17
Los cuatro sellos

Jebediah entendía ahora muchas cosas.

Su mente jugaba con ideas, posibilidades, planes… Ideas fulgurantes que centelleaban en su cerebro con destellos preñados de inconmensurables promesas. Todos sus anhelos, sus perspectivas a largo plazo, podían verse cumplidas de repente. Ahora, el cliente y su encargo resultaban de lo más banales. Le habían ofrecido una cantidad desorbitada de créditos y algunas prerrogativas interesantes, pero aquel lugar estaba resultando ser mucho mejor que todo eso.

Sin embargo, se recordaba a sí mismo que había varias dificultades. Una era La Colonia, por supuesto. No tardarían en asomar sus narices por allí si se quedaban demasiado tiempo. Un planeta tan pequeño… tan apartado de todo… querrían saber qué oscuros intereses movería a una nave del tamaño de la Imperia a un lugar semejante. Quizá no ocurriría en los próximos ciclos, pero acabarían apareciendo.

El otro problema eran los seísmos.

Habían sufrido uno de consideración mientras el técnico le comunicaba sus fascinantes descubrimientos. Una plancha del techo se desprendió y se precipitó hacia él. Jebediah tuvo el tiempo justo para proyectar su brazo hacia delante y desviarla. El técnico se puso lívido e intentó correr para protegerse, pero Jebediah quería saber más, y quería el informe en ese preciso momento; le cogió del brazo y le retuvo. Suponía que había imprimido demasiada fuerza; el sonido de huesos crujiendo se hizo audible por encima del tumulto del terremoto, pero no era nada que la tecnología médica no pudiera arreglar en cosa de unas horas.

—Continúe —ordenó.

El técnico le contó el resto, con la voz rota, balbuceante y una mueca de dolor en el rostro.

El seísmo terminó, sin demasiados daños que lamentar. De los tres túneles que partían de la sala, uno había quedado completamente colapsado, y sospechaba que eso podía haber ocurrido en otras partes de la instalación. Necesitaba averiguar si ocurriría de nuevo, cuándo y a qué escala. El impacto de la Semex podía haber sido demasiado para un planeta tan pequeño y ahora lamentaba su falta de visión.

—Quiero que analicen el estado del planeta desde la nave —ordenó, sin mirar a nadie en concreto. Estaba observando una grieta del suelo y acariciando su barbilla, pensativo.

—¿Gran Bardok? —preguntó el oficial que tenía a su espalda.

—Un informe geológico completo —explicó el líder sarlab—. Seísmos. Quiero saber cuándo, de qué intensidad.

—Sí, Gran Bardok.

—También quiero más incursores: un despliegue completo para una exploración total de esta instalación. Quiero a todos los hombres disponibles aquí abajo.

—¿A… todos, Gran…?

—A todos. Quiero un desembarco masivo. Quiero que instalen sistemas de detección, de análisis, centros de mando y comunicaciones aquí abajo. Quiero que hasta el último sarlab recorra hasta el último rincón de este sitio. Desplieguen también las máquinas de asedio. Desmonten la montaña si hace falta… no quiero emboscadas ni sorpresas. Que sea una invasión completa.

—S-sí, Gran Bardok.

—Y algo más —exclamó, enérgico—. Salga ahí fuera y establezca comunicación con Verlo. Necesito saber cómo van sus pesquisas con el otro equipo, el del blindado evadido.

—Inmediatamente.

—Estamos tardando demasiado —advirtió Jebediah—. No estoy contento. Haga que todo funcione, que funcione bien y que funcione ahora.

El oficial se retiró, incapaz de pronunciar una sola palabra.

Los seísmos. Los seísmos podían ser un problema; y no por el peligro obvio, sino por esa amenaza cautiva de la que hablaban los grabados. Lo que llamaban, según sus técnicos, el Nioolhotoh. No quería siquiera imaginar qué ocurriría si los seísmos la liberaban.

La Imperia estallaba de actividad.

Las alarmas de combate aullaban y los soldados corrían por los pasillos. El hangar vomitaba naves de carga casi al mismo ritmo que venían de vuelta, y el personal técnico acondicionaba los equipos para su transporte.

—Se ha vuelto loco —exclamaba el Kardus Jarvis Kaan en el puente de mando—. Es… es una insensatez.

