Los Kardus Jarvis, Heram y Rhan entraron en el puente de mando con paso resuelto. Jarvis iba el primero. Su expresión era triunfal.
—Kardus en el puente —dijo el oficial Hassat, acercándose. Les saludó brevemente llevándose el puño al pecho.
En sus puestos, los operarios se enderezaron en sus asientos, pero siguieron trabajando.
—Oficial Hassat —exclamó Jarvis—, ¿cuál es el estado de la nave?
—Bien… Lo cierto es que las reparaciones han sido aplazadas temporalmente. Todo el personal especializado ha sido enviado al planetoide.
—¿Y cuál era la situación antes de eso?
—El casco estaba reparado en un setenta y cinco por ciento. Necesitamos conseguir recursos para terminar las reparaciones, particularmente flexisteel, pero eso no será un problema. El segundo motor principal tiene…
—¿Y los cañones primarios? —interrumpió.
—Los cañones primarios están en perfectas condiciones.
—¿Tienen energía?
—Los generadores de energía no fueron alcanzados, jefe Jarvis —dijo Hassat—. La Imperia goza de buena salud.
—De acuerdo. ¿Cuál es la posición de nuestro Bardok?
Hassat se acercó al terminal de mayor tamaño y se agachó para dar instrucciones al operador.
—Muéstreme Q-8 y Q-9.
La pantalla cambió inmediatamente para mostrar una perspectiva tridimensional de la zona que estaba siendo invadida. Allí estaban los túneles expuestos y un montón de pequeños símbolos y marcadores indicando la presencia de tropas.
—Aquí lo tenemos. Nuestro Bardok está a bastante profundidad. La señal no es buena, aunque mejora a medida que nuestras máquinas de asedio dejan expuestos los túneles e instalaciones. Creemos que la fuente de interferencia es el mismo material con el que están hechas las paredes y techos, o algo integrado en…
—¿Puede ponerme con él ahora? —interrumpió Jarvis.
—Eh… no, jefe Jarvis, en este momento no, lo siento. ¿Ve esto? —dijo, señalando una esfera que giraba al lado de un gráfico estadístico animado—. Es un ciclo. La esfera representa el tiempo que tarda el ciclo en repetirse. Cuando volvemos al grado cero, tenemos un período pequeño en el que la conexión es posible, pero ahora…
—Es suficiente, gracias —soltó Jarvis—. Bien. Escuche. Tenemos órdenes directas de nuestro Bardok. Quiero que las ejecute inmediatamente.
—Por supuesto, jefe Jarvis —contestó el oficial, solícito.
—Emita una orden de evacuación inmediata y urgente a todos nuestros hombres, que regresen a la nave.
—Sí, jefe Jarvis.
—Cuando lo haya hecho, espere tres minutos. Luego utilice los cañones primarios de la Imperia para atacar el punto de infiltración.
Hassat abrió mucho los ojos. Algunos operarios se quedaron quietos unos segundos; luego continuaron con sus tareas. Ahora, el oficial llevaba la mirada de un Kardus a otro.
—¿Los cañones primarios, ha dicho? —preguntó en tono confidencial.
—Ha escuchado perfectamente, Hassat.
—Pero…
Hassat, como todos en la sala, se daba cuenta de las implicaciones de lo que el Consejo Kardus estaba pidiendo. Los cañones primarios eran devastadores generadores de potencia súper destructiva, que se empleaban generalmente para el asalto a naves grandes o ciudades en tierra, bombardeándolas desde la órbita del planeta. Ni siquiera se empleaban cuando había un enfrentamiento cercano entre dos naves, como el que había ocurrido antes, en ese mismo ciclo. Sencillamente, eran demasiado poderosos, demasiado brutales; semejante potencia habría hecho explotar la Semex en el acto, arrojando un arco de fuego que se habría llevado por delante también a la Imperia.
Hassat intentaba calcular mentalmente los efectos de una descarga como aquélla. El planeta sin nombre ya estaba seriamente afectado por el impacto de la nave, de manera que la descarga probablemente causaría un trastorno apocalíptico.
