El transporte salió del Tubo Diecisiete desacelerando en completo silencio, se desplazó por encima del jardín privado y aterrizó sobre la grava de la entrada, donde se detuvo.
Un hombre de aspecto elegante y bien parecido descendió entonces del vehículo con un movimiento suave pero rápido. Después, como hacía siempre, levantó la cabeza para admirar el falso cielo. Control de Tiempo había programado un hermoso atardecer; nubes rosas y anaranjadas se recortaban sobre un intenso gradiente que nacía de un furioso anaranjado y se trocaba en un azul celestial. Esas secuencias se proyectaban sobre las láminas blancas que revestían las altas bóvedas, mientras una suave y fresca brisa con aroma de flores lo embriagaba todo. Inspiró hondo y disfrutó durante unos breves instantes de la experiencia.
Sólo poder olvidar, aunque fuera por unos instantes, que en realidad flotaba en el espacio profundo a bordo de una monumental nave espacial, hacía que mereciese la pena vivir en ese barrio. Barrio era un eufemismo para «residencial exclusivo de alto standing», por supuesto. Tan caro, que sólo los que se movían en los más altos círculos de responsabilidad de La Colonia podían permitírselo.
Después de unos instantes, se dirigió al interior. Las puertas realizaron un rápido chequeo (comprobando cosas como el iris, o las huellas dactilares) y se abrieron automáticamente para recibirle. Las luces del interior se encendieron. Una cálida voz le informó de que tenía tres mensajes, dos de los cuales eran respuestas. Preguntó si deseaba escucharlos en ese momento.
—No. Guardar mensajes —dijo, mientras caminaba resuelto hacia el despacho.
—Mensajes guardados.
El despacho era un lugar diáfano con una decoración mínima. Los estantes apenas contenían algunos pequeños caprichos de formas blancas y brillantes, y en el centro de la estancia, un cómodo sillón miraba a una pared blanca.
El hombre alto se sentó en él, y la pared se activó de inmediato resplandeciendo brevemente. El logotipo de La Colonia apareció en el centro. Con un sonido siseante, un pequeño panel de control emergió del reposabrazos.
—Conectar —dijo—. Proyecto Jebediah.
Tuvo que esperar un par de segundos, hasta que un mensaje apareció suavemente en el centro de la pantalla.
IMPOSIBLE CONECTAR.
CONTRAMEDIDAS DETECTADAS.
Tenía la esperanza de establecer una conexión a última hora del ciclo, pero al parecer tendría que esperar todavía un poco más. Sólo esperaba no haber perdido su pequeño juguete; desde que desapareció bajo tierra establecer conexión le había resultado imposible. Por fin, cerró los ojos, se recostó sobre el asiento, y se quedó así unos instantes.
Había sido un día duro, pero no porque hubiera tenido demasiado trabajo, sino por el insufrible tedio que le acarreaba. Siempre era así. Aburrimiento supino, lento y pesado como los aceitosos vapores de un viejo motor. Le hacía sentir tan apagado… tan apático. Habían tenido reuniones, y luego más reuniones. Y después de las reuniones habían jugado a ese estúpido juego de simulación que a todos les parecía tan excitante y que él odiaba. Y después habían vuelto a tener más reuniones.
En realidad, odiaba a todos aquellos altos cargos que se habían acomodado en sus sillones y dirigían La Colonia exactamente de la misma maldita forma que se había hecho en los últimos… ¿seis, siete, ocho mil años? No tenía sentido. La Colonia tenía el potencial de ir mucho más allá. Tenían la capacidad de dirigir los destinos del hombre en la conquista del espacio profundo. ¿Por qué limitarse a velar por el equilibrio de las cosas, cuando podían simplemente hacer que su lado de la balanza se decantara de manera inequívoca y absoluta?