—Baje ahí y dígaselo usted —respondió su compañero.

Jarvis apretó los labios, cogió del brazo al oficial y lo invitó a acompañarle hasta un rincón de la sala.

—¿Es que no lo entiende? —preguntó, exasperado. El ojo derecho le temblaba visiblemente—. ¡Es más que una imprudencia, es una especie de tentativa de suicidio! Si tuviéramos una visita inesperada en estos momentos, estaríamos en tan clara desventaja que éste podría ser el fin de todo.

Su compañero apartó el brazo con un gesto brusco. Levantó un dedo y le golpeó en el pecho con él.

—Sé adónde quiere ir a parar, pero nadie va a seguirle. Se lo garantizo.

—Vamos… —insistió Jarvis—. Es el momento… Sería tan fácil.

Su compañero lo miró con desprecio.

—Está loco —soltó.

Jarvis miró alrededor con disimulo. Los operarios estaban demasiado ocupados con todas las operaciones de atraque y lanzamiento, y nadie parecía prestarles atención. Acercó su cara a la del Kardus Elsin antes de hablar.

—Elsin… Jebediah ha perdido el juicio. Tú lo sabes.

—¡Kardus Jarvis! —exclamó con asombro. El prescindir del trato de respeto se consideraba una ofensa grave entre oficiales, no sólo entre los sarlab.

—Elsin, escúchame, gilipollas. Va a llevarnos a todos a la destrucción con su maldito plan, sea el que sea. Esto… esto no es lo que era. Es una maldita máquina. Ni siquiera sabemos qué buscamos, exactamente, ¿verdad? Antes sí lo sabíamos, antaño. Míranos ahora. Esa máquina escalofriante hace lo que le da la gana. Hemos perdido muchos efectivos, hemos perdido hombres, equipamiento… y ahora quiere dejar la nave vacía para conseguir su extraño cometido. Elsin, ¿no lo ves?

Elsin estaba estupefacto. Jarvis tenía razón, desde luego; él lo sabía muy bien. Pero la sola idea de enfrentarse a Jebediah estaba muy lejos de sus más alocadas pretensiones. Había visto hombres con brazos y piernas biónicos, pero éstos eran apenas un efectivo sustituto del miembro que reemplazaban con algunas pequeñas mejoras. Lo que habían hecho con Jebediah, sin embargo, escapaba a toda comprensión. Jebediah ya era un formidable adversario cuando era humano, con un nivel de energía sobrenatural embutido en un cuerpo bien adiestrado, pero ahora…

—Es usted el que no lo entiende —respondió Elsin.

—Podemos hacerlo. Tenemos el control. Estamos arriba en la cadena de mando, sólo tenemos que convencer a los otros Kardus. Lo dejaremos en el planeta y nos iremos en la Imperia.

—Está loco.

—Tengo el informe geológico, Elsin. El planeta está condenado. No durará más de una docena de ciclos, a lo sumo. Explotará con él.

—Oh, créame. No esperará tanto. Cogerá una nave y se lanzará a por nosotros como un perro de presa.

—¡Tenemos la Imperia! Está dañada, pero aún tiene toda su capacidad ofensiva. Si se acerca…

Elsin le dedicó una pequeña sonrisa socarrona tocada por una horrible curvatura de labios que le daba a su rostro el aspecto de una máscara de cera.

—Ha pasado demasiado tiempo en este cubículo, Jarvis —contestó—. No tiene ni idea. Yo estuve con él en Tierra Nu, asaltando la fortaleza de los Condenados, y le vi hacer algunas cosas. Era como si intuyera dónde iban a dispararle. Se movía como una exhalación. Y le diré algo más. Su cerebro no es del todo humano. Ya no. Apuesto a que no lo sabía, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jarvis. Su actitud era defensiva, como contrariado, pero sus ojos decían otra cosa: tenía miedo.

—Cuando volvíamos de Tierra Nu en el transbordador, nos retrasamos un poco, ¿se acuerda?

—¡No lo sé! Sí… Da igual, ¿adónde quiere llegar?

—Jebediah tomó una nave más pequeña y partió sin dar explicaciones. Sólo nos ordenó que esperáramos. ¿Sabe adónde fue?

Jarvis pestañeó.

—No.

—¿Qué está junto a Nu?

Jarvis movía los ojos de uno a otro lado mientras trataba de pensar.

