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LA CONFESIÓN DE ANTOINETTE GIRY
Hospicio de las Hermanas de la Caridad
de la orden de San Vicente de Paúl,
septiembre de 1906.
Hay una grieta en el enlucido del techo, muy por encima de mi cabeza, y cerca de ella una araña está tejiendo su red. Es extraño pensar que la araña me sobrevivirá, que seguirá aquí cuando yo me haya ido, dentro de unas horas. Buena suerte, arañita, que tejas una tela para atrapar moscas con las que alimentar a tus bebés.
¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cómo es posible que yo, Antoinette Giry, de cincuenta y ocho años de edad, esté tendida en la cama de un hospicio consagrado al servicio de los habitantes de París, a cargo de las buenas hermanas, a punto de encontrarme con mi Hacedor? Creo que no he sido una persona muy buena, o al menos no tan buena como estas mojas que limpian sin cesar, ligadas por sus votos de pobreza, castidad, humildad y obediencia. Yo nunca lo habría conseguido. Tienen fe. Yo nunca pude tener esa fe. ¿Ha llegado ya el momento de que aprenda? Es probable. Porque me iré antes de que el cielo nocturno abarque esa ventanita situada allí en lo alto, en el límite de mi visión.
Estoy aquí, supongo, porque me quedé sin dinero. Casi, al menos. Debajo de la almohada hay una bolsa cuya existencia nadie conoce, pero es para un propósito especial. Hace cuarenta años yo era bailarina, delgada, joven y hermosa, o eso decían los chicos, cuando venían a la entrada de artistas. Y ellos también eran guapos, con aquellos cuerpos jóvenes, limpios, perfumados y firmes, que podían dar y tomar tanto placer.
El más guapo de todos era Lucien. Todas en el coro le llamaban Lucien le Bel, y su cara conseguía que el corazón de las chicas retumbara como un tambor. Me llevó un domingo soleado al Bois de Boulogne y se me declaró, hincando una rodilla, como debe ser, y yo le acepté. Un año después, los cañones prusianos le mataron en Sedan. Ya no quise volver a casarme durante mucho tiempo, casi diez años, mientras bailaba en el ballet.
Tenía veintiocho años cuando terminó mi carrera de bailarina. Para empezar, había conocido a Jules, contrajimos matrimonio y quedé embarazada de Meg. Para ser más concreta, estaba perdiendo mi agilidad, yo, la bailarina más veterana del coro, que luchaba cada día por conservarme delgada y flexible. Pero el director, un hombre todo corazón, fue muy bueno conmigo. La directora del coro se iba a retirar. Dijo que yo tenía experiencia y no deseaba buscar fuera de la Ópera a su sucesora. Me nombró Maîtresse du Corps de Ballet. En cuanto Meg nació y la puse al cuidado de una niñera, afronté mis responsabilidades. Fue en 1876, un año después de la inauguración del nuevo y magnífico teatro de la Ópera. Por fin nos librábamos del hacinamiento en que vivíamos en la rue Le Peletier, la guerra había terminado, los daños sufridos por mi amado París habían sido reparados y vivíamos felices. Ahora la llaman la Belle Époque, y en verdad fue bella.
Ni siquiera me importó cuando Jules conoció a su obesa amiga belga y se fugó a las Árdenas. De buena me libré. Al menos tenía un trabajo, que era más de lo que él podía decir. Ganaba lo suficiente para pagar mi pequeño apartamento, criar a Meg, y contemplar cada noche a mis chicas, que deleitaban a todas las testas coronadas de Europa. Me pregunto qué fue de Jules. Ya es demasiado tarde para empezar a investigar. ¿Y Meg? Bailarina de ballet y corista como su madre (al menos pude hacer eso por ella), hasta la espantosa caída de hace diez años, que le dejó la rodilla derecha rígida para siempre. Incluso entonces tuvo suerte, debido en parte a mi intervención. Ayuda de cámara y doncella personal de la diva más grande de Europa, Christine de Chagny. Bien, pasando por alto a Melba, esa australiana grosera, ¿dónde estará Meg ahora? En Milán, Roma, Madrid. Donde cante la diva. Y pensar que estaba acostumbrada a gritar a la vizcondesa de Chagny para que prestara atención y no se saliera de la línea.
