Jarvis no podía dejar de rumiar. Se encontraba junto a los amplios ventanales de la Sala de Oficiales de la Imperia, que ofrecían una amplia perspectiva de la bahía principal de carga. Una visión privilegiada, en efecto, diseñada para monitorizar los accesos y salidas. En momentos como aquél, aquellos asientos ofrecían un espectáculo muy cotizado; casi todo el mundo con acceso a aquel lugar buscaba una excusa para sentarse a admirar el bullicioso despliegue de maquinaria, hombres y robots. Sin embargo, la movilización era tan absoluta que, en esa ocasión, Jarvis estaba solo.
Jebediah.
Sentía que era el momento de librarse de él. No de él… de aquella… cosa. Ciertamente tenía dificultades para considerarlo una persona; era una especie de monstruo mecánico, un híbrido demasiado extraño y antinatural como para que uno pudiera sentirse cómodo en su presencia. Obviamente, no había forma de actuar con normalidad junto a alguien con el poder y la autoridad suficientes para acabar con uno de un solo zarpazo si le apetecía. No, era algo más. Era que aquella mezcla entre materia orgánica y mecánica resultaba aberrante. La mente lo rechazaba. No era natural.
Lo que sí era natural era el proceso de selección sarlab.
Era muy sencillo, y había funcionado bien durante cientos de años de historia sarlab: el aspirante eliminaba al Gran Bardok y se erigía líder. Al menos, era sencillo hasta que Jebediah se ocupó de cambiar las reglas, sustituyendo al hombre por una máquina invicta.
Jarvis no era particularmente fuerte, ni destacaba especialmente en el campo de batalla. Ni siquiera cuando Jebediah era aún un simple mortal hecho de carne y fluidos vitales como los demás hubiera tenido alguna posibilidad de superarle en combate. Los otros Kardus eran parecidos a él: no excesivamente fuertes, ni brillantes tampoco. Era, suponía, una buena manera de asegurarse de que los competidores estuvieran en desventaja.
Jarvis había logrado ascender en el escalafón por méritos propios. Resultó que era bastante bueno planeando estrategias de combate. Cuando se le daba una escuadra o incluso un grupo de ellas, sus órdenes suponían una gran diferencia en el resultado; el balance de muertes resultaba ampliamente favorable. Destacar en tales cosas, por supuesto, no era demasiado difícil entre los sarlab; la mayoría de los hombres estaban contentos con un ataque frontal directo.
Como los otros Kardus, Jarvis pensaba que toda aquella operación era un fiasco. No entendía que hubieran arriesgado la nave entera; sencillamente, no había ninguna otra cosa más preciada que la Imperia. Era la única base de operaciones que tenían; era más que eso, era su hogar. Era todo lo que los sarlab representaban. Si la perdían, varios cientos de años de historia sarlab desaparecían en el espacio profundo. ¿Cómo podía ponerse en juego algo así? Ahora, volvía a arriesgarlo todo llevando a todo el mundo a la superficie del planeta. No sólo era descabellado, era una temeridad tan grande que casi podía calificarse de suicidio. Los sarlab, como los demás en ese universo de lunáticos, tenían enemigos. Si uno de ellos aparecía de improviso en la órbita del planeta, estarían en serias dificultades. La Imperia ni siquiera había sido reparada convenientemente; el blindaje requería atención inmediata, reparaciones urgentes que habían sido desatendidas porque la totalidad del personal especializado había sido convocado en aquella bola de polvo.
A Jarvis no le importaba lo más mínimo que los otros Kardus no vieran los enormes y delirantes riesgos a los que se exponía su líder Jebediah con tanta imprudencia. Él si los veía. Él era el quien ponderaba el peligro cuando se encontraba cerca. Salvaba vidas con sus dotes de visión, lideraba hombres hacia el éxito y sabía cuándo había posibilidades de victoria, y cuando no. Ese talento natural le decía también que si había habido una operación arriesgada en toda la historia de los sarlab, era ésa.
Por culpa de Jebediah.
Puta máquina… loca…
Apretó los labios. Tenía que quitarla de en medio.
