster y político, a quien acababan de detener, sin embargo, el legado de McKane sobrevivía en aquella isla lunática dedicada a parques de atracciones, burdeles, crimen, vicio y placer. Este último era el objetivo de lo burgueses de Nueva York que venían cada semana, y que antes de marchar gastaban fortunas en diversiones estúpidas preparadas para ellos por empresarios que poseían la capacidad de proporcionar esos placeres.

Al contrario que el resto de los Parias, que destripaba pescado durante toda su vida y nunca llegaban a más, debido a su estupidez congénita, yo sabía que con astucia e ingenio podría salir de aquellas cabañas y sacar una fortuna de los parques de atracciones, que entonces ya estaban planificando y construyendo a lo largo de la isla. Pero ¿Cómo? Primero, al amparo de la oscuridad me deslicé en la ciudad y robé ropa, ropa buena, de hilos de tender y casas desiertas de la playa. Después, cogí madera de las obras y construí una cabaña mejor. Pero con mi cara no podía moverme a plena luz del sol en aquella sociedad brutal y sin ley, donde los turistas se dejaban fortunas cada semana.

Se nos unió un nuevo elemento, un muchacho de apenas diecisiete años, diez menos que yo, aunque aparenta muchos más. Al contrario que la mayoría, no exhibía cicatrices ni deformaciones, sino un rostro pálido como el hueso y unos ojos negros e inexpresivos. Venía de Malta y no carecía de educación, pues había asistido a un colegio de sacerdotes católicos. Hablaba inglés con fluidez, sabía latín y griego, y no poseía el menor escrúpulo. Estaba aquí porque, impulsado por la rabia que habían provocado en él las interminables penitencias infligidas por los curas, había cogido un cuchillo de cocina y matado a su preceptor. Huyó desde Malta a la costa de Berbería, sirvió un tiempo como chico de placer en una casa de sodomía, y después se embarcó de polizón en un barco que, por casualidad, se dirigía a Nueva York. Pero su cabeza aún tenía un precio, de modo que esquivó el filtro de inmigración en Ellis Island y así apareció en la bahía de Gravesend.

Necesitaba una tapadera que me sustituyera de día, y para eso debía echar mano de mi ingenio y mis habilidades si pretendía que saliésemos de aquel agujero. Se convirtió en mi subordinado y representante en todo, y Juntos hemos ascendido desde aquellas miserables cabañas hasta la riqueza y el poder sobre la mitad de Nueva York y mucho más allí. Hasta hoy, sólo le conozco como Darius.

Pero si yo le enseñé, él también me enseñó, me convenció de que abandonara mis viejas y estúpidas creencias y adorara a un solo dios verdadero, el Gran Amo que nunca me ha decepcionado.

El problema de poder desplazarme a la luz del día tuvo una solución sencilla. En el verano de 1894, con los ahorros que me había procurado el trabajo de limpiar pescado, pedí a un artesano que me construyera una mascara de látex que me cubriera toda la cabeza, con agujeros para los ojos y la boca, Era la máscara de un payaso, con nariz roja y bulbosa y una gran sonrisa desdentada. Con una chaqueta y unos pantalones abombados podía pasearme por los parques de atracciones sin despertar sospechas. Algunas personas, cuando iban acompañadas de sus hijos, hasta saludaban y sonreían. El disfraz de payaso fue mi pasaporte al mundo de la luz. Durante dos años nos limitamos a ganar dinero. He olvidado cuántos fraudes y estafas inventé.

Los más sencillos eran con frecuencia los mejores. Descubrí que, cada fin de semana, los turistas enviaban doscientas cincuenta mil postales desde Coney Island. Casi todos buscaban un sitio donde comprar sellos. Adquirí postales por un centavo, estampé las palabras FRANQUEO PAGADO en ellas y las vendí por dos. Los turistas eran felices. Ignoraban que, de todos modos, el franqueo era gratuito. Pero yo quería más, mucho más. Intuía que se avecinaban buenos tiempos para los espectáculos de masas, que nos íbamos a hacer ricos.

