28
El cubo y el círculo

—¿Estás bien, tío? —preguntó Ferdinard en voz baja.

Malhereux llevaba un buen rato callado, mirando el monitor principal de la nave. La temperatura en el interior de la Hipervensis era cálida y agradable, y a pesar del estrés, la sed y el hambre, el cansancio empezaba a hacer mella en él. Estaba sumido en una especie de modorra y tuvo que hacer un esfuerzo por abrir los ojos.

—Estoy mucho mejor —dijo, encogiéndose de hombros.

—De acuerdo. Llegué a temer lo peor…

—Yo también.

Ferdinard asintió.

La pantalla, mientras tanto, mostraba uno de los túneles abiertos por los sarlab. La Hipervensis lo recorría, escudriñándolo con sus sofisticados sensores. Una enorme máquina de asedio descansaba sobre una de sus ruedas oruga, caída de costado. Los brazos articulados se desplegaban como complejos puentes, tendidos en horizontal sobre el túnel. Los fluidos de su maquinaria se habían vertido y manchaban el suelo como la sangre de un gigantesco monstruo abatido.

Llevaban recorriendo la superficie de la instalación varios ciclos ya. La nave con forma de huevo achaparrado, en modo sigilo, sobrevolaba lentamente las cámaras y los túneles abiertos. Maralda sudaba copiosamente mientras operaba la nave y sus subsistemas de rastreo. En su rostro se adivinaban una tensión y un esfuerzo sobrehumanos; a menudo bizqueaba y las arrugas alrededor de los ojos revelaban su nivel de concentración. Lo cierto era que el dolor de espalda la estaba torturando con más ahínco del que había esperado; si continuaba aumentando, tendría que recurrir a los calmantes de nuevo.

—Oh, ¡mira eso! —estaba diciendo Ferdinard.

En la pantalla veían ahora algo conocido. Malhereux abrió los ojos, saliendo lentamente del sopor. Se acercaban a una brecha en el suelo, una circunferencia casi perfecta de varios metros de diámetro; los bordes irregulares indicaban que se trataba de un derrumbe. Pequeñas trazas de un desvaído vapor blanco ascendían perezosamente por el aire. La Hipervensis flotó encima del cráter, iluminando el cañón con un par de potentes haces de luz. Se trataba, sin duda, de la primera sala que encontraron, la que contenía el cubo con la escultura de lo que, entonces, habían llamado La Llama.

—¡Vaya tío! —dijo Malhereux—. Parece que hace una eternidad que estuvimos ahí.

Maralda giró la cabeza, interesada.

—¿Habéis estado ahí dentro? —preguntó.

—Es lo que encontramos después del primer túnel.

—La sala de la escultura y los… cadáveres —apuntó Malhereux.

Maralda asintió despacio.

—Eso es interesante —dijo—. Llevo un rato siguiendo un rastro. Hay multitud de generadores energéticos por todas partes, pero sólo hay un sitio que acepte peticiones de comunicación. No hay forma de conectar, por supuesto… la señal no es para nada convencional, no sabría ni por dónde empezar si tuviera que hacerlo, pero… si hay algún lugar con capacidad para emitir, parece ser éste.

—¿En serio? —preguntó Ferdinard.

—Allí no vimos nada más que cuerpos.

—Pero no eran sarlab… —dijo Maralda.

—No —admitió Ferdinard—. Luego pensamos que podrían ser de la otra facción, gente de la nave que luchaba con los sarlab.

—Echemos un vistazo —dijo Maralda.

La nave con forma de huevo achaparrado se deslizó con elegancia por la brecha, descendiendo en vertical en completo silencio. Era un escenario conocido, desde luego, pero ahora, todo rastro de luz artificial había desaparecido por completo, y la luminiscencia que teñía las paredes y las poderosas columnas de rojo provenía de las grietas en el suelo. Allí burbujeaba un magma incandescente entre islotes de roca negra. Ninguno dijo nada; la escena era del todo desoladora.

