Resultaba fascinante comprobar cómo se había transformado la superficie del planeta en los últimos treinta minutos. Ya no era una aburrida planicie; las fallas y las grietas se habían ocupado de crear desniveles impresionantes, abrumadores, con picachos de roca que habían emergido de las entrañas de la tierra para señalar acusadoramente al cielo. Algunas de esas fallas lanzaban borbotones de magma incandescente al cielo. A lo lejos discurría un improvisado río de fuego que teñía el cielo con su resplandor rojo, y en el aire, por todas partes, volaban pequeñas volutas de ceniza incandescente.
Era como asistir al fin del mundo.
En cuanto a la anomalía, continuaba extendiéndose. A medida que crecía, la Hipervensis maniobraba suavemente para mantenerse a cierta distancia. Esos pequeños cambios había que practicarlos demasiado a menudo; Maralda Tardes tenía la sensación de que, cada vez, crecía más y más rápido.
Lo que resultaba curioso, en opinión de la controladora, es que no se extendía hacia todas las direcciones, como sería de esperar, sino que crecía en dirección noreste, justo hacia donde estaba la voluminosa nave sarlab.
Para Ferdinard, se trataba de otro indicio de comportamiento inteligente, pero Maralda no lo tenía tan claro.
—¿Qué podría querer de esa nave, si se trata de un ser inteligente? —preguntaba.
—Energía —contestó Ferdinard rápidamente.
—Ya es pura energía —exclamó Maralda, enfatizando la palabra.
—Igual necesita aún más para enfrentarse al salto espacial —intervino Malhereux—. Si va a viajar por el espacio de un planeta a otro… igual necesita acumularla.
Maralda le dedicó una mirada apreciativa.
—Es un debate fútil —anunció—. Esa cosa está a punto de alcanzarla.
Y era cierto. Avanzaba a una velocidad cada vez más impresionante. Ya no quedaban naves sarlab en el aire. Los pequeños transportes o habían llegado ya, o habían sido interceptados y se encontraban destruidos en tierra, convertidos en restos humeantes. No demasiado lejos, en el horizonte, la Vernus Imperia sarlab centelleaba como una estrella a medida que los soles enfrentados, Nardis y Vorensis, arrancaban destellos del fruncido metal de su fuselaje.
—Por todas las estrellas —musitó Malhereux—. Va a alcanzarla de veras. ¿Por qué no huyen?
Maralda miró los datos recopilados por los sensores remotos de la nave.
—Porque no pueden —respondió con sencillez—. Intentaron arrancar no hace mucho, pero parece que su personal no está tan capacitado como pensaban. Según las lecturas que tengo, no lo lograron porque sus motores están gravemente dañados. Imagino que deben de estar reparando la nave a toda pastilla. No debe ser agradable ver cómo se acerca esa cosa.
—¿Cree que ellos deben saber más sobre esa cosa que nosotros? —preguntó Malhereux.
—¿Por qué lo dice?
—Bueno, sencillamente porque es una nave más grande. Apuesto a que tienen sistemas de medición mejores que…
—No lo creo —interrumpió Maralda—. La tecnología de La Colonia sigue siendo puntera, al menos hasta donde yo sé, y ésta es además una nave realmente especial, aunque no lo parezca a simple vista.
Malhereux asintió, observando con atención el compartimento de la cabina y su pequeño anexo trasero. Ferdinard, por su lado, miraba las distintas pantallas con el ceño fruncido. Se preguntaba qué pasaría cuando alcanzase la nave.
De pronto, una señal de alerta se encendió en la pantalla principal. Maralda saltó sobre el panel.
—¿Qué ocurre? —ladró Malhereux.
Maralda tardó aún un par de segundos en responder.
—Han… Han disparado.
—¿Disparado? —preguntó Ferdinard.
—Han disparado sus cañones primarios.
—¿Los primarios?
—¡Mire la pantalla! —exclamó, imperativa y colérica.
