Maralda encontró lo que buscaba en los bolsillos del jefe de escuadra: su pulsera de control, principalmente, pero también las de los dos chatarreros.
—¡Bingo! —dijo, satisfecha—. Aquí tenéis.
—Oh, fantástico… —dijo Malhereux.
—¿Qué es tan fantástico? —preguntó Ferdinard, mirando la pulsera con cierta expresión de angustia en el rostro—. Como si tuviéramos aún algo que controlar. Perdimos a Sally, perdimos a Bob…
—Quién sabe —respondió Malhereux en voz baja.
Maralda estaba dándose la vuelta. Ahora se fijaba en el enorme cubo casi por primera vez; el estrés de haber sido hecha prisionera no había ayudado a que reparase en la extravagante enormidad de la sala antes. Hacerlo ahora le arrancó un pequeño suspiro de desfallecimiento. En realidad, experimentó una especie de escalofrío. Había escuchado con cierta incredulidad la historia que aquellos dos basureros le habían relatado. La Llama… el contenedor-planeta y todo lo demás, pero nada de aquello le había parecido remotamente plausible. Había tratado aquella información como muchos de los datos privilegiados que se manejaban en La Colonia, dejándolos aparcados en una esquina de su mente. Ahora, sin embargo, golpeaban el pequeño cajón en el que estaban confinados reclamando salir y, apenas lo hicieron, Maralda comprendió la conexión. ¿Sería aquel cubo enorme, monstruoso, el contenedor de aquel agente nocivo? Era en verdad de un tamaño descabellado, casi tan grande como los portentosos y colosales centros de energía de Conocimiento, el auténtico corazón de La Colonia, si alguna vez había tenido uno.
—Sagrada Tierra, Fer —estaba diciendo Malhereux en ese momento—, mira aquello…
Malhereux tenía el brazo extendido, y Ferdinard miró en la dirección que le indicaba. Se trataba del cubo más pequeño. Era en realidad bastante grande, pero comparado con el otro cubo, pasaba completamente desapercibido. Ferdinard miró brevemente los enormes tubos que salían del suelo y las paredes.
—¿Qué se supone que es?
—¿No lo ves?
Malhereux caminaba hacia allá con paso resuelto. Maralda reaccionó rápidamente.
—¡Esperad! ¡No podemos quedarnos aquí! —dijo, mirando inquieta hacia la rampa de acceso.
Sabía que los sarlab no tardarían en volver, y si bien eran fácilmente manipulables, su puntería era legendaria: no tendrían ninguna posibilidad en aquel lugar diáfano. Sin embargo, Malhereux parecía decidido.
—¡Son los conectores, Fer! ¡Mira, nuestra campana!
Ferdinard examinó las piezas que conectaban con el cubo.
—¡Extraordinario! —dijo—. ¡Tienes razón!
Maralda giró la cabeza para mirar, picada por la curiosidad.
—¡Fer! —exclamaba Malhereux, entusiasmado—. ¡Éstos son los conectores que medía aquel ordenador de La Colonia!
Tan pronto soltó su frase, se dio cuenta de que había sido muy indiscreto. Probablemente, a Maralda no le haría gracia que hubieran estado curioseando en sus ordenadores. Y como para confirmar esa sospecha, Maralda preguntó de inmediato:
—¿Qué ordenadores?
—Lo… Lo siento —se apresuró a decir Ferdinard—. Vuestros ordenadores… Mientras esperábamos, cuando saliste tras el sarlab… No pudimos evitar echar un vistazo.
—¿Qué visteis? —preguntó Maralda.
Malhereux, sin embargo, continuaba andando de forma despreocupada hacia los cables y los conectores. En un momento dado, se detuvo, titubeante.
—Pero… ¿qué…?
Giró súbitamente a la derecha y avanzó a trompicones, moviendo los brazos como si fuera un autómata estropeado.
Ferdinard experimentó una súbita oleada de pánico.
—¿Mal?
—Oh, por las estrellas…
—¡Mal! —gritó Ferdinard, corriendo hacia él.