Ahora empezaba a perfilar por fin los últimos retoques de su plan. Llevaba horas trabajando en él, dándole vueltas. La clave eran los Kardus, por supuesto. El Consejo Kardus. Sólo seis Kardus formaban el Consejo entre Jebediah y el resto de los sarlab; él era uno de ellos, y otro había sucumbido en la superficie del planeta. Eso los convertía en cuatro. De esos cuatro, Rhan y Heram eran burdos parias con todas las luces de su panel de mandos apagadas. Harían cualquier cosa que Jebediah ordenase, y en su ausencia, se mostrarían de acuerdo con lo que fuera que el resto del Consejo Kardus aprobase. El otro era Varik, un nepoleano testarudo que se interesaba más por el correcto funcionamiento de la nave que de otra cosa. No le importaría que les liderase una bandada de gansos siempre y cuando la Imperia siguiese intacta. Y eso, con todos los daños que la nave había sufrido recientemente, era más que conveniente para sus propósitos.
Elsin era, naturalmente, el Kardus que más le preocupaba. Por algún motivo pensaba que Jebediah se había convertido en una especie de deidad todopoderosa, que había superado las barreras humanas y las limitaciones de las máquinas, fundiéndose en un ser sobrenatural. Reconocía que, al principio, se sintió algo abrumado cuando le confesó su vínculo secreto con la Imperia. Era demencial, desde luego, pero ahora, incluso esa historia se le antojaba demasiado descabellada.
Tampoco importaba.
Cuando ejecutara su plan, su simbiosis con la Imperia desaparecía tan rápidamente como él mismo.
Elsin era el eslabón más delicado. Si podía apartarlo de su camino, el resto vendría solo…
En ese momento, la puerta de la Sala de Oficiales se abrió con su habitual ruido hidráulico. Elsin irrumpió con su característico paso largo.
—¡Jarvis! —exclamó, visiblemente contrariado—. No esperaba encontrarle aquí. ¿Ha visto usted a Varik? Me había citado en este lugar.
Jarvis torció el gesto con una mueca de fingida sorpresa.
—¿Para algo importante? —preguntó.
—Eso creo, Jarvis —soltó Elsin. Siempre había sido un tipo estirado y antipático, pero desde su última conversación con él, su actitud había cambiado visiblemente. Jarvis no tenía ninguna duda de que cuando Jebediah volviera, Elsin se acercaría a él con el cuento de sus insinuaciones—. No tengo mucho tiempo que perder, como usted debería saber. ¿Le ha visto o no?
—Sí… Le he visto —exclamó Jarvis—. Está ahí detrás, en el reservado de descanso.
—De acuerdo —respondió, hosco.
Dudó un segundo, saludó torpemente, y se retiró por el pasillo de la zona privada con resueltas zancadas. Aquélla era un área dedicada al descanso de oficiales de alta graduación, y por lo tanto, carecía de las medidas habituales de seguridad convencionales, como cámaras de vídeo.
Todo muy conveniente para los planes de Jarvis, por supuesto, quien le seguía ya con exquisita cautela, moviéndose sigilosamente hasta que las sombras se lo tragaron.
—Gran Bardok —exclamó el oficial a través del comunicador—. Verlo ha solicitado hablar con usted. Dice que es importante.
Jebediah se encontraba ya a bordo del deslizador y avanzaba a buena velocidad recorriendo la línea de excavación hacia la entrada principal.
—Póngame con él —respondió.
—¿Gran Bardok? —preguntó Verlo casi al instante, tras una breve crepitación.
—Hable, Verlo.
—Gran Bardok, hemos encontrado el objeto que buscábamos. Estaba oculto en el vehículo Mamut que huyó de la escena de la contienda. Es un poco más pesado de lo que creíamos…
Jebediah consideró esas palabras durante unos instantes. En las especificaciones del trabajo no se mencionaba ningún peso, pero sus hombres acostumbraban a hacer conjeturas con demasiada facilidad.
—Buen trabajo, Verlo —exclamó Jebediah.
Se daba cuenta de que, hacía sólo unas horas, aquélla hubiera sido la noticia por excelencia; la consecución del objetivo prioritario y el fin del despliegue sarlab en aquel planeta sin nombre. Hubieran podido empaquetar e irse a casa. Ahora, sin embargo, se había convertido en un interesante objetivo secundario.
