Ferdinard empezaba a comprender lo que su amigo debía de estar sufriendo: apenas había intentado acercarse a él, y su cabeza ya parecía el Gran Tambor Tribal cuando se toca por trescientas manos en la Festividad de la Luna.
Se dobló hacia delante, con los dientes rechinando contra las encías. Los globos oculares amenazaban con hundirse en las cuencas, como si alguien tirara desde dentro. La piel le quemaba, como si unas manos invisibles frotaran hacia lados opuestos. Y aun así, avanzaba.
¿Cómo había conseguido Malhereux llegar tan lejos?
Por la inercia de la carrera.
Aunque fuese corriendo, era una buena distancia.
—¡Mal! —gritó entonces, tendiendo una mano hacia su compañero.
No muy lejos, a algunos metros hacia la derecha, el hombre-máquina caía de espaldas al suelo. Su espalda se retorcía como si intentara hacer una complicada pirueta gimnástica mientras levantaba las manos hacia arriba. Sus dedos se abrían y cerraban a una velocidad desquiciante.
Ferdinard avanzó otro paso. Cada pequeño avance era una victoria, como si el efecto de la contaminación por ondas se redoblase a cada momento. El malestar era insoportable.
Mal… Mal… Mal… Mal…
Otro paso. Malhereux clavó la mirada en él, arrugando el entrecejo como si le costara enfocarlo, y así era, de hecho. La imagen parecía cimbrear arriba y abajo como si estuviese contaminada de estática, pero creía distinguir a su amigo entre las imprecisas formas que se formaban ante él.
—¡Mal, aquí! —gritó Ferdinard.
El sonido ayudaba, desde luego. Malhereux se agarró a él, se lanzó hacia delante y avanzó moviéndose hacia uno y otro lado, como si estuviera aquejado de ataxia. Parecía que la atroz confusión remitía con cada pequeño paso, hasta que finalmente, con un último impulso, Ferdinard lo recibió en sus brazos. Se quedó tendido en ellos como un fardo.
Ferdinard empezó entonces a tirar de él hacia fuera. Las botas se arrastraban por el suelo haciendo un ruido de fricción: FRRRRU, FRRRUUU. Pero con cada impulso, el alivio caía sobre él como un bálsamo.
Malhereux cerró los ojos y respiró profundamente.
Por fin, cuando estuvieron alejados de la zona de influencia del cubo, Ferdinard dejó que su amigo descansara. Se arrodilló junto a él, intentando ignorar el dolor punzante de la espalda; la herida del puñal latía ahora como con vida propia.
Antes de atender a su amigo, echó un vistazo al hombre-máquina. Definitivamente, éste tenía sus propios problemas. Seguía en el suelo, pero daba vueltas sobre el costado mientras movía las piernas como si intentara pedalear. No quería ni imaginar lo que los pulsos electromagnéticos debían estar haciendo sobre sus sistemas computerizados.
Sacudió la cabeza y se concentró en su amigo.
—¡Mal! —susurró—. ¿Estás bien?
Malhereux respiraba con cierto esfuerzo. Con un rápido movimiento, le cogió de la mano y la apretó.
—Estoy bien… colega —dijo.
De pronto se inclinó hacia un lado y tosió fuertemente. Ferdinard también sentía un ligero mareo y un malestar en el estómago, pero no estaba tan lívido como su amigo. Malhereux acababa de soltar un esputo sanguinolento.
—Joder… —exclamó Ferdinard—. Pues no pareces estar bien.
Malhereux respiraba con cierto esfuerzo, y sus inspiraciones producían un ruido sibilante. Ferdinard lo miraba con preocupación. Él asintió suavemente.
—Vale, descansa un poco… —añadió.
Mientras tanto, a unos cuantos metros, el sonido de una serie de explosiones lejanas llegaba a través del arco de la entrada. Éste se había venido abajo creando una importante montaña de escombros, pero desde esa distancia, parecía palpitar al ritmo de las explosiones que se producían al otro lado. Probablemente eran los sarlab intentando entrar.