En mitad de aquel dantesco espectáculo se levantaba la escultura central, si bien ligeramente inclinada, como si en el subsuelo, la estructura de rocas sobre la que se asentaba hubiera vencido. Iluminada de rojo fuego, la escultura parecía terrible y amenazante, como un árbol en llamas y, sin embargo, ahora que la veían por segunda vez, los dos buscadores de tesoros comprendieron claramente la referencia a la anomalía, con aquellos brazos redondeados extendiéndose como las ramas de una enredadera ígnea.

Maralda habló primero.

—Por las estrellas… es esa… esa cosa —dijo.

—Ahora lo veo —admitió Malhereux.

—Voy a acercarme. Definitivamente, la señal procede de allí.

La Hipervensis navegó por el aire, descendiendo suavemente hacia la escultura. Uno de los lagos de lava escupió un borbotón de fuego líquido al aire; el chorro se alzó con esfuerzo medio metro y cayó sobre las baldosas del suelo con un sonido húmedo.

—Vaya —dijo Maralda a través de una cascada de sudor que le invadía los ojos—. Es… definitivamente, esa cosa encierra algo. Mirad esos picos.

La pantalla mostraba ahora unos gráficos superpuestos sobre la imagen. Ni Ferdinard ni Malhereux consiguieron encontrarles sentido, pero mostraban unas pronunciadas curvas de color rojo intenso que cimbreaban constantemente.

—De acuerdo, ¿y ahora? —preguntó Ferdinard.

—Buena pregunta —dijo Maralda—. Contadme otra vez qué ocurrió cuando los sarlab lo tocaron.

—En realidad, no estoy seguro de que lo tocaran. Bueno, es lo que creo que pasó.

—Es lo que creemos —puntualizó Malhereux.

—Piense que nosotros estábamos lejos, escondidos. Pero algo debieron hacer, porque poco antes estuvimos dando vueltas a esa cosa sin que pasara nada. Y bueno, fue como si hubieran sido expulsados. No se me ocurre una palabra mejor. Como uno de esos campos de fuerza que lanzan los Zitboxes que emplean en zonas protegidas.

—¿Qué más?

—Bien, hubo un ruido alucinante. Fue como una vibración tremenda.

—Me chirriaron los dientes —soltó Malhereux mientras se acariciaba la barbilla.

—Y un instante después —continuó diciendo Ferdinard—, cayeron al suelo, muertos. Como los otros cuerpos.

—Suena peligroso. Pero es interesante… Es una medida de seguridad muy poderosa para algo en apariencia tan nimio.

—Eso es cierto —exclamó Malhereux—. ¡Teníamos que haberlo pensado, Fer!

—Tío, teníamos a aquel sarlab pegado al culo… No nos dio tiempo a pensar una mierda.

Y por primera vez en mucho tiempo, Malhereux soltó una pequeña carcajada.

Mientras tanto, Maralda se preparaba en silencio para el descenso. Sabía que no podría soportar la caída hasta el suelo; el impacto, probablemente, haría que la espalda la catapultase a horizontes desconocidos de dolor y la dejaría en un estado irrecuperable. Pero se le ocurría que, si hacía descender la nave tanto como fuese posible, podría usar el rayo tractor para minimizar el impacto.

Se recostó en el asiento y dejó que el apéndice de la espalda se enganchara en el asiento. El control médico de la nave la recibió en el acto y actuó en consecuencia. Casi le pareció percibir el efecto invasivo y reconfortante de los fármacos, alejando el dolor de la espalda.

—Entonces, ¿cree que hay algo ahí dentro? —estaba preguntando Ferdinard—. Y si es así, ¿cómo vamos a descubrir qué es?

—Ya veremos —dijo Maralda, con la cabeza en otra parte. Estaba haciendo descender la nave y se preparaba mentalmente para el momento.

—Ojalá tuviéramos robots —dijo Malhereux—. Ojalá tuviéramos aún a Bob.