¿Que estoy haciendo aquí, esperando una tumba demasiado temprana? Bien, me jubilé hace ocho años, cuando cumplí los cincuenta. Se portaron muy bien conmigo. Los discursos habituales, llenos de lugares comunes. Y una generosa bonificación por mis veintidós años de directora. Lo suficiente para ir tirando. Más unas cuantas clases particulares para las hijas, increíblemente torpes, de los ricos. No era mucho, pero sí suficiente. Y unos ahorritos. Hasta la primavera pasada.
Fue cuando empezaron los dolores, al principio ocasionales, pero repentinos y agudos, en el bajo vientre. Me dieron bismuto para la indigestión y me cobraron una pequeña fortuna. Yo no sabía que llevaba en mi interior al cangrejo de acero, que hundía sus grandes garras en mí y crecía mientras se alimentaba. No lo supe hasta Julio. Para entonces fue demasiado tarde. Por eso estoy acostada aquí intentando no llorar de dolor, a la espera de la siguiente cucharada de la diosa blanca, el polvillo procedente de amapolas de Oriente.
Ya no tendré que esperar mucho más al sueño eterno. Ni siquiera estoy asustada. ¿Será Él misericordioso conmigo? Eso espero, seguro que eliminará el dolor. Me remonto al pasado y veo a todas aquellas chicas a las que enseñaba, mi hermosa Meg, con su rodilla rígida a la espera de encontrar a su hombre. Confío en que encuentre a uno que sea bueno. Y también pienso en mis hijos, por supuesto, mis dos adorables y trágicos hijos. Sobre todo, pienso en ellos.
—Señora, el abad está aquí.
—Gracias, hermana. No veo muy bien. ¿Dónde está?
—Estoy aqui, hija mia, soy el padre Sebastián. A tu lado. ¿Sientes mi mano sobre tu brazo?
—Sí, padre.
—Deberías reconciliarte con Dios, ma fille. Estoy parado para escuchar tu confesión.
—Ha llegado el momento. Perdóneme, padre, por que he pecado.
—Dime, hija mía. No ocultes nada.
—Hace mucho tiempo, en el año 1882, hice algo que cambió muchas vidas. Actué guiada por impulsos y motivos que consideré buenos. Yo tenía treinta y cuatro, era la directora del cuerpo de ballet de la Ópera de París. Estaba casada, pero mi marido me había abandonado por otra mujer.
—Has de perdonarles, hija mía. El perdón es parte de la penitencia.
—Oh, sí, padre. Hace mucho tiempo que les perdoné.
»Pero tenía una hija, Meg, que sólo contaba seis años. Había un parque de atracciones en Neuilly, y la llevé un domingo. Había tiovivos, motores de vapor y monos amaestrados que recogían céntimos para el hombre del organillo.
»Meg nunca había visto un parque de atracciones. También había un espectáculo de fenómenos de feria. Una hilera de tiendas con carteles que anunciaban al hombre más fuerte del mundo, los enanos acróbatas, un hombre tan cubierto de tatuajes que no quedaba ni un centímetro de su piel visible, un negro de dientes puntiagudos con la nariz atravesada por un hueso, la mujer barbuda…
»Al final de la hilera había una especie de jaula sobre ruedas, con los barrotes espaciados entre sí casi treinta centímetros, y el suelo cubierto de paja sucia y apestosa. Pese al sol, el interior de la jaula no se veía bien, de modo que miré para ver al animal que albergaba. Oí un tintineo de cadenas y vi algo acurrucado en la paja. Entonces, apareció un hombre.
»Era grande y corpulento, con una cara grotesca y roja. Llevaba una bandeja sujeta por una cinta que colgaba de su cuello. Contenía boñigas de caballo, que había recogido del establo de los ponis, y trozos de fruta podrida. “Pruebe, señora”, dijo, “a ver sí le da al monstruo. Un céntimo por lanzamiento”. Después, se volvió hacia la jaula y gritó: “Ven, acércate o cobrarás”. Las cadenas tintinearon de nuevo, y algo más animal que humano se arrastró hacia la luz, más cerca de los barrotes.