—No lo sé…

—La Colonia, Jarvis. Fue allí, y volvió. Lo sé porque lo rastreé personalmente. Curiosidad, ¿sabe? Cuando regresó, pasó un tiempo en la sala con los técnicos. Después, le he visto interactuar con los sistemas de la nave desde el puente de mando sin tocar ni un solo panel. Es su propia llave. Están conectados.

Jarvis negó con la cabeza.

—Eso no es posible.

—Lo es. Se acercará con su nave y nos abordará sin que podamos disparar ni un solo cañón. Entrará aquí y dará con nosotros. Se lo dirán todos: ¡Los Kardus! ¡Los Kardus dieron las órdenes! Y entonces, nos arrancará los huesos de la carne sin que se nos conceda la clemencia de la muerte. Uno por uno.

Jarvis intentó tragar saliva, pero le fue imposible. La vehemencia de la imagen que se había instalado en su mente era demasiado concreta, demasiado real.

—No puede hacer eso —exclamó al cabo, dubitativo—. No puede… La… Las conexiones se pueden cerrar. Cuando atacamos la nave enemiga tuvimos que lanzar pequeñas computadoras para hacer una conexión física.

Elsin sacudió la cabeza.

—Eres un imbécil —dijo, se dio la vuelta y se alejó a dar instrucciones a los técnicos.

Jarvis se quedó junto al panel, con las rodillas temblando como unos juncos en mitad de una ventisca.

—Tuvimos que… —decía para sí mismo, balbuceante, en voz baja—. Las co-conexiones físicas, n-no puede…

Pero su mente fue muy rauda contestando.

Sí que puede.

Maralda se había dejado caer contra la pared, tratando de digerir la historia que acababa de escuchar.

—Vale… —estaba diciendo—. Eh… Vale.

—Sé que es difícil de digerir —se apresuró a decir Ferdinard.

—Lo has contado muy rápido —opinó Malhereux.

Maralda estaba mirando ahora al sarlab. A juzgar por la expresión de su cara y su silencio respetuoso, él tampoco sabía nada de todo lo que aquellos hombres habían contado. Se mantenía en un prudente segundo plano, escuchando con interés. Maralda conocía bien la psicología de hombres como aquél; si hubiera conocido aunque fuera un pequeño porcentaje de la historia, habría interrumpido con comentarios y aspavientos. Ningún sarlab habría tenido la paciencia de escuchar una historia que ya conocía.

Lo cierto era que Tarven había estado escuchando, sí… pero sobre todo, se había mantenido en silencio por la presencia de aquella mujer. ¡La Colonia!… Esa gente podía parecer los chicos buenos de la galaxia para casi todo el mundo, pero no lo eran. Tarven los había visto actuar y, en el fondo, podían exhibir tan poca humanidad como ellos mismos. A los sarlab les preocupaba una cosa: los créditos. A La Colonia, que el equilibrio se mantuviese. Ambos hacían lo que hubiese que hacer para conseguir su objetivo. Esa mujer no era como los chatarreros; si llegase a decidir que era una molestia, no dudaría en cargárselo y dejarlo allí mismo.

Maralda se daba cuenta de que el sarlab estaba aprendiendo cosas también, y eso, naturalmente, no era bueno. En cuanto a la historia en sí, era bastante increíble, por supuesto, pero había estado mirando a los ojos de aquel chatarrero y sabía una cosa: que él creía estar diciendo la verdad. Naturalmente, todo podía ser una simple interpretación. La historia de los paneles podía ser mil cosas diferentes. Lo de las estalactitas podía ser otro error de percepción, aparte del hecho de que había factores que podían acelerar el crecimiento de una estalactita.

Un panteón antiguo, más antiguo incluso que La Colonia… no lo veía probable. Quizá pudiera aceptar que el lugar fuese muy viejo, pero desde luego alguien había estado implementando tecnología allí recientemente. Tecnología de última generación.

Y en cuanto a los alienígenas… Bueno, La Colonia había explorado mucho más allá de donde la mayoría de la gente pensaba, y jamás habían detectado nada. Eso quedaba totalmente descartado.

—Si quisiera echar un vistazo a los paneles… —dijo—, están en esa dirección, ¿no?

Ferdinard asintió.

—No muy lejos, además —añadió.

—Y allí están todos esos cuerpos, también. Los cuerpos en negativo.