—Bob… —exclamó Ferdinard con cierta pesadumbre.

—Pero no lo tenemos —exclamó Maralda—. Bien, caballeros, voy a descender. No se muevan, y no se preocupen. Si mi ritmo cardíaco llega a cero y se mantiene así un rato, la nave volverá automáticamente a La Colonia.

Y entonces, sin dar tiempo a que nadie dijera nada, dio la orden de descenso.

Otra vez se abrió la barriga de la nave, pero esta vez, no hubo caída libre: la controladora descendió suavemente hasta tocar el suelo. Bastó que sus pies rozaran la roca negra para que un ramalazo insoportable aguijoneara su espalda como un estilete frío y espectral. Compuso una mueca de dolor y esperó a que pasara, respirando pesadamente. El sudor en su frente formaba una cortina húmeda, y el calor reinante se manifestó de inmediato, asfixiante y abrumador. Sin embargo, se las apañó para concentrarse en su objetivo.

El cubo.

Se acercó dando pasos pequeños, para encajar el dolor en pequeñas dosis. Intentó llenar su mente con lo que se suponía que debía hacer a continuación, pero descubrió que, como había temido, el malestar era demasiado intenso como para pensar con claridad. La visión de aquellos cuerpos muertos alrededor del cubo tampoco ayudaba a que se sintiera mejor; las palabras del chatarrero resonaban en su cabeza.

Hubo un ruido alucinante. Fue como una vibración tremenda. Y un instante después, cayeron al suelo, muertos.

Intentando apartar esas ideas de su cabeza, accionó su pulsera.

—¿Me oyen? —dijo. Su voz sonó alta y clara en el interior de la Hipervensis.

—Sí, la oímos —dijo Ferdinard.

—Yo también les oigo. Estoy delante de esta cosa. Voy a pedir un análisis del cubo. Verán la información en pantalla, así podrán saber qué ocurre.

—¡De acuerdo! —exclamó el chatarrero.

Maralda levantó el puño durante un brevísimo instante, y esperó. La información no tardó en llegar.

—¡Mierda! —exclamó Malhereux al ver el modelo tridimensional en pantalla.

—Eh, controladora —dijo Ferdinard—, aquí hay algo que debería ver…

—Lo estoy viendo —dijo Maralda.

Un holograma plano como una pantalla de ordenador se había desplegado en su muñeca y le estaba ofreciendo un resumen de lo que los dos hombres veían en el terminal de la nave. Se trataba de un modelo del cubo, pero parte de sus mecanismos internos se representaban en otro color, como en una descomposición técnica y esquemática propia de los manuales de especificaciones. En concreto, había una fascinante marca de color rojo en uno de los laterales, justo en el centro del cubo, con un tubo que conducía a un interior, en apariencia, hueco.

—Pero qué… ¡por todas las galaxias! —soltó Malhereux—. ¿Cómo narices puede hacer esto?

—Es sólo un modelo, un escáner —dijo Maralda.

—Pero… ¡Oh, claro! Tecnología de La Colonia, supongo —dijo Malhereux, vivamente impresionado.

—Cuente con eso —exclamó Maralda, ahora en voz baja. Estaba descubriendo que le costaba un tremendo esfuerzo mantener el brazo derecho levantado. Se ayudó con el otro brazo para poder examinar el esquema con más detenimiento.

—Pero ¿qué es?

—Diría que algún tipo de… pulsador. El color rojo indica las partes móviles… al menos, hasta dónde el escáner de la nave puede identificar. No olvidemos que se trata de tecnología desconocida. Quién sabe cómo la interpretan nuestros rudimentarios sistemas.

Ferdinard frunció el entrecejo.

—¿Se encuentra bien? Parece fatigada.

—Estoy bien —mintió—. Hace mucho calor aquí abajo y da la sensación de que falta el aire, pero estoy bien.

