La Hipervensis recogió la lectura de la anomalía mucho antes de que ninguno de sus tripulantes viera la señal de advertencia en el panel principal. En circunstancias normales, el ordenador de a bordo le habría dado prioridad a esos datos, pero ocurrían tantas cosas a la vez, que el aviso quedó relegado a un pequeñísimo indicador. Ninguno lo vio, y lo cierto era que no se les podía reprochar nada: estaban demasiado absortos en contemplar como toda la estructura se desmoronaba.
El espectáculo era completamente dantesco. Tenían la sensación de que, en el exterior, llovía tierra. Apenas se veía otra cosa que una película de arena y humo cayendo en vertical.
—Es demencial —soltó Maralda—. ¿Qué altura tiene esto?
—¿Resisten los escudos? —preguntó Ferdinard.
Estaba sentado en uno de los asientos de atrás, al lado de Malhereux. Ahora que se habían alejado del cubo y empezaban a volver a la superficie, parecía encontrarse mejor.
Maralda asintió.
—Aguantarán. Más o menos.
Muy a propósito, la nave se zarandeó violentamente hacia la derecha, desgranando sonidos estridentes. Ya había ocurrido un par de veces, cuando algún escombro particularmente voluminoso no podía ser rechazado a tiempo. Solamente entonces vio Maralda el pequeño indicador de advertencia. Cuando lo desplegó, frunció el entrecejo.
—¿Qué es…? —pero se interrumpió. La información acababa de desplegarse en pantalla y los datos eran del todo desconcertantes.
Rápidamente, hizo que la pantalla enfocara la anomalía, justo debajo de la nave, y cuando ésta estuvo a la vista, se encogió en su asiento. Ferdinard la vio en el mismo instante e, instintivamente, encogió los pies.
—¿Qué… qué es eso? —graznó.
Era imposible concentrarse en ella, como si la vista se negara a enfocarla. Uno casi se veía obligado a pestañear. Era como si, bajo la nave, se hubiera abierto un abismo que condujera directamente al interior de un agujero negro.
Malhereux fue el primero en decirlo.
—Es… Es La Llama, ¿verdad?
Se produjo un intenso silencio. Fuera, el mundo rugía con la furia de la más completa destrucción.
—Un segundo —dijo Maralda. Tenía un ojo puesto en el control de altitud. Con los derrumbes, no podía forzar a la Hipervensis a subir a más velocidad; en semejantes circunstancias, los escudos podrían no ser tan eficaces—. Veo… moléculas quirales racémicas en su mayoría, fósforo tetraédrico… methilfosfonilo difluorido, alcohol isopropílico…
—¿Qué es… todo… todo eso? —preguntó Malhereux.
Estaba viendo como aquel borrón impreciso se extendía hacia la nave. No toda la masa, sino apenas un brazo delgado y retorcido lleno de bucles que se acercaba rápidamente. Se estremeció. Realmente parecía un brazo, uno tocado con garras espeluznantes.
—Es la composición química de esa cosa —dijo Maralda, pensativa.
—¿Es… nocivo? —preguntó Ferdinard.
—Potencialmente —fue la respuesta.
Sin embargo, lo que más le preocupaba era el resto del análisis que no había mencionado. Además de trazas de muchos otros elementos, el ordenador de a bordo había añadido unos extraños datos a la lista.
El informe decía así:
?? DESCONOCIDO
UM MA? DESCONOCIDO
C3H? DESCONOCIDO
—Pero no puede atravesar la nave, ¿no? —estaba preguntando Ferdinard—. Quiero decir… tenemos… tiene filtros y esas cosas.
Maralda frunció el ceño.
—No esté tan seguro —dijo, moviendo los dedos para intentar que desapareciera una creciente sensación de hormigueo, probablemente provocada por los calmantes—. Esa cosa está cargada de energía radiante. Las cifras me inducen a pensar que los sensores de la nave se han estropeado, pero algo me dice que no es así. Si nos alcanza, freirá toda la nave. Caeremos en picado hacia el fondo.
—¿No podemos ascender más rápido? —preguntó Ferdinard a continuación. Probablemente era por las últimas noticias, pero volvía a sentirse otra vez mareado.
—Si pudiéramos, ¿no cree que lo estaríamos haciendo?