—¡Tranquilo, tío! —exclamó Malhereux, levantando las manos—. Es sólo un mareo. Hay una… Algún campo electromagnético… o de algún tipo.
Ferdinard se detuvo en seco.
—Qué rabia. No creo que pueda ir más allá —dijo.
—¿Para qué demonios quieres ir más allá? ¡Vuelve aquí, Mal! —protestó su amigo—. Estás arriesgándote a algo… chungo.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Maralda, entonces.
Ferdinard suspiró.
—Esos conectores. Ya se lo dijimos. Encontramos uno en un blindado. Iba bañado por una luz que provenía de un extraño aparato en el techo. Parecía improvisado, pero no pudimos determinar qué era. Ahora tengo una ligera sospecha…
—¿Qué era? —preguntó Maralda, aunque en su cabeza ya se habían formado varias conjeturas.
—Con todo lo que hemos visto por aquí, no es tan sorprendente. Como los tubos…
—Sigue…
—Era algo que lo hacía… manejable, ¿verdad?
Maralda no respondió nada. Mantuvo su mirada unos segundos y asintió lentamente. Después se dio la vuelta, avanzó hacia el conector y se quedó mirándolo.
—Qué rabia —dijo—. Si tan sólo pudiera…
Jugueteó brevemente con su pulsera y pulsó un par de interruptores con una expresión de fastidio en el rostro. Inesperadamente, la pulsera respondió con un elegante pitido.
—¡Oh, vaya! —exclamó.
¡Había conexión de nuevo! Allí estaba el dulce sonido de respuesta de la Hipervensis, indicando que estaba alerta, despierta y funcionando. ¡Era un sonido maravilloso! De repente, las posibilidades que se le abrían eran muchas, sobre todo teniendo en cuenta que los sarlab se habían encargado de dejar los corredores y salas al descubierto con sus máquinas de guerra.
Sin embargo, había una cosa que debía resolver primero.
Rápidamente, extendió el brazo hacia el conector y obtuvo una imagen-modelo de él, luego la envió al ordenador de la nave.
Ferdinard seguía hablando con su socio.
—¿Estás bien? —preguntaba, colocando una mano sobre su espalda.
—Casi me parte en dos, Fer… Tengo una especie de pitido en el oído. Era como si… todo el cuerpo me cimbreara en direcciones opuestas.
—Ya, pero ¿qué querías hacer, hombre?
—Esos conectores, Fer. ¡Hay tres más!
Su voz era ahora cantarina y atropellada, como cuando hablaba de las ganancias que se podían obtener con algún negocio.
—Pero, Mal, dijiste que eran sellos. Que impedían que…
—Pero había cuatro, Fer… —exclamó él, acelerado—. Son redundantes… estuve mirando los informes. Son como… pestillos de seguridad. ¿Comprendes? Podemos retirar hasta tres de ellos…
Mientras tanto, a apenas unos metros, Maralda obtenía la respuesta de la Hipervensis. La información llegaba en una fórmula breve pero contundente, tan precisa como se podía desear. Maralda abrió mucho los ojos y retrocedió un par de pasos. Levantó la vista para mirar el conector, como si, de repente, fuese a estallar en su cara.
¡Castrex! Inequívocamente, era castrex, un material sorprendente que provenía directamente del cascarón de las estrellas de neutrones. Pero ¿cómo era posible? ¿Cómo, en semejante cantidad? Su cabeza empezó a dar vueltas mientras repasaba los viejos conceptos que aprendió en la academia. Estrellas con una masa casi dos veces superior a la del sol, que cuando sufrían una suerte de implosión terminal se destruían dejando únicamente un núcleo residual cuya materia podía adoptar un nuevo estado: el de una estrella de neutrones. La densidad del caparazón de esa estrella… bueno, era abrumadora. Mientras miraba los datos en su pulsera personal, recordó viejas enseñanzas grabadas en su memoria.
Un centímetro cúbico de una estrella de neutrones pesa unos mil millones de toneladas.
¿Cómo podía haber allí varios kilos de aquella cosa? ¿Se habría equivocado la computadora de la Hipervensis? Aquélla parecía la explicación más plausible, pero de pronto, recordó los tubos de ingravidez. Una raza que podía manejar esa tecnología, ciertamente podía manejar ese material fuera de su entorno.