—Mierda… —masculló.
¿Y la mujer? Levantó la cabeza, y la vio aún tendida en el suelo. Había sido una buena embestida. Aquella armadura que llevaba podía repeler ciertos ataques, sobre todo cosas como los iones o el plasma, pero un cuerpo de doscientos kilos a una velocidad impresionante era otra cosa.
—Fer… —dijo Malhereux.
—¿Sí, tío?
—Te… Tenemos que… irnos…
Ferdinard miró de nuevo hacia donde estuvo la rampa de acceso. Malhereux tenía razón. Tarde o temprano, acabarían pasando. Y si los explosivos que estaban usando no tenían el efecto deseado, alguien acabaría por traer una unidad de calor. Abrirían un agujero en la roca, uno perfectamente redondo, por el que irrumpirían en aquella sala y les llenarían el cuerpo de plasma candente.
—Fer —exclamó Malhereux, ahora como con urgencia.
Ferdinard pestañeó y le miró. Su socio estaba levantando un brazo y señalando hacia algún lugar a su izquierda.
Ferdinard miró.
Era el hombre-máquina. Parecía haberse detenido, y les miraba ahora con la cabeza torcida. Uno de los brazos sobresalía como una abyecta antena, doblado hacia atrás en un ángulo imposible.
Imposible para las articulaciones humanas —dijo su mente con una inesperada calma—. De hecho, parece un jodido insecto.
Aún era peor. El hombre-máquina se movía. Lo hacía de forma errática, y en ocasiones hasta parecía que iba a descoyuntarse, que uno de los brazos saldría despedido o se quebraría con un sonido estridente. Pero en lugar de eso, el extraño y repugnante insecto avanzaba lento pero seguro. Ferdinard se quedó hipnotizado, mirando cómo luchaba por mantener la coordinación.
—¡Fer! —Bramó Malhereux, sacando fuerzas de donde no parecía haberlas.
Ferdinard dio un respingo.
—Sí… —dijo—. Tenemos que irnos. Tenemos que irnos ahora.
Fue entonces cuando el sonido sordo y prolongado de una potente explosión anunció un nuevo derrumbe.
El túnel se estremecía.
Cada disparo hacía saltar las piedras en todas direcciones. Una de ellas golpeó a Tarven For en el hombro, provocándole una laceración dolorosa. Sin embargo, continuó disparando. Se daba cuenta de que era un trabajo bastante absurdo; las explosiones hacían saltar las piedras y abrían cavidades que volvían a cerrarse con lo que caía de las paredes, pero en realidad le daba igual. El maremagno de explosiones, el fragor de los impactos y las ráfagas, les hacían sentir sarlab de nuevo.
En mitad de la refriega, el Kardus Verlo levantó un brazo en el aire y los disparos cesaron paulatinamente.
—Joder —masculló.
Era el techo. Se había socavado tanto que el nivel superior se divisaba a través de unos cuantos metros de roca y tierra.
—Coño, no terminaremos nunca con esta mierda —dijo—. Nos echaremos el jodido lugar encima.
—Jefe Verlo —dijo alguien—, podríamos traer cortadores.
—Cortadores… ¡Ya deberían estar aquí, coño! —chilló, colérico, mientras se daba la vuelta.
Sin embargo, tan pronto lo hubo hecho, un inesperado sonido metálico le hizo volverse de nuevo, casi por instinto. Incluso podría jurar que acababa de ver una sombra moverse furtivamente entre los escombros, de arriba a abajo.
Se quedó quieto, escuchando, con los ojos muy abiertos. El túnel estaba bastante oscuro, y los derrumbes hacían muy complicado distinguir lo que ocurría a nivel del suelo, donde se levantaban varios montículos. La rampa de acceso, ahora anegada por el derrumbe, había quedado también sumida en una oscuridad tibia y procelosa, y la escasa luz provenía, como casi siempre, de una fuente invisible. No había forma, por tanto, de saber qué se había movido entre las sombras.
