18
Colmillos de acero

El ejército sarlab estaba prácticamente listo.

El despliegue era impresionante; ya no se trataba de un puñado de naves alrededor de una formación rocosa (la única, por cierto, hasta donde alcanzaba la vista), sino de una cantidad del todo abrumadora de efectivos. Vehículos de todos los tamaños iban y venían conformando una autopista invisible que nacía en la nave nodriza, la exultante Imperia, y conducía hasta la zona de asedio, donde las tropas se adentraban en la montaña.

No lo hacían, sin embargo, por la entrada del túnel, aquel corredor iniciático lleno de grabados e imágenes. Era demasiado largo y estrecho. Jebediah quería que sus tropas realizaran una incursión en aquellas instalaciones con tanta rapidez y contundencia como fuera posible, así que las enormes máquinas de guerra sarlab fueron trasladadas a la zona y allí excavaron, arrancaron y succionaron toda la tierra y las rocas hasta dejar expuestas sus milenarias intimidades. Las palas trabajaban, las pinzas mecánicas partían las piedras y las apartaban; y el robot centinela que Jebediah el Inclemente derrotara en aquella antesala fue tocado por el viento del planeta por primera vez en diez mil años.

La entrada de la cúpula, cuya inspección corría a cargo de Verlo, era la segunda vía de acceso. El sofisticado prototipo de La Colonia, la Hipervensis, fue testigo mudo de cómo las naves sarlab agrandaron el agujero de la cúpula hasta practicar un ancho túnel de descenso vertical. Permaneció invisible a tres mil metros de altitud, enviando señales de alerta que nadie captó. El tanque blindado fue registrado, pero nadie localizó la campana, que había quedado sepultada entre las células de energía. Fue izado con rayos tractores y apartado de la entrada al complejo.

En cuanto a Jebediah, se había retirado a una pequeña nave de control donde podía supervisar las operaciones al detalle. Allí, los sistemas de comunicaciones se centralizaban en varias pantallas que recogían todo lo que ocurría. Cuando los sarlab comenzaron a desplegarse, las cámaras de sus cascos registraron, mediante simples procesos de telemetría, datos volumétricos de las cámaras y corredores. Éstos permitían dibujar mapas bastante exactos a los ordenadores del improvisado centro de mando. Esos mismos datos se recibían simultáneamente en la Imperia, donde un equipo de estrategas y analistas los estudiaban.

Jebediah había esperado muchas más sorpresas, pero a medida que sus hombres progresaban, se sorprendía de la ausencia de trampas y centinelas. Sabía que si encontraban algo tan formidable como el guardián mecánico que él mismo derrotó en la primera cámara, sus hombres estarían en serios apuros. Sin embargo, no ocurrió nada parecido.

Las imágenes que les llegaban mostraban todo tipo de sorprendentes configuraciones de salas, corredores y estructuras. Casi todas tenían un elemento común característico: su cuidada decoración y su impresionante tamaño.

—La mayoría de estos túneles —le dijo el ingeniero jefe que le había informado anteriormente sobre los ideogramas— tienen un diseño que recuerda la estructura de las arterias cuando salen del corazón para recorrer el cuerpo humano. Es como un viaje iniciático, Gran Bardok, y refuerza la teoría que nos inspiraron los paneles de que este lugar es una especie de panteón homenaje al ser humano.

—Bien visto —dijo Jebediah—. Estoy complacido.

—Gracias, Gran Bardok.

Había túneles circulares que unían las diferentes zonas mediante el uso de un curioso sistema de transporte: esferas que flotaban sobre el suelo sin que albergasen maquinaria de ningún tipo. Resultaban fascinantes. De hecho, los indicios de una poderosa y desconocida tecnología podían verse por doquier, en ocasiones de una manera sutil, como la procedencia de la misteriosa iluminación de algunas salas. Jebediah ordenaba enviar técnicos e ingenieros a esos lugares tan pronto eran descubiertos.

—No nos quedan muchos técnicos para cubrir la demanda, Gran Bardok —dijo alguien—. Están todos trabajando intensamente.

—Que trabajen más rápido —exclamó el líder sarlab—. Que trabajen el doble, y más rápido.

—Sí, Gran Bardok.

—Gran Bardok —exclamó de repente otro de los oficiales—, eche un vistazo a esto, por favor.

Jebediah se volvió para mirar su terminal. Al principio, no reconoció la imagen.

—¿Qué estamos viendo? —preguntó.

—No lo sé, Gran Bardok —contestó su subordinado—. Pero es… gigantesco. Me pareció significativo. Pensé que querría verlo.