Un material tan, tan denso… Nada se filtraría a través de las partículas atómicas comprimidas que componen su estructura molecular. Nada.
—¿Estás seguro? —preguntaba Ferdinard en ese momento.
—Son redundantes —afirmó Malhereux, casi desafiante.
—Pero si el conector es tan pesado, ¿cómo haremos para retirarlo? ¿Y para llevárnoslo?
Maralda se dio la vuelta de nuevo. Casi no podía creer que aquellos dos tipejos estuvieran hablando todavía de llevarse cosas de allí. Quizá no habían comprendido que el lugar estaba atestado de sarlab, y que sus máquinas de asedio trabajaban en ese momento para seguir dejando aquel lugar tan expuesto a la luz como les fuera posible. Quizá incluso habían olvidado que su nave había quedado completamente destruida.
En silencio, sacudió la cabeza. Estaba decidida a irse. Sacar los conectores de allí era, con seguridad, una idea potencialmente terrible… No creía demasiado en la historia de los paneles; al menos no a ciencia cierta, pero admitía que aquellas instalaciones daban cierto peso a esa teoría. Entonces, de pronto, recordó la conversación que había quedado pendiente unos momentos antes.
—¿Qué visteis en los ordenadores de La Colonia? —preguntó.
Malhereux levantó la cabeza con un gesto rápido, como si le hubieran sorprendido enredando con algo con lo que se suponía que no debía estar trasteando.
—No vimos gran cosa —dijo, dubitativo.
—Vamos, Mal —protestó Ferdinard—. Cuéntaselo.
Malhereux le miró como si acabara de revelar un secreto importante, pero su socio negó con la cabeza. Para Ferdinard estaba clara una cosa: aquella mujer no sabía mucho de nada de lo que estaba pasando. No sabía nada de conectores, ni de llamas atrapadas en cubos gigantes. Los ordenadores podían ser de La Colonia, como su socio había dicho, pero ella estaba en la inopia. No los había puesto ella; no eran suyos, y probablemente, tampoco sabía qué hacían allí. Tampoco era tan inusual ver equipamiento de La Colonia en lugares insospechados. Un puñado de ordenadores no era una de las cosas más extrañas que habían sido robadas a La Colonia. Sin embargo, no podía olvidar que si existía alguna remota posibilidad de salir de allí, era a través de ella. Era mejor que le revelaran todo lo que habían descubierto desde que empezara el ciclo.
—Mal, esto nos supera —dijo despacio—. Cuéntaselo.
—Por última vez —dijo Maralda—. ¡El tiempo se agota! ¿Qué visteis en los ordenadores?
Malhereux suspiró largamente.
—Ahí dentro… —dijo, señalando el cubo más grande—, bueno, creo que es donde está el… esa… entidad, cosa, lo que sea…
—¿Eso viste en los ordenadores?
—Vi su capacidad cúbica. No pude calcularla. Estaba expresada en potencias y… era… espeluznante. Pensé que algo así no podía existir en ninguna parte, que un contenedor semejante no era viable, y menos en un planeta como éste, enterrado en el subsuelo.
Ferdinard pestañeó, confuso.
—¡Mal! —protestó—. ¡No me habías dicho nada!
—Interpretaba la información, ¿vale? —exclamó su socio—. Sólo eso. Pensaba contártelo luego. Pero llegaron los sarlab…
—¿Qué más? —apremió Maralda.
—Bueno, está claro que aquel contenedor era éste. No puede ser ningún otro. Además estaba el tema de los conectores. Había tres estables, y faltaba uno. Era ése… el que tenemos ahí, cuyo peso no deja de aumentar.
—Es castrex… —musitó Maralda, pensativa.
—¿Qué?
—Es igual. ¡No hay tiempo! ¿Qué más cosas viste?
—Vi… Vi su composición.
—¿Qué era? —preguntó Maralda.
Malhereux estaba a punto de responder cuando, de repente, sucedieron varias cosas a la vez.
El mensaje que se formó en la pantalla era, por fin, diferente.