La clave estaba en la paciencia. Llevaba mucho tiempo trabajando en secreto, atento a las posibilidades que surgían de forma casual. Éstas brotaban ocasionalmente, pero él era bueno reconociéndolas y aprovechándolas, por ínfimas que fueran. Con el tesón y la habilidad innata de una arañita, había ido tejiendo su pequeña tela invisible, por donde caminaba con la habilidad de un trapecista para hacerse con bocados cada vez más grandes. La tela se extendía. Cada nuevo hilo hacía que la estructura general fuera más estable, y eso le permitía crecer y llegar aún más lejos. El problema esencial era que resultaba muy difícil desestabilizar el sistema interno de La Colonia. Sencillamente, era una presa demasiado grande; ni aunque pasara mil años más añadiendo hilos y más hilos a su tela, conseguiría su objetivo.
Parte de la traba era que había demasiadas medidas anticorrupción. No podía confiar en nadie; tocar en el hombro de la persona equivocada con una propuesta poco apropiada podía significar conseguir un billete directo a un Planeta Prisión, de esos de donde ya no se salía. Así que la arañita había trabajado despacio, y había trabajado prácticamente sola.
Uno de los mayores logros de su pequeña confabulación había sido, por supuesto, E-93472-N. Encontrado por azar gracias a una pequeña referencia en un antiquísimo informe, E-93 parecía, a priori, un planetoide miserable y condenado. Sin embargo, había resultado más sorprendente que la invención del vuelo espacial. Hubiera dado cualquier cosa, cualquiera, por desplazarse hasta allí y poder ver aquellos ancestrales muros de piedra negra con sus propios ojos, pasearse por sus galerías y ver las colosales salas donde todos aquellos cadáveres esperaban pacientemente la Pira Final. Sin embargo, no se esperaba que un hombre de su posición y rango viajara por el espacio al borde exterior para explorar un planeta que ni siquiera tenía un nombre. Hubiera resultado extraño. Sospechoso. Y esas cosas no se pasaban por alto en La Colonia.
No, era mucho mejor usar gente ajena a La Colonia. Al fin y al cabo, el universo era un lugar donde no faltaban mercenarios y hombres sensibles a la pasta.
E-93 era fascinante. Probablemente, el descubrimiento más importante de toda la historia de la humanidad. La tecnología que había llegado a entrever a través de las grabaciones era fantástica, tanto que parecía imposible que tuviera más de diez mil años de antigüedad. Superaba con mucho cualquier cosa que el hombre hubiera conseguido hasta el momento… Sospechaba, además, que apenas habían empezado a escarbar su superficie. Había muchos misterios todavía encerrados tras los muros de aquel panteón, erigido en memoria de los antiguos moradores de la Tierra, que resultaron asesinados por una especie de vampiro espacial, una nube, algún tipo de plaga… un ser inconcebible y monstruoso.
Todas aquellas cosas, incluso, ¿por qué no?, la entidad que los alienígenas supuestamente aprisionaron en las profundidades del planeta, se traducían en una cantidad desorbitada de créditos; había mucho que ganar, cantidades inimaginables. Y poder, porque el conocimiento privilegiado se traducía en poder. Pero aquellos secretos requerían una prospección cuidadosa; extraer aquel conocimiento no podía hacerse con él confinado en su lujosa casa o su despacho y confiando en vulgares mercenarios. No, tenía que alejarse de La Colonia y dedicarse por entero a aquel planeta y sus secretos.
Una forma de hacerlo era consiguiendo primero una cantidad suficiente de créditos como para poder independizarse. Naturalmente, llevaba muchísimo tiempo conspirando y trapicheando y ya tenía unas reservas más que interesantes. Pero hacía falta más, mucho más para poder empezar su pequeño imperio. Y ahí es donde entraron en juego los conectores.
En cuanto supo de qué se trataba, su cabeza empezó a dar vueltas. Estaban hechos de un material que La Colonia conocía bien, pero del que se poseían apenas unos gramos. Esos gramos habían sido obtenidos de un meteorito que se había rescatado hacía milenios; ni siquiera sabía dónde. Lo llamaban castrex, porque eran restos del cascarón de una estrella de neutrones, que son el segundo objeto más denso del universo, por detrás tan sólo de los agujeros negros. La resistencia de semejante material era diez mil millones de veces superior a la del acero, debido a la compresión a la que estaba sometido el castrex: una masa diminuta tenía un peso de cien millones de toneladas.
