Prefacio

PREFACIO

Lo que ahora se ha convertido en la leyenda del Fantasma de la Ópera se gestó el año 1910 en la mente de un, autor francés, hoy caído casi por completo en el olvido.

Como en los casos de Bram Stoker y Drácula, Mary Shelley y Frankenstein, Victor Hugo y Quasimodo, el jorobado de Notre Dame, Gastón Leroux descubrió por casualidad un cuento popular y vio en él el núcleo de una auténtica tragedia. A partir de este hecho desarrolló su relato, pero las similitudes terminan aquí.

Las otras tres obras se convirtieron de inmediato en éxitos y aún hoy son leyendas conocidas por todos los lectores y aficionados al cine, así como por millones de personas más. En torno a Drácula y a Frankenstein se han forjado industrias enteras, con cientos de reediciones y recreaciones en película. Pero Leroux, ay, no era Victor Hugo. Cuando su librito se publicó en 1911, consiguió una breve popularidad, e incluso se publicó en capítulos en un periódico, antes de caer en el olvido más absoluto. Sólo una casualidad, once años después, cinco antes de la muerte de su autor, devolvió su fama al relato y lo encaminó hacia la inmortalidad.

Esa casualidad tomó la forma de un menudo judío alemán llamado Carl Laemmle, que había emigrado a Estados Unidos de pequeño y en 1922 se convirtió en presidente de la Universal Motion Pictures de Hollywood. En ese mismo año, fue de vacaciones a París. Por aquel tiempo, Leroux se había introducido en la humilde industria cinematográfica francesa, y debido a esa relación llegaron a conocerse.

Durante una conversación ocasional, el magnate del cine estadounidense habló a Leroux de la impresión que le había causado el enorme edificio de la Ópera de París, que en aquel momento todavía era el más grande del mundo en su género. Como respuesta, Leroux entregó a Laemmle un ejemplar del libro que había publicado en 1911, olvidado ya a aquellas alturas. El presidente de la Universal Pictures lo leyó en una noche.

Dio la casualidad de que Carl Laemmle tenía una oportunidad y un problema al mismo tiempo. La oportunidad consistía en su reciente descubrimiento de un extraño actor llamado Lon Chaney, un hombre dotado de un rostro tan expresivo que prácticamente podía adoptar cualquier forma que deseara. Como vehículo para Chaney, la Universal se había comprometido a rodar la primera versión del clásico de Hugo Nuestra Señora de París. Chaney debía encarnar al deforme y monstruoso Quasimodo. El decorado, que ya se estaba construyendo en Hollywood, era una enorme réplica en madera y yeso del París medieval, con Notre Dame en primer plano.

El problema de Laemmle era encontrar el siguiente proyecto para Chaney, antes de que algún estudio rival se lo robara. Al amanecer, comprendió que ya tenía el proyecto. Después del Jorobado, Chaney interpretaría el papel del Fantasma de la Ópera, igualmente desfigurado y repulsivo, pero mucho más trágico. Laemmle, como todos los buenos empresarios teatrales, sabía que la mejor forma de arrastrar a las masas al cine era aterrorizarlas. Llegó a la conclusión de que el Fantasma lo conseguiría, y acertó de pleno.

Compró los derechos, regresó a Hollywood y encargó la construcción de otro decorado, en esta ocasión el que representaba a la Ópera de París. Como tendría que aguantar el peso de cientos de extras, la réplica de la Ópera construida por la Universal fue la primera creada a base de vigas de acero embutidas en cemento. Por este motivo nunca fue desmontada, continúa incólume en el plató 28 de la Universal Pictures, y ha sido utilizada muchas veces a lo largo de estos años.

Lon Chaney encarnó por primera vez al jorobado de Notre Dame y al Fantasma de la Ópera. Ambos filmes fueron grandes éxitos comerciales y labraron la inmortalidad de Chaney en esa clase de papeles. No obstante, fue el Fantasma quien más aterrorizó al público, de tal modo que las mujeres chillaban e incluso perdían el conocimiento, y en los vestíbulos de los cines se facilitaban gratuitamente sales aromáticas, un toque de relaciones públicas magistral.