CONEXIÓN ACEPTADA.
PILOTO RECONOCIDO.
JEBEDIAH ACTIVO.
Con una sensación de triunfo recorriéndole la base del estómago, el alto mando se puso en pie y dejó que un exoesqueleto de luz recubriera su cuerpo.
Cerró los ojos y la conexión pasó a ocupar su mente consciente. La oscuridad fue reemplazada por la imagen, absurdamente nítida, de las lentes robot de Jebediah. No reconoció el lugar, pero de momento le daba igual. Necesitaba acceder a la memoria reciente de la unidad. Al fin y al cabo, llevaba sin poder conectar muchísimo tiempo.
El proceso era casi instantáneo: una descarga rápida en los delicados canales de su cerebro, como si de un bombardeo de información se tratase, directamente a su córtex temporal. Después de unos segundos, el conocimiento se asimilaba como si lo hubiera vivido en realidad. Un recuerdo adquirido no era diferente de uno real.
Y entonces supo.
Y cuando supo… movió los brazos para darse la vuelta.
Tarven For podía verla desde allí, pensativa y detestable. Desde esa posición, un disparo perfecto entre los ojos la frenaría de una vez por todas, vaya que sí… pero ¿y si en el último momento giraba la cabeza? Era una gerifalte de La Colonia, eso seguro, y como tal, seguro que tenía los reflejos afinados y una excelente puntería. Ellos funcionaban así, en eso no eran muy diferentes de los sarlab; daba igual el trabajo que fueran a desempeñar, el entrenamiento básico era el de un auténtico soldado.
Sí. Era una jodida jefecita de mierda. Lo notaba en su arrogancia, en su tono de voz. Se notaba a la legua que aquella zorrita estaba acostumbrada a mandar.
¡BANG!, pensó. ¡BANG! ¡BANG!
Estás muerta, cabrona.
No, a la cabeza no. Apuntaría un poco más bajo. Más seguro. Al pecho. A las… tetas. La armadura no la protegería de un disparo directo. No de aquella belleza de cuatro cañones.
—La tengo… —susurraba su compañero. Estaba apostado al otro lado de la entrada, apuntando con su arma. Era una preciosidad heredada de antiguos guerreros sarlab con un mango de ébano negro.
—Lo haremos juntos —musitó Tarven—. A la de tres. Una… Dos… Y…
Maralda fue arrojada hacia delante con una violencia desgarradora. Apenas si tuvo tiempo de dejar escapar un gemido lastimero. Sus brazos y piernas se desmadejaron y volaron como si fueran de trapo. Por fin, cayó al suelo, varios metros más allá, donde rodó sobre sí misma.
Malhereux creía haber visto lo que había pasado, pero lo cierto es que no llegó a vislumbrar el haz de los disparos combinados. Tan sólo había visto un fulgurante destello, una especie de óvalo energético, y luego… Bueno, luego ella había salido volando. Literalmente.
Ferdinard se agachó instintivamente.
—¡Mal! —gritó.
Pero Malhereux miraba otra cosa, totalmente absorto, como hipnotizado. Otra cosa. Aquella cosa.
Tuvo que pestañear un par de veces para aceptar lo que veía, ya que el movimiento era demasiado suave, demasiado sutil.
«Eppur si muove», dijo su mente lacónicamente. Eso rezaba una inscripción que había en una pequeña placa de la cabeza de la tuneladora Sally, instalada allí por los fabricantes. Era el nombre del modelo, por supuesto pero también algo más; una anécdota de tiempos antiguos que Ferdinard le relató brevemente. La historia tras la frase no era tan buena (ni siquiera la recordaba) pero sí recordaba su significado: «Y sin embargo, se mueve». Y ésa era precisamente la frase que navegaba por las aguas de su conciencia, luchando por mantenerse a flote. ¿Se mueve? ¿Se está moviendo? Eso creía, sí, al menos los brazos… muy sutilmente… de una manera casi imperceptible…
—¡Mal! —Bramó Ferdinard.