Lo segundo era cierto. Aún había oxígeno, o su traje habría activado los filtros de forma automática, pero imaginaba que éste se estaba escapando por la brecha del cielo. Le costaba concentrarse… ¿El oxígeno se iba para arriba? ¿O para abajo? ¿O eso era el humo? Sacudió la cabeza.

¿Qué pasa con el oxígeno?, se preguntó. Sí que parecía que estuviera desapareciendo rápidamente. O quizá fuese cosa de ella. Sabía que ambos hechos estaban relacionados, lo había estudiado en algún momento. ¿Cómo era todo el tema? Unos pulmones vacíos, se dijo su mente cada vez más delirante, hacían que las curvas naturales de la columna vertebral se mostrasen como un eje recto, pero al inspirar, aparecía cierta curvatura, una consecuencia directa del cambio de forma del diafragma. Eso le llevaba a una conclusión: si había algo inflamándose ahí atrás, podía afectar a su capacidad pulmonar. ¿Se había accionado de repente algún tipo de cuenta atrás?

—Voy a probar con ese botón —anunció.

—Eh, ¿está segura? —preguntó Ferdinard, inquieto—. ¿En serio va a pulsar ese botón sin más?

—No parece una idea muy…

Sin embargo, a través de la pantalla, vieron expectantes cómo Maralda se acercaba con paso dubitativo hacia el cubo y empezaba a dirigirse hacia el lateral, donde debía de estar el botón.

—Fer… —dijo Malhereux.

Pero ya no pudo continuar. Sólo podía observar, con el corazón encogido. Sin darse cuenta, estaba agarrado con ambas manos al asiento. Ferdinard también estaba encogido en su sitio. Quería ponerse en pie y gritar que no lo hiciera, al fin y al cabo, ¿qué le hacía suponer que los sarlab no habían tocado ese mismo punto del cubo? ¿Y si la placa de presión estaba programada para responder sólo al contacto de una mano alienígena, una con tres dedos, o con escamas?

Sin ser consciente de ello, continuó mirando sin atreverse siquiera a respirar.

Maralda Tardes dio la vuelta al cubo. El dolor era ahora tan fuerte que las piernas le temblaban. Respiraba con manifiesto esfuerzo, dando grandes bocanadas. El sonido era como un ronquido incipiente, rápido y fatigoso; era como si su situación empeorase a cada segundo. Por un instante, lamentó no haberse quedado en la nave.

En ese momento trastabilló y estuvo a punto de perder el equilibrio, pero de forma instintiva, lanzó la mano hacia delante. En el último momento, su mente le impulsó una desesperada señal de alarma y retiró el brazo; había estado a punto de apoyarse en la superficie del cubo.

Vamos, vamos… ¡Un poco más!

Se enderezó como pudo y avanzó un par de pasos más, hasta que la placa de presión estuvo a la vista. La luz era del todo insuficiente, pero aun así, descubrió que se trataba de un círculo, sutilmente diferenciado del resto de la pared por una delgada línea, pulcramente tallada. Creía que, de no haber sido por el modelo tridimensional, la línea le habría pasado por alto.

Maralda no estaba segura de si la cosa funcionaría, y de ser así, tampoco tenía la más remota idea de qué es lo que ocurriría, pero una cosa era cierta: se le acababa el tiempo. La cabeza le empezaba a dar vueltas, bien fuera por el excesivo calor, el aire enrarecido o por otra cosa, pero se dijo que por lo menos, averiguaría si el botón activaba también la trampa.

De modo que alargó la mano y, justo cuando iba a tocar la piedra teñida con el resplandor rojizo del magma incandescente, cerró los ojos.

El supervisor Naguas intentó establecer contacto de nuevo. Era la quinta o sexta vez en los últimos veinte ciclos, pero, otra vez, la controladora Tardes no respondió.

Se echó para atrás en el asiento, con el ceño fruncido. Ahora estaba genuinamente preocupado. Tardes no le tendría esperando un informe tanto tiempo; sin duda, debía estar en dificultades. Después de un rato, se enderezó para contactar con la Knossos, la nave científica que había enviado al planetoide.