Fue esta primera película, y no el olvidado libro de Leroux, la que capturó la imaginación del público y dio nacimiento a la leyenda del fantasma. Dos años después de su estreno, Warner Brothers lanzó El cantor de Jazz, la primera película sonora, y la era del cine mudo terminó para siempre.

Desde entonces, la historia del Fantasma de la Ópera ha sido objeto de diversas versiones, pero en la mayor parte de los casos el argumento ha sido alterado hasta resultar irreconocible, y ha gozado de escaso éxito. En 1943, la Universal rodó una segunda versión, protagonizada por Claude Rains en el papel del fantasma, y en 1962, la Hammer Films británica, especializada en películas de terror, probó suerte de nuevo, con Herbert Lom en el papel principal. La versión televisiva de 1983, cuyo reparto encabezaba Maximilian Schell, siguió a la versión en clave de Ópera rock de Brian de Palma, rodada en 1974. Más tarde, en 1984, un joven director británico produjo una vigorosa, aunque muy cursi, versión de la historia en un pequeño teatro del East London, pero en formato de musical. Entre los que leyeron las críticas y fueron a ver la obra se encontraba Andrew Lloyd Webber. Sin saberlo, el viejo relato del señor Leroux había llegado a otro punto crucial de su carrera.

En aquel tiempo, Lloyd Webber estaba trabajando en otro proyecto, que resultó ser Aspects of Love. Sin embargo, la historia del fantasma quedó grabada en su mente, y nueve meses después, en una librería de viejo de Nueva York, cayó en sus manos por casualidad una traducción inglesa de la novelita de Leroux.

Como sucede con casi todas las percepciones de extrema agudeza, la decisión de Lloyd Webber parece muy sencilla, pero estaba destinada a cambiar la actitud del mundo hacia esta leyenda tan manida. Comprendió que, en esencia no se trataba de un relato de terror, basado en el odio y la crueldad, sino de una tragedia que giraba en torno al amor obsesivo y no correspondido entre un ser autoexiliado de la raza humana, víctima de desfiguraciones monstruosas, y una hermosa cantante de Ópera que, al final, prefiere conceder su amor a un galán apuesto y aristocrático.

Andrew Lloyd Webber buceó en el núcleo de la historia, eliminó las incoherencias y crueldades innecesarias aportadas por Leroux, y extrajo la verdadera esencia de la tragedia. Sobre estas bases, construyó el musical más popular y triunfal de todos los tiempos, desde que hace catorce años se alzó el telón por primera vez. Más de diez millones de personas han visto ya El Fantasma de la Ópera en los escenarios, y si existe una percepción global de esta historia, se debe casi en su totalidad a la versión de Lloyd Webber.

No obstante, con el fin de comprender la historia esencial de lo que ocurrió en realidad (o en teoría), valdrá la pena dedicar unos momentos a examinar los tres ingredientes originales de los que nació la historia. Uno de ellos ha de ser la propia Ópera de París, un teatro tan asombroso que ni siquiera en nuestros días el fantasma podría haber existido en otro que no fuera ése. El segundo elemento es el mismo Leroux, y el tercero la novela que pergeñó en 1911.

Como tantos otros grandes proyectos, la Ópera de París fue concebida por casualidad. Una noche de enero de 1858, Napoleón III, emperador de Francia, fue con su consorte a la Ópera de París, situada entonces en un viejo edificio de una calle estrecha, la rue Le Peletier. Diez años después de una oleada revolucionaria que había sacudido Europa, aún se vivían tiempos convulsos, y un antimonárquico italiano apellidado Orsini eligió aquella noche para arrojar tres bombas incendiarias contra la carroza real. Todas estallaron, y dejaron una estela de más de ciento cincuenta víctimas, entre muertos y heridos. El emperador y la emperatriz, protegidos por su pesada carroza, salieron de ella temblorosos pero ilesos, e insistieron en asistir a la representación; sin embargo, Napoleón III decidió que París debía tener otro edificio de la Ópera, que debería contar con una entrada especial para visitantes distinguidos como él, a quienes se podría proteger de bombas y otros elementos nocivos.