Y sin embargo, cuando Maralda volvió a dirigir la visión del exterior hacia el frente, la imagen se aclaró. Fue como si hubieran abierto una ventana a la luz. De repente, ahí estaba otra vez el cielo límpido y la línea del horizonte con su particular tono de color marrón. Ferdinard lanzó un grito de júbilo.
—¡Joder, tío! —gritó, levantando la mano de su amigo en señal de victoria.
Malhereux sonrió, cerró los ojos y recostó la cabeza en el asiento con una infinita sensación de alivio. Se dijo que, si salían de allí, dormiría cuatro ciclos seguidos.
Mientras tanto, la Hipervensis realizaba un pequeño tirabuzón en el aire para enderezarse y posicionarse en la ruta correcta. Mientras maniobraba, el monumental cataclismo que estaba teniendo lugar quedó expuesto ante ellos durante unos segundos, espantoso y titánico.
Ferdinard había visto una vez un documental sobre civilizaciones extintas en los tiempos de la Tierra original, y lo que vio allí le recordó a las construcciones que se levantaban en el antiguo Egipto, cuando millones de esclavos se esforzaban durante generaciones en edificar gigantescas pirámides. De hecho, vistas desde el aire, aquellas estructuras enmarcadas en la arena tenían aquel mismo aspecto primitivo y rudimentario, como sin terminar. Y luego estaba todo lo demás. Las máquinas sarlab, por ejemplo, enormes y complicados aparatos de asedio que se habían ocupado de descarnar muchos de los corredores y salas del fantástico panteón y que ahora se precipitaban por la maraña de fallas y grietas que se abrían bajo ellas, perdiéndose para siempre. Entre ellas, una multitud de hombres corría por todas partes intentando alcanzar sus naves: los deslizadores más pequeños abandonaban el interior del complejo por los túneles abiertos, como hormigas acarreando sus huevos, e intentaban aterrizar cerca de los transportes de mayor tamaño. La mayoría, sin embargo, fracasaba en su intento. La confusión era tremenda, y las naves que no habían despegado antes del terremoto, temblaban demasiado como para hacerlo ahora.
La cámara por donde habían escapado era, con mucho, la que más destacaba: un agujero espantoso donde despuntaba la parte superior del inmenso cubo prisión. Era como una herida mortal en el suelo, un abismo insondable del que manaban grandes y sinuosas estrías. Allí, trepando por sus paredes aún intactas, la anomalía continuaba ascendiendo, progresando, lenta pero segura.
—Oh, por todas las galaxias —soltó Ferdinard.
—Agarraos, vamos a tener que volar entre todo eso.
Maralda se refería, por supuesto, a la plétora de naves que tenían alrededor. Malhereux las veía ahora por primera vez: transportes sarlab que se movían despacio, intentando escapar de la vorágine.
—¿Qué hacen? —preguntó Malhereux.
—Escapan. Eso hacen.
—Sí, pero… mira allí. Ésas… Ésas dan vueltas.
Ferdinard asintió.
—Queda mucha gente abajo —dijo—. Casi dan…
—¿Pena? —se adelantó Maralda—. Son sarlab, no lo olvidéis nunca. Os echarían sal en los ojos sólo para escucharos gritar.
Malhereux soltó un siseo de desaprobación.
La Hipervensis era, naturalmente, mucho más rápida, y además contaba con algunos trucos que les sacarían de allí con facilidad. Pero Maralda descubrió que el más evidente, el sistema de invisibilidad, no funcionaba; sencillamente la capa de tierra y polvo que cubría el fuselaje era demasiado gruesa.
—Mierda —soltó.
—¿Problemas? —preguntó Ferdinard.
—Ya veremos —dijo ella, esperanzada.
Con un poco de suerte, no deberían tener dificultades. La mayor parte de las naves eran de transporte masivo a cortas distancias; lentas y sin capacidades ofensivas reales, como no fuera el ocasional cañón torreta lateral. Por lo demás, era de prever que estuviesen demasiado ocupadas como para prestar atención a su nave. Al fin y al cabo, aunque podía imaginar que los sistemas de navegación les alertarían de algo, ¿quién prestaría atención a una nave sin identificar cuando el planetoide entero podía estallar?