Era el estrés. Los cañones primarios de una nave como la Vernus Imperia no eran cualquier cosa.
Otra vez los haces blancos cruzaban el cielo del planeta sin nombre, henchidos de energía y zumbando peligrosamente. Pero en esta ocasión, no volaron hacia tierra; viajaron horizontalmente, dirigidos ex profeso hacia la anomalía.
Ferdinard arrugó el entrecejo.
—Eso no parece una buena… —empezó a decir.
—¡No lo es en absoluto! —exclamó Maralda, manipulando los controles—. ¡Hay que salir de aquí!
La Hipervensis reaccionó con rapidez, dando una vuelta en círculo y acelerando para alejarse de allí. Maralda conocía las especificaciones de unos cañones de ese tipo. Si estaba en lo cierto, allí estaba a punto de desatarse una destrucción que acabaría por condenar al planeta entero. La nave avanzaba como una estrella fugaz, dirigiéndose al espacio.
—¡No hay tiempo! —graznó Malhereux.
La pantalla mostraba ya lo inevitable: dos haces penetrando en la anomalía. Ferdinard contuvo la respiración, esperando una tremenda explosión. Malhereux estaba también lívido; su mandíbula inferior temblaba visiblemente. Al fin y al cabo, él también había comprendido que si aquella aberración visual no era sino una formidable masa de energía radiante, bombardearla con fotones concentrados no era, con seguridad, la más feliz de las ideas. Maralda, inconscientemente, apretó los glúteos, temiendo que una bola de fuego fuera a consumirles por atrás.
Pero no ocurrió nada de eso.
Lentamente, Maralda empezó a aminorar, mientras miraba los datos de la pantalla. Los haces, simplemente, habían desaparecido.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ferdinard.
—¿Estamos a salvo? —soltó Malhereux.
—Lo estamos… —dijo Maralda, repasando los datos con movimientos rápidos de ojos. Todas las lecturas eran normales—. Pero ¿cómo es posible?
Suavemente, accionó los controles para regresar otra vez a la escena, y la Hipervensis respondió con su acostumbrada precisión. Mientras regresaban, notaba que la adrenalina había paliado un poco el efecto de los calmantes y se sentía más despierta de nuevo. La curiosidad y la duda flotaban en la parte consciente de su mente.
¿Cómo? ¿Cómo desaparecen unos disparos como ésos?
La pantalla les dio entonces una pista.
Eran relámpagos: arcos voltaicos de todos los tamaños que surgían espontáneamente de la base del monstruo, a nivel del suelo, y restallaban por todas partes. A veces conectaban otra vez con la masa oscura e informe de la anomalía, pero otras golpeaban contra el suelo, tiznándolo de negro. En la pantalla, uno de los relámpagos se mantuvo cambiando de forma en el aire durante casi tres segundos, brillante e intenso, hasta que se perdió por una grieta abierta en la tierra.
—Eso no pasaba antes —exclamó Malhereux.
—Eso… ¿qué es, exactamente?
Maralda no dijo nada, pero le bastó una pequeña consulta a los datos de la pantalla para comprobar que lo que temía era lo que había pasado: la anomalía había absorbido, de alguna manera descabellada, los haces de la Imperia.
Nioolhotoh estaba henchido otra vez de poder, y se complacía en ello. En realidad, nunca dejaba de absorber. Extraía energía de todas partes; de la fuerza del viento cuando golpeaba contra él, de la fricción de las rocas en el suelo, del movimiento del planeta y de las erupciones de lava que se producían por doquier. Todas esas cosas estaban bien, pero aquella inesperada inyección de energía había sido mucho mejor. Se parecía un poco más a lo que recordaba, a la vieja y embriagadora sensación de consumir planetas enteros cuajados de deliciosa vida.
Ahora… Ahora sentía que podría multiplicar su tamaño unas cien veces. Era suficiente, desde luego, para dejar atrás esos tímidos pasos iniciales y empezar a pensar en todo lo que podía hacer. Lo que debía hacer. Había tantas fuentes de energía en el universo… había tanto que procesar.
