21
Ecstática

Todo estaba en silencio.

Los sarlab se miraban unos a otros, con los ojos muy abiertos; hasta parecían temerosos de pronunciar una sola palabra. Esa tensión silenciosa fue extendiéndose entre todos los operarios que, hasta entonces, se habían estado dedicando a sus respectivas faenas. Era como una ola que lo enmudecía todo. Las cabezas se volvían; los trabajos se dejaban a medias. Alguien que estaba terminando de montar unos terminales de ordenador se quedó inmóvil con un pesadísimo componente entre los brazos.

Jebediah era, en efecto, una especie de escultura. Inmóvil. Imposible. Su expresión nunca había sido muy elocuente, sobre todo por la notable ausencia de ojos. Pero ahora, además, su boca se había congelado con un rictus retorcido, como si estuviera mascullando una maldición interminable. Sus brazos, piernas y todo su cuerpo, estaban en tensión; el puño derecho echado hacia atrás. La otra mano, estirada, tenía los dedos en forma de garra.

El piloto había caído al suelo, pero era incapaz de moverse. Miraba a su líder con una especie de temor reverencial, como si estuviera adorando algún dios oscuro: la boca abierta y los brazos flácidos, caídos sobre los muslos, y la mirada dirigida hacia arriba ayudaban a reforzar esa imagen.

—¿Gran Bardok? —preguntó al fin uno de los sarlab, dubitativo. Era el primer comentario que nadie se había atrevido a hacer desde que su líder se quedara petrificado.

Desde su posición, Ferdinard y Malhereux intercambiaron una mirada de extrañeza. Entendían aún menos que nadie lo que estaba ocurriendo porque, naturalmente, desconocían la naturaleza híbrida del líder sarlab. Malhereux incluso llegó a pensar en algún tipo de gas paralizante; al fin y al cabo, era el único de aquellos hombres que no llevaba casco.

Maralda Tardes, por el contrario, acababa de sentir una especie de chasquido en la cabeza, como si una pieza hubiera caído repentinamente en su sitio. Como controladora de La Colonia, sabía muy bien quiénes eran los sarlab: los Servicios de Inteligencia trabajaban duro para estar al día sobre las capacidades bélicas de cada facción en todo el universo conocido, y los sarlab eran una de las piezas de más envergadura en el tablero del polícromo bando de los mercenarios, de manera que estaba informada no sólo sobre su aberrante modo de proceder (que detestaba profundamente), sino también sobre sus capacidades ofensivas. Y una de las cosas que sabía era que los sarlab contaban con, al menos, algún tipo de máquina de combate súper avanzada.

Cuando atacaban no solía quedar mucha gente viva, pero los sarlab no eran muy buenos limpiando su rastro: a veces quedaban grabaciones de seguridad, histogramas y termomapas, entre otro tipo de pruebas, que revelaban bastante sobre sus ataques. En muchos de ellos habían visto a un robot con apariencia humanoide, dotado de unas capacidades psicomotrices únicas. Esos datos habían sido objeto de estudio por los profesionales del Departamento de Análisis Táctico, hasta que…

Maralda arrugó la nariz. Hasta que… ¿qué? No recordaba haber visto ninguna actualización al respecto en la base de datos de Conocimiento Global. Se suponía que el departamento tenía que haber emitido un dictamen sobre el hallazgo, indicando si los sarlab debían ser intervenidos. Si se detectaba que alguna facción disponía de tecnología puntera, el protocolo era tan claro como contundente: erradicación.

¿Por qué entonces no recordaba la resolución del caso? ¿Quizá habían dictaminado que no había motivo para preocuparse? ¿Había sido una mala interpretación de los datos?

Lo que ahora le estaba ocurriendo a aquel hombre le había traído todos esos recuerdos a la cabeza. Ciertamente, parecía un robot al que una onda de pulsos de iones hubiera cortocircuitado, sólo que no había habido estremecimientos, ni explosiones, ni humo, ni espasmos… sencillamente, se había quedado congelado.

Tieso.