—Jefe Jarvis, con todos los respetos, tendría que hacer unos cálculos para corroborar mis impresiones, pero estimo que una descarga directa sobre la superficie del planeta seguramente provoca…
Jarvis levantó la mano con un gesto impreciso y apartó a Hassat a un lado.
—Gracias, oficial —exclamó, en un tono de voz que pretendía dejar clara la superioridad de su rango—. El Consejo Kardus lo tiene claro, pero se nos acaba el tiempo. Ésta es una acción urgente. Operador, por favor, haga lo que hemos dicho. Ordene primero la evacuación a todos nuestros hombres. Que se aseguren de que las naves despegan en cinco minutos, antes de que lancemos el ataque.
—De inmediato, Kardus Jarvis —dijo el operador.
Hassat permaneció callado, súbitamente relegado a un segundo plano. Pero mientras recorría las expresiones de los tres Kardus, supo en su fuero interno, de una forma inequívoca, que algo andaba mal.
Terriblemente mal.
Jebediah no sabía qué había ocurrido en su período de amnesia, pero sospechaba que aquellos dos hombres podían tener una idea bastante precisa.
Se le ocurría que, probablemente, se había interpuesto algún tipo de radiación electromagnética. Estaba blindado contra la mayoría de los rangos de exposición, por supuesto, pero sabía que ciertas frecuencias podían afectarle. Quizá había sido otra cosa… flujos de iones, tal vez. Aun así, eso explicaba los problemas de funcionamiento en sus partes mecánicas, pero no la amnesia. ¿Por qué no recordaba nada? Había todo un lapso de tiempo que había desaparecido de su memoria.
Miró con suspicacia el impresionante cubo. ¿Podría tratarse de otra medida defensiva de aquella gigantesca aberración? Cabía la posibilidad, desde luego. Mientras consideraba esa idea, caminando resuelto hacia los dos hombres, un montón de rocas y trozos de panel cayeron al suelo a varios metros de distancia, provocando un ruido enorme. Los ecos ascendieron por las paredes de la sala. Aquel lugar se estaba yendo a la mierda; tenía que darse prisa si quería extraer de allí lo que necesitaba.
Continuó acercándose. Quince metros. Doce.
Ferdinard sabía que el hombre-máquina se acercaba, pero en realidad, le importaba una mierda.
Lo que le preocupaba era Malhereux. Aún tenía pulso, pero débil. Se iba; su amigo estaba yéndose. Lo que fuera que el cubo emitía, le había exprimido por dentro.
Las lágrimas asomaron a sus ojos, así que apartó la vista para mirar como la máquina se acercaba. No estaba seguro de que su socio pudiera verle, pero no quería arriesgarse.
—No pasa nada, tronco —dijo—. Es este lugar, ¿sabes? Lleva demasiado tiempo cerrado.
Se acercaba. La máquina se acercaba. En realidad, eso estaba bien. La mujer yacía muerta, o eso parecía, a varios metros. Nunca les sacaría de allí. Y la salida estaba bloqueada, cortada por varias toneladas de roca. Incluso Bob, que había vuelto momentáneamente de la tumba como el proverbial héroe de las historias para niños, no era ahora más que un amasijo de metal y circuitos. Por lo demás, estaban encerrados con una atrocidad infame aislada en un bloque gigante y un robot que sufría repentinos cortes en su funcionamiento.
Ferdinard le miró, furioso.
—Oh, ¡termina de una vez, jodido cabrón!
Jebediah dio un paso y, de repente, se topó de bruces contra algo. ¡CLANK! Cayó hacia atrás cuan largo era.
Ferdinard lo vio caer. Había sido un buen encontronazo, pero… ¿contra qué? Allí no había nada. O eso parecía, porque de pronto creyó percibir pequeños microcambios en el aire… nada que advirtiese cuando fijaba la vista, sino movimientos casi imperceptibles que registraba con la vista periférica.