El prefecto de París, el genial planificador urbano barón Haussmann, creador de casi todo el París moderno, organizó un concurso de méritos entre los arquitectos más prestigiosos de Francia. Se presentaron 170 proyectos, pero el contrato fue a parar a las manos de una estrella imaginativa y vanguardista, Charles Garnier. Su proyecto, realmente impresionante, costaría una verdadera fortuna.

Se eligió el lugar (donde hoy se alza la ópera) y las obras se iniciaron en 1861. Al cabo de pocas semanas, surgió un problema muy grave. Las primeras excavaciones dejaron al descubierto un río subterráneo que atravesaba la zona. A medida que se excavaba, el agua llenaba los huecos. En una época más consciente de los costes, el proyecto se habría trasladado a una zona más idónea, pero Haussmann se opuso a cualquier cambio. Garnier instaló ocho bombas de vapor gigantescas, que funcionaron día y noche durante meses para secar el suelo empapado. Después, construyó dos enormes cajones neumáticos alrededor de la obra, y llenó el hueco entre ambos con bitumen, para impedir que el agua se filtrara en la zona de las obras. Fue sobre estos macizos muros de sostén que Garnier construyó su mole.

Tuvo éxito, aunque sólo en parte. Contuvo el agua hasta que las obras finalizaron en aquel nivel, pero luego se filtró formando un lago subterráneo debajo de los sótanos.

Incluso en nuestros días, el visitante puede bajar a estos niveles (se precisa un permiso especial) y mirar entre las rejas el lago subterráneo. Cada dos años se baja el nivel, para que técnicos subidos a bordo de bateas de fondo plano puedan inspeccionar los cimientos en busca de posibles daño.

Piso a piso, el gigante de Garnier se alzó hasta llegar al nivel del suelo, y después se expandió hacia adelante y hacia arriba. En 1870, los trabajos se paralizaron cuando otra revolución sacudió Francia, espoleada por la breve pero brutal guerra franco-prusiana. Napoleón III, depuesto, murió en el exilio. Fue declarada una nueva república, pero el ejército prusiano llegó a las puertas de París. La capital francesa desfallecía de hambre. Los ricos se comían los elefantes y jirafas del zoo, mientras los pobres sobrevivían a base de perros, gatos y ratas. París se rindió, los prusianos se fueron, pero la clase trabajadora se enfureció tanto debido a sus padecimientos que se alzó contra sus gobernantes.

Los insurrectos llamaron a su régimen la Comuna y a ellos mismos los communards, con cien mil hombres y cañones distribuidos por toda la ciudad. El Gobierno civil había huido, presa del pánico, y la Guardia Nacional se hizo con las riendas del país, formó una junta militar y aplastó a los insurrectos. No obstante, durante el tiempo que habían detentado el poder, los rebeldes habían utilizado el edificio de Garnier, con sus laberintos de sótanos y almacenes, como depósito de armas, pólvora… y prisioneros. En aquellas criptas se llevaron a cabo torturas y ejecuciones terribles, y muchos años después aún se seguían descubriendo esqueletos enterrados. Incluso hoy, no se puede bajar a aquellas profundidades sin experimentar escalofríos. Fue este mundo subterráneo y la idea de un eremita solitario y desfigurado que lo habitara al amparo de las sombras lo que fascinó a Gastón Leroux cuarenta años después, y disparó su imaginación.

En 1872, la normalidad se había restablecido, y Garnier prosiguió sus obras. En enero de 1875, casi diecisiete años después de que Orsini hubiera arrojado sus bombas, el teatro de la Ópera que su acto había espoleado celebró su gala de inauguración.