Sin embargo, también era evidente que aquel hombre era… solamente un hombre. Los otros sarlab le identificaban por el rango más alto: Gran Bardok, y era capaz de hablar como un hombre. Un Bardok era una especie de emperador, y su rostro era también humano excepto por aquel desaguisado que tenía por ojos. Entonces, no era posible que fuera también la súper máquina de guerra sarlab, el guerrero definitivo, el androide cuya tecnología rivalizaba incluso con la de La Colonia.

¿O sí?

—Gran Bardok… —repitió el sarlab—. ¿Está…? ¿Nos escucha?

Algunos de los hombres empezaban ahora a avanzar despacio hacia el grupo más cercano a Jebediah. El piloto comenzó a ponerse lentamente en pie. Estaban tan absortos contemplando a su líder que Maralda empezaba a considerar la posibilidad de intentar algo. Sin embargo, el entorno no era muy adecuado para sus planes: demasiado diáfano. Si al menos no le hubieran quitado su pulsera personal, podría haber probado un par de trucos.

—¿Qué le ocurre? —decía un sarlab cerca de ellos.

—Por los Nueve, no lo sé… —contestó otro.

Para cuando quisieron darse cuenta, había un murmullo recorriendo las filas de los sarlab. Todos agolpaban alrededor del líder, atónitos y confundidos. Murmuraban preocupados, intentando comprender qué significaba aquello y qué debían hacer a continuación. Alguien sugirió que avisaran a algún alto cargo, a un Kardus, y si ellos estaban ocupados con el despliegue, a un Naga; a alguien que se encargase de tomar una decisión. El jefe de escuadra negó con la cabeza.

—Esperad un momento, coño —dijo, con la cabeza llena de sentimientos encontrados.

Su mente no cesaba de recordarle que su líder era mucho más robot que humano y que, como todas las máquinas, necesitaba energía. Él desconocía si su parte humana imperaba sobre la mecánica para tales cuestiones… ¿Comía o funcionaba con células de energía? ¿Podía habérsele acabado la batería como a un vulgar dispositivo electrónico? ¿Acaso estaba muerto o estaba escuchando de alguna forma mediante sus múltiples sensores, vivo pero incapaz de moverse?

Todas esas preguntas lo mantenían paralizado, sin saber qué decisión tomar.

Mientras tanto, Maralda pensaba a toda velocidad, intentando encontrar la forma que le permitiera sacar ventaja de la situación. Si alguna vez había tenido una oportunidad, era entonces. Era arriesgado, desde luego, pero al fin y al cabo se trataba de los sarlab. Los sarlab no hacían prisioneros, no dejaban a nadie con vida. Una vez que hubieran averiguado lo que necesitaban saber de ella, la matarían. Simple y llanamente.

En ese momento, algo volvió a crujir en alguna parte, debajo mismo de las baldosas del suelo. El conector en forma de campana seguía hundiéndose; era cada vez más y más pesado.

—¿Qué coño está pasando aquí? —soltó un sarlab.

—¿Qué es esa cosa? —preguntó su compañero—. ¿Qué está haciendo?

El piloto se dio la vuelta, con ojos despavoridos.

—¡Esa cosa! —aulló—. ¡Es una mierda!

—¿Qué es? —insistió un sarlab.

Maralda, con el corazón latiendo a toda velocidad, se daba cuenta de que la mayor parte de aquellos hombres tenían expresiones que ella sabía leer muy bien: eran de temor. Los poderosos y terribles sarlab empezaban a sentir miedo ante cosas que no terminaban de comprender.

—¡Es lo que buscábamos! —exclamó el piloto—. Pero… Os lo juro, cuando lo encontramos ya era bastante pesado, pero ahora… ¡Ha ido aumentando su peso sin parar!

—Eso qué coño significa —preguntó alguien.

Estaba apuntando al conector como si éste fuese a intentar salir corriendo. Maralda observó que no era el único.

—¡Te lo estoy diciendo! —exclamó el piloto—. Utilizamos dos de esos asistentes AR-30 para que lo llevaran, y les jodió los servos de los brazos. ¡Joder, se les cayeron al suelo como si alguien les hubiera arreado con un mazo!

—Estás de puta coña… —dijo alguien.