La imagen era una transmisión directa de una cámara montada en el casco de un sarlab. Según el indicador, éste se encontraba ya a bastante profundidad. Mostraba una sala diáfana; tanto, que las paredes y el techo se perdían en una neblina grisácea. A medida que el soldado se movía, unas líneas de energía circulaban con velocidad por las paredes, zumbando por unos canales embebidos. En la imagen parecían refulgir con destellos plateados, pero era sólo porque la calidad no era buena y el color se había degradado: los destellos eran en realidad de un dorado refulgente. En el centro de la sala, como aquejado de ingravidez, había una especie de cubo de proporciones gigantescas. Jebediah sintió que algo hacía clic en su mente.

—Es eso —murmuró Jebediah, triunfante.

—¿Gran Bardok?

—Comunique con el jefe de escuadra. Ordénele rodear esa estructura del centro. Quiero verla con detalle.

El oficial se dirigió al terminal y activó el canal. Hablaron brevemente y el soldado procedió a cumplir las instrucciones. Jebediah permaneció atento a la pantalla durante un buen rato.

—¿Qué lecturas hay? —preguntó Jebediah, visiblemente fascinado.

—No tenemos lecturas por el momento, Gran Bardok. Hemos enviado sondas, pero aún tardarán un…

—El jefe de escuadra puede darnos las lecturas de su bioarmadura —interrumpió Jebediah, sin ninguna inflexión en su voz. Aún resultaba más inquietante cuando uno no podía interpretar su estado de ánimo.

—Sí, Gran Bardok —se apresuró a contestar el oficial—, ésa es… es una buena idea.

El oficial no las tenía todas consigo. Tragó saliva mientras operaba con los controles. Sabía que las dificultades para establecer comunicación eran muchas, pero no quería darle un no por respuesta al Gran Bardok sin asegurarse primero, porque había oído historias, y algunas eran ciertamente pavorosas. Sin embargo, después de sólo unos instantes, la comunicación parecía haberse establecido.

—Jefe de escuadra, adelante —dijo el oficial.

La voz del jefe de escuadra brotó por los altavoces.

—Control, aquí la Escuadra Inercia, grupo doce. ¿Me reciben?

—Le recibimos perfectamente.

—¡Que me…! Oh. Perdón. Hasta ahora era imposible conectar.

—Ahora le recibimos. Informe, Inercia.

—Bien… Quería llamar su atención sobre el sonido. No sé si lo oyen a través de los comunicadores…

—Creo que no… No, no oímos nada extraño.

—Es porque se percibe más como una vibración grave, ¿saben? Hace que el cuerpo… no sé expresarme… pero si aprieto los dientes, puedo sentirlo. Está por todas partes.

El oficial miró al líder sarlab, incómodo. Esperaba que éste estallara en cualquier momento al escuchar datos tan subjetivos, pero estaba inclinado sobre el terminal y, aunque resultaba difícil asegurarlo, pues continuaba hierático, parecía interesado.

—Quizá sea la presión, no podría decírselo. Quizá un técnico pueda ser más preciso que yo.

—De acuerdo. ¿Qué dice el traje?

—Oh, el traje. Veamos… Hay… Parece que estamos metidos en un campo electromagnético bastante fuerte. Casi cuesta caminar con normalidad. Quizá sea ésa la vibración que percibía. —Una pausa—. Sí, definitivamente viene de esa estructura, lo confirma el traje.

—¿De qué material está hecha la estructura?

—Hmm. Parece piedra, piedra negra, como todo lo demás.

—El traje, jefe de escuadra —exclamó el oficial, algo nervioso—. Las lecturas del traje.

—Oh… Un momento.

El sarlab se acercó lentamente a la gigantesca estructura. A cada paso que daba, tenía que redoblar su esfuerzo para seguir avanzando.

—Cuesta avanzar… —explicó—, cuanto más cerca, peor es… Pero… Ah, un momento… Ya lo tengo…

Hubo unos segundos de expectación, hasta que el jefe de escuadra volvió a hablar.

—¡Por los Nueve! —exclamó—. Esto sí que es curioso. Por lo que parece, está hecha de alguna variedad de grafeno en un… ochenta por ciento.

El oficial abrió mucho los ojos.

—¿Grafeno? —preguntó—. ¿Está usted seguro?

—Es lo que dicen las lecturas de su traje —soltó el sarlab.

—¿Y el resto? El veinte por ciento restante…

—No se indica —fue la respuesta.

—Grafeno… —musitó Jebediah, pensativo.

Sabía que el grafeno era uno de los materiales más utilizados en todo tipo de sistemas computacionales por su alta conductividad, su resistencia y su flexibilidad. Era también unas doscientas veces más resistente que el acero. Sabía también otra cosa: que era tan denso que ni siquiera el helio podía atravesarlo. Era ideal para preservar la nube… el Mal llamado Nioolhotoh del que hablaban los grabados del túnel.