—Pero hay algo más, Gran Bardok. Una mala noticia, me temo.
—¿De qué se trata?
—Hemos encontrado un elemento inesperado dentro de las instalaciones enemigas, Gran Bardok. Una mujer. Una oficial de La Colonia, a juzgar por su ropa y distintivos.
Jebediah sacudió la cabeza. ¡La Colonia! Su aparición era inevitable, desde luego, pero había esperado que le concedieran un poco más de tiempo. Los informes que había recibido de los analistas sobre el estado del planeta tampoco eran demasiado alentadores: el impacto de la Semex había desestabilizado toda la estructura de placas interna, y el planeta sin nombre estaba inevitablemente sentenciado a sufrir frecuentes y terribles espasmos que irían in crescendo hasta que Vorensis se lo tragara dentro de unos mil ochocientos años. Así que si sumaba ambas cosas, tenía una bonita ecuación en el que la incógnita se despejaba con una simple y directa solución: el tiempo se acababa.
—Llévela junto a la Escuadra Inercia, grupo doce —exclamó—. Yo voy para allá.
Después, hizo acelerar el deslizador.
No pudieron decir cómo ocurrió: Bob no les había alertado y tampoco hubo ningún ruido que les avisara de que algo empezaba a ir mal. Sencillamente, de repente, se encontraron rodeados por un grupo de hombres armados.
Eran sarlab, desde luego. Las marcas y ornamentos de sus trajes lo demostraban muy a las claras. Uno llevaba una suerte de vegetación que caía de los hombros, algas negras que parecían tremolar como si tuvieran vida propia. El casco era un ojo desproporcionado encerrado en una jaula de dientes. Otro tenía una ristra de colmillos asomando por la línea de la espalda, los hombros y toda articulación, y el casco había sido alterado para parecer la parte superior de un cráneo.
En cuanto a Bob, sus sensores de largo alcance estaban definitivamente dañados, pero su sistema de alerta cercana acababa de ponerse en marcha, aullando como un lobo sobre una colina: no sólo había detectado la presencia de armas, sino que éstas apuntaban claramente a sus dos protegidos, además. Empezó a moverse cuando, inesperadamente, recibió una descarga de iones. Los buscadores de tesoros dieron un respingo: los iones siempre sonaban crepitantes y amenazadores, y podían ponerte todo el vello de punta si estabas cerca de una descarga. El olor, intenso y demasiado parecido al de la piel quemada, les golpeó en la nariz mientras una cortina de estrías cimbreantes recorrían el cuerpo de Bob. Envuelto en chispas, se sacudió de manera espasmódica hasta que, de pronto, quedó congelado, petrificado en una pose absurda.
—Mierda —soltó Ferdinard.
—¡Las pulseras! —soltó uno de los sarlab, imperativo.
Malhereux estaba sobrecogido, mirando el cañón de los rifles, oscuro y terrible. Al principio no comprendió la orden… al fin y al cabo, eran sarlab, y sabía que los sarlab no hacían prisioneros ni dejaban a nadie con vida. ¿Para qué querrían que entregasen las pulseras si iban a matarlos de todas formas?
—Mal —estaba diciendo Ferdinard—, quítate la pulsera…
Malhereux pestañeó, saliendo de sus pensamientos. Se quitó la pulsera y la dejó caer en el suelo. Luego levantó ambas manos en señal de rendición. Casco de Cráneo recogió rápidamente las pulseras de control y las sopesó con la mano.
—¿Quién demonios sois vosotros? —preguntó entonces.
Malhereux lanzó una breve mirada a su compañero, pero Ferdinard no estaba seguro de qué decir; sentía que, de alguna manera, su vida podía depender de su respuesta. Si les decía que eran simples chatarreros inesperadamente envueltos en una trama de panteones primigenios, podrían decidir acabar con ellos allí mismo. No… tendrían que jugar al misterio, tanto como les fuera posible. De una forma sutil, lanzó un mensaje a su socio haciendo un gesto de negación. Malhereux pareció comprender y agachó la cabeza.