El sonido de una descarga de plasma le sacó de su ensoñación. Ferdinard estaba disparando contra la rampa de acceso, donde, apostados a ambos lados del arco de entrada, había al menos un par de sarlab.
—Sagrada Tierra —soltó.
—¡Corre! —chilló Ferdinard.
Dedicó una mirada a Maralda antes de salir corriendo. Increíblemente, la mujer estaba incorporándose, aunque parecía aturdida. Sin embargo, no podía hacer nada por ella; los sarlab estaban disparando más ráfagas. Tenía que ponerse a salvo.
Afortunadamente, se trataba de plasma blanco. El plasma no podía lanzarse a mucha velocidad, necesitaba replicarse por el aire: en contrapartida, su onda de choque era un auténtico monstruo blanco. Tenía la altura de un hombre y un ancho respetable, y progresaba por el aire con los bordes translúcidos, llenos de temblorosas membranas. Un oído muy fino podía detectar un susurro, como el aleteo de un pajarillo, mientras se acercaba FLAP, FLAP, FLAP, mezclado con el sonido casi inapreciable del aire calentándose a una temperatura extrema. Hasta que era demasiado tarde. Su impacto era tan mortal como instantáneo; producía una explosión térmica que abrasaba las conexiones nerviosas y calcinaba todas las células.
Pero a esa distancia, la velocidad no jugaba a favor de los sarlab. Malhereux vio venir la silueta blanca avanzando hacia él y saltó en el último momento para escapar. Un segundo más y no lo cuenta: el traje crepitó con un siseo cuando la temperatura del aire ascendió cerca de él.
Pero estaba a salvo.
Ferdinard corría hacia unos contenedores; probablemente los que habían usado para transportar el equipamiento de sondeo que estaban montando. Las ondas de plasma pasaban demasiado cerca, impactando contra el suelo. FLAP, FLAP, quebrando las baldosas como si fueran de hielo.
Malhereux sabía que aquellos rifles tenían más de un tipo de munición. Si decidían cambiar a una más rápida, estarían perdidos. Así que se decidió a contraatacar para darle un respiro a su amigo: cogió su arma y empezó a disparar hacia el arco de la puerta con una puntería más que lamentable. Sin embargo, las explosiones hacían que los hombres tuvieran que replegarse para evitar ser alcanzados.
Eso permitió a Ferdinard llegar tras los contenedores.
—¿Está bien? —preguntó una voz a su lado.
Ferdinard dio un respingo. Allí estaba aquella mujer, agazapada junto a él. En la mano llevaba el fusil que le había arrebatado a los sarlab.
—¡Está viva! —exclamó Ferdinard—. ¡Imposible!
—Si salimos de aquí —dijo ella, oteando por encima de los contenedores con infinito cuidado—, haré que le envíen una de estas armaduras tácticas.
Después, empezó a disparar hacia el arco. Sus balas de Alto Explosivo, dirigidas por su mano experta, dieron en las pilastras de piedra provocando el derrumbe del arco. Las rocas cayeron con un estruendo tumultuoso, y los sarlab se retiraron para no morir sepultados.
Malhereux soltó un pequeño grito de triunfo.
—¡Ha sido genial! —chilló entonces, visiblemente entusiasmado.
—Eso les entretendrá, pero no mucho tiempo —dijo Maralda.
—No había muchos sarlab —comentó Ferdinard—. Al menos un par, pero no creo que muchos más.
—Traerán robots, o alguna maquinaria… pero hasta entonces, tenemos un poco de tiempo.
—La sala es enorme —comentó Malhereux—. Podríamos correr hacia el fondo y no nos encontrarían en la vida.
—Se me ocurre algo mejor —dijo Maralda, mirando hacia arriba—. Sé que hemos bajado bastante, pero esta sala tiene una altura imponente. Sospecho que la parte superior no está muy lejos de la superficie.
Ferdinard miró hacia arriba, pensativo.
—Buena idea —dijo—. Pero ¿cómo llegaremos arriba?
De pronto se le ocurrió que aquel fenómeno podría llevar algún tipo de propulsores embutidos en las botas, o quizá en la pequeña protuberancia que tenía su traje en la espalda, diseñada para proteger la columna vertebral de caídas.