Le costó bastante conseguir un sistema para poder transportar tanto castrex. La tecnología fue concebida gracias a algunos aparatos que encontró en el panteón. Fabricaron un rudimentario gel que llamaron spacium, que producía un campo de ingravidez cuando se rodeaba un objeto cualquiera con él, sin importar su forma ni su tamaño. No era muy estable, así que tenían que irradiarlo constantemente, o el objeto empezaba a recuperar su peso de forma paulatina.
Oh, fabricar el gel no había sido difícil. En el pasado había conseguido cierto material privilegiado gracias a los mercenarios que había contratado; cosas como avanzados sistemas computacionales (de los que apenas se veían por ninguna parte), algunos exclusivos robots de combate y, naturalmente, una nada desdeñable cantidad de créditos. Con los créditos pagaba a científicos e ingenieros. Tal vez no fueran tan brillantes como los de La Colonia, pero podían reconocer una solución si la tenían delante. Sin embargo, tanto castrex era una dura prueba para la codicia de los mercenarios. Los informes sobre sus descubrimientos y progresos se tornaron cada vez más escasos; sus contratistas habían descubierto que aquel lugar suponía una fuente inagotable de riquezas, e intentaron jugársela.
Él había previsto aquella eventualidad, desde luego. Parte de su labor era, precisamente, prever eventualidades. Su seguro anticontingencias, de hecho, se llamaba Jebediah, Quinto de los Dain, y líder del clan sarlab.
Jebediah se había puesto en contacto con él mucho tiempo atrás. Tenía cierta información privilegiada sobre sus… actividades, y le amenazó con hacerlas públicas si no le brindaba ciertos servicios que requería. Partes biónicas, concretamente. Conocía los trabajos de La Colonia en ese campo y quería lo mejor para su propio cuerpo. No era de extrañar, desde luego, sabiendo que entre los suyos se ascendía en la jerarquía social mediante la fuerza física y la destreza en el combate.
Podía haberse librado de aquel burdo intento de extorsión de mil maneras diferentes. Nunca supuso, en realidad, una amenaza, sino una oportunidad. Él podía haber borrado del mapa su preciosa nave Imperia con una orden a las personas adecuadas, pero los sarlab eran poderosos y su reputación de sobras conocida en todos los rincones del universo. Vio enseguida la manera de aprovecharse de ellos, de controlarlos, de dirigirlos como la mano remota que siempre le había faltado.
No sin riesgos, apañó las cosas para que todo se llevara a cabo. Fue delicado y complejo, pero consiguió que los mejores profesionales de La Colonia se ocuparan de la operación. Salió bien. Salió fantásticamente bien, un éxito sin precedentes teniendo en cuenta que no se había probado nada tan sofisticado en un humano. Jebediah consiguió un cuerpo nuevo, una obra de arte de la ingeniería biomecánica, un experimento que excedió cualquier expectativa y que aún tardaría un par de años en aplicarse a los nuevos cerebros de robot.
Sin embargo, la operación también incluyó algo que Jebediah no había pedido: un pequeño módulo escondido en el corazón de sus engranajes cibernéticos que generaba ciertas endorfinas muy sofisticadas. Eran como pequeños soldaditos químicos que se pasaban las horas susurrando y engatusando a su cerebro. Básicamente, eran un primer paso para una intervención posterior… preparaban al cerebro para el trauma que iba a sufrir.