Se restregó los ojos para asegurarse de que las lágrimas no le estaban jugando una mala pasada, pero eso no cambió su impresión de estar viendo algo, sino que la acentuó.
¡Definitivamente, allí se movía una especie de silueta transparente! Era complicado captarla, pero realmente estaba.
Jebediah, mientras tanto, se incorporaba de un salto. Lo hizo casi con gracilidad, pero estaba confundido. ¿Qué le había derribado? No veía nada… ¿Acaso había ocurrido de nuevo? Y si había vuelto a perder instantes de su vida, ¿qué había ocurrido con todos sus magníficos sensores? ¿No se suponía que podía ver venir las cosas antes incluso de que se produjeran? ¿Acaso no era él el Gran Bardok de los sarlab?
Furioso, Jebediah lanzó las manos hacia delante, y entonces ocurrió algo inexplicable.
Desde el punto de vista de Ferdinard, fue como si, de repente, el hombre-máquina conjurara un objeto. Éste comenzó a formarse desde el lugar donde estaba su palma: una superficie grande de un color gris mate que fue extendiéndose rápidamente. Casi parecía que estaba insuflando algún tipo de tinte en el aire.
Para Jebediah, fue como si hubiera activado algún tipo de campo invisible. Lo captó mediante los sensores táctiles de sus dedos y ahora estaba revelándose ante sus lentes biónicas, perfilándose en el aire. No sólo había algo, además era enorme.
Ferdinard estaba boquiabierto. Inclinó la cabeza para ver lo que estaba apareciendo ante ellos, y aunque tenía una extraña forma como de huevo achaparrado, pronto comprendió que se trataba de algún tipo de nave espacial. Tenía que serlo. Aunque la cubierta era perfectamente lisa, creyó distinguir algunas líneas de ensamblaje y hasta pequeñas luces blancas y verdes en el lateral. De pronto, recordó algo:
Mi nave —había dicho la mujer de La Colonia—. Tratará de llegar hasta nosotros, incluso a través del techo, si le es posible.
¿Era aquélla la nave de la mujer?
¿Qué otra nave podía volverse invisible, de todas formas? Tenía que ser de La Colonia.
En ese momento, se dio cuenta de que estaba apretando el cuerpo de su amigo contra el suyo; Malhereux acababa de protestar con un pequeño gruñido. Eso, al menos, le llenó de una inesperada fuerza; un destello de esperanza. Malhereux aún respiraba, aún era capaz de sentir. Quizá estuviera al borde de un coma o algo peor, pero aún no se había ido.
Rápidamente, Ferdinard empezó a enderezar a su socio.
—¡Mal! Vamos, Mal… ¡Tienes que levantarte! ¡Nos vamos de aquí!
Malhereux gimió. Puso los ojos en blanco pero luego asintió vagamente.
Irse. La idea era formidable, desde luego, pero ¿cómo lo conseguirían? Con aquella mujer muerta, ¿lograrían acceder a la nave o estaría protegida contra intrusos? Estaba allí, desde luego, pero ¿serían capaces de pilotarla?
¿Cómo coño se entra?, se preguntó, mirando su fuselaje sin marcas.
Era algo que pretendía averiguar.
Jebediah pensó que aquella cosa era algún nuevo sistema defensivo de aquel lugar, como el robot que encontraron en la primera cámara. Al fin y al cabo, nunca había oído hablar de aparatos de aquel volumen que invisibles al ojo humano y, mucho menos, indetectable para los desarrollados sensores que su cuerpo albergaba. Aquello era tecnología alienígena.
Sin pensarlo dos veces, Jebediah se dio impulso y se lanzó hacia arriba; fue un espectacular salto que le hizo elevarse unos seis metros en el aire. Cuando llegó a lo más alto, se ayudó con las manos y empezó a desplazarse hacia delante describiendo una suave parábola que lo colocó encima del objeto. Por fin, empezó a caer con fuerza. En el último momento, sin embargo, la forma se desplazó con una velocidad insospechada. Jebediah apretó los dientes. Estaba a punto de caer de nuevo al suelo cuando el objeto volvió a desplazarse con un giro brusco, haciendo que saliera despedido con gran fuerza.