Casco de Cráneo lanzó las pulseras a uno de sus compañeros. Las cogió en el aire con un movimiento rápido.
—Lleva esto fuera, que lo miren —dijo.
Luego se acercó a Bob, trocado ahora en una esperpéntica escultura mecánica. Sonrió cuando pasó por debajo de sus brazos, levantados hacia el trecho como si hubiera estado practicando alguna danza tribal. Después, se acercó a las pantallas.
—¿Qué es todo esto? —preguntó entonces.
—¡Computadoras! —soltó otro de los sarlab—. Son los primeros con apariencia normal que hemos encontrado. ¿Aviso para extracción?
Casco de Cráneo asintió.
—Sí. Informa también que tenemos dos pájaros —añadió—. Y esta vez, ¡vivos!
—Claro… —dijo, y se alejó por el corredor mientras trasteaba con su propia muñequera personal.
El sarlab se acercó a la pantalla central. Allí había un montón de información que no le decía nada: letras, números, diagramas… basura electrónica. Nunca la había entendido, y nunca la entendería, pero era lo que el Gran Bardok buscaba, y cuanto antes lo consiguiera, antes saldrían de aquel planeta de mierda.
—Ésta sí que es buena… ¿Sois técnicos? Vuestros trajes no son de combate. ¿Qué hacéis aquí? En serio.
Los dos amigos continuaron en silencio.
—Está bien —contestó Casco de Cráneo, encogiéndose de hombros—. A mí me la suda, ¿vale? Ya os sacarán la información.
En ese momento, el aire comenzó a llenarse de un murmullo lejano, y también algo más, algo en principio casi imperceptible. Ferdinard fue el primero en sentirlo: era como una vibración que se dejaba sentir en las piernas, conducida a través de las planchas del suelo. Después se hizo más evidente, y el polvo comenzó a escapar de nuevo de entre las rendijas del techo, como lo hiciera anteriormente.
En ese momento, otro sarlab entraba precipitadamente en la habitación.
—¡Eh, Leran! —dijo—. Han abierto un par de niveles por encima, pero no van a llegar aquí hasta dentro de un buen rato, así que habrá que mover esas cosas.
—¿Qué coño quiere decir eso? —preguntó Leran, poniendo los brazos en jarra.
—Bueno… Es el suelo. Está lleno de conductores y placas que los ingenieros quieren investigar antes de seguir excavando. Son como… circuitos y esas cosas. Hay un montón de mierda tecnológica por esta zona.
—¿Y qué? —preguntó.
—Pues que habrá que trasladar los ordenadores arriba para llevarlos a la nave —contestó el sarlab, dubitativo.
—¿Quién coño ha ordenado eso? —preguntó Leran.
—Pues Esnoga —respondió el sarlab en un tono de voz más bajo.
Leran sacudió la cabeza.
—Dile a Esnoga que estas cosas no se mueven de aquí. ¡Imbécil! No tiene ni puta idea de nada. ¿Es que tengo que estar encima de todo?
—¿Se lo digo?
—Dile que los ordenadores están funcionando. Están haciendo mediciones, ¿vale? Están… —hizo aspavientos con las manos, intentando encontrar las palabras adecuadas—, están conectados a cosas, ¿entiendes? Si los saca de aquí, no sé qué mierdas van a analizar los ingenieros.
—Bueno, entonces qué le digo —respondió el sarlab, cruzándose de brazos.
Para los dos chatarreros espaciales, quedaba ya bastante claro que aquel sarlab era un simple mensajero entre dos oficiales de algún tipo. Leran lo conocía bien, era el tipo nuevo de su escuadra; un indolente y joven luchador de los puertos de Balmorra llamado Malandro. Tenía ese bigote absurdo que los tipos duros de la zona gustaban de lucir, en forma de media luna inversa. Para Leran, el bigote resultaba tan feo que casi podía decir que tenía propiedades hipnóticas; no podías hablar mucho rato con él sin que la vista se clavase en aquella maldita cosa.
—Dile que envíe a los ingenieros aquí, joder —respondió al fin—. Si ellos dicen que estos cacharros pueden irse, por mí perfecto. Pero no quiero tocar nada sin que alguien que entienda del tema les eche un vistazo.
