La Knossos era una nave científica de tipo C4, lo que significaba que poseía entre tres y cinco kilómetros de eslora y albergaba una tripulación mínima de dos mil hombres. Entre otras cosas, se ocupaba de estudiar galaxias lejanas, colocándose en los bordes exteriores y lanzando sondas al espacio profundo. Buscaba planetas que resultasen prometedores para la extracción de recursos. Esta flota en particular marcaba, por lo tanto, los futuros senderos por los que se extendería la cultura humana en el espacio.
Fue una afortunada casualidad que esa nave estuviera a menos de cincuenta ciclos del planeta sin nombre. El almirante Torin Mai, un experimentado neerliano que cumpliría ciento veinte años en sólo dos días, fue puesto a las órdenes del supervisor Naguas tan pronto éste activó el protocolo de alarma. Su misión principal sería constatar y analizar el fenómeno, así como ejecutar un programa de búsqueda y rescate de la controladora Tardes, desaparecida en el planetoide. El objetivo secundario sería coordinar la evacuación de Nu Cappa.
Nu Cappa era la única comunidad humana existente en el planeta minero Ilusian. El planeta había sido terraformado unos doscientos años antes, y los trabajadores habían estado llegando a buen ritmo desde entonces. La compañía iba bien, y como Ilusian estaba demasiado alejado de las rutas comerciales como para ser interesante para los piratas, la comunidad crecía a un ritmo más que saludable. Nu Cappa contaba por entonces con unos diez mil habitantes.
—Oiga, ¿de qué estamos hablando exactamente? —preguntó el presidente de la compañía mientras hablaba con el responsable de La Colonia. Los oídos le zumbaban. Le había parecido entender que algún tipo de gas proveniente del espacio avanzaba hacia el planeta.
—Se lo repito. Es una amenaza desconocida, algo que no hemos visto nunca: una especie de gas, una amenaza.
—Eso lo he entendido, ¿vale? —exclamó el presidente, rascándose una deslustrada barba de cuatro días—. Y aunque me cueste creer que pueda existir un gas que viaje por el espacio, lo cierto es que ustedes son de la jodida Colonia, ¡imagino que sabrán de lo que hablan! Lo que no acabo de comprender, con franqueza, ¿eh?, es por qué piensa que nuestros trajes y filtros no servirán. Se supone que son universales.
—Ésta es una amenaza distinta —dijo el interlocutor—. No podemos ser más precisos de momento, pero ningún filtro les ayudará. Se lo digo una vez más: ¡tienen que ser evacuados!
—Oiga, eso puede sonar muy bien con sus… ilimitados recursos, seguro que lo dicen todos los días. ¡Evacúen la zona! Pero joder, la realidad es diferente para el resto de los mortales. No sabe de lo que está hablando. Tenemos un transporte, ¿sabe?, un solo transporte de mierda con una capacidad de mil personas que va una vez a la semana a Tupapau. Eso es todo. Aquí hay trabajadores, mayormente. Algunos altos cargos tenemos naves propias, pero no son grandes. Podríamos quizá meter a veinte hombres en ellas, pero van a parecer salchichas en un bote… ¿se hace cargo?
—Hemos enviado una nave que les ayudará a trasladar a la población. Sólo queremos que empiece a coordinar la operación. Dé la alerta, organice colas de embarque en los muelles de atraque. Asegúrese de que no cunde el pánico. ¿Podrá hacerlo?
El presidente se pasó una mano por la cara, visiblemente abrumado.
—Oiga, ¿habla de pánico? —soltó una pequeña carcajada—. Si suelto ahí fuera que todo el mundo tiene que ser evacuado, esto va a ser peor que la masacre de Bildo Mar. Usted no conoce a esos hombres. Somos una compañía pequeña, no tenemos robots, ni máquinas industriales. Esos hombres excavan la roca con sus manos y sus picos láser. Sus brazos son como troncos, se comen hasta las piedras y mean como los caballos. Si sugiero siquiera que hay que evacuar… construirán una nave con nuestros cuerpos muertos si creen que eso les ayudará a sacar el culo de aquí. ¿Me explico con claridad, señor de La Colonia súper avanzada de los cojones?
El responsable de La Colonia esperó unos segundos antes de responder.
—Entendemos que esté asustado, pero debe mantener la calma. Haga lo que le decimos: no hay tiempo. Nuestro personal le ofrecerá asistencia en el proceso. ¿Hay alguien que pueda hacer de enlace con nosotros?
El presidente soltó un bufido. Ahí estaba ese leve dolor de cabeza que siempre le acosaba cuando tocaba hacer los informes trimestrales, pero el que se pegaba ahora a su cabeza con la lascivia de un amante adolescente empezaba a asustarle de veras.
—Le paso —soltó, y cortó la comunicación.
Iba a ser uno de esos días de mierda.
Nioolhotoh era ahora una mancha informe, imprecisa y furibunda como una tormenta monstruosa que hacía girar las nubes alrededor de un vórtice mortal. Para entonces, ocupaba ya varios cientos de kilómetros.
Se acercaba con un hambre infinita al planeta Ilusian, avanzando cada vez a mayor velocidad. Se alimentaba del secreto zumbido de las estrellas, la música oculta del universo que latía incesante en la profundidad del espacio, y estaba dispuesto a consumir mucho más. Comparado con la masa del planeta, era como un océano de brea, oscuro e impenetrable.
La Knossos apareció en escena cuando la primigenia entidad extendía ya sus largos brazos, retorcidos y siempre cambiantes. Las previsiones habían fallado: nadie esperaba realmente que llegara hasta allí tan rápido.
Nu Cappa era ya por entonces un auténtico caos. La noticia de la evacuación se había extendido por todas partes, y la zona de los muelles era, como había pronosticado el presidente de la compañía, una zona de guerra. Muy pocos sabían el motivo real; los rumores hablaban de un terrible seísmo, de la inminente llegada de un ejército de mercenarios y de una pandemia mortal que se había desatado en la ciudad. En cualquier caso, todo el mundo tenía claro que permanecer en el planeta era enfrentarse a una muerte segura.
La comunidad contaba con su propio cuerpo de seguridad, pero resultó del todo insuficiente para controlar a la masa de gente que corrió a reservarse un hueco. Todo el mundo quería asegurarse de partir en primer lugar. Los túneles que conducían a las plataformas de atraque se convirtieron en una trampa mortal, y la gente pasaba por encima de los que caían al suelo, vencidos por la muchedumbre. Había gritos, disparos, sangre y cadáveres.