—Sí.

—El seísmo hizo que algunos cayeran al suelo —añadió Malhereux—. Yo lo vi.

—Bien… —dijo Maralda, pensativa—. De cualquier modo, creo que antes de hacer nada más, vamos a salir de aquí. Tengo que informar. —Señaló al sarlab con un movimiento de cabeza—. Por cierto, no podemos llevar a ese hombre con nosotros.

Tarven abrió mucho los ojos.

—¡Eh, un momento! —protestó—. ¡Soy pacífico! ¡Soy un prisionero, tengo derechos!

Maralda desenfundó la pistola.

—¿Qué va a hacer usted? —preguntó Ferdinard.

—Será rápido —dijo Maralda, incorporándose.

Ferdinard se puso entre ella y el sarlab.

—No va a dispararle —dijo—. Él tiene razón. Es un prisionero, y no va a matar a un prisionero a sangre fría.

—¡Eso es, tía! —soltó Tarven.

—Es un sarlab —explicó Maralda despacio—. Es un asesino por definición, y uno de los peores. La crueldad que despliegan en sus ataques es tan brutal como innecesaria.

—Eso lo sabemos —dijo Ferdinard—. Pero no vamos a hacer lo mismo que hacen ellos.

—No es lo mismo. Yo estoy perfectamente autorizada para llevar a cabo este tipo de ejecuciones.

—Sí, una autorización que ustedes mismos se han otorgado. ¡Apuesto a que los sarlab también se han autorizado ellos mismos!

Maralda iba a decir algo más, pero de pronto, levantó la mano que sujetaba la pistola, con el brazo extendido, y le encañonó. La oscura abertura quedó a escasos centímetros de su cara.

—¡Hey, hey! —exclamó Malhereux, súbitamente inquieto. Había notado cómo la tensión subía lentamente entre la mujer y su socio, pero no había previsto eso. Levantaba las manos con las palmas extendidas, sin atreverse a tocar a nadie.

—¿Qué va a hacer, dispararme? —preguntó Fer.

Maralda no respondió.

—Eso es muy inteligente —dijo Fer, con calma—. Creía que los miembros de La Colonia tenían otro modo de proceder. Puede dispararme, a mí, a un inocente… Tiene su propia autorización, ¿no? Apuesto a que eso le ayuda con los dilemas morales. Pero le aseguro que a mi robot le va a encantar. Se lanzará a por usted tan rápidamente que va a alucinar en colores. Puede que al final consiga usted quitárselo de encima, o quizá no, pero para entonces nuestro amigo el sarlab habrá salido corriendo. El robot lo soltará, ya sabe… sólo tiene un brazo. El sarlab saldrá corriendo a avisar al resto, y estará en un lío.

Maralda se mantuvo firme durante unos instantes todavía, inmóvil como una estatua. Al cabo, bajó la pistola lentamente. Sabía que el chatarrero tenía razón. Ésa era una situación que podía acabar en desgracia: demasiadas fichas en la mesa, demasiadas posibilidades, demasiados bandos.

—Será mejor que te asegures de que el robot no lo pierde —dijo entonces—, porque huelo los problemas desde lejos, y éste apesta.

—No lo perderá —dijo Malhereux.

—Bien —exclamó entonces Maralda—. Si la historia es tal y como la habéis contado, entrasteis al complejo por el mismo sitio que yo, sólo que yo tomé un túnel y vosotros tomasteis otro diferente.

—La cúpula… —recordó Ferdinard.

—Quién sabe lo que habrá ocurrido allí tras el terremoto —opinó Malhereux.

—De cualquier forma no sólo es la salida más cercana, es la única que conocemos —exclamó Maralda—, y mi nave está justo allí. Vuestro camino podría estar lleno de sarlab, por lo que sabemos… y está todo el tramo ese a través del suelo, con la rampa. Definitivamente, volveremos por donde vine yo.

—De acuerdo…

Maralda se puso en marcha, dándose la vuelta y caminando a buen ritmo. Malhereux la seguía en primer lugar, con su socio prácticamente al lado. Bob caminaba en último lugar, arrastrando al sarlab y obligándole a trotar con esfuerzo. Éste, sin embargo, ya no protestaba. Sabía demasiado bien a lo que se arriesgaba.