—Supervisor Naguas —saludó el oficial que apareció en pantalla.

—Se le saluda, almirante. ¿Cuál es su situación?

—Vamos por delante de la estimación inicial, supervisor. Los nuevos impulsores funcionan mejor de lo que creíamos. Llegaremos a E-93 en algo menos de dos ciclos.

—Ésas son buenas noticias. Gracias, almirante.

—Se le saluda.

Cuando la conversación terminó, el panel de comunicaciones se encendió de nuevo con una llamada entrante. Era una llamada interna; alguien de su departamento.

—Naguas —dijo.

—Supervisor, lamento interrumpirle, pero la nave que nos pidió rastrear…

—¿Sí?

—Ha regresado hace un momento, señor.

—¿Regresado? —preguntó el supervisor, sorprendido—. ¿Se encuentra bien su tripulación?

—Bien, señor… Verá, la nave ha vuelto, pero… vacía.

El supervisor Naguas cerró los ojos, sobrecogido por una súbita sensación de pesadumbre que le oprimió el corazón como el frío puño de un muerto.

Muchas horas antes de que la Hipervensis regresara sola a La Colonia, Maralda tocaba la parte móvil del cubo alienígena. Lo hizo con determinación, sí, pero también con los ojos cerrados. Seguía un instinto primario, casi ancestral; seguía su sexto sentido, su legendaria intuición.

Sin embargo, como todas las otras veces, el cubo respondió emitiendo un potente bramido que resonó como un trueno colérico, y la controladora fue lanzada un par de metros hacia atrás. Cayó sobre su espalda, su cabeza rebotó un par de veces y luego se quedó inmóvil.

En la nave, Ferdinard y Malhereux saltaron de sus asientos. Lo habían visto todo en el terminal.

—No… —soltó Ferdinard—. ¡No!

Malhereux pensó en decir algo, pero no lo hizo. No es que fuese incapaz de articular palabra. Era, más bien, que acababa de descubrir la triste realidad de su estado anímico. El hecho de que aquella mujer hubiese perdido la vida no le provocaba casi ninguna reacción, a pesar de saber que, con toda probabilidad, ella era la única persona capaz de gobernar aquella sofisticada nave. Lo cierto es que había pasado por situaciones similares varias veces a lo largo de aquel ciclo, y estaba ya muy cansado, demasiado cansado. Había un límite en lo que uno podía digerir. Incluso cuando la muerte de aquella mujer significaba, probablemente, la suya propia, se limitó a bajar la cabeza y cerrar los ojos, apesadumbrado.

Ferdinard, sin embargo, estaba mirando la pantalla con ojos despavoridos. En ese momento, la Hipervensis respondía a la situación con un mensaje en mitad de la pantalla. Decía:

PILOTO??

FALLO EN LOS SENSORES.

Ferdinard permaneció mirando, leyendo el mismo mensaje una y otra vez. Había algo en él que hacía sonar todas las alarmas en su cabeza.

—Mal —exclamó de repente—, ese mensaje… ¿qué quiere decir?

Malhereux miró, levantando lentamente la cabeza.

—¿Mensaje? ¿Qué mensaje? ¿Qué…?

Su compañero lo sacudió, intentando sacarlo de su estado.

—¡Mal, lee la pantalla, por las estrellas!

—Fallo en los sensores —dijo, sin comprender.

—Sí, del piloto —exclamó Ferdinard.

—La… onda. El ataque debe haber dañado los sensores de su traje —exclamó, aún confuso.

Ferdinard pestañeó, como si le hubieran soltado un bofetón.

—Mierda —exclamó—. No lo había pensado. Tenía la esperanza de que…

—¿Qué, Fer?

—Bueno, no dice que esté muerta, ¿no? Sólo dice que no puede leer su estado vital. Dice que hay un fallo en los sensores, pero… pero a lo mejor no está muerta —añadió, bajando el tono de voz.