A pesar de la evidente falta de tiempo, la Knossos no desistió. Las naves de transporte partieron de sus dos hangares principales y se dirigieron prontamente hacia los atracaderos. Ninguna pudo aterrizar en los lugares designados: habían sido invadidos por la masa y no quedaba ni un centímetro libre donde realizar el aterrizaje. El espectáculo desde el aire era desolador; las plataformas estaban elevadas, pero las barras de seguridad laterales eran bastante rudimentarias. A cada poco, la gente se precipitaba por ellas, cayendo como muñecos rotos hacia el suelo, varios metros más abajo. Allí se estrellaban y morían en el acto, o se quedaban aullando de dolor con los miembros descoyuntados.
Por los altavoces se llamaba a guardar la calma, pero nadie escuchaba: el ruido infernal de los gritos y los lamentos lo llenaba todo.
Finalmente, los tres transportes de socorro encontraron un lugar conveniente para la toma de tierra: una superficie originalmente destinada al almacenaje de mercancías ubicada unos cuatrocientos metros hacia el este. Aterrizaron en medio de una espesa cortina de humo, produciendo un sonido atroz.
Desde la ventana de la oficina de Control de Vuelo, el presidente de la compañía pudo ver cómo el flujo de la marea de gente cambiaba de dirección. Era como ver una riada, y esa riada derribaba barreras, irrumpía en los edificios que separaban los atracaderos de la zona de almacenaje y corría por sus pasillos y salas buscando una forma de acceder al otro lado. La gente se empujaba y caía por las ventanas, rompiendo los cristales, para estrellarse contra el suelo. Un vez vio a una madre abrazada a su hijo moviendo las piernas de forma alocada mientras caía, como si pedaleara.
—Por todas las galaxias —exclamó, ronco, sintiendo que lágrimas calientes le caían por las mejillas.
Mientras tanto, el cielo empezó a oscurecerse, como si, de repente, estuviera anocheciendo. Casi nadie en la zona de los muelles fue consciente de ello; estaban demasiado ocupados intentando sobrevivir y alcanzar la salvación. Sólo los pocos que decidieron permanecer en sus cubículos pudieron mirar al cielo y sobrecogerse por lo que allí veían. Daba la sensación de que alguien había inoculado el cielo con tinta oscura, y esa tinta estaba gangrenando la bóveda celeste como un cáncer terrible.
Abajo, a nivel del suelo, la tripulación de los transportes de La Colonia tenía sus propios problemas. Los ciudadanos de Nu Cappa llegaron como una tromba imparable, arrollaron al personal de vuelo y accedieron al interior por cada acceso disponible. Eran, sencillamente, demasiados. Alguien intentó cerrar las puertas, pero éstas se quedaron trabadas por una maraña de cuerpos. Se deslizaron hacia abajo, apiñados unos contra otros, mientras el resto pasaba por encima, pisoteándolos. Alguien con el rostro ensangrentado y el ojo colgando como el moco de un insecto gigantesco, murmuró el nombre de su madre sin que nadie le escuchase.
En la cabina, los pilotos oían cómo una plétora de puños golpeaba la puerta de acceso a su compartimento. Los indicadores de peso total mostraban que estaban alcanzando el límite de su capacidad: si seguía entrando gente, no podrían siquiera despegar.
—¡Por todas las galaxias! —exclamó el miembro más joven de la cabina, preso de una explosión de rabia. Se había puesto en pie con un violento movimiento y estaba sacando su pistola reglamentaria de la funda.
Fue entonces cuando uno de ellos, con la voz rota, señaló el cielo a través del frontal.
—Ya está aquí… —exclamó.
—Por las estrellas —dijo el joven, dejando caer la pistola al suelo.
—Mierda… Despegad… ¡Despegad!
Fuera, los propulsores empezaron a vibrar, cogiendo fuerza en apenas unos segundos. El calor y la presión del aire abrasaron casi de inmediato a todos los ciudadanos que estaban debajo, arremolinados alrededor de la nave. La carne se ennegreció y resquebrajó y el aire se impregnó de un olor insoportable a carne quemada. Después, las rampas de acceso comenzaron a cerrarse. Sin embargo, no pudieron acabar de hacerlo; había demasiada gente en medio, así que traquetearon y fallaron con un sonido hidráulico.
La nave despegó, dejando caer a varias personas mientras se ladeaba peligrosamente hacia la derecha. Pero con las rampas de acceso irremediablemente abiertas, la nave estaba ahora prisionera, imposibilitada para salir al espacio exterior.
Nioolhotoh irrumpió en la atmósfera.
No hubo mucho tiempo para nada. Descendió como una sábana oscura sobre Nu Cappa, envuelta en lo que sonaba como una ensordecedora algarabía de gritos y aullidos solapados. Parecía, en realidad, una telaraña abrumadoramente complicada y densa: cada hilo era una promesa de muerte. Atravesaba los edificios de lado a lado, apagando sus luces y dejando versiones invertidas de los seres humanos que había dentro, todo en sólo unos segundos. Uno de sus espeluznantes apéndices traspasó la nave de transporte, que perdió en el acto cualquier forma de energía. Como ocurrió en el planeta sin nombre, la nave empezó a dar vueltas en el aire, girando sobre su eje, pero con una diferencia: con las rampas abiertas, fue lanzando un reguero de seres humanos que parecían aletear como si fueran a salir volando. Muy poco después, se estrellaba contra uno de los edificios, provocando un torrente de llamas. Un segundo más tarde, una trepidante explosión lanzaba trozos de vidrio y fibra en todas direcciones.
Todas esas cosas hicieron que la gente, a nivel de la calle, se quedara petrificada, sobrecogida por lo que veían. De repente, como si alguien hubiera tocado un silbato en alguna parte, el caos se reanudó. Esta vez, las personas corrían en direcciones opuestas y se tropezaban unas con otras constantemente. Nadie sabía hacia dónde huir, porque Nioolhotoh estaba ya por todas partes. Agitando sus brazos, arremetió contra todos los que se arracimaban en las calles. Furiosos relámpagos alcanzaban las estructuras y los grupos de gente, y muchos se tiraron simplemente al suelo, con el corazón encogido, incapaces de dar un paso más o moverse siquiera. El desquiciante sonido de los omnipresentes lamentos y el estruendo de las descargas eléctricas les superaban.
Cuando el antiquísimo vampiro comenzó a beber de la masa, el presidente de la compañía, ahora lívido de terror, pensó que estaba mirando un desquiciante juego de dominó en el que las fichas caían una tras otra, formando una cadena demencial. Cuando lo hacían, parecían esculturas talladas en ébano, y hasta le pareció que producían un sonido parecido aunque, naturalmente, estaba demasiado lejos para oírlo.