El líder sarlab fue lanzado de nuevo a la zona de influencia del cubo más pequeño. No llegó más lejos porque, cuando se deslizaba ya por el suelo, consiguió proyectar el brazo a modo de pistón, incrustando el puño en las baldosas. Eso le sirvió de anclaje y se detuvo. De haber resbalado más allá, esta vez la contaminación habría sido, con toda probabilidad, insoportable. Un cortocircuito en alguna parte esencial de su sistema podría ser tan fatal como una parada cardiorrespiratoria para cualquier ser humano. Aun así, comenzaba a notar otra vez las interferencias y su cuerpo empezaba a fallar. Mientras su visión se convertía en un montón de bloques de pixeles coloreados, el líder sarlab profirió un grito de rabia.
Pero Ferdinard y Malhereux ya se habían puesto en pie. El hombre-máquina parecía un bailarín con el cuerpo en el aire, sujeto únicamente por el brazo derecho. Ferdinard, sin embargo, parecía más interesado en la nave. Al menos permanecía en el sitio a medida que ellos se acercaban.
—Fer… —susurró Malhereux.
—¿Qué pasa, tío? Mira, ¡una nave! Si conseguimos subirnos a ella, quizá hasta tenga algún sistema médico…
—No, tío —soltó su socio con dificultad—. Mira…
Ferdinard miró en la dirección que su amigo le indicaba, y lo que vio allí hizo que su mandíbula descendiese de golpe, como el resorte de un muñeco mecánico.
Sin embargo, justo en ese momento, el lugar entero terminó por parecerse más a una jaula de hámsteres que a otra cosa. Una jaula que alguien hubiera hecho rodar escaleras abajo.
Los cañones primarios de la Imperia (del modelo Dual Larser Regis 500) medían diez metros de largo, y al menos dos de diámetro. Cuando se disparaban, se retraían lentamente durante quince interminables segundos y luego soltaban toda su espeluznante furia destructiva. El sonido era un crescendo sostenido y, por fin, un eco furibundo que reverberaba en los oídos como un diapasón de proporciones cósmicas.
Los haces que esos cañones disparaban (de fotones concentrados, esencialmente) se alejaron de la Imperia a toda velocidad y se adentraron en la atmósfera planetaria en pocos segundos. Su temperatura era tan extrema que dejaban una estela blanca en su recorrido.
Moe Valdalak, que llevaba dieciséis largos años siendo piloto sarlab y soñaba con tener un día un negocio propio de aerotaxis en Nu Cappa, recibió el aviso de colisión en el panel de su nave unos veinte segundos antes de que los haces dobles la desintegraran por completo. Ni siquiera explotó. Fue como si una boca invisible fuera devorándola poco a poco hasta hacerla desaparecer. Ninguno de los setenta pasajeros se enteró de que iba a morir.
Los haces se acercaban a la superficie, zumbando como señales de alarma en el cielo eternamente diurno. Muchas de las naves sarlab que habían sido llamadas de regreso pudieron alejarse de la ruta de colisión, pero otras fueron alcanzadas. Las que no desaparecieron en el aire, como vaporizadas, salieron despedidas en trayectoria errática, describieron complicados tirabuzones en el aire y terminaron por estrellarse.
Por fin, los haces alcanzaron una planicie cubierta de primigenio regolito. Sin embargo, no estallaron: el polvo espacial se fundió rápidamente y se retiró, y las dos esferas de energía desaparecieron en el interior de la tierra. El pavoroso zumbido se fue tras ellos y, durante unos interminables segundos, todo quedó en silencio.
Luego…
Luego, los haces estallaron.