Con semejante nivel de energía en su cuerpo, Nioolhotoh empezó a estirarse y crecer. Los oscuros brazos se alargaron como las ramas de una enredadera; se agarraban a una pared imaginaria y escalaban con avidez. De cada parte surgían mil ramificaciones que hacían florecer una suerte de maleza impenetrable, negra como la brea. Producía escalofríos verlo absorber toda la realidad a su paso.
Las primeras puntas de los tentáculos llegaron a la Imperia en cuestión de segundos. Rápidamente, la batería de cañones empezó a descargar todo su poder destructivo, pero las ráfagas no hacían mella: simplemente desaparecían al contacto con la oscuridad sin forma.
Por fin, varios brazos comenzaron a moverse alrededor de la monumental nave. Visto desde la distancia, parecían unos delicados lazos rodeando un bonito regalo, aunque se mantenían a cierta distancia, como la mano de un amante que juega a retrasar el placentero momento del contacto. En verdad, con la luz dorada de uno de los soles asomando por la línea del horizonte y los relámpagos que sacudían la nave, había algo hermoso en la escena.
—¡No… no lo traspasa! —exclamó Ferdinard desde la Hipervensis.
—Quizá —empezó a decir Maralda, súbitamente esperanzada—, el blindaje de una nave de esa envergadura…
—¿Quiere decir que al ser más grueso, esa cosa no puede traspasarlo?
—No lo…
Sin embargo, Maralda no tuvo tiempo para terminar la frase.
Todos los paneles, las luces, cada pequeño sistema de computación, los indicadores de emergencia, los mecanismos secundarios… todo, absolutamente todo, se apagó de repente.
Uno de los operadores se incorporó, saltando como si hubiera recibido una descarga. En primer lugar, era consciente de que las posibilidades de que aquello estuviese pasando eran absolutamente ridículas: la nave contaba con diez mil subsistemas de emergencia, preparados para cualquier eventualidad. Podrían colocarse a poca distancia de un sol y sufrir una tormenta de radiaciones sin que les pasara nada. También era consciente de otra cosa: sin energía, sin ninguna energía en absoluto, estaba efectivamente sepultado en varios millones de toneladas de hierro y otros materiales. Toneladas que acabarían por precipitarse contra el planeta en cualquier momento.
La oscuridad era completa.
El Kardus Meerlo retrocedió un par de pasos y se golpeó la cabeza con algo. Dolorido, tartamudeó al hablar.
—Que… qué ocurre ahora… —exclamó.
Escuchó pasos a su derecha: alguien salía corriendo de la sala.
—De… ¡Deténgase! —dijo.
Pero en alguna parte no muy lejos, alguien empezó a gritar, y el caos estalló.
Al moverse, los tentáculos negros parecieron desgarrar la realidad y se hundieron en la Imperia como el cuchillo en la mantequilla caliente. Allí, se revolvieron de uno a otro lado, alterando todo lo que tocaban. Los sistemas proveedores de energía eran drenados en un solo instante, los almacenes de células se consumían y los robots se desactivaban cuando eran atravesados por la terrible anomalía. Todo se apagaba a su paso: vehículos, iluminación, centinelas, droides… y los sarlab.
Los hombres lanzaban una exclamación ahogada al ser atravesados. Era como si recibieran un inesperado jarro de agua helada en plena espalda. Después, el corazón se contraía en el pecho. Era tan doloroso que, durante unos instantes, continuaban andando como si fueran autómatas, luchando por resistir el impulso casi eléctrico que recorría su cuerpo. Otras veces, caían al suelo desmayados, o se doblaban sobre sí mismos como consumidos por un dolor infinito. Pero todos sufrían una transformación en su piel: cambiaban de color de una forma gradual hasta que se convertían en la imagen invertida de sí mismos.