Abarca unos 11 000 metros cuadrados. Cuenta con 17 plantas, desde el sótano más profundo hasta el pináculo de la cúpula, pero únicamente hay 10 sobre el nivel del suelo y, por asombroso que parezca, siete por debajo de éste. En contraste, el anfiteatro es muy pequeño, con sólo 2156 asientos, frente a los 3500 de la Scala de Milán y los 3700 del Met de Nueva York. Sin embargo, la parte posterior del escenario es enorme, con amplios camerinos para cientos de artistas, talleres, cantinas, departamentos de guardarropía y zonas de almacenaje para telones de fondo, de forma que decorados enteros de hasta 15 metros de altura y varias toneladas de peso pueden bajarse y guardarse sin necesidad de ser desmantelados, para luego volver a instalarlos cuando es necesario.

La cuestión sobre la Ópera de París es que siempre fue pensada como algo más que un espacio para representar teatro lírico. De ahí la relativa pequeñez del anfiteatro, porque gran parte del espacio no destinado a trabajar está ocupado por salas de recepción, salones, amplias escaleras y zonas destinadas a ofrecer una bienvenida majestuosa en las grandes recepciones de Estado. Aún conserva las 2500 puertas para cuya inspección los bomberos asignados para velar por la seguridad del teatro tardan más de una hora. En los días de Garnier, empleaba un equipo permanente de 1500 personas (unas mil en la actualidad), y estaba iluminada por novecientos globos de luz de gas, alimentados por 15 kilómetros de tuberías de cobre. A lo largo de varias fases, durante los años ochenta del siglo XIX se introdujo la electricidad.

Éste era el colosal edificio que impresionó la vívida imaginación de Leroux cuando lo visitó en 1910 y oyó hablar por primera vez de que en una ocasión, años antes, había vivido un fantasma en el edificio, de que se extraviaban cosas, de que habían tenido lugar accidentes inexplicables, y de que una figura imprecisa había sido vista de vez en cuando, huyendo de rincones oscuros en dirección siempre a las catacumbas, donde nadie se atrevía a seguirle. Leroux creó su historia a partir de veinte años de rumores.

Por lo visto, el bueno de Gastón era la clase de hombre con quien a uno le encantaría tomar una copa en algún café de París, en el caso de que pudiera remontarse noventa años en el tiempo. Era corpulento, jovial, fanfarrón y risueño. Bon vivant y anfitrión generoso, muy excéntrico, con un par de antiparras colgadas siempre sobre la nariz para compensar la miopía.

Nació en 1868, y sí bien era originario de Normandía, llegó a este mundo en París durante un cambio de trenes, pillando por sorpresa a su madre. Fue alumno aplicado en el colegio y, al estilo de los muchachos inteligentes de la clase media francesa, estaba destinado a ser abogado. A la edad de dieciocho años regresó a París para estudiar leyes, carrera que no le interesaba en absoluto. Tenía veintiún años cuando se graduó; el mismo año falleció su padre, quien le dejó un millón de francos de herencia, una fortuna considerable en aquellos tiempos. Apenas enterrado papá, el Joven Gastón empezó a vivir por todo lo alto. Al cabo de seis meses, había gastado todo el dinero.

Lo que de verdad le atraía no era la abogacía, sino el periodismo, de modo que consiguió un trabajo de reportero en el Écho de París, y más tarde en Le Matin. Descubrió su amor por el teatro y escribió algunas críticas, pero fue su conocimiento de las leyes lo que le convirtió en el reportero estelar de los tribunales. Se le pidió en diversas ocasiones que presenciara ejecuciones por guillotina, lo cual le convirtió en enemigo acérrimo de la pena capital, una actitud muy poco frecuente en aquellos días. Demostró ingenio y audacia frente a la competencia, y obtuvo entrevistas con celebridades que casi siempre se negaban a recibir a los periodistas. Le Matin le recompensó con el trabajo de corresponsal en el extranjero.