CLING. CLONG. CLING.
Nu Cappa estaba condenada.
—¿Almirante?
El supervisor Naguas llevaba esperando la conexión casi quince minutos. Sabía que la Knossos seguía ahí, porque la llamada había sido aceptada y la comunicación no se había cortado, pero al mismo tiempo estaba claro que algo iba mal. Al fin y al cabo, llamaba por dos cosas: para recibir un informe de estado y porque, según su oficina, resultaba imposible conectar con Nu Cappa.
Luego estaba lo otro… ¿qué había dicho la controladora Tardes?
Aquellos cuerpos eran como versiones invertidas de sí mismos conseguidas mediante procedimientos comunes de manipulación de imágenes.
De pronto, se descubrió imaginando el interior de la Knossos lleno de estatuas de personas, congeladas en posturas aberrantes, con el color de piel trocado en una imposible mezcla de tonos negros y blancos.
Una voz brotó de su terminal, haciéndolo volver a la realidad.
—Supervisor…
—Se le saluda, almirante, ¿va todo bien? Empezaba a preocuparme.
—Lo… lo lamento. Ha ocurrido algo…
—Dígame —dijo, inquieto.
—Esa… amenaza… me temo que ha caído sobre Nu Cappa.
Un instante de silencio.
—¿Qué quiere decir exactamente?
—Quiero decir que… la hemos perdido, señor.
Otro silencio.
—Estaba allí cuando llegamos —continuó diciendo el almirante—. No pudimos hacer nada. Enviamos naves, tres transportes Alancor completos, pero la ciudad era un completo caos. No pudimos evacuar a nadie, señor. Perdimos las tres. Esa… entidad… es rápida, y absolutamente letal.
—Entonces —dijo Naguas—, todo era cierto.
—Todo es tal y como se nos describió, señor, y aún peor. Es enorme, para empezar. Ha debido crecer mientras se dirigía hacia Ilusian, o los informes estaban equivocados. Enorme. Y eficiente. Arrasó la ciudad en apenas veinte minutos. Treinta a lo sumo.
—Está… está exagerando —dijo Naguas. Era casi un ruego.
—Lo lamento.
—¿Cuál es la situación en este momento?
—Estamos regresando, supervisor Naguas.
—¿Regresando? —exclamó, perplejo—. ¡Almirante, tenía una misión! Tenía que llegar al planeta objetivo y proceder al rescate de la controladora Tardes. ¡Era su prioridad!
—Insisto en que lo siento, supervisor, pero es del todo imposible.
—¡Explíquese! —exclamó, furioso.
—La entidad, señor, lo ocupa todo. Está enquistada en el espacio. Envuelve al planeta. Si quisiéramos llegar a nuestro objetivo, tendríamos que dar un enorme rodeo, y no estamos seguros de que eso funcionase tampoco. Verá, señor, no he podido atenderle antes porque estaba asegurándome de que el último informe que he recibido fuera correcto.
—Continúe —pidió Naguas, con el ceño fruncido.
—Creo que esa anomalía, señor, nos persigue.
—Qué está usted diciendo…
—Hemos alterado el rumbo sensiblemente desde que empezamos a sospecharlo, y eso parece corroborar que se mantiene pegado a nuestra cola.
Naguas apretó los dientes con fuerza mientras su cabeza barajaba varias ideas a la vez.
—Almirante, dígame que no se dirige a La Colonia…
El almirante carraspeó.
—No, supervisor. La duda ofende. Nos dirigimos hacia el borde exterior. Para llegar a La Colonia, tendríamos que pasar por varias docenas de mundos habitados. Sería una masacre…
Naguas asintió, aliviado.
—Vamos al espacio profundo —continuó diciendo el almirante, ahora como ensimismado—, pero lamento informarle de que sólo les estamos dando un poco de tiempo…
—¿Qué quiere decir?
—Nos movemos a plena potencia, señor, pero no es suficiente. La anomalía nos gana terreno.
Se produjo otro instante de incómodo silencio, mientras Naguas digería la información. Conocía bien las especificaciones del buque Knossos, y sabía que su velocidad máxima era abrumadora. No podía siquiera imaginar a qué velocidad avanzaba aquella especie de vampiro espacial.
—¿Está seguro de eso? —preguntó al fin.
—Estamos total y absolutamente seguros, señor. Pero eso no es todo.
—Dígame.
—Esa cosa está creciendo. Es como si… como si lo devorara todo a su paso. No se quedará perdida en el borde exterior. Avanza en todas direcciones, como un agujero negro de pesadilla. Señor, llegará al resto de los planetas habitados en poco tiempo, no le quepa duda.
Por primera vez desde hacía mucho, el supervisor Naguas no supo qué decir.
Nioolhotoh alcanzó a la Knossos tres ciclos más tarde. En pocos minutos, la colosal nave se convirtió en un cementerio frío y apagado lleno de cadáveres que eran una copia en negativo de lo que habían sido en vida. El almirante Torin Mai permaneció en su puesto, congelado junto al gigantesco panel de control, con la mirada fija en la oscuridad.
La alarma se propagó como una llama en un reguero de pólvora, y el espacio se llenó de naves espaciales de todas las formas y tamaños. La orden de evacuación centelleaba en todas las consolas y terminales de todos los mundos habitados cercanos a la anomalía. Cualquier aparato capaz de soportar el vuelo espacial se puso en marcha con destino incierto; la directiva era, simplemente, alejarse de los sectores marcados en rojo.
Nioolhotoh, mientras tanto, devoró el exótico mundo de Gundo, convirtiendo sus tres ciudades principales en unas ruinas oscuras y frías, llenas de cadáveres petrificados. Devoró la colonia de Raven Fel y las quince poblaciones del pantanoso mundo de Brumandolia, incluyendo la resplandeciente Palisade, la Ciudad de la Luz. Conservó el nombre, pero no su exótica luminiscencia. Doce mil kilómetros más lejos, en el planeta oceánico de Baltus Mori (lugar donde una mujer desnutrida y demasiado joven había dado a luz a un niño al que puso por nombre Ferdinard mucho tiempo atrás), Nioolhotoh añadió doscientas cuarenta mil almas a su haber. El pánico creció y se extendió por todas partes.
Las naves de guerra de La Colonia llegaron más o menos en aquel momento. El descomunal buque insignia Stella Maris entró en el sector acompañado de cinco unidades de apoyo y una pequeña flota de cruceros de combate de menor envergadura. Su sola presencia era imponente, con todas las torres de su estructura superior terminadas en punta.