De pronto, algo bajo el suelo restalló con un sonido tan grave como potente e inesperado. Los sarlab dieron un respingo y algunos saltaron instintivamente hacia atrás. Unos trozos de baldosas saltaron por los aires como si las hubieran alcanzado con un cañón de gran potencia.

Todos los hombres permanecían tan quietos como les era posible, escuchando y alerta. Sin embargo, parecía que el conector-campana no iba a ir más allá, al menos de momento. Había pulverizado completamente la baldosa que cubría el suelo, así como varias láminas de algo dorado que bien podrían ser circuitos o conductores de algún tipo. El impacto había expuesto, además, una capa subyacente: un entramado de algún material rocoso donde despuntaban varas de aspecto metálico, como si fueran cimientos.

Eso era, al menos, lo que pensaba Maralda. Los sarlab miraban el conector como si fuese a seguir taladrando el suelo. Y entonces, inesperada como una estrella fugaz, una idea cruzó el firmamento de su mente. Giró la cabeza hacia los dos chatarreros y habló con voz fuerte, para que todos pudieran oírla.

—Tranquilos. La vacuna que os pusimos os impedirá contraer el ecstática.

Ferdinard la miró, con las manos aún sobre la cabeza. Su expresión era de perplejidad, pero cuando se fijó en Maralda y comprobó que les miraba a ellos, pestañeó varias veces.

—El ecstática… —repitió.

El sarlab que estaba más cerca levantó la culata de su fusil amenazadoramente. En el casco llevaba pintada una media luna.

—¡Silencio! —exclamó.

—Eso es —dijo Maralda—. Enseguida hará efecto en estos idiotas y podremos largarnos.

—¡Silencio, he dicho! —gritó Media Luna, lanzando un contundente golpe sobre la cabeza de la mujer.

La culata golpeó su mejilla y le hizo girar el cuello con violencia. Una explosión blanca precedió al dolor, que fue cobrando intensidad a medida que se recobraba. Mientras intentaba sacudirse una especie de zumbido de encima, descubrió que al abrir y cerrar la boca escuchaba un clunk cerca de su oído izquierdo. Si la movía lateralmente, la sensación era de tener arena dentro de la mejilla.

Espió disimuladamente al resto de los hombres y comprobó que la mayoría estaba prestando atención. El golpe había sido descomunal, desde luego, pero al menos había servido para eso. Con un pequeño empuje, conseguiría que todos olvidasen momentáneamente tanto al conector-campana como al hombre estatua.

Intencionadamente, lanzó entonces un gemido tan femenino y lastimero como le fue posible. Sabía muy bien que para gente como los sarlab aquél era un auténtico reclamo. El truco funcionó. Tan sólo unos cuantos operarios en el extremo más alejado seguían ensimismados con lo que ocurría por ese otro lado.

—Espera —exclamó el sarlab que estaba al lado de su agresor. Llevaba sujeto al pecho un trapo miserable, ligeramente ensangrentado, que recordaba al aspecto desvaído de la arpillera—. ¿Qué era eso de la estática?

—Ha dicho ecstática —le corrigió otro. Tan pronto lo dijo, sus ojos brillaron, y giró la cabeza para mirar la estatua de su líder—. Estática… —repitió, pensativo.

—No, ha dicho algo de una jodida vacuna —exclamó Arpillera.

Ferdinard abrió mucho los ojos. De pronto, estaba comprendiendo lo que aquella mujer pretendía.

—Incluso con la vacuna —exclamó de pronto—, tengo una ligera sensación de hormigueo en los dedos.

Malhereux los miraba a ambos con la boca formando un círculo perfecto.

—¡Silencio, coño! —bramó Media Luna. Pero tan pronto hubo terminado de gritar, se miró disimuladamente la punta de los dedos.

El murmullo volvió a arrancar entre los sarlab. Las miradas iban del Gran Bardok petrificado a los prisioneros.

—Es un virus —decían unos.

—Un gas —exclamaban otros.

—Afectó a nuestro Bardok porque iba sin casco…

Maralda continuó agachada, prácticamente caída de costado, para evitar parecer en modo alguno una amenaza.

De pronto, Arpillera se lanzó junto a ella.