Al principio ni siquiera hubo ruido. La planicie entera, unos cien kilómetros cuadrados de tierra, polvo y rocas, se hinchó inesperadamente y formó una especie de burbuja. Ésta se alzó unos cuatro mil metros hacia el cielo, y justo cuando parecía que iba a detenerse y quedarse como el bizcocho que lleva ya un rato en el horno, explotó.
La explosión fue tan descomunal, que un observador ubicado en el espacio profundo, a varios miles de kilómetros del planeta, habría visto una especie de hongo de un tono rojo brillante elevarse hacia el espacio. El intenso calor cristalizó casi de inmediato varios millones de toneladas de arena. En ese mismo momento, varias grietas supurantes de magma incandescente desgarraron la superficie en todas direcciones: el interior del planeta era un infierno en movimiento.
—Por los Nueve… —susurró Tove Wanran mientras observaba el espectáculo desde la seguridad de la nave transporte.
Casi nadie decía nada; estaban demasiado impresionados por lo que tenían delante. El hongo de fuego era una forma siempre cambiante, dinámica, viva. Habían asistido a otros ataques desde la estratosfera, pero nunca en planetas tan pequeños; y sobre todo, no en planetas ya tocados estructuralmente. Era como si todo el maldito pedrusco estuviera desinflándose como un globo.
—Hemos tenido suerte —dijo su compañero.
—Podríamos haber muerto —añadió Tove.
Y suspiró, totalmente ignorante de que, en pocas horas, tanto él como su compañero (así como la totalidad del legendario clan de los sarlab) estarían muertos.
Antes de ser lanzados por el aire, Ferdinard la vio avanzar hacia ellos. Iba encogida sobre sí misma, como si la aquejara un profundo dolor en el estómago. La expresión de su rostro parecía subrayar esa impresión.
Por primera vez, se acordó de su nombre sin dificultad.
—Maralda…
La controladora Tardes cojeaba, avanzando con paso irregular. Mientras lo hacía, mirando con preocupación la nave, accionaba su pulsera con la mano libre. Ferdinard comprendió entonces lo que pasaba. No iba hacia ellos, iba hacia la nave. Debía de haber entrado por el techo en algún momento; probablemente, cuando cayeron rocas y trozos de paneles de algún lugar en el techo lejano.
—¡Maralda! —gritó.
La Hipervensis volvió a moverse entonces, meciéndose suavemente hacia arriba y hacia su derecha. Ferdinard agachó la cabeza: ¡estaba emplazándose justo encima de ellos!
—Fer… —susurró Malhereux—, no…
—Aguanta, amigo —dijo su socio.
Maralda seguía ocupada pulsando los controles de la muñequera personal. Miraba la nave con la cabeza ligeramente inclinada y el entrecejo fruncido; para Ferdinard era obvio que estaba enviando instrucciones a la nave con algún tipo de control remoto.
Estaba expectante, mirando cómo la nave se colocaba encima de ellos, cuando de repente todo pareció saltar por los aires.
Ellos mismos salieron despedidos casi medio metro hacia arriba. El estómago se sacudió en su interior provocándoles la conocida sensación de vértigo. Si en ese momento hubieran levantado un brazo, apenas un poco por encima de su cabeza, hubieran podido tocar el suave metal fruncido de la Hipervensis, pero no hicieron nada de eso; simplemente volvieron a caer al suelo torpemente.
A su alrededor, el lugar se sacudía con tal intensidad que parecía estar desmontándose. El ruido era ensordecedor, como si el tejido mismo de la realidad estuviese desgarrándose. En alguna parte tras los paneles, la roca madre crujía produciendo vibraciones insoportables que retumbaban en el pecho y las sienes de los dos hombres, y Ferdinard empezó a chillar.
—¡Mal!
Su socio, tendido en el suelo a su lado, le tendía la mano, mientras alrededor, por todas partes, el vetusto panteón se venía abajo.