Sacudió la cabeza; acababa de decidir que no era nada importante y estaba ya volviéndose otra vez. Los haces de los cascos de sus hombres le daban en el rostro, y aunque su visor eliminaba gran parte de los reflejos, resultaba algo molesto.
—Jefe Verlo —estaba diciendo alguien—, ha… ha caído algo de…
De pronto, un sonido hidráulico les hizo encogerse. Comenzó con un clic casi inaudible, y luego se transformó en un sonido arrastrado que fue en lento crescendo. Casi todos los presentes lo habían oído antes, una o muchas veces. Algunos, sobre todo, lo habían escuchado en el campo de batalla: era el sonido inequívoco de las unidades robot activando sus servos.
Los hombres intercambiaron miradas; los fusiles se preparaban. Varios soldados avanzaron para flanquear a Verlo y ofrecerle cobertura, y en unos segundos, el jefe de escuadra estaba ya protegido por un grupo armado.
—Pero qué coño… —exclamó Verlo.
—Hay algo allí, jefe —dijo alguien.
Verlo pensaba ahora en los nanobots que les salieron al paso cuando rompieron las impresionantes puertas dobles de la entrada. Al fin y al cabo, también entonces utilizaron explosivos para forzar el acceso. ¿Y si habían despertado otra vez algún tipo de amenaza mecánica? Los robots le ponían nervioso. Los había visto abrumadoramente rápidos, y los había visto implacables, y los había visto con blindajes tan resistentes que sólo los iones habían podido frenarlos.
—¡Iones! —dijo—. Tened listos los malditos ion…
Pero en ese momento, el sonido de una inesperada descarga le interrumpió.
Fue como un fogonazo que hizo que el aire mismo pareciera congregarse alrededor de un punto indeterminado, formando una suerte de esfera translúcida. Después, esa esfera salió despedida en diagonal e impactó en el techo del túnel, por encima de los hombres.
Hubo gritos y ruido de pisadas, y un sonido quejumbroso de rocas y tierra moviéndose. Una catarata de polvo cayó sobre los sarlab que intentaban quitarse de en medio. Alguien disparó su arma, pero los disparos se perdieron en la oscuridad.
Verlo, de pie en medio de una alocada danza de haces de luz, gritaba algo sin ser escuchado. Señalaba con violentos gestos el lugar desde el que habían surgido los fogonazos, entre los montículos.
—¡Allí, joder, disparad allí!
Un segundo fogonazo volvió a impactar en el techo. Esta vez, el daño fue gravísimo: las rocas cayeron, despiadadas, sobre los sarlab. Los hombros se descoyuntaron, los huesos crujieron, los cascos se aplastaron y mataron instantáneamente a sus dueños.
Los sarlab que quedaban reaccionaron rápidamente, redistribuyéndose a lo largo de las paredes. Algunos usaban cañones convencionales para disparar contra los montículos, lo que lanzaba rocas y polvo en todas direcciones. El lugar empezó a llenarse de humo. En mitad de la tormenta de luces y sombras en fuerte contraste, alguien divisó otra vez una sombra achaparrada, moviéndose con extrema rapidez de un lado a otro.
—¡Allí! —bramó.
Sin embargo, no todos lo vieron, y los disparos se cruzaban en el aire, pues los soldados apuntaban en todas las direcciones.
Tarven For no disparaba; no podía. Estaba algo rezagado, con el fusil preparado, y miraba a uno y otro lado esperando ver algo… lo que fuera. Sin embargo, la situación era demasiado caótica. Cuando alcanzaba a ver algo moviéndose con la vista periférica, no podía estar seguro de si eran sus compañeros u otra cosa.
Era obvio que les estaban atacando, pero le preocupaba la naturaleza de ese ataque. ¿Era un robot? ¿Alguna otra criatura no conocida? Intentaba determinar si debía tener preparado su rifle en modo iones o para descargar otro tipo de munición. Su enemigo no se comportaba como un robot. Éstos no solían escabullirse… atacaban de frente, buscando la eficacia del asalto directo.