En aquel año y medio sólo padecí un revés, pero grave. Una noche, cuando volvía a las cabañas con una bolsa llena de dólares, cuatro atracadores armados con porras y puños de hierro me tendieron una emboscada. Si se hubieran limitado a robarme el dinero habría sido grave, pero no peligroso. Sin embargo, me arrancaron la máscara de payaso, vieron mi cara y me dieron una paliza de muerte.

Tuve que pasar un mes tendido en mi jergón hasta que pude volver a caminar. Desde entonces, siempre llevo encima un pequeño Colt Derringer, porque juré que nadie volvería a hacerme daño impunemente.

En invierno me hablaron de un hombre llamado Paul Boyton. Pensaba abrir el primer parque de atracciones cubierto de la isla, capaz de funcionar en todas las estaciones del año. Ordené a Darius que concertara una cita con él y se presentara como un diseñador dotado de genio y recién llegado de Europa. El truco funcionó. Boyton encargó una serie de seis atracciones para su nuevo negocio. Yo las diseñé, por supuesto, y utilicé el engaño, la ilusión óptica y mi habilidad con los ingenios mecánicos para crear sensaciones de miedo y asombro entre los turistas, que se sintieron encantados. Boyton abrió Sea Lion Park en 1895, y la gente acudió en masa.

Boyton quería pagar a Darius por sus inventos, pero yo se lo impedí. A cambio, exigí diez centavos por cada dólar ganado en aquellas seis atracciones, durante un período de diez años. Boyton había invertido todo cuanto poseía en el parque, y estaba muy endeudado. Al cabo de un mes, aquellas atracciones, controladas por Darius, nos proporcionaban cien dólares a la semana sólo a nosotros dos. Pero se avecinaba mucho más.

El sucesor del mandamás político McKane era un agitador pelirrojo llamado George Tilyou. Él también quería abrir un parque de atracciones. Indiferente a la rabia de Boyton, que no pudo oponerse, diseñé atracciones incluso más ingeniosas para el negocio de Tilyou, pidiendo, nuevamente, un porcentaje sobre los beneficios. El Steeplechase Park abrió en 1897 y empezó a proporcionarnos mil dólares al día. Para entonces, ya había comprado una agradable casita cerca de Manhattan Beach, a la que me había trasladado a vivir. Había pocos vecinos, que en su mayoría sólo aparecían los fines de semana, cuando yo me dedicaba a pasear entre los turistas vestido de payaso.

Había frecuentes torneos de boxeo en Coney Island, donde los burgueses millonarios, que llegaban en el nuevo tren elevado desde el puente de Brooklyn hasta el hotel Manhattan Beach, apostaban cantidades muy elevadas. Yo miraba pero no jugaba, convencido de que casi todos los combates estaban amañados. El juego era ilegal en Nueva York y Brooklyn, y de hecho en todo el estado de Nueva York, pero en Coney Island, el último puesto de avanzada de la Frontera del Crimen, enormes sumas cambiaban de manos cuando los corredores de apuestas cogían el dinero de los jugadores. En 1899, Jim Jeffries desafió a Bob Fitzsimmons por el título de campeón del mundo de pesado… en Coney Island. Nuestra fortuna conjunta era doscientos cincuenta mil dólares, y yo tenía la intención de apostarla toda a favor del aspirante, Jeffries, que partía con escasas posibilidades. Darius casi enloqueció de rabia hasta que le expliqué la idea.