Maralda Tardes tenía también sus propios problemas. Había caído de espaldas cuando la inesperada y violenta sacudida la derribó, y eso le había causado una salvaje punzada de dolor en el espalda. Creía que debía de tener algún hueso roto, porque el hecho mismo de estar de pie era insoportable. Tenía la sensación de que algo frotaba con algo, y cuando eso ocurría, se le saltaban las lágrimas. Naturalmente, ahora que toda la sala parecía estar siendo sacudida por un gorila enloquecido, su cabeza estallaba con las lacerantes llamaradas de vivo tormento.
A pesar de eso, todavía tenía que concentrarse en dirigir la Hipervensis con la pulsera personal, lo que no era sencillo. Requería, desde luego, cierta precisión con los controles, pero no sólo sus dedos temblaban demasiado… ¡todo el lugar se estremecía como si fuera a venirse abajo!
Frustrada, ahogó un grito.
Oh, el dolor… El bendito dolor en la espalda.
El suelo estaba llenándose de rocas y trozos de planchas de las paredes y el techo, aunque éste estaba demasiado lejos y no podía distinguirlo, por lo que no había forma de saber el alcance de los daños que estaba sufriendo. Los fragmentos caían pesadamente al suelo produciendo un ruido atroz; algunos estaban a punto de chocar con la nave pero eran repelidos por su escudo.
Vamos, un poco más a la derecha — se decía—. Sólo un poco… ¡mierda!
Algo había golpeado su mejilla con contundencia, dejándole un gran surco que enseguida empezó a sangrar. Las baldosas del suelo, cuando eran alcanzadas, saltaban por los aires convertidas en mil esquirlas de diferentes tamaño.
Concéntrate, Maralda. La nave…
¡Se está derrumbando todo!
Eso da igual. Intenta concentrarte…
¡Es… imposible! ¡Todo se mueve demasiado!
Una inesperada sacudida la hizo escorar demasiado a la derecha y acabó de nuevo en el suelo. Una explosión de dolor la hizo contraerse y lanzar un grito.
¿Acaso te has dado un golpe en la cabeza, Maralda? ¿Te han absorbido todas las entendederas?
Pestañeó, dándose cuenta de algo que la hizo ruborizarse.
Si no puedes colocar la nave, ¡colócate tú!
Maralda apretó los dientes con rabia, sintiéndose estúpida. ¡Por supuesto! Sólo tenía que colocarse bajo el acceso de la cabina para ordenar a la Hipervensis que la impulsase hacia arriba. Una vez allí, podría recuperar a los dos peleles con mucha más facilidad.
Se incorporó con esfuerzo y se lanzó hacia la parte delantera de la nave tan rápido como pudo. A cierta distancia, Jebediah la vio alejarse, enredado entre sus propios brazos. Intentar moverlos de una forma coherente le resultaba imposible. De vez en cuando, giraba el cuello con dificultad y miraba hacia arriba, devorado por una impotencia extrema. Sabía que, en cualquier momento, un gigantesco trozo de panel de varias toneladas podía aplastarlo contra el suelo, dando al traste con todos sus maravillosos planes.
Abrió la boca y utilizó algo de su persona que aún no había sido robotizado: su propia voz. Lanzó un grito desgarrador y arrastrado que permaneció en el aire durante casi medio minuto.
Pero Maralda no le escuchó; había demasiado ruido alrededor y estaba concentrada tan sólo en llegar a la cabina de la Hipervensis. Ferdinard y Malhereux, por su parte, estaban en el suelo, arrodillados y abrazados el uno al otro, protegidos por el cuerpo de la nave que gravitaba sobre ellos.
Maralda miraba hacia arriba para intentar predecir lo que se le venía encima, mientras se arrastraba como podía con una mano en las lumbares. En ocasiones tenía que detenerse, o virar a uno y otro lado. Una parte de su mente repetía incesantemente una letanía: Ya está. Ya está. Ya está. Ya está. Pero no, no estaba. El seísmo no cesaba, sino todo lo contrario… parecía ir in crescendo.
Un poco más. Un poco más.