Al menos —se dijo—, los robots construidos por humanos…
De repente, en alguna parte, alguien lanzó un grito, seguido de un golpe sordo. Tarven dio un respingo. Verlo daba instrucciones, pero los hombres hablaban atropelladamente y nadie parecía reparar en él. Todos parecían confundidos.
De pronto, algo se movió en alguna parte, esquivo como un pequeño roedor. Los disparos se desplazaron de un lugar a otro, concentrándose en algún lugar del extremo opuesto. Tarven For se vio obligado a moverse hacia la derecha para tener de nuevo línea de tiro.
En ese preciso instante, el montículo de escombros en el que estaban subidos algunos de los hombres saltó por los aires. Los gritos y el sonido de los disparos llenaron el túnel, mientras los haces de luz recorrían las paredes y el suelo con rápidos y alocados movimientos. Los sarlab cayeron unos sobre otros. En la penumbra, varios sonidos metálicos irrumpieron hasta imponerse por encima de la confusión.
—¡Me ha cogido! —gritaba alguien.
Después, la voz degeneró en un grito de dolor, demasiado agudo para ser soportable. Una especie de chasquido desgarrador cortó repentinamente ese aullido.
—¡Joder, joder, joder! —decía alguien más.
Uno de los hombres salió despedido contra la pared a una velocidad desorbitada. Se estrelló contra ella con un sonido húmedo.
—¡Está abajo! ¡Aquí abaj…!
Se oyó un crujido espantoso.
Tarven For apartó la vista instintivamente; acababa de ver la cabeza de uno de los hombres salir despedida hacia el techo como si le hubieran propinado una patada a un balón. El último segmento de la espina vertebral se quedó asomando del cuello como un signo de exclamación.
—¡Ahí está! —gritó alguien.
Casi de inmediato, los soldados concentraron el fuego en algún punto del suelo. Tarven se acercó, intentando hacerse oír por encima del tumulto.
—¡Iones! ¡Utilizad los iones, coño!
Pero justo cuando se estaba ya acercando con el fusil a modo de ariete, algo emergió por entre las rocas, elevándose en medio de una nube de polvo. Lo hizo con sorprendente rapidez, lanzando trozos de piedra por el aire. Tarven pensó en una especie de tótem negro y extraño provisto de algún tipo de estructura en horizontal, como un mástil, pero cuando empezó a moverse entre los sarlab, descubrió que era otra cosa: una figura humanoide. Con un único brazo que utilizaba como martillo.
El enemigo era rápido. Se movía de una forma imposible: el torso giraba en todas direcciones y el brazo evolucionaba en el aire golpeando los cuerpos de los sarlab y lanzándolos unos contra otros. De pronto, el haz de uno de los cascos brindó a Tarven una instantánea nítida de a lo que se enfrentaban realmente; apenas un breve segundo, pero suficiente para que el corazón le saltara en el pecho.
El hombre alto saltó de su sillón con un violento gesto. Estaba furioso, más furioso que nunca. No le gustaba perder, y mucho menos, que le arrebataran su juguete favorito en pleno momento de triunfo.
Ah, ¡cómo le habían engañado! Le habían arrastrado a algún tipo de zona de flujos electromagnéticos que había terminado por colapsar todos los subsistemas de su pequeño ingenio mecánico. Había intentado recuperar el control, por supuesto, pero hacerlo de forma remota era en extremo complicado con un nivel de respuesta tan bajo.
Sin embargo, mientras luchaba por hacer reaccionar ese trasto, tuvo un momento de inspiración. Intuyó que lo que realmente funcionaba mal era la señal remota, y no el sistema en sí. Y si eso era cierto… bueno, sólo tenía que soltar los mandos de Jebediah y dejar que la mente original recuperara el control.
Al principio se resistió. Al fin y al cabo, era su momento de gloria… ¡se lo había ganado! Quería dirigir en persona los últimos estadios de la operación hasta que los conectores estuvieran en su poder, y no podía consentir que una cuestión técnica como las interferencias en una señal fueran a privarle de ese placer. Sin embargo, después de unos instantes de duda, el hombre alto… simplemente… desconectó. Estaba rabioso, sí, increíblemente furioso; apretaba tanto los puños que las uñas dejaban marcas blancas en la palma de la mano. Pero dejó que Jebediah tomara el control.