—¿Dónde está la vacuna? —ladró. Su gesto era del todo animal, con los brazos agarrotados y las manos trocadas en garras.

—Nos la inyectaron —dijo—. No hay forma de conseguirla por aquí.

—Mientes… —graznó.

—No. Es verdad —contestó ella.

El jefe de escuadra se acercó también, visiblemente excitado.

—¿Qué mierda es eso de la estática? —preguntó.

—Ecstática —corrigió ella.

—¿Qué es? —aulló. La había cogido de los refuerzos que el traje tenía sobre las clavículas y la había levantado en el aire haciendo gala de una fuerza notable. Ella dejó escapar un gemido.

—Es… ¡Es un gas! —dijo—. ¡Una medida defensiva de este lugar!

—¿Qué gas?

—No hay ningún gas —dijo Media Luna—. Los trajes lo habrían detectado.

—¡Mira a tu alrededor! —intervino entonces Ferdinard—. ¡Aquí todo nos supera! ¡Hay tecnología nunca vista por todas partes! ¡Agentes químicos desconocidos! Ningún filtro detectará el ecstática.

Hubo entonces unos instantes de silencio. El jefe de escuadra sarlab miraba a Maralda a los ojos, pero de alguna manera, parecía ausente.

—Eso es verdad… —dijo Media Luna, serio.

El jefe de escuadra dejó caer a Maralda y retrocedió un par de pasos, mirando alrededor. El efecto de distancia ayudaba a crear la sensación de que la sala estaba llena de gas.

De pronto, un sarlab echó a correr hacia la rampa de salida. El jefe de escuadra se dio la vuelta y estuvo a punto de decir algo, pero en ese momento, otro hombre dejó lo que llevaba en las manos y salió corriendo detrás.

Maralda casi no se atrevía a respirar. Era muy consciente del riesgo que implicaba lo que estaba haciendo. Aquel sarlab podía decidir, de repente, que le tocaría bastante los cojones que aquella estúpida zorrita le sobreviviera, y darle un tajo en el cuello con un único y veloz movimiento. Se ahogaría con su propia sangre mientras su visión se oscurecía gradualmente.

Sin embargo, algo llamó la atención del jefe de escuadra: el sonido que producía cierta algarabía a su espalda. Se volvió rápidamente a tiempo para ver como la mayoría de sus hombres abandonaban su puesto y corrían para salir de allí.

—¡Quietos, escoria!

El piloto, Arpillera, Media Luna, incluso Tarven For, todos corrían apresuradamente para ponerse a salvo de lo que creían que era una amenaza en el aire. Sin embargo, tal y como Maralda había previsto, el jefe de escuadra no se movió del sitio. Se mantuvo allí, indeciso pero firme. Sabía muy bien lo que le ocurriría si desertaba, y seguía sin estar seguro de que su líder no pudiera escucharle. Al fin y al cabo, se repetía una y otra vez, era una máquina, y las máquinas escuchan de maneras insospechadas.

Aún quedaban junto a él un par de soldados, con los ojos abiertos como platos y temerosos de emprender la huida. Con la mirada saltando constantemente de él a la rampa de acceso, parecían estar pidiendo permiso para salir corriendo.

Finalmente, uno de ellos no pudo más. Con un movimiento brusco, comenzó a correr a buena velocidad con el cuerpo agazapado. El jefe de escuadra levantó su fusil, pero después lo bajó rápidamente.

—Mierda —masculló.

—Señor —dijo el otro soldado entonces; su voz era débil y temblorosa—, e-el gas… Yo también e-empiezo a sentir un hormigueo en la punta de los dedos…

El jefe de escuadra masculló algo y, de pronto, se volvió para mirar a la controladora. En sus ojos había un destello de súbita comprensión.

Se ha dado cuenta —pensó Maralda—. El hormigueo. Lo ha asociado rápidamente a autosugestión, y eso

—Serás… zorra —soltó, arrastrando mucho las palabras.