Maralda estaba en lo cierto. La Hipervensis voló en silencio por entre el resto de las naves y comenzó a alejarse, sin contratiempos. Era todo un alivio, ya que los calmantes estaban reduciendo terriblemente sus capacidades psicomotrices.
—¿Ya está? —preguntó Ferdinard, con el corazón latiendo con fuerza en el pecho—. ¿Lo hemos conseguido?
—¿Nos vamos? —preguntó Malhereux a su vez. Ambos estaban expectantes y preparados para dar saltos de júbilo.
—Aún no —exclamó Maralda—. Hay algo que tengo que comprobar.
—Sagrada Tierra —dijo Ferdinard—. ¿Qué es?
—Algo importante —murmuró Maralda.
—Mi amigo necesita un médico. Usted necesita un médico, y el planeta entero se va a la mierda. ¿No podemos simplemente irnos?
Maralda no respondió. Podían haber escapado, pero quedaba algo por hacer. Ella no conocía su nombre, pero si lo que habían contado aquellos dos chatarreros era remotamente cierto…
Bueno, si era cierto, allí había un problema potencial.
La Hipervensis redujo lentamente la velocidad y se detuvo, unos dos kilómetros más allá de la zona de tráfico del resto de las naves. Se quedó suspendida a cierta altura, flotando suavemente en el aire con los propulsores inferiores funcionando a baja potencia. Ni Malhereux ni su socio se atrevían a decir nada, estaban expectantes. Maralda, por su parte, continuaba atenta a los indicadores. Sabía lo que iba a ocurrir, y tenía el corazón encogido en el pecho.
La escena que mostró a continuación la pantalla fue completamente sobrecogedora.
Nioolhotoh abandonó la fosa estirándose como si se desperezara. Despertaba, de alguna manera, tras muchos milenios dormido. Era rey de reyes, era emperador supremo, y además siempre lo había sido; Nioolhotoh no recordaba un solo momento de no-existencia, probablemente, porque nunca lo había habido.
Cuando emergió y se expandió por la atmósfera del planeta sin nombre, fue como si alguien hubiera manchado la realidad con una tinta particularmente oscura. Para Malhereux, la percepción era un poco diferente: era más bien como si alguien hubiera desgarrado el telar de lo visible y hubiera dejado expuesto un profundo abismo, una ausencia insoportable, la evidencia de la nada más absoluta. Bizqueó, intentando comprender lo que veía, y justo cuando dejó de intentarlo, sus ojos terminaron por aceptar la escena.
Y esa extraña comprensión le dejó sin aliento.
Mientras tanto, Nioolhotoh se movía, y con bastante rapidez. Lanzaba tentáculos delgados y retorcidos que se ramificaban en varios vástagos, y éstos, a su vez, se dividían en otros tantos en una progresión infinita. Era como asistir a un enloquecedor juego de fractales, siempre cambiantes, siempre evolucionando.
A nivel del suelo, los sarlab ofrecían un espectáculo lastimoso. Corrían para alejarse de la anomalía mientras sorteaban las grietas y luchaban por mantener el equilibrio en una zona gravemente afectada por los seísmos. La computadora saltaba de una escena a otra mostrando diferentes imágenes de la zona y las ampliaba en las minipantallas laterales. Lo que vieron los sobrecogió. Era como ver palomitas de maíz en una sartén: los soldados eran lanzados al aire mientras trataban de correr.
En una pantalla, un viejo modelo de transporte de sesenta asientos desaparecía de repente. Ocurrió en tan sólo un instante: estaba ahí y, en lo que se tarda en parpadear, ya no estaba. Al verlo, Malhereux dio un respingo.
—Mirad ahí arriba… —dijo Ferdinard de repente, señalando con el dedo.
Su voz sonaba pastosa, en parte porque tenía la garganta seca y en parte por el miedo creciente que estaba experimentando. Maralda estaba de espaldas a él, pero levantó la mirada y lo vio de todas formas: se trataba de una de las ramas de la anomalía, estaba alzándose rápidamente y se acercaba a una de las naves que viajaban lentamente por el aire. Cuando se acercó a ella, la traspasó limpiamente, como si la nave no estuviera allí físicamente y se tratara de un simple holograma. Después, fue como si la nave se hubiera convertido en un trozo de roca. Se volteó hacia un lado y empezó a caer, girando sobre sí misma en un tirabuzón infinito. A medida que se acercaba a tierra, ganaba velocidad, hasta que se estrelló levantando una pequeña tormenta de polvo y arena.