Le daría un tiempo. Jebediah terminaría por sacarle de allí.
Y entonces, volvería a conectar.
El lugar entero vibró con intensidad, pero al final, el temblor se desvaneció sin que hubiera daños que lamentar. Ferdinard miró hacia el arco de la entrada. Estaba claro que allí estaban haciendo volar los escombros con todo tipo de armas, intentando despejar el acceso… pero tras la última vibración, la actividad parecía haber cesado.
Quizá se les ha derrumbado el túnel encima, pensó, divertido. Pero luego, otro pensamiento le hizo congelarse en el sitio. ¿Y si los seísmos acababan por dañar el cubo de alguna forma? ¿Y si se liberaba La Llama?
—Los… sarlab… —dijo Malhereux de repente, sacándole de sus pensamientos. Un débil reguero de sangre manaba del agujero derecho de la nariz.
—Tranquilo, tío —dijo Ferdinard, pasándole un brazo por detrás de la cabeza para ayudarle a incorporarse.
No, no eran los sarlab lo que más preocupaba a Ferdinard. Al menos, no de momento. Era, naturalmente, el monstruo mecánico. En cuanto consiguiera salir del espectro de influencia del escudo, se lanzaría hacia ellos como accionado por un resorte, ¿y qué posibilidades tendrían entonces de escapar?
Sin darse tiempo a terminar la reflexión, Ferdinard giró la cabeza hacia el otro lado, como atendiendo una apremiante intuición. Casi esperaba ver al monstruo a escasos centímetros, con la boca trocada en un espanto de estiletes y cables chisporreteantes. Sin embargo, le sorprendió ver al hombre-máquina tirado en el suelo, como inconsciente. Permaneció mirando unos instantes todavía, como si esperara que fuese a incorporarse de un salto o girar la cabeza hacia él. Nada de eso ocurrió.
Jesús —se dijo—. Quizá todavía podamos conseguirlo. Quizá sí.
—Mal —balbuceó—, el… esa cosa… está…
Malhereux asintió.
—Tengo que ponerme en pie —dijo.
—No hay ninguna prisa, amigo —dijo Ferdinard—. Descansa, ¿vale?
Malhereux captó el deje de desesperación en la voz de su amigo, pero no quiso dar nada por sentado. Aventuró una última pregunta antes de declararse derrotados.
—¿Cómo vamos a salir de aquí?
Ferdinard miró alrededor.
—No lo sé, amigo —susurró—. No lo sé.
Y era verdad. De hecho, ya no pensaba que fuera posible en absoluto.
Cogió la mano de su amigo y la apretó con fuerza. Y después… Después cerró los ojos.
Tarven no podía creerlo.
¡Era ese robot! ¡El puto robot que le había dado por culo desde el principio! ¡El robot de los pirados! Le habían dicho que lo habían frito con una buena descarga de iones, pero estaba allí de nuevo, con su único brazo, aprovechando la oscuridad y la confusión para reducir a sus compañeros.
—¡Hacedme sitio! —gritó, intentando encontrar una manera de hacer blanco.
El puño del robot golpeaba en esos momentos a un sarlab con tanta vehemencia que el cráneo explotaba como un fruto maduro al caer contra el suelo.
Los centinelas como Bob, al menos los modelos más recientes, tenían contramedidas esenciales como un protocolo de emergencia para las descargas de iones. Al fin y al cabo, como anunció el presidente de la compañía el día que presentaron los modelos al público: «Los iones son un truco muy viejo». Esas descargas polarizaban los circuitos, pero no se sobrecargaban hasta quemarse, como ocurría con otras máquinas. Naturalmente, el sistema necesitaba un tiempo para volverse a reiniciar.