El jefe de escuadra, llevado por un arrebato de rabia, se lanzó hacia ella. Era un auténtico toro, un animal con anchas espaldas y unos músculos cuidadosamente esculpidos en unos brazos gruesos como piernas; pero Maralda suplía la falta de fuerza bruta con una técnica altamente depurada. Cuando lo tenía casi encima, la mujer se dobló hacia atrás, proyectó los pies hacia delante y lo recibió haciéndolo volar por encima de ella. El jefe de escuadra, víctima de su propio impulso, salió despedido varios metros hacia atrás.

El otro sarlab perdió un tiempo precioso mirando como su superior se estrellaba contra el suelo. El sonido del casco se confundía con el de los huesos, y era un poderoso reclamo: atrajo su atención de una manera hipnótica. Maralda lo había previsto. Para cuando quiso darse cuenta, ella ya se había acercado adonde estaba el soldado, rodando por el suelo con una rápida y silenciosa pirueta. Llegó hasta él con la pierna extendida como si fuese la lanza de un antiguo caballero en una justa medieval. La pierna del sarlab crujió y cayó derribado casi en el mismo instante. Mientras caía prácticamente encima de Maralda, ella tuvo tiempo de robar la pistola de su cinturón. Aún estaba dándose de bruces contra el suelo que ella ya descargaba un disparo contra su espalda. El sarlab se sacudió brevemente con terribles espasmos y luego se quedó inmóvil.

Maralda remató el movimiento girando y soltando un segundo disparo; esta vez, contra el jefe de escuadra. Éste empezaba a incorporarse, pero el haz atravesó la maquinaria de los filtros y toda su cabeza para acabar saliendo por el frontal del casco y romper el cristal de la pantalla. Estaba muerto antes de que su cuerpo cayera al suelo.

—¡Sagrada Tierra! —soltó Malhereux.

A su lado, Ferdinard se llevaba ambas manos a la cabeza. Estaba visiblemente impresionado.

Pero Maralda no les prestaba atención. Se incorporaba ya con un grácil movimiento y miraba alrededor para asegurarse de que estaban solos. Y así era: únicamente la enigmática figura de aquel hombre-máquina permanecía en su sitio, convertido en una versión petrificada de sí mismo.

Los dos socios se pusieron en pie.

—No puedo creerlo… —decía Malhereux, mirando los cadáveres—. ¡No puedo creerlo!

Maralda estaba cogiendo uno de los fusiles del suelo y lo lanzaba en ese momento a las manos de Ferdinard. En cuanto lo sostuvo, tuvo la impresión de que, sin ser más grande, era más pesado que el otro rifle que perdieran bajo el derrumbe. En un lateral tenía marcas de herrumbre; debía de ser alguna antigualla.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntaba Malhereux.

—El truco más viejo del mundo —exclamaba Ferdinard—. Un poco de psicología, la especialidad de las mujeres.

—Así es —dijo Maralda. Estaba cogiendo el otro fusil y pasándoselo a Malhereux.

—Pero no hay ningún gas… —exclamó éste, inseguro.

Ferdinard soltó una pequeña carcajada.

—¡Claro que no! Es…

—No hay tiempo para cháchara —interrumpió Maralda—. No tardarán en volver. Si esa cosa es… o era… su líder, no estará solo mucho tiempo.

—Por cierto… —exclamó Malhereux, caminando lentamente hacia el hombre-máquina—. ¿Qué… es esto?

—Diría que es su maldito líder —opinó Ferdinard.

—No, tío. Sé un par de cosas de robots. Los programo, ¿vale? Y más o menos estoy al día de todos los avances que se producen. Más o menos. Quiero decir que reconocería una máquina andando en cualquier sitio, y este colega andaba como una máquina. Giraba como una máquina, ¿no te fijaste?

Ferdinard sacudió la cabeza.

—Sí… No… ¡No lo sé! —dijo—. En cualquier caso, nunca he oído decir que una máquina sea líder de nada.

—Quizá… quizá podamos averiguarlo —dijo Maralda de pronto.

—Lo averigüemos o no —dijo Ferdinard—, diría que estamos jodidos de todas maneras. ¿Cuánto tardarán los sarlab en volver a por nosotros?

—No mucho —contestó Maralda, agachándose sobre el cuerpo del jefe de escuadra. Estaba hurgando en los pequeños compartimentos del cinturón de su traje—. Pero al menos tenemos armas, y un par de sorpresas, si consigo encontrar lo que me pertenece.