La flota se alineó a varios cientos de kilómetros de la anomalía y desplegaron toda su capacidad ofensiva. Ésta era del todo inconcebible. Los misiles, ráfagas y ondas viajaron por el espacio y se perdieron dentro de la masa oscura sin que tuviesen ningún efecto visible: simplemente, desaparecieron. Sin embargo, los sensores decían otra cosa. Un operador advirtió de ellos con la voz ronca.
—Su densidad… —exclamó— ha… Se ha multiplicado por cuatro casi inmediatamente.
Hubo un instante de silencio, pero en el suntuoso Gabinete Emperador, el mariscal Edo Mur comprendió lo que ocurría al instante.
—Alto el fuego —exclamó, apesadumbrado. Era demasiado consciente de que acababan de jugar el todo por el todo a una única carta—. Detened el ataque.
—Pero, mariscal, si no disparamos… ¿qué otra cosa podemos hacer?
—Huir —murmuró.
Para entonces, Nioolhotoh progresaba a buena velocidad. Torbellinos de energía se desataban como pequeñas explosiones en su interior, disparando arcos eléctricos en todas direcciones. Y era enorme, tan inabarcable como el mismísimo Vorensis «el Voraz», el monstruoso sol del sector de Llamas Nundri. Su hambre era aún mayor. A su manera, miraba con codicia en la dirección de los soles enfrentados y rumiaba, anticipándose al momento en el que pudiera consumir también esas inconmensurables fuentes de energía. Llegado el momento, devoraría esos mismos soles que habían sido elegidos por mentes alienígenas, tiempo atrás, para que se erigieran como verdugos absolutos. Esos soles que lo hubieran aniquilado cuando estaba encerrado y era aún pequeño y débil, cumpliendo así con algún extraño concepto de justicia poética.
Ahora todo era diferente; Nioolhotoh era demasiado grande. El ciclo era ya imparable.
Los devoraría. Devoraría esos soles, y todo lo demás.
La Colonia era un hervidero de actividad. La anomalía ya era visible a simple vista en la distancia, feroz y espantosa como una tormenta eléctrica en el cielo nocturno. Todo lo abarcaba, ocultando la luz de las estrellas.
El supervisor Naguas estaba de pie en el Muelle Cinco, admirando la enorme atrocidad por los amplios ventanales. Se mantenía erguido, con las manos a la espalda, mientras todos los oficiales, técnicos y científicos de la nave se apresuraban con el desalojo. Las naves partían de forma ininterrumpida.
Una voz a su espalda le sacó de su ensimismamiento.
—¡Supervisor Naguas!
Se volvió lentamente, con una mirada neutra esculpida en su semblante sereno, y descubrió a un hombre de mediana edad que cargaba una pequeña maleta de viaje.
—Señor, soy el controlador Pekka —dijo éste—. Trabajo con la controladora Tardes en la oficina Dieciséis.
—Ah, sí… —exclamó, sintiendo que un pequeño ramalazo de dolor le espoleaba.
—Señor, ¿no… no se marcha usted?
Reflexionó durante unos segundos.
—No, creo que no. Me quedaré aquí. No sabría adónde ir.
—Señor —dijo Pekka—, ¿no sabe adónde ir, o es que no hay lugar dónde ir?
Naguas recibió el comentario con una expresión de sorpresa. Luego, pestañeó repetidas veces y se las arregló para componer una sonrisa lastimera.
Pekka recibió el gesto como una bofetada. Había estado diciéndose que La Colonia estaría trabajando en el problema, que en alguna parte, alguien cocinaba una solución; pero mientras se dirigía hacia la nave que le habían asignado, había pasado por los bloques de investigación que generalmente funcionaban a plena potencia, y estaban tan vacíos como apagados. Eso le había dado que pensar. ¿Quién trabajaba en el problema, en realidad?
—No hay nada que hacer, ¿verdad? —preguntó, tembloroso.
Naguas se encogió de hombros, aún con una media sonrisa desplegada en su rostro. Sin embargo, la expresión de sus ojos, triste en grado sumo, era del todo reveladora.
Pekka bajó la vista para mirarse la mano, que sujetaba el asa de la maleta. De repente, la dejó caer.
—¿Le apetece un poco de compañía, supervisor? —preguntó.
—Desde luego.
Pekka avanzó hasta colocarse a su lado, y permanecieron en silencio, el uno junto al otro, mirando como Nioolhotoh avanzaba lentamente hacia ellos.
Las sirenas de alarma comenzaron a sonar por todas partes tres ciclos más tarde. Para entonces, la impresionante estructura de La Colonia había sido evacuada en una cifra que rondaba el setenta por ciento. La mayoría de los que aún quedaban esperaba pacientemente el regreso de las naves de evacuación. Otros (muchos, a decir verdad) habían decidido quedarse, conscientes de la realidad a la que se enfrentaban. Casi todos habían hecho cálculos por sí mismos, basados en el ratio de crecimiento de aquella cosa en los últimos ciclos. Sencillamente, no le encontraban sentido a pasar los últimos días de su existencia huyendo de una punta a otra de la galaxia.
No, esperarían.
En el Muelle Cinco, un grupo considerable de gente se había unido a Pekka y Naguas. Hablaban en voz baja, se despedían, se abrazaban y consolaban unos a otros. Había miradas dulces y palabras de cariño, y un sentimiento de hermanamiento que incendiaba sus corazones. Varios de ellos, esperaban cogidos de las manos.
Nioolhotoh era ahora una fulgurante sucesión de explosiones a pocos kilómetros de La Colonia. Resultaba un espectáculo tan pavoroso como bello, con todos aquellos relámpagos restallando desde sus aterradoras entrañas. En ocasiones, su forma siempre cambiante parecía más bien unas fauces de proporciones cósmicas. Otras veces, era más bien como una nebulosa en cuyas abyectas curvas Naguas creía ver la famosa sucesión matemática de Fibonacci.
Pekka dejó escapar un suspiro.
—Parece que…
Naguas asintió.
—Sí.
—Yo… Lamento que… quiero decir, si hubiésemos hecho otra cosa cuando detectamos el problema…
Naguas le dedicó una breve mirada.
—Ni se le ocurra culparse por esto. Fui yo quien tomó las decisiones importantes. Yo mandé a Tardes a aquel planetoide.