Cuando Bob se reinició, descubrió que su objetivo prioritario estaba lejos, tres o cuatro niveles más abajo y unos cuatrocientos metros hacia el suroeste. Su programación, por supuesto, le apremiaba a moverse hacia él. Había además otro problema, y era que sus sensores detectaban ahora decenas, quizá cientos de puntos hostiles entre su objetivo y él.
De alguna forma, consiguió desplazarse entre los sarlab moviéndose despacio por entre los túneles, escondiéndose en las sombras, y plegándose de manera que parecía sólo un cubo, una forma rectangular, parte del escenario alienígena.
Hasta que el suelo se abrió casi bajo sus pies, a pocos metros de donde estaba, y su computadora trazó una nueva trayectoria, mucho más corta. Había enemigos, desde luego, pero estaban todos juntos, dispuestos en un lugar angosto. Perfecto para sus planes y capacidades.
Mientras Bob se ocupaba de los sarlab, Tarven For descubrió algo que había pasado por alto al principio: había un hueco entre las rocas cerca de la pared más occidental. Era apenas un túnel pequeño, pero suficiente para que un hombre se arrastrara por él. Si no podía ocuparse del robot (que ahora usaba los cañones emplazados en su único brazo para acribillar a un grupo de hombres que llegaban corriendo por la rampa), podría poner tierra de por medio. Al fin y al cabo, se trataba de llegar hasta la perra y los dos pirados y acabar con ellos. Si conseguía eso… bueno, ya verían qué hacer con su líder. Sacarle de su estado podría valerle un ascenso rápido. Era pronto para decirlo, pero en su mente, la palabra «Naga» flotaba prometedoramente.
Tarven For corrió hacia el túnel, rodeado por los gritos y el atronador sonido de explosiones. Las ráfagas pasaron zumbando por encima de su cabeza, desgranando esquirlas y trozos de paneles de las paredes. Cuando le separaba un metro, se lanzó hacia delante con toda la fuerza que pudo para acabar en el túnel. Lo recorrió sirviéndose de los brazos, jadeando, hasta que llegó al otro lado. Y allí, con una sonrisa victoriosa, divisó a los dos pringados.
Jebediah volvió en sí.
Pestañeó, intentando comprender lo que había pasado. ¿Dónde estaban todos? Se encontraba tendido en el suelo, lejos del lugar donde había estado momentos antes, lo cual escapaba totalmente a su comprensión. Para él, no había transcurrido ni un solo instante. Iba a ocuparse de uno de sus hombres y, de repente, estaba en el suelo.
Se incorporó de un salto, pero cayó de nuevo hacia un lado, como si hubiera sufrido un pequeño desvanecimiento. Su cuerpo produjo un sonido metálico al golpear con el suelo.
—Pero qué…
Algo iba mal. Terriblemente mal. Ni siquiera veía bien. La imagen, normalmente nítida incluso en la distancia gracias sus implantes oculares, cimbreaba como si estuviera cargada de estática. Los sistemas que completaban la visión con datos estaban desactivados.
Volvió a incorporarse, esta vez con infinito cuidado, pensando cada pequeño movimiento. Su cuerpo reaccionaba de una forma extraña, pero si se movía despacio, la cosa parecía funcionar mejor.
Entonces vio a los dos prisioneros, aquellos dos misteriosos hombres. Estaban en el suelo, uno en el regazo del otro. ¿Cómo era posible? ¿Qué habían hecho con sus hombres? ¿Cómo lo habían conseguido? Jebediah no lo sabía, pero una honda sensación de odio empezó a abrirse paso en su pecho electrónico, ácida como los canales energéticos de las baterías que lo propulsaban. Cerró los puños y los músculos de su boca se contrajeron en una mueca atroz.
Me está mirando. El hombre me mira.
Pero no le miraba a él. Sólo mantenía la cabeza fija en esa dirección. Tenía, en cambio, los ojos cerrados.
Jebediah empezó a moverse, tan silenciosamente como pudo. En condiciones normales habría saltado hacia él y le habría arrancado su estúpida cabeza con un único movimiento, pero le habían hecho algo. Lo notaba en cada pequeña articulación. Ni siquiera podía pensar con claridad.