—De acuerdo —respondió Malandro, dándose la vuelta.
—Y otra cosa —dijo Leran de repente.
Malandro se volvió lentamente, con aire cansado.
—Aféitate el puto bigote —soltó Leran—. Te lo digo en serio. Aféitatelo.
Malandro volvió a darse la vuelta y desapareció por el corredor.
Los dos socios fueron conducidos por corredores y rampas por las que aún no habían transitado. Antes de alejarse definitivamente, Ferdinard echó un último vistazo a Bob. La máquina les había salvado la vida en varias ocasiones; no sólo aquel día, sino también en peripecias anteriores. Dejarla allí sumida en un estado de cortocircuito permanente le produjo una sensación extraña, de desasosiego y hasta de pérdida.
Para entonces, estaba claro que los sarlab se habían apoderado definitivamente del complejo. Escapar se les antojaba algo imposible: los cañones de sus captores les apuntaban de cerca, y se cruzaban a cada poco con otros sarlab. Era como si, de repente, estuvieran ya por todas partes, como una repentina invasión de hormigas. El ensordecedor ruido de maquinaria lo llenaba todo, y no era un sonido del todo desconocido para los dos amigos. Si cerraba los ojos, Ferdinard podía rememorar los días en los que trabajaban con la tuneladora, codo con codo con pesadas máquinas de trabajo. Era, definitivamente, como si en algún lugar de los alrededores, pesadas máquinas estuvieran trabajando sobre el terreno.
Ferdinard no creía que estuvieran construyendo nada; más bien lo contrario.
—Fer… —exclamó Malhereux en voz baja.
Ferdinard se puso tenso; no quería provocar a aquellas bestias asesinas. Si les daban una excusa, por pequeña que fuera, no dudarían en freírles con una descarga.
—¡Calla! —alcanzó a susurrar, con los ojos abiertos de par en par.
—Fer, ¿dónde nos llevan? —preguntó su amigo, visiblemente angustiado.
—No lo sé —soltó Ferdinard—. ¡Calla, Mal, calla!
Sentía como su amigo se pegaba a él mientras caminaban, como un animal que capta las feromonas del miedo entre sus compañeros de camino al matadero. Él también podía sentirlo… era una sensación inexplicable, una tensión muscular en la zona del estómago, y una pesadez en las piernas que les hacía caminar de manera mecánica, como un robot anticuado. Era miedo, desde luego, miedo creciente, y Ferdinard lo sabía. Sin embargo, no podía controlarlo por mucho que lo intentara. Podía aceptar la muerte; ciertamente, llevaba todo el día preparándose para eso, pero el dolor… el dolor era otra cosa. Había escuchado tantas historias sobre aquellos asesinos…
Descendían ahora por una especie de rampa en espiral. El lugar era oscuro; al menos, más oscuro que el resto de las zonas que habían recorrido. Una débil luz roja y azul bañaba sus rostros y las paredes, creando extraños contrastes. Las pisadas producían ecos metálicos mientras caminaban.
De pronto, giraron hacia la izquierda y se quedaron sobrecogidos. Ferdinard se detuvo en seco, sintiendo una súbita sensación de vértigo.
Se trataba de una extensión de espacio vacío tan vasta que los extremos escapaban a la vista. Eso producía un efecto extraño en la percepción visual, como si hubiera niebla en la sala. Los dos chatarreros se encontraron pestañeando, como si necesitasen enfocar mejor.
—Sagrada Tierra… —exclamó Malhereux.
Leran no había estado aún en esa sala, sólo escoltaba a los prisioneros, que eran su responsabilidad. Había visto cosas, sí, algunas sorprendentes, otras curiosas… y había visto salas grandes. Pero ninguna como aquélla. Era mucho más grande que los hangares de las naves más grandes que había conocido. Era incluso más grande que las monumentales instalaciones de los Astilleros Maestros de Dove.
En el centro de la sala había una estructura, un cubo impresionante que parecía flotar a escasos metros del suelo. Sus paredes estaban recorridas por estrías luminosas de un celeste tan brillante que a Malhereux le recordó los iones que habían socarrado los circuitos de Bob.