—Es impresionante, de veras —estaba diciendo el sarlab en ese momento—. No sé de qué otra cosa está hecho, pero desde luego no es transparente como el grafeno. La textura es suave… como piedra pulida. Me pregunto… vaya, desde aquí no puedo ver qué mantiene a esta cosa en el aire. La cantidad de gas es tan elevada aquí abajo que no nos atrevemos a lanzar bengalas de iluminación, pero apuesto a que cuelga del techo. Es como… —en ese momento, el jefe de escuadra giraba para dar la vuelta a una de las paredes de la figura geométrica, dejando al descubierto el lateral.

Jebediah se acercó aún más a la imagen, ahora notablemente tenso. Era una visión extraña, habida cuenta de su imponente altura.

—Vale —decía el jefe de escuadra en esos momentos—. Aquí hay algo distinto. Miren, ¿qué les parece? Se diría que…

Tan pronto la imagen mostró de lo que se trataba, Jebediah alargó la mano y cortó la comunicación.

—Buen trabajo —soltó, irguiéndose cuan largo era—. Descienda sobre la zona de inserción y que tengan listo un deslizador para mí.

Maralda detuvo su carrera bruscamente y se quedó inmóvil, escuchando. El corazón le latía con fuerza en el pecho. Algo iba mal. Creía haber estado corriendo tras el sarlab, controlando la situación; lo vio girar a la derecha y luego le pareció escuchar ruido otra vez a la izquierda. Pero de repente, al doblar un recodo, le sorprendió encontrar un pasillo diáfano donde, a menos que el sarlab supiera algo que ella desconociera, no había manera de ocultarse.

Un escondrijo. Una trampilla… una exclusa de cualquier tipo. Con la tecnología que hay aquí, hasta podría tratarse de una unidad de particalización: en estos momentos podría estar recomponiéndose molecularmente a diez mil millones de kilómetros de aquí.

Atendiendo un súbito presentimiento, se volvió con tanta rapidez como pudo, pero allí no había nadie ni se escuchaba nada más que el débil zumbido de la maquinaria tras las paredes. La había burlado, eso estaba claro. De una forma o de otra, había conseguido zafarse de ella.

Entonces recordó el panel del traje. Dondequiera que se hubiese escondido, el traje se lo diría; cosas como el ritmo cardíaco y el calor del cuerpo no eran fáciles de esconder para los avanzados sensores de La Colonia. Sin embargo, cuando echó un vistazo, varios pitidos intensos la hicieron ponerse en alerta.

El panel estaba lleno de señales. A cincuenta, a treinta metros… encima de ella, y alrededor. No había un sarlab, sino docenas de ellos.

Estaba intentando asimilar ese hecho cuando un sonido mecánico la hizo dar un respingo. Instintivamente, miró hacia el techo; el sonido venía de allí. Era como una cadena de hierro arrastrando por una pared de metal… el sonido de algo que arañaba.

Apenas acababa de reparar en aquello cuando su mente lanzó un fogonazo de alerta. No podía decir cómo lo había sabido o qué sabía exactamente, fue una especie de percepción, un instinto… pero supo a ciencia cierta que algo se le venía encima. Por la espalda. Sin embargo, apenas si tuvo tiempo de inclinar el cuerpo hacia delante. Algo se movió desplazando el aire a su espalda.

Tarven For falló por poco.

Se había arrastrado en silencio desde su escondite, había juntado ambas manos enlazando los dedos a modo de martillo, y se había preparado para descargar un brutal golpe. Sin embargo, la mujer se había movido en el último momento. Tarven había puesto tanta fuerza en el ataque que ahora estaba perdiendo el equilibrio; giró la cabeza para encontrarse con la mirada furibunda de ella.

Maralda no concedía segundas oportunidades. Lanzó la pierna con fuerza e impactó en la mejilla de su adversario. El sarlab salió despedido hacia un lado, pero con una rápida voltereta sobre sí mismo consiguió ponerse de nuevo en pie. Todo fue tan rápido que para cuando recuperó de nuevo el equilibrio, Maralda apenas había tenido tiempo para desenfundar la pistola.

¡Estúpida! —se dijo—. Estúpida, estúpida, estúpida… Tenía que haber llevado la pistola en la mano, lista para una descarga rápida. ¿En qué estaba pensando? Ahora era demasiado tarde; el sarlab ya estaba lanzándose sobre ella, y su corpulencia era más que evidente. Cayó sobre ella como un depredador salvaje, y cuando recibió su cuerpo, el aire escapó de sus pulmones abruptamente, produciendo un sonoro bufido.

—Perra —bramó él.

Ella peleaba como podía, pero él era mucho más fuerte; enseguida tuvo trabadas las piernas y también las manos. Tarven la estudiaba, burlón, con una mirada torva en sus ojos hundidos, pero Maralda aún tenía cartas que jugar. Tenía la jugada más alta; tenía el maldito póquer de ases. Tenía la Voz de Mando.