»Comprobé que en verdad se trataba de un ser humano, aunque costaba reconocerlo. Un varón harapiento y sucio, que masticaba un trozo de manzana. Al parecer, vivía de lo que la gente le echaba. Había basura y heces pegadas a su cuerpo delgado. Tenía esposas en torno a las muñecas y los tobillos, y el acero se había hundido en su carne hasta dejar heridas abiertas, en las que se retorcían los gusanos. Pero fueron la cara y la cabeza lo que provocaron que Meg estallara en llanto.
»El cráneo y, la cara estaban deformados de forma atroz, y el primero sólo albergaba algunos mechones de pelo sucio. Todo un lado de la cara estaba deformado, como si martillo monstruoso le hubiera golpeado mucho tiempo atrás, y la piel de su rostro se veía en carne viva, deforme, como cera de vela fundida. Los ojos estaban hundidos unas cuencas arrugadas y deformes. Sólo la mitad de la boca y una sección de la mandíbula habían escapado a la deformación, y hasta parecían normales.
»Meg sostenía una manzana caramelizada. No sé por qué, pero se la cogí, me acerqué a los barrotes y la metí entre ellos. El hombre corpulento se enfureció y me acusó pretender despojarlo de su medio de subsistencia. No le hice caso y apreté la manzana caramelizada contra las manos mugrientas que esperaban detrás de los barrotes. Y miré a los ojos del monstruo deforme.
—Padre, hace treinta y cinco años, cuando el ballet fue clausurado durante la guerra franco-prusiana, yo estaba entre los que atendían a los heridos procedentes del frente. He visto hombres agonizantes, les he oído gritar de dolor, pero nunca he visto sufrimiento como el que transmitían aquellos ojos.
—El dolor forma parte de la condición humana, hija mía, pero lo que hiciste aquel día con la manzana caramelizada no fue un pecado, sino un acto de compasión. Debo escuchar tus pecados para darte la absolución.
—Pero volví aquella noche y lo robé.
—¿Cómo?
—Fui al teatro de la Ópera antiguo, cogí una lima gruesa de la carpintería y una gran capa negra del guardarropa, alquilé un cabriolé y regresé a Neuilly. El campo del parque de atracciones estaba desierto a la luz de la luna. Los artistas dormían en sus carromatos. Los perros empezaron a ladrar, pero les arrojé pedazos de carne. Encontré la Jaula, retiré la barra de hierro que la cerraba, abrí la puerta y le hablé a aquel ser en voz baja.
—Estaba encadenado a una pared. Corté las cadenas de las muñecas y los tobillos y le insté a salir. Parecía aterrorizado, pero cuando me vio a la luz de la luna, salió arrastrándose y saltó al suelo. Le envolví en la capa, cubrí con la capucha aquella cabeza horrible y le guié hasta el carruaje. El cochero refunfuñó al percibir el olor pestilente, pero le di una buena propina y nos condujo hasta mi piso, situado detrás de la rue Le Peletier. ¿Llevármelo fue un pecado?
—Fue un delito contra la ley, eso es seguro, hija mía. Pertenecía al propietario del parque, por brutal que fuera el hombre. En cuanto a una ofensa a Dios… No lo sé. Creo que no.
—Hay más, padre. ¿Tiene tiempo?
—Nos espera la eternidad, así que bien puedo dedicarte unos minutos más, pero recuerda que tal vez haya otros moribundos aquí que me necesiten.
—Le escondí en mi pequeño apartamento durante un mes, padre. Tomó un baño, el primero de su vida, y luego otros y muchos más. Desinfecté las heridas abiertas y las vendé, para que se curaran poco a poco. Le di ropas de mi marido y comida, para que recobrara la salud. También por primera vez en su vida durmió en una cama de verdad, con sábanas. Meg se vino a dormir conmigo, porque el hombre la aterrorizaba. Descubrí que él también se paralizaba de miedo si alguien se acercaba a la puerta, y huía para esconderse debajo de la escalera. Descubrí asimismo que sabía hablar, en un francés con acento alsaciano, y a lo largo de aquel mes me relató lentamente su historia.