Había observado que, entre asalto y asalto, los boxeadores casi siempre tomaban un largo trago de agua de una botella, y que a veces, pero no siempre, la escupían. Siguiendo mis instrucciones, Darius, que se hacia pasar por periodista deportivo, cambió la botella de Fitzsimmons por una que contenía cierta cantidad de un sedante. Jeffries le dejó sin sentido. Gané un millón de dólares. Aquel mismo año, unos meses después, Jeffries defendió su título contra Sailor Tom Sharkey en el Coney Island Athletic Club. Llevé a cabo el mismo truco, con idéntico resultado. Pobre Sharkey. Nos embolsamos dos millones. Había llegado el momento de mudarse a la parte alta de la isla y de cambiar la orientación del negocio, porque me había dedicado a estudiar los entresijos de un parque de atracciones aún más salvaje e incontrolado, que nos permitiera ganar dinero: la Bolsa de Nueva York. Pero aún teníamos que dar un último golpe en Coney Island.

Dos buscavidas llamados Frederic Thompson y Skip Dundy iban desesperados por abrir un tercero, y aún grande, parque de atracciones. El primero era un ingeniero alcohólico y el segundo un financiero tartamudo, y tan urgente era su necesidad de dinero en metálico que ya se habían empeñado en los bancos por más de lo que poseían. Yo había ordenado a Darius que creara una empresa «de paja» un monte de piedad que les dejó estupefactos cuando les ofreció un préstamo sin garantías a interés cero. A cambio, E. M. Corporation quería el diez por ciento de las ganancias brutas del Luna Park durante una década. Accedieron. No tenían otro remedio: o eso, o la bancarrota con un parque de atracciones a medio terminar. El Luna Park abrió el 2 de mayo de 1903. A las nueve de la mañana, Thompson y Dundy estaban arruinados. Al anochecer, habían pagado todas sus deudas…, excepto la mía. Al cabo de cuatro meses, el Luna Park había ganado cinco millones de dólares. Se estabilizó en un millón al mes, y todavía sigue así. Para entonces, ya nos habíamos mudado a Manhattan.

Empecé en una modesta casa de piedra de color pardo rojizo, y pasaba dentro casi todo el tiempo, porque el disfraz de payaso ya no me servía. Darius se incorporó a la Bolsa como mi representante y siguió mis instrucciones.

Pronto quedó claro que en aquel asombroso país todo estaba en auge. Se suscribían de inmediato nuevas ideas y proyectos, siempre que se vendieran con habilidad. La expansión económica había alcanzado una velocidad demencial, siempre hacia el oeste. Cada nueva industria necesitaba materias primas, además de barcos y trenes que les entregaran y transportaran el producto a los mercados.

Durante los años que había pasado en Coney Island, millones de inmigrantes habían llegado de todas partes. El Lower East Side, casi debajo de mi terraza, era y sigue siendo una inmensa caldera hirviente de todas las razas y credos, que viven codo con codo en la pobreza, la violencia, el vicio y el crimen. A tan sólo un kilómetro y medio de distancia, los millonarios tienen sus mansiones, sus carruajes y su amado edificio de la Ópera.

En 1903, tras algunos contratiempos, había llegado a dominar las interioridades del mercado de valores, y averiguado cómo habían amasado sus fortunas algunos gigantes por ejemplo, Pierpoint Morgan. Al igual que ellos, invertí en carbón en el oeste de Virginia, en acero en Pittsburgh, en trenes a Nuevo México, en embarques desde Savannah a Boston vía Baltimore, en plata en Texas y en bienes raíces en toda la isla de Manhattan. Pero llegué a ser mejor y más implacable que ellos, gracias a mi adoración al único dios verdadero, hacia el que Darius me condujo. Porque es Mammón, el dios del oro, que no sabe de piedad, de caridad, de compasión ni de escrúpulos. No hay viuda, hijo o mendigo que no pueda ser pisoteado y aplastado por unas cuantas pepitas más del precioso metal que tanto complace al Amo. Con el oro viene el poder, y con el poder más oro aún, en un glorioso ciclo que conquista el mundo.