Nadie supo muy bien qué ocurrió. El fin de los sarlab llegó en la más completa oscuridad, se produjo de repente y en cuestión de segundos. Los tentáculos atravesaban todas las paredes, cualquier tabique, todos los sistemas y blindajes, y cuando tocaban algo, lo privaban de su energía… o le arrebataban la vida. Nadie pudo siquiera coger cápsulas de escape. Nadie se enteró de nada. Algunos murieron pensando que les había dado un paro cardíaco.
Los dos chatarreros espaciales y la controladora Tardes asistieron al espectáculo desde sus asientos, con los ojos como platos. Ninguno sabía qué estaba pasando realmente, pero podían intuirlo; al fin y al cabo, ya habían asistido al pavoroso espectáculo del fin de las naves de pequeño tamaño.
De pronto, la mancha negra se retiró, deslizando sus tentáculos difusos fuera del fuselaje.
—Sagrada Tierra —musitó Ferdinard—. ¿Eso es todo? ¿Se… se retira?
Maralda sacudió la cabeza. Estaba deslizando la mano sobre el terminal para recabar lecturas de la nave, pero ya sabía lo que iba a encontrar mucho antes de que la información se presentase en pantalla.
—Se retira, porque… porque ha acabado con la nave. Como con todo lo demás. Está muerta. Sus lecturas son exactamente cero. No hay ninguna actividad en ella. Ni motores gravíticos, ni sistemas, ni radiación o flujos de comunicaciones. No hay eco de computadoras, no hay nada.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Malhereux—. Eso es imposible…
—Están mirando un carísimo montón de hierro, metal y componentes electrónicos —exclamó Maralda—. Y me atrevería a decir que están mirando otra cosa.
Ferdinard intuyó lo que iba a decir y cerró los ojos.
—Están mirando un ataúd de varios millones de toneladas.
Sin energía de ningún tipo y completamente a la deriva, el ataúd gigante empezó a virar suavemente sobre su eje. La parte trasera se fue demasiado a la derecha y el morro se inclinó hacia arriba. Como la Semex, estaba siendo atraída por la gravedad del planeta.
—Por las estrellas —exclamó Malhereux.
—Vamos a salir al espacio —dijo Maralda en voz baja—. Es hora de que informe de esto.
El supervisor Naguas recibió la llamada de Maralda en su terminal mientras revisaba las hojas de operaciones de los últimos ciclos. Rápidamente, aceptó la llamada.
—¡Controladora Tardes! —exclamó con sorpresa cuando tuvo la imagen en el terminal.
No creía que hiciera tanto tiempo que se había marchado y, sin embargo, la eficiente y pulcra controladora tenía un aspecto esencialmente diferente al que siempre lucía: estaba magullada, con el rostro lleno de manchas de suciedad y heridas. Tenía un profundo corte en la mejilla y el exuberante pelo, cuyos bucles se le enredaban sobre la frente, tenía un aspecto apelmazado y sucio.
—Se le saluda, supervisor Naguas —exclamó ella.
—¿Dónde se encuentra?
—En la órbita del planeta objetivo. Tengo que informarle inmediatamente, supervisor. Creo que tenemos una situación de emergencia.
—La escucho —dijo el supervisor.
—Le advierto que el asunto es del todo… descabellado. ¿Dispone de tiempo suficiente?
El supervisor se echó hacia atrás en la silla, frunciendo el ceño. Se preguntaba qué tipo de experiencias vitales podrían haber hecho que la controladora Tardes hubiera elegido una palabra tan poco precisa como «descabellado».
—Dispongo de tiempo, controladora —exclamó, vivamente intrigado—. Adelante.
Maralda Tardes suspiró, ordenó brevemente sus ideas y empezó a hablar.
A Maralda le llevó un buen rato resumir sus peripecias en el panteón alienígena. Durante su informe, el supervisor Naguas permaneció callado, exhibiendo un rostro tan calmado y atento como fue capaz. Escuchó cosas que nunca pensó que fuese a escuchar, tan extravagantes como improbables, pero las recibió todas sin mover ni una ceja.