»Se llamaba Erik Muhlheim, y nació hace justo cuarenta años. Alsacia era entonces francesa, pero Alemania no tardó en anexionarla. Era el hijo único de una familia de artistas de circo, que vivía en una carreta y viajaba sin cesar de ciudad en ciudad.
»Me explicó que, cuando era pequeño, había averiguado las circunstancias de su nacimiento. La comadrona había chillado al ver el diminuto niño que salía al mundo porque ya entonces estaba horriblemente desfigurado. Tendió el cuerpecito a la madre y salió corriendo, mientras gritaba (mujer estúpida) que había dado a luz al diablo.
»Así llegó el pobre Erik, destinado desde la cuna a ser odiado y rechazado por gente convencida de que la fealdad es la expresión externa del pecado.
»Su padre era el carpintero, mecánico y factótum del circo. Verle trabajar fue lo que desarrolló el talento de Erik para fabricar lo que fuera valiéndose de herramientas y de sus manos. Fue en las casetas donde observó las técnicas del ilusionismo, con espejos, trampillas y pasadizos secretos que más tarde, cuando viviera en París, desempeñarían un papel importante.
»Pero su padre era un bruto borrachín que azotaba al niño constantemente, con excusa o sin ella, y su madre una inútil que se sentaba en un rincón y lloraba. Como el dolor y las lágrimas habían sido la constante de su joven vida, intentaba evitar el carromato y dormía sobre la paja con los animales del circo, en especial los caballos. Tenía siete años, y pasaba las noches en los establos, hasta que la carpa se incendió.
»El fuego puso fin al circo. Los empleados y artistas se dispersaron en busca de nuevas oportunidades. El padre de Erik, sin trabajo, se dedicó a beber sin freno. Su madre huyó y encontró trabajo de criada en la cercana Estrasburgo. Cuando se quedó sin dinero para la bebida, su padre vendió al niño al dueño de un espectáculo de fenómenos de feria que acertó a pasar por allí.
»Pasó nueve años en la jaula, acribillado a diario con excrementos y basura para diversión de la chusma cruel. Tenía dieciséis años cuando le encontré.
—Un relato penosísimo, hija mia, pero ¿qué tiene que ver con tus pecados mortales?
—Paciencia, padre. Escúcheme bien y lo comprenderá, porque nadie en este mundo ha sabido jamás la verdad. Escondí a Erik en mi apartamento durante un mes, pero no podía seguir así. Había vecinos, visitantes. Una noche le llevé a mi puesto de trabajo, la Ópera, y encontró su nuevo hogar.
»Por fin había encontrado refugio, un escondite donde nunca nadie podría encontrarle. Pese a su terror a las llamas, cogió una antorcha y bajó hasta los sótanos inferiores donde la oscuridad ocultaría su terrible cara. Con madera y herramientas del taller de carpintería construyó su casa junto a la orilla del lago. La amuebló con piezas del departamento de utilería, y telas procedentes del guardarropía. De madrugada, cuando todo estaba desierto, iba a la cantina en busca de comida, e incluso asaltaba la despensa del director, donde siempre había bocados exquisitos. Y leía.
»Se hizo con una llave de la biblioteca de la Ópera y pasó años dándose la educación que nunca había recibido.
»Noche tras noche, a la luz de una vela, devoraba los libros de la biblioteca, que es enorme. La mayor parte de las obras versaban sobre música y Ópera, por supuesto. Llegó a conocer todas las Óperas escritas y todas las notas de cada aria, Gracias a sus habilidades manuales, creó un laberinto de pasadizos secretos que sólo él conocía, y como mucho tiempo antes había practicado con los funámbulos del circo, era capaz de correr por los pasajes más elevados y angostos sin miedo. Vivió allí durante once años, y se convirtió en un hombre subterráneo.