En todas las cosas sigo siendo el amo y superior de Darius. En todas, excepto en una. Jamás fue creado en este planeta hombre más frío o cruel. Un ser con el alma más muerta jamás ha pisado la tierra. En esto me sobrepasa. Y no obstante ello tiene una debilidad. Sólo una. Cierta noche, intrigado por sus raras ausencias, ordené que le siguieran. Fue a un cuchitril de la comunidad árabe y tomó hachís hasta entrar en una especie de trance. Al parecer, es su única debilidad. Al principio, pensé que podíamos ser amigos, pero he comprendido que sólo tiene uno. Su adoración al oro lo consume día y noche, y permanece conmigo y me guarda lealtad sólo porque puedo proporcionárselo en ingentes cantidades.

En 1903 contaba con el suficiente para iniciar la construcción del rascacielos más alto de Nueva York, la torre E. M., en un solar disponible de Park Row. Se terminó en1904. Son cuarenta pisos de acero, hormigón, granito y cristal. Y lo mejor es que los treinta y siete pisos que hay debajo de mí lo han pagado todo, y el valor se ha doblado.

Eso deja una suite para el personal de la empresa, conectado por teléfono y cinta de teleimpresor a los mercados; un piso arriba, cuya mitad es el apartamento de Darius y la otra mitad la sala de juntas de la empresa; y en lo más alto, mi apartamento, con la terraza que domina todo lo que veo, al tiempo que asegura que nadie pueda verme.

De modo que mi jaula sobre ruedas, mis oscuros sótanos, se han transformado en un nido de águilas donde puedo pasear con el rostro al descubierto sin que nadie vea mis facciones malditas, salvo las gaviotas y el viento del sur. Y desde aquí hasta puedo contemplar el tejado, por fin terminado y reluciente, del único proyecto que no ha sido dedicado a ganar dinero, sino a obtener venganza.

A lo lejos, en la calle 34 Oeste, se alza el recientemente terminado teatro de la Ópera de Manhattan, el rival que acabará con la primacía del altivo Metropolitan. Cuando vine aquí, quise ver ópera de nuevo, pero para ello necesitaba un palco protegido por cortinas y biombos en el Met.

Su comité, dominado por la señora Astor y sus compinches de clase, los malditos Cuatrocientos, exigieron que me presentara en persona a una entrevista. Era imposible, por supuesto. Envié a Darius, pero se negaron a aceptarle, y exigieron verme en persona, cara a cara. Pagarán por ese insulto. Porque descubrí a otro amante de la ópera que había sido rechazado: Oscar Hammerstein, que ya había inaugurado un teatro lírico y había fracasado en el intento, estaba financiando y diseñando uno nuevo. Yo me convertí en su socio invisible. Abrirá sus puertas en diciembre y humillará al Met. No se ha reparado en gastos. El gran Bonci será la estrella, pero lo más importante es que Melba, sí, Melba en persona, vendrá a cantar. En estos momentos, Hammerstein se encuentra en el Grand Hotel construido por Garnier en el boulevard des Capucines de París, gastando mi dinero para traerla a Nueva York.

Una hazaña sin precedentes. Conseguiré que esos snobs, los Vanderbilt, Rockefeller, Whitney, Gould, Astor y Morgan se arrastren antes de escuchar a la gran Melba.

En cuanto al resto, miro hacia afuera y hacia abajo. Sí y hacia atrás. Una vida de dolor y rechazo, de miedo y odio. La soledad más absoluta. Sólo una persona me trato con bondad, me llevó de una jaula a un sótano, y después a un barco, mientras los demás me perseguían como a un zorro sin resuello. Fue para mí como la madre que apenas tuve o conocí.

Y otra, a la que amé, pero no podía amarme. ¿También me desprecias por eso, raza humana, porque no conseguí que una mujer me amara como hombre? Pero hubo un momento, un breve espacio de tiempo, como «la ardiente y dulce hora» del asno de Chesterton, en que pensé que podría amarme… Cenizas, pavesas, nada. No pudo ser. Nunca lo será. Así que sólo puede existir el otro amor la devoción al Amo que jamás me decepciona. Y le adoraré toda mi vida.