El hombre alto descargó su puño contra la consola, con tanta fuerza, que la imagen de la pantalla cimbreó ligeramente.

Eso, naturalmente, no cambió las cosas. Un breve mensaje informaba de que seguía siendo imposible establecer la conexión.

Se pasó ambas manos por la cara. ¡Era tan desesperante! Después de tantos intentos infructuosos, cuando por fin había conseguido conectar con Jebediah, sólo había podido mantener la comunicación un segundo. Después, inesperadamente, había vuelto a perderla, como si la señal fuera y viniera por alguna razón que se le escapaba: interferencias, o cualquier otra cosa.

No poder comunicar ya era bastante malo, pero perder el control en mitad de la conexión era aún peor. Tenía la sospecha de que los sistemas de Jebediah se habían quedado «a la escucha». Su cerebro humano, el Jebediah original, había sido aparcado temporalmente. Había sido relegado a una especie de limbo, y sus partes mecánicas estaban completamente paralizadas a la espera de que alguien autorizado tomara las riendas.

Pero esas instrucciones no llegaban. La conexión era defectuosa; probablemente, había demasiadas interferencias y estática, y empezaba a creer que su pequeño y sofisticado juguete debía de haberse quedado congelado como un juguete roto.

El hombre alto suspiró largamente, masculló algo entre dientes y luego volvió a intentarlo.

—Proyecto Jebediah —dijo despacio—. Conectar.

Tarven For no las tenía todas consigo.

Seguía corriendo junto a sus compañeros, pero su cabeza daba vueltas a lo que acaba de pasar.

Una vacuna… La vacuna

¿Qué había dicho la zorrita antes de que cundiera el pánico?

Tranquilos —había dicho—. La vacuna que os pusimos os impedirá contraer el ecstática.

La vacuna que les pusieron… ¿Cuándo?, ¿cuándo exactamente les habían puesto esa vacuna, si acababan de conocerse?

Ese pensamiento le hizo detenerse en seco. De pronto, la mirada de sorpresa de los dos chatarreros encajó como la pieza de un puzle en un tablero largamente olvidado: ¡no tenían ni idea! ¡Todo había sido una patraña!

—Culo roto… —masculló. Se llevó las manos a la boca para llamar a sus compañeros—. ¡Quietos, quietos, joder!

Algunos se volvieron para mirar, pero la mayoría seguía alejándose de la zona como si todo fuese a saltar por los aires de un momento a otro.

Sin embargo, el sarlab del traje de arpillera se paró en seco. Conocía a Tarven desde hacía tiempo y habían luchado juntos codo en codo en más de una campaña.

—¿Qué pasa, Tarven?

—Que esa perra nos ha mentido —soltó—. No hay ningún puto gas.

—¿Cómo que no? Pero….

—¡Que no, coño! ¡Te lo digo yo!

Uno de los sarlab intentó pasar por su lado, pero Tarven le detuvo cogiéndole del brazo. Éste se volvió, mirándole con una expresión furibunda.

—¡Suelta, coño!

—¡No hay gas! —chilló Tarven—. ¡Es una treta!

—¡Que me sueltes, hostia! —gritó el sarlab, dando tirones para librarse.

Tarven iba a decirle algo, pero vio en sus ojos que nada de lo que dijese podría convencerle; el miedo centelleaba en ellos como el fuego en los motores interestelares. Chasqueó la lengua, extendió el brazo y le arrebató el arma de las manos. Luego, lo empujó lejos de él.

El sarlab lo miró, confundido.

—Lárgate… Yo voy luchar, así que me quedo esto.

El sarlab pestañeó, miró al otro soldado y después echó a correr de nuevo sin añadir nada más.

—Tarven, ¿estás seguro? —preguntó Arpillera.

—No —dijo—. Pero ¿qué coño?

Y echó a correr de vuelta hacia la sala del cubo.

Arpillera consideró brevemente sus opciones, pero luego decidió que quizá Tarven tuviera razón. Su trabajo era luchar, y la muerte era parte de la retribución que un sarlab recibía en vida.

Preparó su arma y salió corriendo detrás de su compañero.