—Suéltame —ordenó de pronto, empleando la Entonación Ancestral, tal y como la enseñaban los grandes maestros de La Colonia.

La voz brotó desde las profundidades de su estómago, cuidadosamente modulada por los implantes de su garganta. La orden era inesperada, lanzada en un momento de tensión y estrés, y lo suficientemente corta. Funcionaba mejor en criaturas con poco intelecto, desde luego, pero Tarven no era precisamente brillante en lo que a entendederas se refería. Pestañeó brevemente y, sin que luego pudiera decir por qué, soltó las muñecas de su presa como si fueran un hierro incandescente.

Maralda sabía que sólo tendría un segundo, así que aprovechó ese instante de confusión para lanzarle un puñetazo. El golpe fue tremendo. Tarven cayó de nuevo al suelo, donde su traje de combate produjo un sonido metálico. ¡BUM!

Rápidamente, desenfundó la pistola, apuntó rápidamente y disparó.

El fogonazo fue breve, pero el hombro del sarlab pareció estallar con una pequeña explosión de chispas. Aullando, se retorció sobre sí mismo.

—¡Coño, joder! —aulló, apretando los dientes.

Maralda consideró fugazmente lanzarle algún tipo de advertencia, pero entonces sacudió la cabeza. No tenía por qué… eran aquellos estúpidos hombrecillos los que pecaban de un incomprensible exceso de clemencia. Tal y como ella lo veía, ya había corrido suficientes riesgos, y lo que tenía delante era tan sólo un asqueroso sarlab, de todas maneras.

Por última vez, apuntó con la pistola.

De pronto, Maralda Tardes fue consciente de otra cosa: un rumor.

Oh, era el rumor, desde luego, el mismo que había escuchado momentos antes, aquel arrastrar metálico… sólo que con la contienda lo había olvidado. Sin duda había crecido en intensidad en el último medio minuto. Frunció el ceño, intentando concentrarse aún en el disparo, pero un crujido llamó otra vez su atención.

—¡Jodida perra de mierda! —aullaba Tarven.

Maralda pestañeó; giró la cabeza para mirar al techo y comprendió que el crujido había venido de allí. Pero ¿qué era? ¿Otro seísmo? ¿Una réplica de una réplica?

¿Otra cosa?

De repente, los paneles del techo se agrietaron violentamente. Maralda apenas tuvo el tiempo justo de protegerse con un brazo y rodar hacia un lado. El panel venció y se partió en dos como esperaba, sin embargo, no hubo ningún derrumbe. Más bien lo contrario: los trozos de roca, la tierra y el polvo fueron inexplicablemente absorbidos por el agujero que había quedado. Un ruido espeluznante de succión, como el de una aspiradora doméstica pero cien veces más ensordecedor, empezó a oírse a través del hueco.

Maralda miraba, atónita. Un brazo articulado provisto de una cabeza llena de dientes afilados como colmillos de acero asomó por la abertura, rasgando todo a su paso. Detrás de éste, un tubo enorme, redondo y amplio como una boca inmunda, succionaba todo lo que el brazo mecánico destrozaba.

Confusa, miró al sarlab. Éste tenía una expresión de asombro tan evidente como la suya propia, pero de pronto, inesperadamente, su rostro cambió. Simplemente, se transformó en una mueca de triunfo. Ese cambio la aterrorizó. El sarlab debía haber visto algo…

Es maquinaria pesada sarlab —pensó Maralda—. Demoliciones. Asedios. Eso es.

Tarven For giró la cabeza hacia ella y le dedicó una mirada preñada de odio.

Maralda no se lo pensó más; ya tenía su detonante. Saltó como un resorte e intentó ponerse en marcha haciendo batir sus piernas a gran velocidad. Sin embargo, apenas pudo recorrer un par de metros. La enorme pala se lanzó hacia ella y la empujó contra una de las paredes con una fuerza demoledora. Gritó brevemente. La pistola escapó de sus manos y fue succionada por el tubo, por donde se perdió con algunos ecos metálicos.

Entonces miró hacia arriba y vio los colmillos de hierro, grandes como los brazos de un hombre corpulento, dispuestos en una hilera espantosa. Ahora los veía bien: se sacudían ligeramente, vibrando como martillos percutores. El ruido de la succión era también tremendo; nada escapaba de la monstruosa boca, que aspiraba desde rocas hasta su propio cabello, que se sacudía salvaje en el aire. En un momento dado, su propia melena la cegó, pero aun así, entre los bucles alcanzó a distinguir cómo los colmillos se abalanzaban contra ella, tan raudos como voraces.

Entonces ahogó un grito.

Luego cerró los ojos, y se desmayó.