Malhereux caminaba lanzando miradas furtivas al trasero de la mujer. Era tan perfecto y redondo que le hacía pensar en todas aquellas mujeres digitales de los sistemas de estimulación cerebral. Generalmente estaban diseñadas para tener formas perfectas, y vaya si aquel trasero las tenía. Lanzó un codazo a su socio y le hizo un gesto con la sonrisa torcida, acompañado de un movimiento de ceja.

—¿Has visto? —preguntó en apenas un susurro.

Ferdinard miró, y comprendió al instante. Como primera reacción, soltó un bufido y negó con la cabeza, pero luego pensó que, en realidad, le tranquilizaba y le gustaba que su socio tuviera la capacidad para pensar todavía en cosas triviales y hasta frívolas como aquélla. Le restaba ansiedad a la situación. Era casi como si aquella mujer… ¿Malda, Maldaba? Maralda… Como si fuese a llevarlos directamente a la rampa de acceso de su aeronave, donde sorberían café caliente mientras les llevaba a casa.

—Sí, parece un corazón —añadió Mal, sacándolo de su ensimismamiento—. Un corazón invertido. Una pasada, ¿no?

Ese comentario hizo estallar un recuerdo en su mente. ¡La copa, la copa invertida! La copa que Sally había identificado como una campana y que dejaron oculta en el Mamut, en el fondo de la grieta. Pensar en aquel objeto le produjo una sensación rara, porque tenía la impresión de que era un recuerdo lejano, una vivencia de hacía mucho tiempo. Y sin embargo, estaba seguro de que no habían pasado ni unas horas desde que Bob la arrastrara al interior del blindado. Demasiados descubrimientos, sin duda. Demasiado estrés. No sabía cómo encajaba la campana en toda aquella historia de alienígenas y panteones milenarios, pero empezaba a sospechar que acabaría por descubrirlo antes de que su periplo en aquel planeta sin nombre terminara.

Y así iba a ser; mucho antes de lo que pensaba.

Resultó que Bob era demasiado ancho para el tubo de ingravidez, sobre todo si tenía que cargar con el sarlab.

—¡De acuerdo! —exclamó Ferdinard—. No quiero que Bob lo suelte ni un solo segundo.

—No tiene por qué —exclamó Malhereux—. Puedo hacer que salte con él en brazos hasta el segundo nivel. Por la parte de fuera. Ni siquiera hay barandilla de seguridad. Será muy fácil.

Maralda miró hacia arriba y estuvo de acuerdo con el plan. Cuando empezó a impulsarse por el tubo para ascender, sin embargo, Tarven aprovechó para protestar otra vez.

—Tíos… Esta cosa me está arrancando el brazo.

Malhereux estaba retrocediendo con el puño preparado para instruir al Centurión. Calculaba la distancia; ciertamente era mucha, pero no creía que fuese a haber ningún problema. Maralda, en la parte superior, estaba usando las manos para impulsarse. Se movía de una manera bastante sugerente, flexionando y extendiendo las piernas como si estuviera buceando por una corriente vertical de agua.

—En serio —decía Tarven—. Si salta conmigo esa distancia, me partirá el jodido brazo por la mitad. Os lo juro. Venga, tíos… esa pava me estará apuntando desde arriba. ¿De verdad pensáis que intentaría algo?

—En eso tiene razón —dijo Ferdinard.

Malhereux miró hacia arriba; la mujer se asomaba ya por el borde. Ahora que la veía allí, la percepción de la distancia era diferente. Se la veía muy pequeña, como si el trecho que los separaba fuese mayor de lo que había calculado en un primer momento. Empezaba a dudar que Bob pudiera saltar hasta allí.

Tarven debió ver esa sombra de duda en su mirada.

—¡Eh, tío! —insistió—. Vamos… Tenéis al robot controlado… ella tiene la pistola… ¿Crees que intentaría escapar? No estoy loco, ¿vale? Sólo quiero conservar mi brazo. Sólo eso.

Los socios intercambiaron una mirada, pero Ferdinard, por toda respuesta, se encogió de hombros. Era incapaz de decidirse, así que Mal escogió por él. No le llevó mucho: envió una orden y el robot soltó a su prisionero. Al fin y al cabo, ¿qué había que temer?

—Oh, coño… —exclamó el sarlab, frotándose el brazo. Lo movía de arriba abajo como para desentumecerlo.