Quedaban sólo unos pasos para llegar, pero resultaron ser especialmente difíciles. Era perfectamente consciente de que, en cualquier momento, una roca en caída libre podía arrancarle la cabeza de cuajo, y los últimos pasos los dio con los ojos cerrados y las manos extendidas hacia delante. Sin embargo, no ocurrió nada. Cuando notó la oscuridad de la sombra de la nave a través de los párpados, Maralda respiró aliviada.
Ya está. Por las estrellas, ya está…
Activó la pulsera y la Hipervensis reaccionó rápidamente, abriendo la plataforma bajo el suelo de la cabina. Después, un rayo tractor la hizo subir hacia su asiento. En cuestión de segundos, Maralda estaba otra vez sentada a los mandos.
Cerró los ojos unos instantes, aliviada.
—Control médico —pidió.
Unos pequeños brazos salieron del asiento y se conectaron al módulo que su traje táctico tenía a la espalda. El resultado no se hizo esperar; una voz con un tono neutro anunció a través del panel:
—Intervención quirúrgica necesaria.
Ahora no puedo, cielo.
—Administrar calmantes —dijo.
Le fue inyectada una pequeña dosis automáticamente a través del módulo de conexión de la espalda. Era de efecto rápido, así que cerró los ojos de nuevo y, a pesar de la urgencia del momento, se concedió unos segundos para disfrutar de la sensación de que el dolor se alejaba.
Después, sintiéndose infinitamente mejor, levantó los brazos para colocarlos sobre los controles.
Ahora sí; la Hipervensis maniobró con pulcra exactitud. Mientras lo hacía, su panza se abrió revelando el interior. Ferdinard y Malhereux vieron cómo se colocaba encima de ellos y luego eran atraídos por un rayo tractor.
Cuando llegaron al interior, se encontraron en un pequeñísimo compartimento ubicado detrás del asiento del piloto. Únicamente había tres asientos libres.
—Tomen asiento, señores —dijo Maralda por entre las brumas susurrantes de las drogas calmantes—. ¡Nos largamos de aquí!
Jebediah sentía una rabia tan honda, que la mandíbula inferior le temblaba como si tuviera vida propia. Estaban escapando… ¡Estaban escapando! Pero ¿cómo? ¿Cómo se habían podido invertir las tornas de aquella manera? No hacía ni un maldito rato, ellos eran los prisioneros y él estaba tocando el éxito con sus dedos. Ahora, él parecía un muñeco mecánico de mala calidad que alguien hubiera desechado en un vertedero.
¡No!, bramaba su mente.
¡Ellos eran los gloriosos sarlab! ¡Eran los que salían victoriosos de cien mil batallas! Y él… El era su Bardok. Tenía su ejército, un sinfín de recursos y su prodigioso cuerpo biomecánico. Era Jebediah Dain, quinto en el linaje de una familia de guerreros de élite. Debía seguir siendo líder durante, al menos, doscientos años más.
Pero ahora todo estaba perdido. Sus probabilidades de sobrevivir se esfumaban a cada segundo; el lugar se venía abajo con una rapidez sorprendente, y sabía que tarde o temprano, un trozo de techo terminaría irremediablemente con su existencia.
Estaba ensimismado en esas reflexiones cuando, de pronto, un sonido siseante le llamó la atención desde algún punto a su espalda. Le costó un buen rato girar la cabeza para mirar (el cuerpo seguía empeñado en no obedecer), pero cuando lo logró, vio algo que lo sobrecogió: era uno de los conectores. Una montaña de rocas había caído sobre él y se había soltado, dejando escapar una especie de vapor blanco. Producía un siseo tan singular como inquietante.
Un nombre le vino a la cabeza.
Nioolhotoh.