—Bueno… a menos que usted… —añadió.
Maralda accionaba los controles de su pulsera.
—Mi nave —exclamó despacio—. Tratará de llegar hasta nosotros, incluso a través del techo, si le es posible —dijo.
Malhereux y Ferdinard intercambiaron una mirada. ¡Una nave! Casi podían imaginarla irrumpiendo a través de la bóveda de aquella imponente cámara y descendiendo suavemente con el fuego de las toberas arrojando una cálida luz. Esa luz, ligeramente dorada, formaría un precioso contraste con las corrientes energéticas que recorrían el cubo.
Sonaba, por fin, a verdadera y genuina esperanza. Habían oído cosas sobre la tecnología de La Colonia, rumores que hablaban de grandes navíos interestelares que cruzaban el espacio a velocidades imposibles, cargueros que desaparecían de repente, y no sólo del radar, sino de la vista directa a través de las cámaras del casco. Ese tipo de cosas les hacían pensar que, si conseguían subir a esa nave, saldrían zumbando de ese planetoide sin que ningún sarlab pudiera detenerlos.
Ferdinard vio esos pensamientos en la media sonrisa de su compañero, pero fue el brillo en sus ojos lo que le emocionó vivamente. Ambas cosas decían: ¡Tronco! ¡Joder! ¡Vamos a vivir otro día más, y luego ya veremos! Y por un instante deseó que todo hubiera acabado ya, y estar lejos, muy lejos, celebrando la vida con un Ale Pop en algún tugurio de Bata Hurlant. Se habían quedado sin nada, sí, pero si podían seguir juntos y volver a intentarlo de nuevo, creía que hasta estaría bien.
Pero Maralda no parecía muy satisfecha; estaba mirando hacia la entrada con el ceño fruncido. La rampa estaba completamente bloqueada, desde luego, pero aunque sabía que no duraría mucho así, no había peligro inminente por ese lado. Sin embargo… alguna otra cosa estaba fuera de lugar.
Después de su breve instante de emoción, Ferdinard captó su preocupación tan pronto posó la mirada en ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó, pero apenas había terminado su pregunta, se dio cuenta de que él también lo percibía.
Algo estaba fuera de lugar, pero… ¿qué?
Fue Malhereux quien aulló primero.
Maralda y Ferdinard se volvieron, sobrecogidos, y cuando vieron al chatarrero levantado varios palmos del suelo con la cara roja por el esfuerzo y una mano sujetándole del cuello, comprendieron qué era lo que estaba mal.
¡La estatua del hombre-máquina! Estaba allí mismo. Debía haber recobrado la movilidad en mitad de la refriega y, de alguna forma, se las había ingeniado para colocarse detrás de ellos sin que nadie lo advirtiese.
—Soltad el arma y lanzadla hacia mí —dijo entonces con su voz grave y profunda.
—Ni lo sueñe —respondió Maralda, hablando con claridad y rapidez—. Le apunto con iones invertidos de alta frecuencia. Mueva uno solo de sus dedos mecánicos y le frío para siempre.
—Oh, por favor —le susurró Ferdinard, con una expresión descompuesta en el rostro—, suelte el arma. Si no lo hace, lo matará.
—Si le entrego el arma, nos matará a los tres —respondió ella despacio.
Hubo un intenso silencio cargado de expectación. Ferdinard notaba los latidos de su propio corazón, palpitando en las sienes. Malhereux apenas se movía, como si un movimiento más de la cuenta pudiera hacer que el hombre-máquina se decidiera a apretarle el cuello.
—Usted… es de La Colonia —dijo el hombre-máquina despacio.
—Como ya sabe.
—Una… controladora.
Maralda recibió esa información como un mazazo. No había absolutamente nada en su traje que la identificara como una controladora. Ni siquiera era una actividad de la que se supiera gran cosa, fuera de La Colonia. Nadie tenía un cargo semejante en ninguna de las otras facciones, y tampoco podían haber extraído esa información de su pulsera personal sin su autorización expresa; no con los sofisticados sistemas de codificación integrados. Pero entonces, ¿cómo lo sabía?