Desde su posición elevada, Maralda pareció inquietarse. Con un gesto rápido, apuntó al sarlab con la pistola. La sostenía con ambas manos mientras mantenía las piernas ligeramente flexionadas.

—Cumple tu parte… —dijo Ferdinard—. Métete en el tubo.

Tarven levantó ambas manos, pero le pareció que sonreía de manera arrogante otra vez. Eso despertó una pequeña alarma en el fondo de su mente, una luz roja que se encendía y apagaba a un ritmo cada vez más rápido. El sarlab tenía algo en mente… lo intuía… pero ¿qué? Miró alrededor con los ojos muy abiertos, pero fue incapaz de averiguar qué iba mal: Maralda lo apuntaba con su arma, Malhereux controlaba el robot… Todo parecía en orden.

Tarven llegó hasta el tubo y, con cierta prudencia, metió medio cuerpo en él. Bob seguía sus movimientos, haciendo girar los dispositivos ópticos de su cabeza, hasta que el sarlab se sirvió de las manos para impulsarse por el tubo. No fue difícil, lo había visto hacer a Maralda. Avanzó a cierta velocidad y, de repente, ganó impulso.

Para Ferdinard fue como si alguien chascara los dedos delante de sus narices. ¡Ése era el truco! Maralda tampoco lo vio a tiempo: en el interior del tubo, Tarven pasó zumbando a su lado y se alejó hacia arriba, donde desapareció de la vista con inusitada rapidez.

—¡Hijo de mil padres! —soltó Malhereux.

—¡Lo sabía! —aulló su socio.

Malhereux dio a Bob la orden de subir, y el robot obedeció en el acto. Verlo saltar tanta distancia sin aparente esfuerzo resultaba impresionante, pero naturalmente no era suficiente; estaba aún por debajo del nivel donde Maralda esperaba.

En cuanto a ésta, había corrido hacia el tubo y se había lanzado al interior. Ferdinard levantó una mano en el aire, como si con un gesto pudiera detenerla, pero ella se apresuraba ya en persecución del sarlab.

—Mierda —dijo Malhereux—. ¡Qué cabronazo!

—Sabía que se escaparía… —dijo Ferdinard.

—Me pareció buena idea… ¡Joder, parecía que lo teníamos todo bien atado! —Miró hacia arriba y se quedó un rato admirando los tubos, cuyo recorrido continuaba más allá de donde alcanzaba la vista. No se divisaba ningún movimiento.

—Me pregunto si le dará caza… —comentó Ferdinard.

—¿Y si no? Imagínate que vuelve, pero él solo… Imagínatelo volviendo con las manos y toda la boca llena de sangre y la mirada de un sádico…

—¡Mal! —protestó su socio, súbitamente recorrido por un escalofrío.

—Puede ocurrir —observó Malhereux, encogiéndose de hombros. Le miraba con una pequeña sonrisa tenebrosa que a su socio le costó reconocer. Sin embargo, habida cuenta del estrés de la situación, no le pareció fuera de lugar.

—Bien —contestó entonces—. Pues la esperaremos donde subió. ¡Mierda! Al final tenía ella razón… Ese tipo nos va a dar problemas. Está bien. Subiremos nosotros por el tubo y haremos que Bob llegue hasta nosotros saltando de nivel en nivel.

Malhereux asintió.

No tardaron en encontrar los ordenadores, que seguían analizando datos envueltos en un zumbido apagado. Malhereux celebró el hallazgo con grandes aspavientos.

—¡Mira esto, Fer! —decía—. ¡Esto es material de primera clase!

—¿Qué es?

—¡Tío, son biocalcs! Éstos no se encuentran en cualquier lado, son verdaderos monstruos computacionales…

—Parecen ordenadores convencionales —dijo Ferdinard—. Quiero decir, los fabricamos nosotros, ¿no?

Malhereux le miró como si no entendiera.

—¿Qué? ¡Oh! Coño, claro que sí. Nada de tecnología alienígena —soltó una pequeña carcajada—. Mira, esas pantallas son como todas. Pero estas bellezas, Fer… se llaman «biocalcs», se usan para recoger, mover y manejar tremendas cantidades de datos. ¿Sabes quién los fabrica?

Ferdinard negó con la cabeza. Estaba mirando la pantalla que había caído al suelo.