Por un enloquecedor segundo, pensó que ese gas podía ser la escalofriante entidad descrita en los paneles de aquel mausoleo. Nioolhotoh. Luego, desechó rápidamente la idea; tan sólo se trataba de vapor, algún gas de algún componente de presión, nada más. Sin embargo, mientras miraba, descubrió algo más: el suelo se había quebrado a la altura de los gruesos cables y se había precipitado hacia abajo, dejando un agujero de considerable tamaño. Allí había algún tipo de maquinaria que colgaba del extremo de los tubos, que estaban ahora completamente tirantes. En medio de la algarabía y el estruendo del seísmo, Jebediah creyó percibir un pequeño y agónico quejido.
De pronto, los cables no aguantaron más. El segundo conector salió despedido como un pequeño cohete y la maquinaria se precipitó por el agujero, perdiéndose para siempre. Casi al instante, el mismo sonido volvió a repetirse un poco más lejos, en la cara opuesta del cubo. Con eso, se dijo, eran dos los conectores que acababan de fallar, sumados al que robaron…
Abrió mucho los ojos. Un trozo de roca cayó inesperadamente sobre su pierna derecha, sepultándola contra el suelo con un sonido a cacharrería eléctrica. La vibración le hizo estremecerse, pero no distrajo su atención: ya estaba atrapado, de todas formas. No, lo que estaba pensando es que eso sumaba tres conectores. Tres de cuatro.
Había vapor por todas partes, una neblina blanca que empezaba a ocultar la imagen del cubo.
Tres de cuatro.
Algo estaba a punto de pasar. Casi podía percibirlo. Lo sentía en su parte humana, no en sus múltiples sensores que, de todas maneras, no funcionaban. Expectante, miró hacia arriba (no sin esfuerzo) y vio la nave de aquella perra de La Colonia alejándose. La muy zorra saldría por el techo… probablemente, por el mismo lugar por el que aquella nave de mierda había entrado. La sala se desmoronaba y todo se estaba llenando de polvo.
De pronto, como había temido, algo ocurrió. Los cilindros a los que se enganchaban los conectores salieron despedidos con una fuerza impresionante. No pudo verlo bien, pero le pareció que se deshacían en el aire mientras volaban para estrellarse contra la pared del lado opuesto. Casi al mismo tiempo, el suelo venció y se inclinó peligrosamente hacia un lado; Jebediah quedó enganchado por la roca que le aprisionaba la pierna, con los brazos extendidos. Desde esa posición, pudo observar los agujeros donde los conectores habían estado sujetos, y se vio obligado a girar la cabeza varias veces para comprender lo que estaba viendo.
Era una especie de mancha, un borrón impreciso, un fallo en la visión. Era como si alguien hubiera tiznado su lente biónica con algún marcador negro. Pero se movía… se desplazaba, abandonando el cubo por los agujeros de los conectores como a borbotones, oscureciéndolo todo a gran velocidad. El efecto era tan extraño, que la lente de Jebediah se reinició varias veces intentando enfocar lo que tenía delante. En medio de esa aberración visual danzaban pequeñas estrías eléctricas, hilos delgados como patas de araña que se retorcían sobre sí mismos como cenizas encendidas, pero de un color celeste intenso. Y luego estaban los gritos.
Al principio no lo captó, pero para cuando quiso darse cuenta, el sonido que rodeaba a aquella entidad era tan insoportablemente hostil, que sus sistemas computerizados cortaron el audio automáticamente. Jebediah se quedó hipnotizado por la profunda oscuridad de ese cuerpo de volumen imposible, esa nube de nada, esa anomalía terrible, sumido en el silencio más absoluto. Pero el recuerdo de ese sonido resonaba aún en su cabeza, tan real como terrible, y era como un millar de voces aullando, estridentes, como escapadas del Infierno bíblico de las almas condenadas.
Todo eso era Nioolhotoh.
El ente, que era más viejo que el mismo universo, estaba llenándolo todo, consumiendo el espacio rápidamente. Parecía crecer y progresar lanzando pequeños brazos de oscuridad que se dividían y multiplicaban como raíces en la tierra, y se acercaba a Jebediah a gran velocidad.
—No… —exclamó el líder sarlab.
Y la anomalía lo devoró.