Malhereux lo miró como si acabara de proferir un juramento en un idioma desconocido.

—¡Fer! —dijo—. Está muerta, como los otros.

Ferdinard sacudió brevemente la cabeza.

—Puedes… ¿Puedes manipular los controles, Mal? —insistió—. ¿Puedes hacer que esta cosa te dé más información sobre su estado? Un escáner vital de algún tipo. Sólo te pido eso.

—Pero qué…

—Por favor —insistió su socio.

Malhereux estudió sus ojos durante unos segundos. Ferdinard parecía albergar una pequeña esperanza, nacida de quién sabe qué luminoso rincón de su corazón, y no sería él quien rompiese tan delicada llama. De todas formas, se dijo, en algún momento tendría que averiguar si podían gobernar aquella cosa.

—Está bien, Fer —dijo despacio.

Cuando pasó al asiento del piloto y se sentó a los mandos, sin embargo, descubrió que la petición de su amigo era quizá más difícil de llevar a cabo de lo que creía. Tiempo atrás estuvieron en un pecio que flotaba a la deriva en mitad del espacio. Naturalmente, había sido saqueado, y la nave era apenas un retorcido trozo de metal con todas sus tripas ausentes. Pero los paneles de gobierno, las carcasas de fibra de carbono, aún seguían allí, y Malhereux comentó que no se parecían a nada que hubiese visto con anterioridad, ni en su línea, ni en su funcionalidad. En lugar de un inductor para cada mano, había sólo uno para la mano derecha, uno de mayor tamaño, y todos los conmutadores convencionales, que tradicionalmente se alineaban como las teclas de un piano, habían desaparecido, reemplazados por una especie de rectángulo de un tono ligeramente más claro. Aquel panel no era diferente, aunque resultaba todavía más sencillo en su concepción, y ciertamente más elegante, con los dos elementos integrados en la consola hasta el punto de resultar irreconocibles para un ojo inexperto.

—¿Qué ocurre? —preguntó Fer después de unos segundos.

—Un segundo —pidió Malhereux.

Sin embargo, el cazador de tesoros descubrió que acceder a las funciones de la nave era mucho más intuitivo de lo que había pensado. El inductor respondía maravillosamente a sus órdenes, y el sistema de gestos respondía como una orquesta ante la batuta de un director. Al poco tiempo, Malhereux desplazaba la mano sobre el dispositivo y navegaba por los diferentes interfaces de manera natural, como si hubiera estado trabajando con él desde siempre.

—Esto es… una maravilla —dijo.

Ferdinard miraba la pantalla principal, donde las respuestas a los movimientos de su socio desplegaban un sinfín de pequeñas ventanas de información.

—Mal —dijo Fer—, date prisa…

—Un segundo —pidió—. Esto no se parece a nada que haya manejado antes, ¿vale?

Suspiró largamente, pasándose la manga del traje por la frente. Hacía calor allí dentro.

Toda esa lava, probablemente —pensó—. En fin, aquí estoy. A las puertas de la muerte de nuevo y tratando de obtener un informe forense de una persona con la que estaba hablando hace sólo unos instantes. Pero creo que… Creo que lo tengo. Creo que… Todo es un objeto, y cada objeto tiene sus propiedades. Puedo manejarlo y desgranar la información asociada

—Mal —exclamó Ferdinard, visiblemente inquieto—. No tenemos tiempo para…

—Sólo mira —contestó su socio—. Ésta es la nave —dijo, señalando un pequeño diagrama en la pantalla—, y un elemento asociado es el piloto. Si hago esto —desplazó la mano sobre el panel, moviendo los dedos con habilidad—, creo que…

En la pantalla, la cámara se centró en el cuerpo caído de Maralda. Una malla tridimensional se superpuso a su figura, lanzando destellos a medida que el escáner reconocía el cuerpo.