—Madre —exclamó Ferdinard.
—La ha desactivado —dijo Maralda rápidamente.
—¿Cómo que la ha apagado?
—La ha desactivado. Como los iones.
Malhereux llegaba aún más lejos en sus pensamientos. El brazo oscuro había traspasado el blindaje con una facilidad abrumadora, así que en las tinieblas de su mente, imaginó que esa aberración visual había llegado a tocar también los cuerpos de los sarlab que viajaban en su interior. Y que al hacerlo, su piel se había consumido y replegado, como un papel quemado.
Asustado, sacudió la cabeza.
—Allí también —dijo Ferdinard.
—Por todos los…
Por todas partes, diferentes naves eran alcanzadas por la anomalía. Quedaba ahora bastante claro que Maralda había acertado con sus primeras impresiones: las naves se apagaban en el mismo momento en el que entraban en contacto con las lenguas en movimiento. Luego caían pesadamente. Algunas explotaban al estrellarse contra el suelo y ardían generando grandes columnas de humo.
Malhereux sacudió la cabeza.
—Está… —tragó saliva antes de continuar hablando. Realmente necesitaba un trago de agua—, realmente está atacando blancos seleccionados, ¿verdad?
Ferdinard volvió la cabeza para mirarle, asombrado.
—Es… tienes razón —dijo, con los ojos muy abiertos—. No me había dado cuenta. Ni siquiera se me había ocurrido.
—Por los paneles —dijo Malhereux—. Hemos dado por hecho que esa cosa es lo que vimos en los paneles. Una especie de… vampiro espacial.
—¿Y no lo es? Es lo mismo que estaba representado en los paneles. Esa… Llama.
Malhereux no contestó.
—Sí que lo hace —dijo Maralda de repente, sin despegar la mirada de la pantalla. Movía las manos por encima del terminal repasando algunos diagramas y cifras—. Escoger blancos concretos. Lo he calculado. Que los movimientos de esas lenguas que lanza al aire fuesen erráticos y alcanzaran a todas las naves como lo han hecho es estadísticamente imposible.
Ferdinard asintió.
—Entonces… esa cosa… ¿está viva? ¿Es la cosa de los paneles, realmente?
Nadie respondió inmediatamente. Mientras tanto, la anomalía continuaba creciendo. Ferdinard se dio cuenta de que tenía que pestañear a menudo para ajustar la vista al constante cambio de intensidad de la luz: había crecido tanto, que se recortaba ahora contra el cielo, oscureciéndolo todo. La sensación era abrumadora.
La Hipervensis encendió automáticamente las luces de la cabina.
—Cómo puede ser tan grande —susurró Malhereux.
—Quizá deberíamos irnos de aquí —opinó Ferdinard.
Pero Maralda seguía observando, ceñuda.
—Pregunta usted si está viva —exclamó de pronto, pensativa—. Es cierto que nos sorprende ver algo tan impreciso, nebuloso, que se comporta como el humo común, y pensar en vida. Pero al fin y al cabo, ¿qué es la vida?
—¿Nos lo está preguntando en serio? —preguntó Malhereux.
—Científicamente —continuó diciendo Maralda como si no le hubiera escuchado—, la vida es la capacidad de administrar recursos adaptándose a los cambios producidos en un medio. Biológicamente, en cambio, la vida puede definirse como un estado de la materia alcanzado por estructuras moleculares específicas que pueden desarrollarse en un ambiente, reconocer y responder a estímulos.
Malhereux torció el gesto, incapaz de dar crédito a lo que estaba escuchando.
—¿Ha perdido el juicio? —preguntó—. ¡Ahí fuera hay una especie de… monstruo! ¿Y usted divaga sobre cuestiones… filosóficas?
Maralda pestañeó y giró la cabeza por primera vez para mirarles; era todo el movimiento que podía permitirse, ya que su traje táctico seguía conectado al sistema de control médico de a bordo mediante el interfaz del asiento. Pero incluso ese pequeño movimiento le costó cierto esfuerzo.