Para entonces, la situación en el exterior de la nave había cambiado. La anomalía había saltado al espacio, abandonando la atmósfera. La imagen que ofrecía era extraña, como si el planeta se hubiera partido por la mitad y estuviera soltando una sustancia inverosímil y atroz, oscura como sangre negra.
Resultaba, además, complicado distinguirlo de la negrura del espacio, si bien su superficie seguía colmada por un centenar de pequeños arcos eléctricos que restallaban con un aura centelleante. La honda oscuridad eclipsaba además las estrellas distantes, dando la sensación de que las apagaba a medida que avanzaba.
—¿Puede verlo, supervisor? —preguntaba Maralda. Había transferido la imagen de la cámara exterior de la Hipervensis a la pantalla de comunicaciones.
El supervisor se quedó callado, mirando el manto de oscuridad flotando en el espacio. Se tejía a sí mismo como una desquiciante telaraña. Maralda no pudo evitar torcer la comisura de los labios al ver que el supervisor Naguas pestañeaba y bizqueaba, intentando enfocar: era un efecto inevitable la primera vez que uno se enfrentaba al borrón impreciso que era la anomalía.
—Lo veo —dijo despacio—. Vaya. Esto es…
Ferdinard y Malhereux intercambiaron una mirada. Estaban callados siguiendo instrucciones de Maralda.
—Bien, en primer lugar, ¿cuál es el estado del planeta? —preguntó.
—Sus placas internas están alteradas —respondió Maralda—, pero tiene un núcleo de hierro muy estable. Se recuperará, aunque tardará… calculo que más de doscientos años. Hasta entonces, sufrirá violento seísmos.
—De acuerdo —dijo Naguas—. La he escuchado con atención y creo que lo he comprendido todo. Ahora le explicaré cómo veo yo las cosas. Verá, podría activar una alarma ahora mismo y tener allí un par de naves científicas perfectamente equipadas en menos de treinta ciclos. Podríamos hasta tener naves de combate. Podríamos hacer que toda La Colonia se concentrara en este problema porque, tal y como yo lo veo, todo lo que está ocurriendo coincide con esos paneles de los que me ha hablado.
—Sí, supervisor.
—Bien. Es una lástima que no tuviera usted tiempo para confirmar en persona la existencia de esos paneles. Vamos a tener que tomar decisiones basadas en presunciones, pero no nos queda otro remedio.
—Sí, supervisor.
—¿A qué ritmo avanza la entidad?
—No tiene una pauta de crecimiento estable —contestó Maralda—, pero en los últimos dos ciclos ha conseguido abandonar la atmósfera del planeta y progresar unos cien kilómetros en el espacio profundo.
—Quiere decir que en unos cien o ciento cincuenta ciclos, podría alcanzar lugares tan poblados como Nu Cappa.
Maralda hizo un cálculo rápido de cabeza.
—Esa estimación parece correcta —dijo.
—Bien. Es un problema. No tenemos demasiado tiempo para solucionarlo.
—¿No va a activar un protocolo de alerta? —preguntó Maralda.
—Lo haré, pero no porque vaya a servir de algo, sino porque tengo que hacerlo. Aunque llegaran en un tiempo récord, no podrían actuar. Enviarán naves científicas y analizarán esa cosa, pero ¿cree que sacaremos algo en limpio? También podríamos sacudirla con armas escalofriantes, pero algo me dice que nada sería suficiente.
Ferdinard se retorció incómodo en el asiento. Le costaba entender el razonamiento del jefe de Maralda.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Piense en esos paneles —respondió Naguas con su acostumbrada tranquilidad—. Toda esa tecnología que descubrió… los transportes, las fuentes de luz… nos hablan de una civilización muy avanzada. Pero los integrantes de esa civilización no pudieron destruirlo. Sólo pudieron… contenerlo. ¿Cree que nosotros tenemos la tecnología para construir algo remotamente similar a lo que ellos hicieron? Esos conectores tan pesados, ¿cómo podríamos manejarlos siquiera?