Por entonces los lectores no ponían objeciones a que un corresponsal en el extranjero poseyera una fértil imaginación, y era cosa sabida que cuando un periodista alejado de su país no lograba averiguar los datos verdaderos de un reportaje, los inventaba. Existe el glorioso ejemplo de un periodista de la cadena Hearst que llegó en tren a algún lugar de los Balcanes con el objetivo de cubrir una guerra civil. Por desgracia, se durmió y despertó en la siguiente capital de la línea, donde reinaba una paz absoluta. Bastante perplejo, recordó que le habían enviado para cubrir una guerra civil, de modo que lo mejor era hacerlo. Redactó una vigorosa crónica de guerra. A la mañana siguiente, la leyó la embajada de aquel país en Washington, que la remitió a su Gobierno, Mientras el hombre de Hearst continuaba durmiendo, las autoridades del país en cuestión movilizaron a la milicia. Los campesinos, temerosos de un pogromo, se alzaron en armas Empezó una verdadera guerra civil. El periodista despertó justo a tiempo de recibir un telegrama de Nueva York, en que se le felicitaba por su labor. Era en estas circunstancias en que Gastón Leroux se movía como pez en el agua.

Sin embargo, los viajes eran entonces mucho más penoso y agotadores que ahora. Después de diez años de cubrir noticias por toda Europa, incluida Rusia, Asia y África, se había convertido en una celebridad, pero estaba exhausto. En 1907 a la edad de treinta y nueve años, decidió sentar la cabeza y escribir novelas. El objetivo de todas ellas era muy sencillo, ganar dinero, y es por este motivo por lo que nada de lo que escribió se encuentra disponible. La mayor parte de las historias eran relatos de intriga, y Leroux aportó su propio detective, pero su creación nunca se convirtió en Sherlock Holmes, su ídolo personal. Aún así, se ganó bien la vida, disfrutó cada momento de ella, gastó sus anticipos con tanta rapidez como los editores se los entregaban, y pergeñó 63 libros en sus veinte años de escritor profesional. Murió en 1927 a la edad de cincuenta y nueve años, apenas dos después de que en el país la versión de Carl Laemmle de El Fantasma de la Ópera, protagonizada por Lon Chaney, se estrenara.

Cuando hoy examinamos el texto original, nos encontramos en un apuro. La idea básica existe, y es brillante, pero el pobre Gastón la desarrolla muy mal. Empieza con una introducción, precedida por su nombre, y afirma que todo lo que se expone en el libro es verdad. Esto es algo muy peligroso. Sostener sin lugar a dudas que una obra de ficción es absolutamente cierta, y por lo tanto una crónica histórica, equivale a ofrecerse como rehén a la fortuna y al lector escéptico, porque a partir de ese momento toda afirmación susceptible de ser comprobada ha de ser verdadera. Leroux rompe esta regla en casi todas las páginas.

Un autor puede empezar una historia «en frío», como si él narrara una historia verdadera pero sin decirlo, para que el lector adivine si lo que está leyendo es cierto o no. Un buen truco de esta metodología consiste en intercalar en la ficción elementos verificables, que el lector pueda recordar o comprobar. Entonces, la perplejidad se ahonda en la mente del lector, pero el autor es inocente de una mentira descarada. No obstante, esto comporta una regla de oro: todo cuanto digas ha de ser demostrable o completamente indemostrable, Por ejemplo, un autor podría escribir: «Al amanecer del 1 de septiembre de 1939, cincuenta divisiones del ejército de Hitler invadieron Polonia. A la misma hora, un hombre de voz afable, con documentación falsificada a la perfección, llegó desde Suiza a la estación principal de Berlín, y desapareció en la ciudad que despertaba».

Lo primero es un hecho histórico, en tanto que lo segundo no puede demostrarse o dejar de demostrarse. Con un poco de suerte, el lector creerá que ambos datos son auténticos y continuará leyendo. Sin embargo, Leroux empieza por decirnos que todo cuanto va a revelarnos es verdadero y se apoya para ello en supuestas conversaciones con testigos de los hechos auténticos, lecturas de expedientes y diarios recién descubiertos (por él) que nadie había visto antes.