El tiempo pasó, pero Jebediah y él siguieron en contacto. Él le encargó unos cuantos trabajos, nada de mucha importancia, desde luego, pero aun así se cuidó mucho de pagar generosamente. Sus relaciones se estrecharon; Jebediah bajó la guardia. Un día, él le habló de nuevas mejoras para su cuerpo: implantes neuronales que le darían nuevas y asombrosas capacidades. Podría interaccionar con ordenadores de forma remota, accediendo directamente a los sistemas computerizados, y tendría sensores de alerta implantados en su mente consciente. Sería imbatible. Nadie podría acercarse sin que él lo supiera.
Jebediah accedió. Para entonces, las endorfinas habían hecho su trabajo y el cerebro estaba ya listo para aceptar la peligrosa y delicadísima operación, consistente en instalar un sistema informático neuronal conectado a su cerebro. Este «añadido» hacía todo lo que se le había dicho, desde luego, pero incluía también un par de sorpresas de las que Jebediah no sabía nada. Una de ellas era una función adicional sumamente útil para sus propósitos: una suerte de interruptor que brindaba la posibilidad de que alguien tomara el gobierno de Jabediah. Su cerebro, su personalidad se «apagaban» temporalmente y otra persona podía asumir el control de sus acciones y sentidos vía remota. Naturalmente, no habían retirado su viejo cerebro, ni siquiera una pequeña parte. El viejo líder sarlab aún contaba con todos sus recuerdos, vivencias, inquietudes y sueños. De ese modo, Jebediah se había convertido en una sofisticada herramienta que, cuando no se gobernaba por ese sistema, funcionaba como siempre lo había hecho, con total independencia y autonomía.
Cuando estuvo claro que los mercenarios pretendían dejarle fuera de juego, recurrió a Jebediah. Sólo le habló de los conectores: para entonces, uno de ellos ya había sido extraído y estaba siendo transportado a la nave de unos piratas. Su misión principal era interceptar el convoy y recuperarlo por cualquier medio posible. El objetivo secundario consistía en aniquilar totalmente a la facción enemiga. No quería que nadie supiera de la existencia de aquel lugar, de momento.
Jebediah aceptó de inmediato. La paga era aún más astronómica que de costumbre: le permitiría adquirir un buen montón de recursos. A él le daba lo mismo el gasto. Al fin y al cabo, Jebediah y él eran ya la misma cosa.
De pronto, se sacudió como si le hubieran dado una descarga. Acababa de experimentar esa sensación de caída que se tiene cuando uno se queda dormido demasiado rápido. Se había dejado llevar por los recuerdos y estaba sucumbiendo al sueño. El sistema de la casa, incluso, había ido bajando poco a poco la intensidad de la luz, pero ahora volvía a iluminarse normalmente.
No sabía cuánto tiempo había transcurrido, así que se pasó ambas manos por la cara y volvió a insistir. Jebediah tendría que salir fuera en algún momento.
—Conectar —repitió—. Proyecto Jebediah.
La respuesta llegó, como las otras veces, casi al instante.
Las enormes máquinas continuaban extrayendo tierra, paneles y roca. Dejaban al descubierto kilómetros de túneles, corredores y enormes salas. Después, las toneladas de escombros eran expulsadas por unos enormes tubos que se levantaban hacia el cielo, arrojando una impresionante polvareda al aire. El viento se encargaba de esparcirla y arrastrarla lejos.
La Hipervensis continuaba inmóvil donde Maralda Tardes le había ordenado esperar, invisible e indetectable. Como parte de su Programa de Iniciativa, había empezado a grabar en vídeo todo lo que ocurría alrededor: los movimientos sarlab, el despliegue de las naves y robots de asedio, las excavaciones. Ahora, la visibilidad era mucho más reducida, porque la tierra que se excavaba acababa siendo arrojaba al aire, pero la nave prototipo seguía alerta a todo lo que podía registrar; al fin y al cabo, los ingenieros de La Colonia sabían demasiado bien que la información equivalía a supremacía. Una de las cosas que reintentaba cada pocos segundos era restablecer la conexión con su piloto.