—¿Qué es…? —empezó a preguntar Malhereux, pero de pronto, una explosión de dolor estalló en su espalda, cortando la frase en su garganta.
Incapaz de mantenerse en pie, cayó al suelo de rodillas con una expresión de intenso dolor esculpida en el rostro. Ferdinard se volvió, sobresaltado, a tiempo para verlo intentando alcanzar con manos temblorosas su propia zona lumbar.
—¡Camina de una jodida vez! —estaba gritando el sarlab que había golpeado a su amigo.
Tenía el arma sujeta de forma que la culata asomaba como un martillo, y esa visión le hizo apretar los dientes. Si le había dado con eso… un buen golpe en una zona tan delicada podía tener nefastas consecuencias.
—¿Son los prisioneros? —dijo alguien a su derecha.
El sarlab (¿Laran, Leran?) contestó algo, pero Ferdinard ya no prestaba atención. Ver a su amigo en el suelo, retorciéndose de dolor, le hizo descender por un tobogán de sensaciones; el estómago se le pegó al pecho y el corazón empezó a bombear con fuerza. Sin embargo, unos fuertes empellones le sacaron de su ensimismamiento. Le empujaban. Trastabilló hacia delante mientras lo conducían hacia el interior de la sala, pero seguía esforzándose por ver si Malhereux se recuperaba. Cuando por fin lo vio incorporarse, aunque no sin esfuerzo, se sintió aliviado.
Cuando se dio la vuelta, sin embargo, descubrió algo en lo que no había reparado al principio: más sarlab. Un gran número de ellos estaban dispuestos en semicírculo alrededor de un par de figuras que, presumiblemente, eran oficiales de más alta graduación. También había operarios trabajando con maquinaria que estaban instalando en esos momentos: sistemas de medición, por lo que sabía. Sin embargo, uno de los sarlab era el mismo que había intentado apuñalarle… les dirigía ahora una mirada torva y aviesa, tocada con una sonrisa burlona.
El que llamaba más la atención, de cualquier modo, era uno que tenía una presencia imponente: era alto, prescindía de casco y sus músculos asomaban por debajo de un vistoso traje de combate. Y había algo más… Aquella mujer, la mujer de La Colonia, ¿Maralda? Estaba con ellos, arrodillada en el suelo y con las manos sobre la cabeza.
—G-gran Bardok —decía el sarlab en un tono de voz apagado y monocorde—, e-éstos son los dos hombres que hemos encontrado.
El hombre más corpulento se volvió hacia ellos, y tanto Ferdinard como Malhereux se sobresaltaron al ver su rostro. Al principio, Ferdinard ni siquiera entendió lo que estaba viendo… ¿Qué le pasaba en la cara? Aquel hombre tenía una herida atroz, aunque no era una herida sangrante. No… Su porte erguido y la serenidad de su rostro indicaban que se trataba, más bien, de algún tipo de cicatriz más que de una herida, y la ausencia de ojos indicaba que se trataba de una cicatriz vieja. Las cuencas se hundían en una zona oscura, como si el tejido de la piel se hubiera necrosado, y allí asomaban unas lentes pequeñas y brillantes de un color rojizo. Lentes biónicas, pero sin globo ocular.
Ha prescindido de todo ornamento —pensó de repente—. Ha prescindido de la parte estética y se ha quedado con la funcionalidad.
Ahora entendía, sin embargo, el repentino cambio de registro en la voz del sarlab. Ya no resultaba arrogante, más bien todo lo contrario. En presencia de aquel hombre, casi parecía un niño amedrentado ante su tutor después de haber infringido una o dos reglas, a sabiendas de que podía sufrir un severo castigo. Aquel hombre monstruoso imponía, imponía de veras.
Mientras pensaba en esas cosas, los dos socios fueron conducidos junto a Maralda y obligados a arrodillarse. Ferdinard protestó sin poder evitarlo: la herida en el omoplato aún le dolía intensamente cuando forzaba los brazos.
—¿De La Colonia? —preguntó el hombre monstruoso.