—Ya, pero…
—No he pensado en otra cosa desde que estamos aquí —interrumpió Naguas—. Quizá debí haber dado más importancia a este caso. O quizá no había indicios para hacerlo, y lo que hice… las decisiones que tomé… fueron las apropiadas. Quizá no merece la pena pensar en ello, porque sencillamente, no podemos saber qué habría pasado si las cosas se hubieran hecho de manera distinta. Creo que, de alguna forma, las cosas ocurrieron como tenían que ocurrir. Como ha sido siempre.
Pekka asintió, tan pensativo como abrumado.
Levantó la vista y miró a través del cristal. Ahora le parecía que la anomalía estaba mucho, mucho más cerca. Casi podía sentir una especie de estática en el aire que le ponía los vellos de los brazos de punta, aunque luego decidió que, probablemente, era miedo. Era una sensación desconocida para alguien que se había criado y crecido en La Colonia.
De pronto, una nube de pequeños destellos comenzó a titilar delante mismo de donde ellos estaban. Casi todo el mundo se quedó petrificado, aunque en el aire se dejaron oír algunas exclamaciones de sorpresa, como inhalaciones repentinas y profundas. Algunas mujeres se llevaron una mano al pecho.
¿Ya está? —se preguntó Pekka—. ¿Es esto? ¿Así es como acaba todo?
Los destellos cimbrearon en el aire, hasta que, de pronto, los contornos de algo enorme, inabarcable, empezaron a dibujarse en el espacio. Algunos retrocedieron un par de pasos; aunque estaban seguros de que se trataba de algún tipo de ataque, estaban sobradamente preparados para el momento final. Pero incluso en aquellos momentos, su innata inquietud científica era más poderosa que el miedo. Sólo querían girar la cabeza para poder apreciar, fascinados, la magnitud de lo que allí se estaba formando. Algo estaba consolidándose, apareciendo en mitad de la nada.
Solamente Naguas supo, gracias a un inesperado chispazo de comprensión, que aquello no tenía nada que ver con la anomalía. Era otra cosa. Abrió mucho los ojos y dejó escapar una exclamación que solamente Pekka pudo oír.
—¡Tardes!
La Colonia era tan grande como un mundo pequeño: Sus cimientos primarios, originarios de la mítica nave Conocimiento que partió de la Tierra hacía ya diez mil años, habían ido creciendo con el devenir de los años hasta formar la conocida y descomunal estructura en forma de media estrella, símbolo emblemático y reconocido en todo el universo. Ahora, sin embargo, comparada con lo que acababa de formarse a su lado, resultaba incluso pequeña.
Era, en esencia, un cilindro, pero uno enorme. La superficie estaba recorrida por pequeñas hendiduras, líneas curvas que zigzagueaban por todas partes, formando intrincados diseños. Si Naguas hubiera estado en el panteón alienígena, habría reconocido ese tipo de grabados con los que exhibían la mayoría de paredes y columnas en ese lugar.
—¡Por todas las galaxias! —decían unos.
—Pero qué es lo que….
El supervisor Naguas avanzó un par de pasos, girando la cabeza para admirar la impresionante estructura en toda su extensión. Su color recordaba al marfil, aunque algunos de los segmentos brillaban como el oro viejo. Naguas recordaba la forma cilíndrica del informe verbal de Tardes. ¡Aparecía en los paneles, los que ella le había descrito con ayuda de aquellos dos hombres! De repente, se sentía otra vez eufórico. Aquélla era una auténtica promesa embriagada de esperanza.
Pekka debió percibir algo en su superior.
—Supervisor Naguas, ¿qué…?
—¡Mira! —le interrumpió, sonriente y con ojos brillantes—. ¡Mira allí!
Era la anomalía. De repente, estaba volviéndose blanca.
Nioolhotoh nada sabía de la muerte… siempre había sido, pero de alguna manera extraña, percibía que se moría. Lo sentía en cada pequeño ápice su ser.
En el pasado, había devorado el universo tantas veces que ni siquiera podía recordar cuándo fue la primera vez, como si nunca hubiera habido una. Cuando terminaba, cuando todo era Nioolhotoh y Nioolhotoh era lo único que había, se comprimía en un único punto y estallaba, recreando otra vez toda la matriz esencial que permitía que el universo se regenerase.
Una y otra vez.
Ahora se quedó inmóvil, sintiendo como toda la energía fantasma de la que se componía empezaba a desaparecer. Se le escapaba. Se le escapaba. Los vórtices eléctricos desaparecieron también, apagándose en la quietud del espacio. Por primera vez, sintió curiosidad. ¿Sería posible que él pudiera no ser?
Nioolhotoh esperó. Esperó mientras se consumía.
En el Muelle Cinco de La Colonia, nadie dijo nada.
Años después, ninguno de los presentes sabría decir lo que por entonces ocurrió allí exactamente. Unos dirían que la fenomenal nave cilíndrica lo había absorbido; otros, que unos haces relampagueantes habían secado la anomalía como el agua oxigenada una herida negra y terrible. Un tercer grupo diría que todo, simplemente, terminó.
Lo cierto es que el espacio estaba otra vez cuajado de estrellas, y lo único que quedaba allí era la nave alienígena con forma de cigarrillo.
El supervisor Naguas tuvo que enjugarse las lágrimas de los ojos. No era sólo por el hecho de que la amenaza definitiva hubiera sido alejada del destino del hombre en el universo, sino también por la franca emoción de encontrar otro tipo de civilización en un espacio que creían vacío y hostil. Aquellos seres les habían salvado, y ese dato centelleaba en su cabeza con la fuerza de un huracán.
—¡Allí! —dijo alguien.
Naguas miró, recorrido por una emoción tan honda que le producía una especie de escalofrío en la nuca. Vio allí un grupo de vehículos, o algo parecido a vehículos, de una forma exquisitamente esférica. Habían salido de alguna parte, si bien no supo decir de dónde, y se dirigían hacia ellos. Naguas contó hasta veinticinco de ellos.
Las esferas se movían describiendo giros imposibles en el aire; aceleraban y desaceleraban sin esfuerzo visible, produciendo una especie de baile. Naguas comprobó que brillaban de una manera sutil, despidiendo un resplandor azulado. Si entrecerraba los ojos, podía ver que sus complicados movimientos en el espacio dejaban una suerte de estela. Resultaba extrañamente hermoso, a decir verdad, como si esos movimientos, en apariencia aleatorios, fueran parte de una coreografía cuidadosamente calculada.
Son símbolos —pensó, nervioso—. Dibujan símbolos en el aire con sus estelas. ¿Están intentando comunicarse? Estaba razonablemente seguro de que alguna cámara, en alguna parte, estaría grabándolo todo, pero con casi toda la tripulación alejada de sus puestos habituales, una voz le chillaba desde la trastienda de su mente que tomara nota de alguna manera. De cualquier manera.