»Los rumores no tardaron en esparcirse, claro está. Por las noches, desaparecía comida, ropa, velas, herramientas Unos empleados crédulos empezaron a hablar del fantasma de los sótanos, hasta que al final todo accidente sin importancia (muchas tareas son peligrosas tras las bambalinas) se achacaba al misterioso fantasma. Así nació y creció la leyenda.
—Mon Dieu, pero si yo he oído hablar de esto. Diez años… No, han de ser más… Me llamaron para dar la extremaunción a un pobre desgraciado al que encontraron ahorcado. Alguien me dijo que el fantasma lo había hecho.
—El hombre se llamaba Buquet, padre. Pero no fue Erik. Joseph Buquet pasaba por períodos de depresión, no cabe duda de que se quitó la vida. Al principio, agradecí los rumores, pues pensé que mantendrían a salvo a mi pobre hijo, pues así le consideraba, en su pequeño reino penumbras debajo de la Ópera, y tal vez habría sido así, hasta aquel horrible otoño del noventa y tres. Cometió una locura, padre. Se enamoró.
—Ella se llamaba Christine Daae. Es probable que hoy la conozca como la vizcondesa de Chagny.
—Pero eso es imposible. No…
—Sí, la misma; entonces era una corista a mi cargo.
»Como bailarina no era muy buena, pero poseía una voz pura y cristalina. Le faltaba preparación. Erik había escuchado noche tras noche las mejores voces del mundo. Había estudiado los textos, sabía cómo debía prepararla. Cuando terminó, ella actuó en el papel principal una noche y por la mañana se había convertido en una estrella.
»Mi pobre, feo y exiliado Erik pensó que tal vez ella le correspondería, pero eso era imposible. Porque ella ya había encontrado a su elegido. Impulsado por la desesperación, Erik la secuestró una noche, en el mismísimo escenario, en mitad de la representación de la Ópera que había compuesto, Don Juan triunfante.
—Todo París se enteró de este escándalo, hasta un humilde sacerdote como yo. Asesinaron a un hombre.
—Sí, padre. El tenor Piangi. No era intención de Erik matarle, sólo hacer que se callara; pero el italiano se atragantó y murió. Fue el final, por supuesto. Por casualidad, el jefe de policía se encontraba entre el público esa noche. Ordenó llamar a un centenar de gendarmes. Trajeron antorchas encendidas, y una muchedumbre sedienta de venganza descendió a los sótanos, hasta el mismo nivel del lago.
»Descubrieron la escalera secreta, los pasadizos, la casa junto al lago, y encontraron a Christine conmocionada y sin conocimiento. Estaba con su pretendiente, el joven vizconde de Chagny, el querido Raoul. Se la llevó y la consoló como sólo un hombre puede hacerlo, con brazos fuertes y caricias tiernas.
»Dos meses después, estaba embarazada. El vizconde se casó con ella, le concedió su apellido, su título, su amor y la alianza pertinente. El hijo nació en el verano del noventa y cuatro y le han educado juntos. Durante estos últimos años, ella se ha convertido en la diva más importante de Europa.
—Nunca encontraron a Erik, ¿verdad, hija mía? Creo recordar que no descubrieron ni rastro del fantasma.
—No, padre, nunca le encontraron. Pero yo sí. Volví desolada al pequeño despacho que tenía detrás de la sala del coro. Cuando aparté la cortina que ocultaba el nicho de mi ropero, le vi allí, con la máscara que siempre llevaba puesta, incluso cuando se hallaba a solas, arrugada en su mano acurrucado en la oscuridad como hacía once años atrás bajo las escaleras de mi apartamento.
—Y se lo contaste a la policía, claro está…
—No, padre, no lo hice. Aún era mi hijo, uno de mis dos hijos. No podía entregarle a las turbas. Cogí un sombrero de mujer, un velo opaco, una capa larga… Salimos a la calle juntos, como dos mujeres que pasearan por la noche. Había cientos más. Nadie reparó en nosotros.
—Le escondí durante tres meses en mi apartamento, a un kilómetro de distancia, pero los pasquines de «Se busca» estaban por todas partes. Habían puesto precio a su cabeza. Tenía que abandonar París, abandonar Francia.