—Hmm… No lo sabemos, Gran… Gran Bardok. Si lo son, sus… sus placas personales no lo indican —explicó Leran. Empezaba a sudar visiblemente; estaba claro que deseaba estar bien lejos de allí.
—De acuerdo.
Leran saludó con una sentida inclinación de cabeza y se retiró. Ferdinard le vio mirar de reojo mientras se marchaba, espiando el monumental cubo. Era en verdad impresionante y resultaba difícil no mirarlo. Se daba cuenta además que, desde aquella posición, divisaba algo más: un segundo cubo mucho más pequeño, aunque grande como un edificio, estaba emplazado en el margen derecho, tras los hombres. Se apoyaba en el suelo y estaba conectado con el cubo de mayor tamaño mediante tubos de aspecto ceniciento. Como ocurría con éste, unos canales de energía azul celeste recorrían sus paredes verticales. Unos tubos salían del suelo, paredes y techo, y conectaban con la estructura por ambos costados; eran enormes y de un aspecto mate, y se fundían unos con otros.
—Ellos no tienen nada que ver —dijo Maralda de repente.
Ferdinard se volvió para mirarla, y descubrió que tenía una fea herida en la mejilla. Un reguero de sangre había brotado en algún momento de la nariz y se había desparramado hacia la oreja, dejando una mancha oscura y seca. De hecho, parecía tambalearse ligeramente. Si lo que decían sobre el entrenamiento del personal de La Colonia era cierto, ese suave vaivén descontrolado probablemente quería decir que la habían castigado con extrema dureza.
Tragó saliva.
—No lo sabemos —dijo el hombre monstruoso. Su voz tenía una profundidad casi mecánica, pero era al mismo tiempo serena y queda—. No creo ni que usted lo sepa.
Se acercó a Malhereux y lo examinó brevemente.
—¿Qué están haciendo en esta instalación? —preguntó.
—La encontramos por accidente —dijo Ferdinard de repente.
El Hombre Monstruoso giró suavemente la cabeza para mirarlo.
—¿Cuánto tiempo llevan aquí?
—No sabría decirlo —dijo Ferdinard—. No mucho. Sólo intentábamos irnos cuando todo empezó a liarse, de verdad.
—Sólo queremos irnos —confirmó Malhereux.
—Vosotros viajabais en el blindado clase Mamut que había quedado abandonado cerca de la escena de la batalla del páramo, interceptado cerca de una grieta —soltó el hombre monstruoso de repente—. Allí el vehículo se precipitó al vacío hasta que disteis, presumiblemente por error, con la entrada a este complejo. ¿Es correcto?
Malhereux miró a su compañero. Era sorprendentemente correcto. Ferdinard intentó tragar saliva, sin éxito.
—Es… Es correcto —dijo.
—Excelente —exclamó el hombre monstruoso—. La sinceridad ahorra tiempo, y el tiempo es valioso. Entonces vosotros robasteis el conector.
—Ellos no tienen su conector —dijo Maralda—. ¿Por qué no les ahorra el sufrimiento y los elimina de una vez?
Malhereux giró la cabeza rápidamente, sobresaltado. Parecía sentirse traicionado, pero Ferdinard comprendió que los deseos de la mujer eran sinceros. Con honda tristeza, asumió que lo que les quedaba por pasar era, con toda probabilidad, un sendero de dolor y sufrimiento. Los sarlab les arrancarían la piel antes de arrebatarles la vida; se asegurarían de que no tenían nada que revelar antes de prescindir de ellos.
El conector.
Naturalmente, se refería a la campana, como habían aprendido gracias a los terminales de La Colonia. Si había intuido que eran ellos los que habían huido del Mamut, y sabía que en el Mamut estaba el conector, eso debía querer decir que lo había recuperado… Sus hombres debían haber entrado en el blindado y haberlo localizado bajo las células de energía.
El mismo Jebediah respondió a esa pregunta.
—Naturalmente que no —dijo—. Lo tengo yo. De hecho, debería llegar en cualquier momento.
En ese momento, un deslizador llegó por la rampa emitiendo un sonido forzado, muy alto. El aparato se arrastraba a escasos centímetros del suelo, y el operador tenía una expresión de preocupación en el rostro. Junto a él descansaba un objeto que Ferdinard reconoció de inmediato: ¡la campana! Estaba aún en su embalaje de gel translúcido.