Estaba tan ensimismado con la danza y sus pensamientos, que no fue hasta que Pekka le tiró del brazo que descubrió que una de las esferas había entrado en el hangar. Flotaba allí, resplandeciente, desplazándose suavemente hacia ellos.
Nadie fue capaz de decir nada, sólo miraban, fascinados.
La esfera, que estaba recorrida por delgadas líneas rectas formando pequeños triángulos, gravitó delicadamente hacia el Muelle Cinco y se posó a escasos centímetros del suelo, a unos veinte metros de donde el grupo se encontraba.
Nadie dijo nada aún.
Fue Naguas el primero en abrirse paso cuidadosamente, pasando por entre sus compañeros hasta que pudo colocarse en primera línea. Para entonces, grupos numerosos de ciudadanos, atraídos por los movimientos de las esferas alrededor de los muelles de atraque, empezaban a llegar a la zona. Habían visto desaparecer la amenaza y sus rostros estaban encendidos por la alegría.
Naguas miraba con ojos abiertos y expectantes. Esperaba… sabía que iba a producirse un encuentro histórico, el de dos especies completamente diferentes estableciendo contacto por primera vez. Sentía que aquel vehículo, aquella esfera perfecta, iba a abrirse de un momento a otro y…
De pronto, unas formas neblinosas empezaron a esbozarse a través de la superficie de la esfera. Naguas, así como el resto de los científicos de La Colonia, aguantaron la respiración sin ser conscientes de ello. Un breve instante más tarde, tres figuras abandonaban la esfera atravesando su pared exterior como si se tratara de un simple holograma.
El supervisor Naguas dejó escapar una exhalación de sorpresa.
—Con… ¡Controladora Tardes! —exclamó.
Maralda Tardes sonreía. Asintió suavemente y se acercó caminando, resuelta.
—Se le saluda, supervisor Naguas.
—¡Lo consiguió! —exclamó su superior.
Un murmullo empezó a recorrer las filas de los presentes. Todos intercambiaban comentarios y miradas de asombro.
—Lo conseguimos —dijo Maralda, levantando ambas manos en deferencia a sus dos acompañantes—. Le presento a mis amigos, Ferdinard y Malhereux. Ya los conoce usted.
Ferdinard levantó una mano para saludar. Al otro lado, Malhereux sonreía.
—Por supuesto, por supuesto —se apresuró a decir Naguas—. Pero ¿cómo? Su nave regresó sin usted… Pensé que había fallecido.
—El cómo se lo contaré después, supervisor. Baste decir que tenía usted razón; el panteón tenía su propio sistema de comunicación de emergencia. Debo decir que fue complicado ponerlo en marcha, pero de alguna forma, lo hicimos.
—De alguna forma, ¡qué bueno! —dijo de pronto Malhereux—. Oh, nos quedamos helados cuando su nave anunció que las constantes vitales del piloto se habían detenido.
—Detenido no —intervino Ferdinard—. El mensaje decía: «Error en los sensores». Eso me dio una idea.
—Por más que me lo expliques no lo voy a entender —comentó Malhereux. Había escuchado la historia un buen número de veces desde entonces.
Mientras tanto, el supervisor Naguas miraba a unos y a otros como si estuviera asistiendo a un evento deportivo. Tenía el ceño fruncido, como si hiciera un esfuerzo por no perder detalle.
—«Error en los sensores», sí. Parecía que se trataba de algún tipo de error, pero yo sabía que no.
—¿Qué decía el informe? —preguntó Naguas.
Esta vez intervino Maralda (que, por supuesto, había escuchado la historia también varias veces de boca de los dos chatarreros), más versada en aspectos técnicos y, sobre todo, en disciplinas que incluían la medicina general.
—El análisis de su cuerpo tenía características de hipersueño —explicó—. Ése era el informe. Por supuesto, era contradictorio. La actividad cerebral era la residual de una muerte reciente, el corazón estaba detenido. El cuerpo empezaba ya la rápida degeneración que sigue al fallecimiento. Pero los sensores captaban algo para lo que no estaban preparados. Los procesos de control sabían que algo no encajaba en el resultado global, por eso el mensaje original decía, escuetamente, «Error en los sensores».
—Un momento —pidió Naguas—. ¿Me está diciendo que todos ustedes estuvieron en ese estado, de muerte cerebral, con el corazón detenido y todo lo demás?
Malhereux soltó una pequeña carcajada, pero Maralda le sostuvo la mirada y se limitó a asentir lentamente.
—Pero ¿entonces? —preguntó el supervisor.
—Seguí mi corazonada. Sabía que había algo raro… Si hubiera tenido que fiarme de los sensores de mi vieja nave, no habría movido un músculo. Pero aquello era tecnología punta de La Colonia. Y después de todo, ¿qué tenía que perder?
—No le sigo —dijo Naguas, atribulado por tanta información.
El resto de los asistentes intercambiaban miradas de perplejidad.
Ferdinard sacudió la cabeza.
—Cuando bajé abajo y moví el brazo de uno de aquellos cadáveres, noté que no estaba rígido. Sin embargo, debería haberlo estado. Había pasado bastante tiempo.
—Fue muy astuto —exclamó Maralda—. La rigidez cadavérica comienza a las tres horas de la muerte, y es completa a las trece horas.
Ferdinard asintió. Maralda tenía sus ojos puestos en Naguas, que no daba crédito a lo que oía.
—Debería tener la mente más abierta, supervisor Naguas —dijo Maralda suavemente—. Imagine una civilización que ya era muy superior a la nuestra hace diez mil años. Imagine cómo podrían ser sus sistemas de hipersueño.
—Entonces, ¿era eso? No estaban muertos… estaban sumidos en algún estado de hipersueño avanzado. Pero ¿con qué finalidad?
—Oh, esto le va a encantar —dijo Malhereux, riendo entre dientes.
—El cubo era, efectivamente, un transmisor. La Hipervensis lo averiguó con facilidad, y ésa fue nuestra pista. Efectivamente, así era pero no transmitía datos, ni voces, ni señales. Tampoco enviaba los cuerpos siguiendo algún tipo de particalización como la que hemos estado persiguiendo desde hace milenios. Enviaba otra cosa.
Naguas permaneció en silencio, expectante.
—¿Recuerda las antiguas religiones a las que se convertía la gente en los tiempos de la Tierra original?
Naguas asintió, tras pestañear durante un par de segundos.