—Tú le ayudaste a escapar, hija mía. Eso fue un delito y un pecado.
—Pues pagaré por ello, padre. Ya falta poco. Aquel invierno era muy duro y frío. Descarté coger un tren. Alquilé cuatro caballos y un carruaje cerrado. Fuimos a Le Havre. Una vez allí, le dejé escondido en una pensión barata, mientras yo exploraba los muelles y sus bares miserables. Por fin, encontré a un capitán de la marina mercante, patrón de un pequeño carguero que zarpaba rumbo a Nueva York. Aceptó el soborno sin hacer preguntas. Una noche de mediados de enero de 1894, me detuve al final del muelle más largo y vi las luces de popa del carguero desvanecerse en la oscuridad, rumbo al Nuevo Mundo. Dígame, padre, ¿hay alguien más con nosotros? No veo, pero noto que hay alguien.
—Pues sí, hay un hombre que acaba de entrar.
—Soy Armand Dufour, señora. Una novicia vino a mi domicilio y dijo que me necesitaban aquí.
—¿Es usted notario?
—Sí, señora.
—Señor Dufour, deseo que busque debajo de mi almohada. Lo haría yo misma, pero estoy demasiado débil. Gracias. ¿Qué ha encontrado?
—Pues una especie de carta, dentro de un sobre de papel manila. Y una bolsita de gamuza.
—Quiero que coja pluma y tinta y firme sobre la tapa cerrada que esta carta le ha sido entregada en el día de hoy, y no ha sido abierta por usted ni por nadie más.
—Te pido que te apresures, hija mía. Aún no hemos terminado.
—Paciencia, padre. Sé que me queda poco tiempo, pero después de tantos años de silencio debo esforzarme por atar todos los cabos sueltos. ¿Ha terminado, señor notario?
—Acabo de escribir lo que me ha solicitado, señora.
—¿Qué hay en el anverso del sobre?
—Veo, seguramente escritas por su mano, las palabras: «Señor Erik Muhlheim, Nueva York».
—¿Y la bolsita de gamuza?
—La tengo en la mano.
—Ábrala, por favor.
—Nom d’un chien! Napoleones de oro. No veo desde…
—¿Son de curso legal todavía?
—Desde luego, y muy valiosos.
—En ese caso, deseo que los coja todos, así como la carta, vaya a Nueva York y la entregue. En persona.
—¿En persona? ¿En Nueva York? Pero, señora, no suelo… Nunca he estado…
—Por favor, señor notario. ¿Hay oro suficiente para ausentarse por cinco semanas de su despacho?
—Más que suficiente, pero…
—Hija mía, te es imposible saber si ese hombre sigue vivo —intervino el sacerdote.
—Oh, habrá sobrevivido, padre. Siempre sobrevivirá.
—Pero no tengo la dirección. ¿Dónde le busco? —preguntó el notario.
—Pregunte, señor Dufour. Miré en los registros de inmigración. El apellido es bastante raro. Estará en algún sitio. Un hombre que lleva una máscara para ocultar su cara.
—Muy bien, señora. Lo intentaré. Iré a Nueva York lo intentaré, pero no le garantizo el éxito.
—Gracias. Dígame, padre, ¿me ha administrado una de las hermanas la cucharada de ese polvillo blanco?
—Desde que he llegado yo no, hija mía. ¿Por qué?
—Es extraño, pero el dolor ha desaparecido. Qué alivio tan hermoso, tan dulce. No distingo nada a los lados, pero veo una especie de túnel y un arco. Mi cuerpo sufría atroces dolores, pero ahora ya no me duele. Antes hacía mucho frío, pero ahora hace calor.
—No se demore, señor abad. Nos está dejando.
—Gracias, hermana. Creo que sé cuál es mi deber.
—Estoy caminando hacia el arco, hay luz al final. Una luz dulcísima. Oli, Lucien, ¿estás ahí? Ya voy, amor mío.
—In nomíne patris, et filii, et Spíritus Sancti…
—Deprisa, padre.
—Ego te absolvo ab omnibus peccatis tuis.
—Gracias, padre.