Pero a continuación, su narración se dispara en diferentes direcciones, desemboca en callejones sin salida y marcha atrás, pasa de puntillas junto a una serie de misterios inexplicables, afirmaciones no demostradas e incongruencias, y entonces es cuando a uno le entran ganas de hacer lo mismo que Andrew Lloyd Webber; es decir coger un rotulador y eliminar la paja para devolver la historia a lo que es: un cuento asombroso pero verosímil.

Al ser tan crítico con el señor Leroux, sería justo y apropiado justificar estas censuras con algunos ejemplos. Apenas iniciado el libro, se refiere al fantasma como a Erik, pero explicar cómo averiguó este nombre. El fantasma no era propenso a hablar de trivialidades, ni tampoco estaba acostumbrado a presentarse al primero que pasaba. Leroux no va por las ramas, y sólo podemos suponer que lo supo gracias a madame Giry, de quien hablaremos más adelante.

Ante nuestra perplejidad, Leroux narra toda su historia sin decir la fecha en que ocurrió. Para un periodista de investigación, cosa que afirma ser, se trata de una omisión muy peculiar. La pista más cercana es una sola frase de su introducción. Escribe: «Los acontecimientos no distan de hoy más de treinta años».

Esto condujo a algunos críticos a restar treinta años de la fecha de aparición del libro, 1911, y dar por buena la de 1881, pero el «no más de» también puede significar mucho menos, y algunas pequeñas pistas indican que la fecha de la historia fue bastante posterior a 1881, hacia 1893. La principal de estas pistas es el problema del apagón total de las luces del anfiteatro y el escenario, que no duró más de unos segundos.

Según Leroux, el fantasma, indignado por el rechazo de la muchacha a la que amaba con pasión obsesiva, decide secuestrarla. Para conseguir el máximo efecto, elige el momento en que se encuentra en el centro del escenario, durante la representación de Fausto (en el musical, Lloyd Webber ha cambiado esta obra por Don Juan triunfante, una Ópera compuesta por el propio fantasma). Las luces se apagan de repente y el teatro queda sumido en la oscuridad. Cuando vuelven a encenderse, la joven ha desaparecido. Esto es imposible con novecientos globos de gas.

Un misterioso saboteador que supiera orientarse en el laberíntico edificio podría manipular la palanca maestra que corta el suministro de gas a esta miríada de globos, pero se apagarían en sucesión, a medida que el suministro de fluido se agotara, y después de muchos chisporroteos y chasquidos. Peor aún, como el reencendido automático no se conocía entonces, sólo podría volver a encenderlas una persona provista de una vela, y de una en una. En eso consistía la humilde profesión de lamparero. La única forma de provocar una oscuridad absoluta al accionar un interruptor, y devolver la luz al milisegundo siguiente, es manipular el control maestro de un sistema de iluminación eléctrica.

Por lo visto, también se equivocó en el cargo, la apariencia y la inteligencia de madame Giry, un error corregido en el musical de Lloyd Webber. Esta dama aparece en el libro original como una mujer de la limpieza de escasas luces cuando, de hecho, era la directora del coro y el cuerpo de ballet, que escondía tras la apariencia de un sargento de caballería (necesario para controlar a un grupo de muchachas excitables) un alma compasiva y tenaz.

Debemos perdonar esto a Leroux, porque confiaba en la memoria humana, la de sus informadores, y está claro que le describieron a otra mujer. No obstante, cualquier policía o periodista destacado en los tribunales confirmará que a los testigos, gente honrada y recta, les cuesta ponerse de acuerdo en el tribunal, así como recordar con presión los acontecimientos que presenciaron el mes anterior no digamos ya dieciocho años antes.