—¡La Colonia! —dijo su socio.

—¿En serio? —preguntó, sorprendido. Se dio la vuelta como si, de repente, temiese encontrar a alguien acechando en una esquina—. ¿Cómo que La Colonia?

—Los biocalc son de La Colonia, tío, eso lo sabe cualquiera que esté un poco al corriente. ¡Son muy, muy valiosos! No son difíciles de distinguir… mira las cajas de soporte, tienen esas….

—¿De qué estás hablando? —interrumpió Ferdinard—. Oye, lo que puedan valer, ya no importa… Ése ya no es nuestro rollo, ¿vale? Ahora nuestro rollo es salir de aquí… sólo eso.

—Lo sé… ¡Lo sé! —exclamó Malhereux, pensativo—. Pero… Dame un segundo, piensa en esto: ella dijo que estas instalaciones no eran suyas, ¿no?

—Sí…

—Vale, entonces, ¿qué narices es todo esto? Porque estas máquinas sí son suyas…

Ferdinard se encogió de hombros, dubitativo.

—Vale, de acuerdo, son ordenadores de La Colonia —dijo—, pero mira esas mesas portátiles… esos cables colgando de esos ganchos rudimentarios. Está claro que lo han montado aquí de forma improvisada…

—Vale —concedió Malhereux, hablando ahora en voz baja—. ¿Y quién más está con ella? Porque fíjate bien… Esta instalación requiere muchos conocimientos técnicos. Dudo que esa mujer los tenga.

—¿Y qué? No me parece muy revelador —opinó Ferdinard—. Los técnicos estarán por ahí, en alguna parte. Deben de estar analizando este lugar. No me extrañaría. Es bastante fascinante.

—Si eso es así… si La Colonia ha reclamado este lugar de alguna forma, ¿crees que dejarían que un grupo de desarrapados como los sarlab viniesen aquí a quitárselo?

Ferdinard pareció pensar unos momentos. Creía que su amigo había tocado un tema interesante; podía percibirlo de una manera indirecta, pero no alcanzaba a formularlo en su cabeza. Desde luego, no imaginaba a La Colonia perdiendo terreno ante ningún grupo subversivo de piratas espaciales, ni aunque fueran tan sanguinarios como los sarlab. Debía de haber alguna otra explicación, pero el día estaba resultando ser muy largo y él había llegado a su límite para asimilar cosas nuevas.

—No tengo ni idea —dijo al fin—. En serio… me duele la cabeza.

Pero Malhereux miraba ahora los paneles con una expresión extraña en el rostro. Su socio la conocía bien; era esa cara, la que ponía cuando pensaba en algo con verdadera intensidad. Cuando estaba en ese estado, uno casi podía escuchar el runrún del cerebro funcionando a toda máquina, cotejando ideas y analizando detalles. Ferdinard siguió la dirección de su mirada; estaba observando los cables que recorrían la pared. Eran gruesos y negros, de un color mate, y se alejaban hasta casi el extremo opuesto de la sala. Allí saltaban al suelo, lo atravesaban describiendo una suave curva y se precipitaban hacia abajo, donde se perdían en el nivel más bajo.

—Esos cables… —dijo Malhereux—. Son los que reciben datos. Están midiendo algo…

—Fascinante, Mal. De veras —exclamó su amigo, sarcástico.

Malhereux no le dio importancia, de repente estaba entusiasmado con los ordenadores. Se acercó a los terminales y empezó a operar con ellos.

—¿No crees que no deberías tocar eso? —preguntó Ferdinard, incómodo—. Esa mujer podría volver en cualquier momento.

Malhereux accionaba controles, moviendo las manos sobre las consolas con gran pericia. El sistema era algo diferente a los que estaba acostumbrado, pero precisamente por ese motivo, resultaba más fácil, más intuitivo. Los de La Colonia sabían hacer las cosas. También eran extraordinariamente rápidos; los cuadros de información se desplegaban uno tras otro en los terminales. Ferdinard cambiaba el peso de su cuerpo de una pierna a otra.

—Mal… vamos, hombre —dijo, mirando alrededor—. Van a sacarnos de aquí, no creo que sea conveniente darles ideas sobre otros… destinos… si tocamos cosas que no debemos tocar. ¿Me entiendes?