Y sin embargo, avanzaba. Aquejado de pequeños espasmos, sí, pero avanzaba.
Tarven For empezó a andar sin mirar atrás, preparando el fusil. Había buscado a su líder, pero no estaba a la vista: sólo veía a aquellos dos hombres.
¿Qué cojones hacen?, se dijo. Una sensación de asco le inundó de repente. O mucho se equivocaba, o uno de ellos sujetaba la mano del otro, como si estuviera convaleciente. ¡Tanto mejor! —pensó—. Si uno está jodido, será aún más rápido. A cada paso que daba, su gesto se torcía más y más.
En silencio, preparó el fusil y apuntó a la cabeza del hombre que estaba erguido.
Sin putos fallos esta vez, pensó.
El dedo acarició brevemente el gatillo.
Ferdinard nunca supo por qué hizo lo que hizo, pero de repente, se volvió como si hubiese sentido una presencia a su espalda.
Y allí encontró un agujero por el que rezumaba la muerte.
Tuvo que ahogar un grito. Era un cañón, apuntándole directamente a la cabeza; un agujero inmenso, inabarcable y tan aciago, que su sola visión le produjo un escalofrío.
Quiso moverse o decir algo, pero descubrió que estaba paralizado. Un único pensamiento le obsesionaba y le impedía hacer cualquier movimiento: Sagrada Tierra, puede ocurrir en cualquier momento… En cualquier momento estaré muerto. En cualquier momento.
Apretó la mano de su amigo mientras se perdía en la negra oscuridad del interior del cañón.
Y, de pronto, éste salió despedido por el aire. Tarven For sintió que perdía el equilibrio. Algo le había agarrado de un tobillo y tiraba de él hacia atrás. Cayó de bruces contra el suelo, golpeándose la mandíbula y dejando salir todo el aire que tenía en los pulmones con una sonora espiración.
—¡Coñ…! —bramó, sintiendo que una espiral de violencia nacía en su estómago. Giró el cuerpo para ver lo que había ocurrido y se encontró de cara con la hilera de lentes emplazadas en aquella cabeza blanca, ligeramente alargada.
¡Era el robot! ¡Ese jodido robot, el robot de los pirados!
—No… —susurró, con los ojos muy abiertos.
Bob levantó la amenaza en el aire. Ahora estaba desarmada, pero constituía un peligro potencial. Sin dudar un solo instante, hizo girar el brazo como si fuera una rueda de molino y dejó que el cuerpo golpeara brutalmente contra el suelo. El crujido demencial y terrible de los huesos del cráneo restalló en el aire, con tanta intensidad, que Ferdinard tuvo que esconder la cabeza entre los brazos.
—¡Por las estrellas! —soltó, vivamente impresionado.
Tarven, ahora muerto, yacía a un lado.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Malhereux.
Ferdinard estaba mirando la vieja y conocida figura de Bob, que avanzaba resuelto hacia ellos.
—Por todos los… —dijo Ferdinard, excitado—. Es… ¡Es Bob!
—¿Bob? —preguntó Malhereux, con apenas un hilo de voz.
—¡Es Bob, tío!
Era Bob, desde luego, con su fea herida en el pecho y sólo un brazo. Ahora tenía abolladuras y arañazos por todas partes, como si hubiera estado arrastrándose entre las mismas rocas. Unas manchas oscuras en las blancas cubiertas indicaban que el viejo centinela había estado moviéndose bajo el fuego enemigo.
—¿B-Bob? —preguntó Malhereux.
Ferdinard se volvió para mirarle. Empezaba a sentir fría la mano que le sostenía.
—¿Mal? —preguntó, temeroso. Su amigo tenía la mirada perdida en un punto indeterminado de la habitación—. ¡Mal!
—Me… —susurró Malhereux, y luego… Luego ya no dijo nada más.