En un error mucho más evidente, Leroux describe el momento en que el fantasma, enfurecido, provoca la caída de la araña del techo sobre el auditorio, aunque sólo aplasta a una mujer. Que esta dama resulte ser la mujer contratada para sustituir a la amiga despedida del fantasma, madame Giry, es un toque encantador del narrador. Lo malo cuando especifica que la lámpara pesaba doscientos mil kilos, esto es, doscientas toneladas, suficiente para arrancarla de cuajo, junto con la mitad del techo. La araña pesa siete toneladas. Pesaba eso cuando la instalaron, y todavía sigue ahí.

Empero, el más grotesco desvío por parte de Leroux de casi todas las reglas de la investigación y el periodismo, sucede hacia el final del libro, cuando queda fascinado por un misterioso personaje conocido sólo como «el Persa». Se menciona brevemente en un par de ocasiones a este extraño farsante en los primeros dos tercios de la historia, y de pasada. Sin embargo, después del secuestro de la soprano, Leroux permite que este hombre se apodere de la narración y durante el último tercio del libro cuente toda la historia a través de sus propios ojos. Y la historia es muy poco plausible.

Leroux nunca intenta apoyar sus alegaciones. Si bien, en teoría, el joven vizconde Raoul de Chagny se encontraba presente en todas las fases de los acontecimientos narrados por el Persa, Leroux afirma que más tarde no consiguió dar con el vizconde para verificar la historia. Claro que pudo hacerlo.

Nunca sabremos por qué el Persa odiaba tanto al fantasma, pero la versión que pintó de éste le condenaba al infierno sin paliativos. Antes de la intervención del Persa, Leroux el escritor y la mayoría de los lectores tal vez albergaran cierta compasión por el fantasma. Se trataba de un ser mostruosamente desfigurado en una sociedad que muy a menudo relaciona fealdad con pecado, pero no era culpa suya. Es evidente que estaba lleno de odio hacia la sociedad, pero rechazado y exiliado, debió de llevar una vida espantosa. Hasta la aparición del Persa, es posible ver a Erik como la Bestia y a la cantante como la Bella, pero no a un ser perverso.

Sin embargo, el Persa lo describe como un sádico desaforado, un asesino múltiple y un estrangulador compulsivo, alguien que se complace en diseñar cámaras de torturas y espiar por una mirilla a los desdichados que agonizan en ellas, un hombre que había trabajado durante años al servicio de la emperatriz de Persia, tan sádica como él, e imaginaba para ella los tormentos más horrorosos, con el fin de infligirlos a los prisioneros.

Según el Persa, cuando descendió con el joven aristócrata a los sótanos más profundos para intentar rescatar a la secuestrada Christine, fueron capturados, encerrados en una sala de torturas y casi asados vivos, pero después escaparon como por ensalmo, perdieron el conocimiento despertaron sanos y salvos, al igual que Christine. Es una historia ridícula. Sin embargo, Leroux admite al final del libro que abriga cierta compasión por el fantasma, un sentimiento imposible si hay que creer al Persa. En todos los demás detalles, parece que Leroux se ha tragado todas las mentiras del Persa, con anzuelo incluido.

Por suerte, hay un defecto tan flagrante en la historia del Persa que nos permite rechazarla en su totalidad. Afirmaba éste que Erik había disfrutado de una vida larga placentera antes de ir a morar en los sótanos de la Ópera. Según él, este hombre desfigurado había viajado a lo largo y ancho de la Europa occidental, central y oriental, hasta el corazón de Rusia y el golfo Pérsico. Después, regresó a París y se convirtió en contratista del edificio de la Ópera de París bajo las órdenes de Garnier, lo cual es absurdo.

Si el hombre hubiera disfrutado de semejante vida durante tantos años, se habría reconciliado con su desfiguramiento. Por ser un contratista del edificio de la Ópera tuvo que presidir muchas reuniones de negocios, hablar con los arquitectos, negociar con subcontratistas y obreros. ¿Por qué demonios decidió exiliarse bajo tierra? ¿Por qué no podía mirar a la cara a los demás miembros de la raza humana? Un hombre como éste, con su astucia e inteligencia habría ganado una buena cantidad de dinero gracias a su trabajo de contratista, y después se hubiera retirado a la comodidad de su casa de campo, para vivir el resto de sus días en un aislamiento voluntario, atendido tal vez por un mayordomo inmune a su fealdad.