—Oh, un momento —dijo entonces Malhereux—. Es interesante. ¿Cómo sabe la nave que ese cuerpo es el del piloto si los sensores no funcionan?

—¿Tú qué opinas?

—Quizá el sensor emita débilmente… No lo suficiente como para completar un escáner.

—¡O quizá no esté muerta! —insistió Ferdinard.

De pronto, un mensaje apareció en pantalla. Ferdinard leyó con avidez.

—Oh, por las estrellas… —soltó Malhereux.

Volvió a empezar desde el principio para estar seguro de lo que había leído.

—¡Lo sabía! —exclamó Ferdinard, exultante.

—Espera, espera un segundo. ¡Debe tratarse de un error! No… no puede ser…

—¡Pero lo es! —exclamó Ferdinard—. Lo sabía, tenía ese presentimiento. Tratamos con mentes alienígenas, muy avanzadas…

—Pero ¿cómo puedes decir eso? Espera. Espera un segundo. Normalmente, soy yo el más alocado de los dos, y tú eres la parte cabal de este tándem. ¡Ahora estás intercambiando los papeles! ¡Te recuerdo que la nave informó de que había un fallo en los sensores! Estos resultados deben estar mal. Tienen que estarlo…

—Mal, sólo déjame bajar… Quiero examinarla de cerca.

Malhereux le miró, sorprendido. De pronto agachó la cabeza y la sacudió, con un gesto de desánimo.

—Fer, tienes el traje agujereado, en la espalda, ¿recuerdas? Ni siquiera estoy seguro de que haya aire ahí fuera, todavía…

—Lo hay —dijo, señalando un indicador en la esquina inferior derecha del panel principal—. Un poco viciado, sí, pero será suficiente. Sólo quiero examinarla, Mal. Con mis propios ojos.

—Pero ¿para qué? ¿Crees que tus ojos pueden ver algo más que los avanzados sensores de esta nave? ¡Es de la jodida Colonia, Fer! Ni siquiera nuestros propios sensores pudieron detectar…

—Acuérdate de lo que nos dijo esa mujer, Mal, hace sólo unos momentos, mientras sobrevolábamos este lugar. La nave está programada para volver a casa si detecta que el piloto ha muerto. ¿Te acuerdas?

—S-sí —respondió Malhereux, ceñudo.

—Bien, no parece que lo esté haciendo. Sigue aquí como una de esas mascotas Tagan que todos los niños con recursos llevan a todas partes.

—Sí —admitió Malhereux—. Pero…

De pronto, se calló. Ferdinard clavaba en él sus ojos claros con una mirada dura y sincera a la vez, y Malhereux comprendió claramente su determinación.

Va a hacerlo, lo quiera o no —pensó—. Al fin y al cabo, ¿qué mierda importa? Ahí fuera hay lava y gases nocivos, y el aire escapa por el techo abierto con más rapidez de lo que se bombea, si es que hay máquinas en alguna parte bombeando aire todavía. Pero ¿qué más da? Puedo pedir un informe médico, sí, pero eso es muy diferente de gobernar esta cosa. Jamás saldremos de aquí.

—Está bien, coño —exclamó, moviendo su mano sobre los inductores del panel.

En pocos segundos, la nave aterrizaba en el suelo y abría la parte posterior, haciendo correr dos hojas en sentidos opuestos. El calor inundó el compartimento resecándoles los ojos.

Ferdinard se lanzó fuera con rapidez.

—Quédate aquí, Mal —dijo—. Por si pasa algo.

—¡No! —exclamó.

Ferdinard levantó un dedo en el aire, a modo de advertencia.

—¡Quédate aquí, Mal! ¡No estoy de broma!

Antes de que Malhereux pudiera siquiera contestar, Ferdinard ya estaba dando la vuelta a la nave. Su socio tenía razón, cuando llegó junto a Maralda sintió que los pulmones crecían en su pecho. Era, desde luego, un claro indicio de que el oxígeno empezaba a disiparse rápidamente.