Maralda asintió.
—Un momento —soltó de pronto Malhereux, contraviniendo las indicaciones de Maralda—, ¿está diciendo que no hay nada que hacer?
—No estoy sugiriendo que no haya nada que podamos hacer —contestó el supervisor—. Le explico lo que no vamos a hacer, dadas las probabilidades de éxito y el tiempo de que disponemos.
Ferdinard asintió.
—¿Y qué es lo que podemos hacer? —preguntó.
—Si no le importa —exclamó Maralda, clavándole los ojos—, yo me encargaré de la conversación.
—Es una buena pregunta, controladora. Permítame contestarla —el supervisor Naguas carraspeó brevemente antes de continuar—: en mi opinión, la única posibilidad de éxito que tenemos es intentar llamar la atención de la raza alienígena que construyó el panteón.
Malhereux dejó escapar un silbido.
—¿Cómo ha dicho?
—Esa raza, presumiblemente alienígena, hace diez mil años estaba más avanzada que nosotros en este momento, por lo que me han contado. Traten de imaginar cómo habrán evolucionado: al fin y al cabo, la existencia de tecnología sólo facilita el acceso a una tecnología mejor.
—¡O quizá hayan desaparecido! —protestó Malhereux—. ¡Han pasado diez mil años, puede que más!
En la pantalla, el supervisor Naguas negó suavemente con la cabeza.
—No lo creo. Al fin y al cabo, nosotros seguimos aquí. Una raza con semejante nivel de tecnología ha superado ya los problemas que a nosotros nos atribulan aún, de desunión, de fragmentación, de deshumanización, en suma.
—No se preocupe —dijo Maralda de repente—. Si quiere que vuelva, volveré, aunque no sepa qué busco a ciencia cierta.
—Utilice su nave, controladora Tardes —exclamó el supervisor, ahora con el ceño fruncido—. Busque fuentes de energía, busque en el espectro electromagnético… instruya a su computadora para que detecte evasión de emisiones… Si hay algo ahí que esté preparado para comunicar remotamente, su Hipervensis debería ayudar.
—De acuerdo —exclamó Maralda—. Una observación, supervisor, ¿qué opina sobre la existencia de ordenadores y robots de La Colonia en ese lugar?
—No me parece que sea correcto hacer conjeturas sobre ese particular, controladora. Al fin y al cabo, hay material robado de La Colonia por todo el universo.
—Pero los robots…
—También los robots pueden haber sido escamoteados, aunque sea difícil de creer. Por ejemplo, antes de su activación.
—De acuerdo —accedió, aunque en su fuero interno, pensaba de otra manera. Simplemente, supo que no conducía a nada discutir con su supervisor en ese momento. Probablemente, pensó, su supervisor no quería mencionar intrigas internas con dos extraños presentes, y le pareció bien.
—Sugiero que regrese al planeta e intente hacer avances en este sentido —exclamó Naguas—. Mientras tanto, activaré los protocolos de alarma. Ojalá que para cuando nuestras naves lleguen allí, esté todo en vías de solucionarse.
Maralda asintió, se despidió formalmente y terminó la comunicación. Luego se recostó en el asiento. La espalda seguía lanzando punzadas de dolor y tenía la impresión que de nuevo iban en aumento; estuvo tentada de volver a conectarse al control médico de la nave y recibir otra dosis de calmantes, pero rechazó la idea. Prefería sudar sangre que permitir que la misión fracasara por estar dopada con calmantes; al fin y al cabo, iba a necesitar de toda su perspicacia para superar ese trance.
—¿En serio vamos a volver ahí abajo? —preguntó Malhereux con un tono de voz lastimero y apesadumbrado.
—Eso —exclamó Maralda— es justo lo que vamos a hacer.
Y activando de nuevo los controles, la Hipervensis empezó a moverse suavemente con un objetivo: el planeta sin nombre.