—Esa máquina dejaba atrás la carcasa terrestre —continuó diciendo la controladora—. Lo que enviaba era… la esencia misma de nuestro ser. Puede llamarlo alma, espíritu, conocimiento, esencia fundamental… Convendría revisitar el conocimiento antiguo para empezar a abrir campos de investigación que abandonamos hace ya demasiado tiempo.
—Pero… —empezó a decir Naguas, abrumado. Sin embargo, no pudo continuar.
Con el devenir del tiempo, el hombre de la edad espacial había abandonado paulatinamente las antiguas creencias religiosas, debido, entre otras cosas, a la hegemonía tecnológica y del conocimiento científico que había ejercido La Colonia. Tener que volver a explorar aquellos viejos senderos significaba redefinir de nuevo las viejas premisas filosóficas; poner sobre la mesa otra vez las antiquísimas definiciones de Platón o de Aristóteles, las reflexiones antropológicas de Tomás de Aquino y todo el pensamiento occidental posterior, incluyendo la teología cristiana, las enseñanzas bíblicas y el magisterio católico. Eso sin contar los nuevos estudios que tendrían que hacerse para intentar captar y medir la existencia del espíritu de una manera científica.
—No se ponga nervioso —exclamó Maralda, riendo—. Sólo es una forma de verlo. En realidad, no tenemos una idea clara de lo que pasó.
—Cada uno tenía su propia teoría —dijo Malhereux—. La del alma no es tan descabellada.
—Otra teoría es que formamos una mente colectiva —añadió Ferdinard.
Naguas alzó las manos e hizo un gesto con ellas.
—Un momento… —pidió, dirigiendo a Maralda una mirada severa—. ¡Se explican ustedes de forma muy poco rigurosa! ¿Qué les hace pensar todo eso?
—Bueno, conseguimos contactar —dijo Maralda, encogiéndose de hombros.
—Estábamos allí los tres, con ellos. Aunque no con nuestros cuerpos.
—¿Cómo, entonces? —preguntó Naguas rápidamente.
—Ya se lo he dicho. Era algún tipo de… plano espiritual, una especie de conciencia.
—¡Un subidón! —exclamó Malhereux—. En mi vida he tomado algunas drogas, ¿sabe?, pero nada como eso.
—¿Estuvieron en contacto con los alienígenas, entonces? —preguntó el supervisor.
—Puede estar seguro —intervino Ferdinard—. Aunque nunca los vimos físicamente. Era como… como estar en un sueño, pero tan vívido…
—Un contacto íntimo —sugirió Maralda—. Es una brillante solución. La energía… la luz… viaja mucho más rápido que cualquier otra cosa. Si hubiéramos tenido que trasladarnos realmente, nunca les hubiera dado tiempo. De hecho, tenemos poco tiempo —giró la cabeza para mirar la nave con forma de cilindro—. A nuestros nuevos amigos les queda, lamentablemente, bastante camino para regresar a su rincón del universo. Créame, están lejos de casa y tienen sus propios asuntos que atender.
En ese momento, levantó la cabeza para mirar más allá de su superior. Cada vez había más gente reuniéndose en el muelle, llegando por las rampas y los túneles: todos querían saber qué eran aquellas esferas que aún describían intrépidos giros en el espacio, alrededor del hangar. Maralda asintió, satisfecha.
—Supervisor —continuó diciendo—, lo que vimos en el panel era cierto. Esta raza lleva extendiendo la semilla de los seres humanos por todo el universo desde hace millones de años. La Tierra original, nuestro origen, no fue sino… una parada más.
—No es posible… —susurró Naguas.
—Supervisor, ellos son nuestros ancestros cósmicos —respondió Maralda.
—Pero ¿por qué?
—Para preservarnos. Somos una raza débil, supervisor. Delicados y proclives a la autodestrucción. Pero nuestra semilla es valiosa…
—Diría que nos admiran —apuntó Ferdinard—. Bueno, es lo que me ha parecido.
—Ésa es mi impresión también —exclamó Maralda—. Así que nos buscan entornos favorables. Planetas idóneos. Y luego dejan que prosperemos.
—Pero no puede ser… Hemos explorado tanto… y nunca hemos encontrado ningún indicio de que pudiera existir otra raza…
Maralda sacudió la cabeza.
—Sabe usted que apenas nos movemos por un vaso de agua en el océano descomunal que nos rodea —dijo—, y aún me quedo corta.
Naguas tuvo que estar de acuerdo y asintió con gravedad.
—¿No quieren… no van a presentarse a nosotros? —preguntó.
—Me temo que son muy reservados, supervisor —dijo Maralda, profiriendo un sonoro suspiro—. Ni siquiera nosotros los hemos visto, como le he dicho. Funcionan a un nivel superior, más espiritual, más energético. Son seres de luz que han transcendido la materia orgánica. Ya hablaremos sobre ello con más detalle, pero existen a un nivel diferente… superior. Son conjeturas, naturalmente, pero sospecho que no podemos verlos del mismo modo que nuestros ojos no captan las radiaciones de rayos gamma.
—De acuerdo. Pero volviendo a lo de antes —exclamó—. Estos seres superiores… ¿nos dejan que… prosperemos, sin más?
—Verá —dijo Ferdinard—, quieren hacerlo de nuevo. Según ellos, es el momento de escindir este… bueno, este brote que somos nosotros.
—Es lo que dijeron —añadió Malhereux, encogiéndose de hombros.
—Quieren coger a un grupo de nosotros para colonizar otro rincón del universo —añadió Maralda—, lejos de aquí, en otro lado. En definitiva, buscan voluntarios para volver a empezar.
El comentario arrancó un nuevo murmullo entre la gente.
—Un momento —pidió el supervisor—. Esto es… es demasiado. Deberíamos hablar de esto con calma, con los responsables adecuados, ¡no aquí!
—No hay tiempo —dijo Maralda—. Tienen que partir.
—Pero ¿por qué?
—No le ha dicho lo más importante —dijo entonces Malhereux.
Naguas le dirigió una mirada inquisitiva. Era evidente que empezaba a ponerse nervioso. Maralda se apresuró a hablar de nuevo.
—Verá, normalmente, la implantación es supervisada. En la Tierra iba a ocurrir lo mismo, y de hecho fue así en la Antigüedad. No estuvimos solos en los primeros años de nuestra andadura en el planeta. Acuérdese de los viejos testimonios que incendiaron la imaginación de los habitantes de la Tierra durante miles de años. Pero algo ocurrió. Algo fue mal. Algo estaba oculto en el núcleo de otro planeta donde se implantó otro brote.
—¿Se refiere a…?
Maralda asintió.