—Creo que no le sigo… —mintió.
—Creo que me sigue usted muy bien, controladora Maralda Tardes.
Maralda dio un respingo. Definitivamente, no había forma de que aquella cosa supiera su nombre y su apellido. Debía tener en cuenta que se trataba de un ser híbrido, cuanto menos. Sus ojos biónicos podían tener identificadores integrados, como los escáneres que llevaban las pulseras personales. Pero aun así, solamente alguien con acceso directo a las bases de datos más privadas de La Colonia podría haber obtenido su nombre, su apellido y su cargo con sólo un escáner corporal.
Las ideas bullían en su cabeza. De pronto, los ordenadores de La Colonia, los robots… todo tenía un nuevo significado.
—De acuerdo ¿qué ocurre aquí? —dijo al fin, dubitativa.
El hombre-máquina aflojó suavemente la tenaza en el cuello de Malhereux, quien cayó al suelo dando grandes bocanadas.
—Creo que estamos en el mismo bando, controladora —dijo suavemente.
Maralda consideró sus palabras unos instantes. Tenía el dedo en el gatillo, preparado para disparar. Con el chatarrero en el suelo, el enigmático hombre-máquina quedaba totalmente expuesto, y ella podía freírlo con un pequeño movimiento en el momento que quisiera. Lo que le hacía dudar era… ¿qué le había hecho cambiar de actitud? Antes de quedarse congelado, se había comportado como un autoritario tirano y la había sometido a un duro interrogatorio. ¿Porqué ahora, de pronto, ese cambio?
¿Qué era diferente?
La respuesta se abrió paso en su cabeza como el agua por el cauce seco de un río. ¿Los sarlab? ¿Era eso? ¿Era algún tipo de… operación de infiltración? ¿Los sarlab estaban liderados por algún tipo de máquina controlada por La Colonia?
Líderes títere. El concepto no era nuevo; sabía que La Colonia los había usado anteriormente, sobre todo de forma experimental en clanes de mercenarios y en planetas colonia que se habían independizado. La técnica funcionaba, pero la fuerza bruta era mucho más rápida y eficaz. Y sin embargo, la posibilidad existía… Esa última reflexión la hizo relajarse. Aquella cosa era tecnológicamente asombrosa, tanto, que la única facción que creía capaz de desarrollarla era justamente La Colonia. Eso, unido al hecho de que sabía su nombre, la hacía pensar que podía confiar en sus palabras.
Lentamente, se enderezó y, casi sin pensarlo, bajó sutilmente el brazo con el que sujetaba el fusil de iones. Sólo un poco. Para Jebediah, ese micromovimiento fue suficiente.
Maralda abrió la boca para decir algo, pero el Gran Bardok no perdió ni un segundo: se movió como una exhalación y embistió a Maralda, que no tuvo tiempo ni de pestañear. La percepción del ataque para los dos chatarreros fue apenas un destello, un movimiento fulgurante, como si alguien hubiera eliminado fotogramas de una secuencia a cámara rápida.
Como ocurrió con el plasma blanco, la armadura reaccionó automáticamente a la velocidad del cuerpo de Jebediah. Hubo un potente y sonoro chispazo, y Maralda salió despedida por segunda vez en poco tiempo. Jebediah se detuvo, con su cuerpo congelado en una postura que recordaba a los atletas olímpicos de la antigua Grecia, como si lo hubieran detenido en mitad de una carrera, pero con una particularidad: el fusil que Maralda había sostenido un segundo antes estaba ahora en su mano.
Malhereux soltó un pequeño grito y Ferdinard pareció encogerse sobre sí mismo. Sólo entonces, Jebediah giró la cabeza hacia ellos y, desde la frialdad de sus lentes biónicas, les dedicó una mirada apreciativa.
—Podéis correr, si no os parece demasiado fútil.
Luego, apretó el puño alrededor del rifle y éste crujió amenazadoramente. Por fin, el metal chasqueó con una pequeña explosión interna. Se quebró en dos y cayó al suelo reducido a unos cuantos trozos retorcidos que no tenían ya sentido alguno.
Malhereux echó a correr.