Ella tenía una suerte de inocente belleza esculpida en su rostro sereno. El largo pelo, de un color rojo encendido, se desparramaba por el suelo negro, creando un hermoso contraste. Era bella, desde luego, y en sus labios aún parecía centellear el débil destello del hálito de la vida. Viendo eso, sin embargo, tuvo una idea, luminosa como una estrella cercana.

Tosió un par de veces. El aire. El aire. Si tenía razón, de todas formas, no iba a necesitarlo mucho más.

Desde la nave, un Malhereux atónito miraba cómo su socio ignoraba a Maralda y se acercaba a uno de los otros cadáveres. ¿Era un sarlab? No, ahora podía verlo bien; era uno de los que encontraron allí la primera vez que recorrieron aquella sala, cuando aún pensaban que el panteón podía ser el lugar de retiro de algún directivo de La Colonia. Pero en ese momento, Ferdinard estaba tomando el brazo de uno de ellos y lo levantaba en el aire. Malhereux miraba sin atreverse siquiera a pestañear. ¿Estaba quizá tomándole el pulso? Entonces, Ferdinard se incorporó, se llevó una mano al pecho, avanzó hacia la placa de presión y miró hacia la nave.

Sus miradas se cruzaron en la pantalla de la Hipervensis. Malhereux sentía una extraña opresión en el pecho, como si anticipase que algo terrible estuviera a punto de suceder. Quería salir corriendo y asegurarse de que Ferdinard volvía a la nave, quería ir allí y cogerle de la mano, apretar sus mejillas entre sus palmas y preguntarle qué estaba haciendo. Pero entonces, Ferdinard le hizo un gesto.

Movió la mano, como si quisiese que se alejase.

Malhereux no podía escucharle, pero leyó sus labios.

Decían: «VETE».

Y entonces, extendió el otro brazo y tocó la placa de presión.

Malhereux estaba arrodillado junto al cuerpo sin vida de su amigo. Las lágrimas caían abundantes por sus mejillas. Ferdinard había sido arrojado varios metros hacia atrás; voló por el aire y cayó al suelo, donde se arrastró un trecho por mor de la inercia.

Estaba muerto.

Malhereux sollozó a su lado, inundado de una pena tan honda que le impedía moverse siquiera. Mantenía la boca abierta como en un rictus espantoso, congelada en una máscara de dolor. No veía nada: un paño de lágrimas velaba toda imagen, pero no le importaba. El escaso aire en sus pulmones tampoco le preocupaba. Ferdinard, su amigo, estaba muerto entre sus brazos, y con él se iba un período enorme de su vida, lleno de momentos entrañables.

Al fin, un sonido sibilante y quejumbroso escapó de su garganta, precedido por un espantoso lamento que rebotó por las lejanas paredes del panteón. Después, se derrumbó y permaneció abrazado a su amigo durante un largo tiempo.

La lava manaba del suelo, aumentando su nivel lenta pero inexorablemente. Burbujeaba como el contenido de la marmita de un antiguo druida. En alguna parte se produjo un derrumbe, levantando una polvareda de color sepia que se quedó flotando en el aire, densa como un puré. En otro lugar, las antiquísimas tallas saltaron de sus rieles por efecto de la alta temperatura y salieron despedidas varios metros hasta que cayeron al suelo con un sonido tintineante. La escena entera cimbreaba por efecto del calor.

Por fin, Malhereux posó suavemente la cabeza de su compañero en el suelo y, después, le colocó primorosamente los brazos sobre el pecho. Parecía una estatua, una especie de rey caído de la Antigüedad. Luego se enjuagó las lágrimas con la manga y se puso en pie.

—Cabezota, obtuso… —musitó, esforzándose por hablar a través de los pulmones, hinchados en su pecho delgado—. Ésa era mi parte, estúpido rompe… rompe pelotas.

Y entonces, sin decir nada más, avanzó resueltamente hacia la placa de presión y la tocó.

Y fue expulsado.