—Tiene razón —dijo entonces—. Creo que son los calmantes. Tengo algo roto en alguna parte. Nada que no pueda solucionarse, desde luego, pero no aquí. —Se miró las manos; ya no sentía la punta de los dedos—. No creo que pueda pilotar la nave.
—¿Habla en serio? —graznó Ferdinard.
—Oiga, ¿no puede activar el piloto automático? —preguntó Malhereux—. Hacer que salga de aquí como… zumbando.
—Aún no —dijo—. Hay algo que quiero averiguar.
—¿Qué es? —preguntó Ferdinard.
—Los paneles —dijo Maralda despacio. Se pasó la lengua por el interior de la boca, y notó un regusto extraño; con seguridad, un efecto secundario de los fármacos que le estaba suministrando la nave—. Usted dijo que uno de ellos mostraba a esa cosa acabando con toda la vida de un planeta.
—Sí.
—Y luego, en el panel siguiente, escapaba del planeta. Se la veía flotando en el espacio.
Malhereux se agitó en su asiento, incómodo.
—Un momento —dijo—, ¿adónde quiere ir a parar?
—¡Bueno, no lo sé! —exclamó Ferdinard rápidamente, sintiendo que la cabeza, de pronto, le daba vueltas—. Me pone en una situación complicada. Piense que eran dibujos esquemáticos, muy difíciles de interpretar…
—Sin embargo, lo lograron. Hasta el momento, todo concuerda.
—Es posible, pero…
Maralda esbozó una sonrisa extraña.
—Verá, me importa muy poco si esa especie de entidad crece tanto como para consumir todo el cochino planeta. Sólo es un planetoide en el borde exterior. Probablemente, las rutas comerciales normales tardarán cien o doscientos años en pasar por aquí. Pero si puede saltar al espacio y desplazarse por él…
Malhereux y Ferdinard intercambiaron una mirada.
—Bueno, si puede hacer eso —continuó diciendo Maralda—, entonces tendremos un problema potencial.
—¿Está diciendo —murmuró Ferdinard— que quiere esperar aquí a ver qué ocurre?
—Eso es lo que vamos a hacer.
Malhereux miró la pantalla de nuevo. Aquella entidad parecía ahora inconmensurable; tan inabarcable como titánica. Había crecido tanto que se extendía como un cielo encapotado, y aún seguía creciendo, emergiendo lentamente del foso en el suelo como un surtidor de hidrocarburo.
En un momento dado, las cámaras laterales de la Hipervensis enfocaron una de las naves, irremediablemente varada en tierra. Parte de los propulsores de cola habían sufrido desperfectos con las vibraciones y el aparato entero estaba condenado. Pero el espanto negro se acercaba ya peligrosamente, y eso pareció forzar a un grupo de hombres (que hasta entonces habían estado ocultos en su interior) a salir corriendo. Al fin y al cabo, debieron pensar, la tierra ya no se sacudía tanto.
La sombra devoró la nave y continuó su avance, insaciable, progresando con avidez y recortando rápidamente la distancia que le separaba de los hombres. Por fin, con un movimiento tan inesperado como violento, la lengua se proyectó hacia ellos y los atravesó limpiamente. En la quietud de la cabina de la Hipervensis, la escena era tanto más impresionante; la ausencia de sonido la hacía demasiado aséptica y estéril, como si estuvieran viendo una película mental que se ha quedado grabada en la memoria y se repite cuando menos lo esperas.
Los sarlab recorrieron aún un par de metros, pero luego empezaron a moverse de forma extraña, como si fueran muñecos que se quedan poco a poco sin energía, hasta que se desplomaron, cayendo al suelo como fardos inútiles. Ferdinard se revolvió incómodo en su asiento.
Maralda, en cambio, se lanzó sobre su terminal para operar los controles. La visión aumentó considerablemente, mostrándoles una imagen cercana y nítida de los sarlab, despojados de vida, abandonados en el suelo arenoso. Uno de ellos, por mor quizá de un caprichoso azar, parecía incluso mirar a la cámara.
Lo más impresionante era el color de su piel.
—Oh, sagrada Tierra —musitó Malhereux, llevándose una mano a la boca.
Algo le pasaba a la piel; era como una imagen invertida de sí misma.