—¿Qué le ocurre a ese deslizador? —preguntó Jebediah.
De inmediato, como si hubieran prendido fuego bajo sus pies, varios sarlab se acercaron corriendo al aparato. Ferdinard lo encontró divertido: aquellos hombres parecían dar brincos alrededor del vehículo sin saber cómo reaccionar, espoleados por la sombra de un castigo severo.
El deslizador avanzó aún medio metro, pero el esfuerzo del motor era más que visible. Perdía altura a ojos vista: cada vez circulaba más y más pegado al suelo, y más despacio también.
—¡Páralo! —ordenó un sarlab por fin. Sin embargo, la orden llegó tarde.
El motor soltó una nube de chispas y el vehículo cayó contra el suelo lanzando un ruido metálico. El silencio se impuso en la sala.
—¡No, no, no! —decía el conductor de forma precipitada mientras descendía del deslizador—. ¡Sólo faltaba un poco más!
—¿De qué estás hablando?
—Esa cosa… ¡es jodidamente pesada! No podremos arrastrarla hasta allí…
Los sarlab intercambiaron miradas, pero después saltaron sobre el deslizador y empezaron a sopesar la campana. No pudieron ni moverla. Ferdinard escudriñaba desde su posición y estaba muy sorprendido. Eran hombres fuertes, pero el conector no se balanceó ni un milímetro. Le resultó extraño… No había tenido oportunidad de comprobar cuánto pesaba, pero Bob lo había manejado como si fuera un objeto liviano, incluso con un solo brazo. Sus brazos eran hidráulicos y fuertes, desde luego, pero aun así no creía que la campana pesase más de… doscientos kilos. Por encima de ese peso, incluso los complicados engranajes de las articulaciones podían empezar a resentirse, así que estaba razonablemente seguro de que Bob habría usado ambos brazos para transportarlo.
Malhereux lo sabría mejor. De los dos, era el experto en sistemas computerizados y robots, pero cuando le dedicó una mirada, no le respondió; estaba absorto mirando a los sarlab.
Está tan sorprendido como yo. La campana pesa ahora un quintal, aunque parece la misma. Hasta tiene todavía el gel de embalaje.
De pronto, el deslizador empezó a rechinar. Los sarlab se apartaron de la campana, confundidos, mientras Jebediah, ahora visiblemente impaciente, se cruzaba de brazos. Tan sólo el operario que había venido conduciendo el vehículo empezó a mover los brazos sin sentido.
—¡Se lo dije, se lo dije a ese estúpido! —aulló—. ¡Esa cosa no es normal!
El deslizador crujía ahora amenazadoramente, un sonido retorcido y lánguido como un lamento metálico. De pronto, hubo un sonido fuerte y la campana descendió varios centímetros. Varios trozos de metal salieron despedidos al tiempo que una lámina de acero saltó como la cuerda de una guitarra. El deslizador se estremeció en toda su estructura, hasta que con un nuevo crujido final, la campana terminó de descender varios centímetros más.
Los sarlab se quedaron petrificados, mirando el deslizador a sus pies.
—¿Puede alguien decirme qué ocurre allí? —exclamó entonces Jebediah.
Los sarlab se miraron otra vez antes de responder.
—Es esta cosa, Gran Bardok —dijo uno de ellos.
—¿Qué le pasa? —tronó el líder sarlab rápidamente. Su voz estaba cargándose de cólera.
—No… No lo sabemos, Gran Bardok. Ha partido el deslizador en dos. Quiero decir… literalmente.
El operario soltó entonces una carcajada que sonó extraña y aberrante en aquella sala tan diáfana.
—¡Yo lo sabía! —aullaba, histérico y fuera de sí—. ¡Esa cosa lleva ciclos aumentando de peso! ¡Cada vez pesa más, y va a partir el jodido suelo!
Siguió riendo descontroladamente, sin poder parar. Jebediah lo miraba con creciente hostilidad, pero como para subrayar sus palabras, de forma inesperada, el suelo bajo de la campana crujió lastimosamente.