Por fin, coincidiendo con el desplome del techo de una de las grandes salas, un pequeño indicador emitió un breve pitido en la quietud del interior de la nave. El panteón ya no era hermético: los inhibidores no podían contener las señales que, por fin, comenzaban a fluir y circular libremente. El terminal principal se iluminó brevemente durante un par de segundos. En él apareció un mensaje:
CONTRAMEDIDAS ANULADAS.
RECONECTANDO CON PILOTO.
RECIBIENDO SEÑAL…
Después de unos instantes, el mensaje cambió:
SEÑAL ENCONTRADA.
SEÑALES VITALES PERDIDAS.
¿PILOTO?
INICIANDO COMPROBACIÓN.
En ese momento, el interior de la nave empezó a llenarse de pequeños sonidos electrónicos, como una secuencia atropellada, mientras sus protocolos de emergencia se ponían en marcha. Después, lenta pero segura, la nave comenzó a moverse.
Los sarlab se quedaron petrificados, recorridos por una súbita sensación de terror. Uno de ellos sentía los testículos tan encogidos que pensaba que iban a escurrírseles por la pernera del traje en cualquier momento.
El motivo era Jebediah, por supuesto. Se le había agotado la paciencia. Avanzaba con tanta rapidez hacia el piloto que parecía una especie de vehículo de combate mecanizado. El piloto no había reparado aún en él; continuaba comportándose como si estuviera en una fiesta privada en los barracones de la Imperia. Saltaba, aullaba y hacía aspavientos. En realidad estaba deseando ver cómo atravesaba el suelo y se precipitaba hacia la planta inmediatamente inferior, si es que había alguna.
Jebediah estaba ya prácticamente encima, pero el sarlab miraba aún la campana como estuviera viéndola por primera vez en su vida. En verdad resultaba fascinante; seguía descendiendo de manera casi imperceptible pero inevitable, haciendo crujir el suelo a cada instante. Unas estrías oscuras hacíando las pesadas baldosas, generando violentos chasquidos.
Jebediah llegó, con la mano extendida por delante a modo de ariete. Cubrió con ella el rostro del sarlab y comenzó a levantarlo en el aire. Éste dejó escapar un bufido atroz, como si quisiera decir algo, pero naturalmente, la mano mecánica se lo impedía. La mandíbula crujió brevemente. Los pies le colgaban y el peso del cuerpo le tiraba demasiado hacia abajo; el cuello crujió amenazadoramente. Rápidamente, levantó ambas manos para agarrarse del brazo.
Jebediah lanzó el otro brazo hacia atrás. Estaba flexionado, con el puño cerrado como si fuera a descargarlo hacia el piloto. Éste podía verlo, amenazante y contundente como una maza de hierro, a través de los dedos. Como todos los sarlab, sabía que su líder no era ya humano; no quería imaginar lo que un puñetazo proyectado por aquellos engranajes cibernéticos haría en su pecho. Incapaz de moverse o liberarse, cerró los ojos.
De pronto, se hizo el silencio.
Nadie se movía.
El piloto estaba sudando. Las manos le temblaban y le costaba respirar, pero el pecho subía y bajaba al ritmo de su alocado corazón. Sabía que el golpe podía llegar en cualquier momento, y sólo esperaba que fuera rápido.
Pero no ocurrió nada.
Abrió los ojos y vio el puño aún allí, esperando. La expresión del Gran Bardok estaba congelada en mitad de la acción, como si alguien hubiera pulsado el botón de «pausa» y hubiera detenido la escena. Entonces movió la cabeza hacia atrás y consiguió liberarse de la mano que le tenía sujeto. Los dedos de Jebediah continuaron tensos, asiendo el aire, como si fueran los dedos de una estatua.
Confuso y dolorido, el sarlab giró suavemente la cabeza para mirar alrededor. Allí estaban sus compañeros, mirando a su líder con los ojos como huevos duros, completamente atónitos.
Y no era para menos: Jebediah, Quinto de los Dain y Gran Bardok de los sarlab, se había quedado inmóvil como si fuera una elaborada escultura.