Malhereux se dio la vuelta. Su mirada tenía mucho de aquella vieja determinación que le caracterizaba. Se acercó a su amigo y puso ambas manos encima de sus hombros.

—Escucha, nos han jodido. Han jodido a Sally. ¿Vale? Han jodido nuestra casa, nuestro negocio, todo lo que teníamos. Todo lo que habíamos invertido… hasta los créditos que teníamos han volado por los aires. Así que no se trata sólo de salir de aquí, porque podemos salir de aquí… pero luego, ¿qué? ¿Qué haremos, Fer? ¿Adónde iremos? ¿Cómo volveremos a empezar? No voy a meterme en aquel tugurio donde comenzamos a ganar pasta, a cincuenta créditos por ciclo.

Ferdinard pestañeó, intentando asimilar lo que su amigo estaba intentando explicarle con un tono tan vehemente. Sabía que tenía razón, desde luego, aunque su mente no había llegado tan lejos. Le bastaba con saber que aún podían escapar… y eso… bueno, eso era todo.

—Así que —siguió diciendo Malhereux—, si puedo averiguar algo, cualquier cosa, que pueda servirnos después… voy a hacerlo. La información también vale pasta, como sabemos muy bien.

Ferdinard asintió lentamente. Malhereux le sostuvo la mirada unos segundos, como si quisiera asegurarse de que había entendido lo que acababa de decirle, y luego volvió a los paneles.

Ferdinard miraba alrededor. Que su socio tuviera razón no era óbice para que resultara menos peligroso. La mujer podía volver y sorprenderlos. Había salido en persecución del sarlab, pero desde entonces no habían escuchado nada. Los sarlab estaban acostumbrados a la guerra, y aquel hombre era corpulento; si no era ella quien volvía, entonces lo haría él… y eso podía ser incluso peor.

Inquieto, intentó tragar saliva, pero descubrió que le costaba trabajo.

—¡Fer, mira esto! —exclamaba Malhereux en ese momento—. Esto de aquí…

Ferdinard miró donde le indicaba; algún punto de la pantalla central. Allí, entre una docena de datos que fluctuaban cada pocos segundos había una especie de rectángulo con cuatro conectores, dos a cada lado. Uno de ellos estaba en rojo y parpadeaba.

—¿Qué se supone que…?

Pero no le dio tiempo a terminar. Malhereux estaba ya moviendo el cubo en tres dimensiones, de manera que los conectores de los laterales cambiaron de posición ofreciéndole una nueva perspectiva.

—Sagrada Tierra —exclamó Ferdinard.

—¿Qué me dices?

—Pero… ¿cómo lo sabías?

Malhereux se encogió de hombros.

—No lo sabía, pero cuando vi la forma en dos dimensiones, pensé… Bueno, pensé que eso se parece bastante.

Ferdinard miró la forma del dispositivo, girando en la pantalla. Aparecía como un modelo de mallas, una representación técnica del objeto en sí, pero ahora que lo veía girando en los tres ejes, no cabía ninguna duda: era la misma copa invertida, con un enganche en el centro. Un enganche, sí, y no un badajo, como habían pensado en un principio. El dispositivo tenía ciertamente la misma forma que una campana, y eso debió haber confundido a Sally, pero no lo era. Era otra cosa.

—No tengo palabras… Así que el que falta, ¿es el que tenemos en el blindado?

—Eso creo.

—¿Y para qué sirven? —preguntó Ferdinard, ahora en un tono de voz más bajo.

—Creo que son una especie de sellos —dijo—. Inhibidores de algún tipo. Es lo que puedo decir por las lecturas que tengo.

Ferdinard se rascó la cabeza.

—¿Sellos?

—Piensa en ellos como células de contención, Fer. Para mantener el cubo bien cerrado.

Ferdinard iba a añadir algo, pero de repente, enmudeció. Una idea sobrevolaba por su cabeza, inaprensible pero omnipresente.

—¿La Llama? —preguntó al fin, en voz baja.

Malhereux no contestó; se concentró en los paneles para seguir recabando datos. Trabajaba deprisa, a sabiendas de que el tiempo se agotaba rápidamente. Ferdinard no necesitaba una respuesta, de todas maneras. Se quedó mirando el cubo tridimensional con una sensación de opresión en el pecho.

—La Llama —murmuró, y en las penumbras de la sala, su tez pareció perder color.