Jebediah empezaba a experimentar una notable mejoría. Cada paso era una victoria. La visión se aclaraba. Estaba saliendo, por fin, de ese maldito campo de interferencias.
Ahora, sin embargo, había un nuevo elemento en escena. Algún tipo de robot avanzaba hacia él a buen paso. Parecía salido del depósito de chatarra más antiguo del universo: destrozado, tullido y con heridas múltiples… parecía al borde del cortocircuito, y andaba como si ya estuviera sufriendo varios en los servos de las piernas. Pero Jebediah no era de los que menospreciaban a sus enemigos, y mucho menos con sus capacidades mermadas.
El robot pasó al lado de los dos hombres y le apuntó con el brazo. Jebediah sabía lo que eso significaba: iba a disparar contra él. Rápidamente, se dio la vuelta para protegerse el rostro, el único punto vulnerable en el que podría sufrir daños. Casi al instante, los proyectiles empezaron a impactar contra su espalda, tan violentos como inútiles. Jebediah continuaba avanzando, caminando de espaldas.
De pronto, como había esperado, los disparos cesaron. Eso también era previsible: un simple cálculo de daños. Los robots sabían hacer esas cosas. El siguiente paso sería un ataque físico, dirigido a…
Se volvió con rapidez, a tiempo para interceptar el puño del robot que se precipitaba contra su cintura. Era, con mucho, la parte más delicada de su constitución, y era algo que un robot como aquél debía haber averiguado a esas alturas. Un simple escáner revelaría algo así.
Los dedos metálicos de Jebediah, fuertes como cinceles de hierro, se hundieron en el metal del puño del robot, arrancando estridentes crujidos. Los servos de las articulaciones protestaron con siseos graves e irregulares, y Bob intentó tirar hacia atrás. Fue imposible; no había forma de escapar de la tenaza de Jebediah. Mientras tanto, el Gran Bardok puso la mano en la placa del hombro del robot enemigo, colocó un pie en su pecho, y tiró hacia atrás con tanta fuerza como pudo. El brazo se desgarró con una pequeña lluvia de chispas.
Tullido de ambos brazos, el robot comenzó a retroceder. Ya no podía presentar batalla, y el instinto de preservar lo que aún quedaba de sí mismo prevalecía. Sin embargo, Jebediah no iba a consentirlo.
Desde su posición, Ferdinard, mortalmente preocupado, continuaba sosteniendo la cabeza de su compañero en coma, mientras observaba a Bob alejándose hacia el fondo de la sala. El brazo del robot colgaba a un lado, sujeto apenas por unas cuantas conexiones. Se bamboleaba como un mal títere. El hombre-máquina iba tras él, caminando sin apresurarse, hasta que de pronto, cuando habían recorrido ya varios metros, Jebediah se cansó del juego. Recuperado ya del efecto de las interferencias emitidas en las proximidades del cubo, dio un salto en el aire y cayó sobre su presa como una sombra terrible.
Ferdinard apartó la vista. Bob podía ser sólo una máquina, pero había vuelto de una aparente destrucción para salvarles una vez más, y lamentó no poder hacer nada por él; el sonido inequívoco de los cortocircuitos, el metal retorcido y la muerte eléctrica llegó hasta sus oídos.
¿Y Malhereux? Tampoco estaba seguro de poder hacer algo por su socio. Apretó los dientes mientras se aferraba desesperadamente al débil rastro de vida en sus ojos. Estaba allí, pero sabía que no duraría mucho. Las ondas electromagnéticas habían reventado a su amigo por dentro.
Quizá sea mejor así, le dijo mentalmente a su compañero, que aún miraba a algún punto indeterminado. Su rostro parecía una máscara de cera, lívida y espantosa. Quizá sí, ¿sabes? Esa cosa va a sacarnos la espina dorsal por la boca cuando nos pille, pero de esta manera… Bueno, de esta manera no sufrirás, amigo… No sentirás nada.
Jebediah se incorporó, se dio la vuelta con un suave movimiento de cintura y empezó a caminar hacia ellos.
Y Ferdinard envidió la suerte de su amigo.