—Ellos lo llaman Nioolhotoh. Fue un desastre de proporciones cósmicas, y un hallazgo, por añadidura. Esta parte no la entendimos muy bien. Nioolhotoh forma parte del equilibrio del universo.
—Esa palabra, Niool… lo que sea —dijo Malhereux—, significa «Que hace nuevo lo viejo».
—Tenía que ver con el origen de todo —dijo Ferdinard.
—Pero nos estamos yendo por las ramas —exclamó Maralda—. Baste saber que, por entonces, no pudieron enfrentarse a él. Tan sólo pudieron encerrarlo. Pero cuando lo consiguieron ya era tarde: habían muerto cientos de miles de humanos que estaban bajo su tutela y protección. Entristecidos por su descomunal fracaso, construyeron un panteón en homenaje a todos ellos y prefirieron no intervenir más.
—Nos dejaron solos —dijo Malhereux, chasqueando la lengua.
Naguas asintió, perplejo.
—De acuerdo, pero… ¿y en esta ocasión? ¿Los seres humanos que vayan con ellos, contarán con su protección?
Maralda asintió.
—Nos han dado unos pocos ciclos para elegir qué hombres y mujeres partirán con ellos. Yo iré, supervisor —dijo con el semblante serio—. Será un nuevo comienzo en otro rincón del universo. Contaremos con el conocimiento y la ayuda de una raza indescriptiblemente más avanzada. Es el sueño de La Colonia sin los elementos inhóspitos de otras culturas y facciones. Imagínelo. Trate de imaginar siquiera la increíble oportunidad que esto representa.
Naguas se quedó callado y, mientras tanto, el murmullo que recorría las filas de los presentes aumentó considerablemente en intensidad.
Las naves volvieron. Aterrizaban en los hangares mientras fuera, las veinticuatro esferas continuaban su frenética danza, esperando el momento de acceder a La Colonia para recoger a los voluntarios. Éstos se organizaban ya en grupos cuidadosamente dispuestos. Llevaban maletines con algo de ropa y algunos objetos personales, y hablaban animadamente entre sí.
En lo alto de una de las pasarelas, Ferdinard y Malhereux miraban los preparativos con curiosidad.
—¿Cuántos crees que habrá ahí abajo? —preguntó Malhereux mientras masticaba una barra de alimentación.
—No lo sé —respondió Ferdinard—. Maralda dijo que el número de voluntarios era de cuarenta mil personas, pero que aumentaría a medida que se acercara el momento.
—¿En serio? —dijo Malhereux, pensativo—. Vaya, no me importaría irme a empezar una nueva vida en otra parte. Mira esa tía de allí… ¡está buenísima! Podría repoblar catorce mundos sólo con ella.
Ferdinard soltó una alegre carcajada.
—No lo dices en serio —exclamó, con una sonrisa en el rostro—. Además, probablemente elegiría a alguno de esos tíos de allí. Míralos. Son altos cargos de La Colonia. Vaya, creo que aquel tipo sería un duro competidor.
Malhereux asintió despacio.
—Es realmente alto… Un tío guapo y un alto cargo por añadidura. La vida no es justa.
—Espera… —dijo, mirando al hombre alto desde la distancia—. ¿Ése no es Nalco Taggar? Lo conocimos en la reunión, ¿recuerdas?
—Ah, sí, ¿no es ése el que va a ocuparse ahora de la presidencia de La Colonia?
—¿En serio? ¿Presidencia? Creía que La Colonia tenía otra forma de gobierno.
—Así ha sido siempre, pero la cúpula del poder está tan diezmada con tantos altos cargos interesados en marcharse, que Taggar ha sido proclamado presidente, al menos de forma temporal.
Malhereux asintió despacio.
El hombre alto permanecía erguido, exhibiendo una pose algo marcial, despidiéndose de su equipo y sus compañeros con firmes apretones de manos.
—Oye, hagámoslo… —dijo Ferdinard después de un rato.
—¿Qué? ¡No!
—¿Por qué no? Aquí no nos queda nada. El negocio se acabó. No hay Sally, no hay pasta, no hay nada. Y después de lo que hemos pasado, no me veo enterrándome en el suelo otra vez.
—Bueno, tranquilo —soltó Ferdinard, poniéndose un tanto a la defensiva—. Ya has oído al jefe de Maralda. ¡Ahora somos una especie de héroes! Se tirarán meses solamente haciéndonos preguntas sobre todo lo que vimos e hicimos. Haremos una buena pasta, suficiente para empezar un negocio en alguna otra parte. Hasta dijeron que nos darían un par de Bobs, tan avanzados que tu cabeza de programador se volverá loca. Nos dedicaremos a algo tranquilo, si quieres.
—No, tío, en serio —protestó Malhereux—. Creo que hemos quemado una fase. ¡Vámonos!
Ferdinard le dirigió una mirada apreciativa. Sabía a la perfección cuándo su amigo estaba hablando en serio y cuándo no, y sabía también cuándo era delicado intentar sacar una idea de la cabeza de su socio.
—¿Lo dices en serio? —preguntó.
—Completamente.
Ferdinard pensó durante unos instantes. Malhereux sabía que estaba considerando seriamente la idea (probablemente, por primera vez, de una manera real y consciente) y le dejó sopesarla con calma. Mientras tanto, masticó con fruición su barra de alimento.
Ferdinard dejó escapar un suspiro.
—Está bien —resolvió al fin—. Hagamos una cosa. Dejemos que el destino decida.
—¿El destino? —preguntó Malhereux—. Eso no suena como tú…
—Ya lo sé —graznó su socio—. Pero es una cuestión delicada y no quiero que la decisión dependa de ninguno de los dos.
—Está bien —admitió Malhereux—. ¿Qué propones?
—¿Cuánto hace que no recargas tu pulsera personal?
—¿Mi pul…? Pues… no lo sé, tío. Mucho, creo.
—¿Sabes cuánta energía le queda?
—No. Ni idea, pero bastante por…
—¡Vale! No es eso. No la mires ahora. Extiende tu mano y abre un holograma de estado. Si la barra de tu energía es más larga que la mía, nos vamos. Si la barra es más corta que la mía, nos quedamos.
Malhereux soltó una carcajada.
—Eso suena bastante a un concurso de pollas —dijo.
—¿Quieres o no? —gruñó Ferdinard, ceñudo.
—¡De acuerdo, de acuerdo! —soltó su socio.
Ferdinard extendió el brazo, con la mano preparada para activar el indicador, y su socio hizo lo mismo. Ambos tenían una sonrisa algo picarona en el rostro.
—Está bien —dijo Malhereux, divertido—. Una, dos, y….