El único paso lógico que puede tomar un analista moderno, como ya ha hecho Andrew Lloyd Webber con el musical, es desechar en su totalidad las declaraciones y alegaciones del Persa, sobre todo al negar validez a las aseveraciones de éste y de Leroux en el sentido de que el fantasma murió poco después de los acontecimientos narrados. El camino más sensato a seguir es volver a lo básico y a aquellas cosas que podemos saber o deducir a partir de la lógica. Son las siguientes:

Que en algún momento de la década de 1880 un pobre desfigurado, para huir del contacto con una sociedad que, en su opinión, le odiaba y vilipendiaba, buscara refugio y se instalara en el laberinto de sótanos y salas de almacenaje situados bajo la Ópera de París, no es una idea tan descabellada. Hay prisioneros que han sobrevivido muchos años en mazmorras subterráneas, pero siete pisos diseminados a lo ancho de una hectárea y media no constituyen un recinto muy confinado. Hasta las secciones subterráneas de la Ópera (y cuando el edificio se vaciaba por completo, él podía vagar por los niveles superiores sin que nadie le molestara) son como una pequeña ciudad, con todo lo necesario para sobrevivir sin excesivas dificultades.

Que a lo largo de los años empezaran a circular rumores, entre el personal impresionable y crédulo, de que se extraviaban demasiadas cosas, y de que en alguna ocasión se había sorprendido a una figura tenebrosa antes de huir hacia la oscuridad, tampoco es una tontería. Tales rumores abundan en edificios tenebrosos.

Que en 1893 sucedió algo extraño que puso fin al reino del fantasma. Al mirar desde un palco cercano al escenario, como estaba acostumbrado a hacer, distinguió a una encantadora joven suplente y se enamoró irremediablemente de ella. Autodidacta, después de escuchar durante años las más bellas voces de Europa, educó la voz de la joven hasta que una noche, en sustitución de la diva, puso a todo París en pie debido a la claridad y pureza de su canto. Una vez más, esto no es imposible, porque la fama de la noche a la mañana, gracias a la revelación de un talento soberbio pero hasta entonces insospechado, es el material del que están hechas las leyendas del mundo del espectáculo, y hay muchas.

Que los acontecimientos terminaron en tragedia porque el fantasma creía que Christine le correspondería. Pero la cortejaba un apuesto y joven vizconde, Raoul de Chagny de quien ella se enamoró. Enloquecido por la rabia y los celos, el fantasma secuestró a la joven soprano en el mismísimo escenario de la Ópera, en plena representación, y la llevó a su santuario, el séptimo y más profundo nivel de las catacumbas, junto a la orilla del lago subterráneo.

Y allí, algo pasó entre ellos, aunque ignoramos qué. Entonces, apareció el joven vizconde con el propósito de rescatarla, pese al terror que le inspiraban la oscuridad de las cavernas. Pudiendo elegir, Christine se decantó por Adonis. El fantasma tuvo la oportunidad de matarles a dos, pero cuando empezó a irrumpir la muchedumbre ansiosa de venganza, con antorchas encendidas que iluminaban la oscuridad, perdonó la vida a ambos y desapareció en las últimas sombras.

Antes, sin embargo, ella le devolvió un anillo de oro que el fantasma le había entregado como prenda de su amor. Y dejó atrás, para que sus perseguidores lo encontraran, un recuerdo burlón: una caja de música en forma de mono que tocaba una pieza titulada Masquerade.

Ésta es la historia del musical de Lloyd Webber, y la única que tiene sentido. El fantasma, destrozado y rechazado de nuevo, se desvaneció y nunca más se oyó hablar de él.

¿O… sí?