16
Una esperanza, muchas respuestas

El temblor le pilló tan por sorpresa que Malhereux no pudo evitar caer al suelo. El cuchillo salió despedido de su mano y resbaló lejos de él, dando vueltas sobre sí mismo.

Bob se sacudía, pero sus sistemas motores jugaban a su favor. Hacía microcorrecciones con las piernas y balanceaba su cuerpo para mantener el equilibrio; sin embargo, no podía evitar sonar como una vieja tetera. En su único brazo sano, Tarden For se sacudía como un títere.

—¡Mal! —gritó Ferdinard.

Era una réplica, desde luego, similar a la que les había arrastrado a aquel lugar cuando se encontraban en la grieta. Ahora, Ferdinard miraba absorto como las paredes crujían amenazadoramente; el techo protestaba con un sonido ensordecedor y uno de los paneles se vino abajo con un vibrante estrépito, rompiéndose en tres pedazos. Ferdinard no podía creer lo que estaba pasando: aquel lugar llevaba allí… ¿cuánto? ¿Una decena de milenios, quizá? Quizá más. Pero era ahora, precisamente, cuando se venía abajo… justo cuando ellos se encontraban dentro.

Malhereux estaba poniéndose en pie.

—¡D-ddddjjjja…! —exclamaba el sarlab, pero el sonido no terminaba de salir de su garganta: su rostro estaba enrojecido y salía espuma de su boca.

—¡Suéltalo, Mal! —gritó Ferdinard—. ¡Déjalo ir y vámonos de aquí!

—¿¡Qué!? —bramó Malhereux. Un trozo de roca cayó junto a él, se estrelló en el suelo y se resquebrajó lanzando una nube de polvo—. ¡Coño!

—¡Necesito que Bob abra la puerta! —gritaba Fer—. ¡Hazlo, o moriremos todos!

Malhereux miró detrás de su socio. Efectivamente, allí había otra puerta, similar a la que habían encontrado en la cámara de La Llama. Luego giró la cabeza para mirar al otro lado. El derrumbe estaba afectando la sala donde se almacenaban los cuerpos. Algunos de los tubos se habían roto y estaban apagados.

Sabía que su socio tenía razón. No podía acabar con él a sangre fría. Sería tan sencillo… pero a la vez tan… monstruoso, que no se veía capaz. Y tampoco se veía capaz de ordenarle a Bob que, simplemente, cerrara la mano. Una pequeña orden y el robot se encargaría de todo. El viejo Bob hacía fáciles las cosas, pero supo que tampoco eso era una alternativa real en su caso.

Soltó alguna maldición en su idioma natal y apretó los dientes.

Con desesperación, miró hacia la esquina donde había ido a parar el fusil; al menos se haría con él para evitar sorpresas. Sin embargo, vio como desaparecía bajo una pequeña lluvia de rocas y tierra. El ruido fue tan grande que dio un respingo.

—¡Mal!

Es una mala idea —decía una voz en su cabeza—. Es una muy mala idea. Pero aun así, lanzó el puño hacia delante y luego giró todo el brazo hasta la puerta.

Bob respondió al instante. Dejó caer al sarlab al suelo y se movió con rapidez hacia la puerta. Esta vez aprovechó la inercia de la carrera para lanzar un empujón a la hoja; la hoja crujió y se hundió unos centímetros.

Mientras tanto, Ferdinard había recuperado el cuchillo. Miraba al sarlab desafiante, con la frente llena de sudor, esperando ver cuál sería su reacción. Sólo necesitaba unos instantes más, hasta que Bob terminara con la puerta. Empezaba a haber demasiado polvo en suspensión y le empezaba a picar la garganta, pero no quería permitirse el lujo de toser siquiera; no quería perder de vista a aquel asesino ni un solo segundo. Sin embargo, tan inesperadamente como había venido, el temblor terminó.

—Por las estrellas… —dijo Malhereux.

En ese momento, Bob daba el último empujón a la puerta y ésta se desplomaba hacia el interior, produciendo un sonido pétreo y quejumbroso. Malhereux dio un chillido.

Aún en el suelo, con una mano en la garganta e intentando recuperarse, el sarlab empezó a reír. No era una risa agradable; se asemejaba más a una hiena moribunda. Pero después de unos segundos, la risa degeneró en tos, y tosió hasta que sus mejillas se pusieron moradas.

Malhereux apuntó a Bob con el puño.

—No te muevas —exclamó—. O te lanzo al robot encima. Esta vez haré que te incruste las rodillas en el estómago. Te doy mi palabra.

Tarven se puso de rodillas, con una horrible sonrisa en el rostro. Estaba levantando las manos en señal de rendición. Tosió una vez más y escupió en el suelo una suerte de flema rojiza.

—Vamos… —dijo al fin—. Matadme, o largaos.

—Fer, ¡no podemos dejarlo suelto!

—¿Y qué quieres hacer con él? ¿Vas a matarlo? Adelante. Hazlo si puedes. No te lo reprocharé.

—Sí que puedo —mintió, apretando los dientes. La mandíbula le temblaba mientras luchaba consigo mismo. Sin embargo, no hizo nada.

—Vamos —susurró Ferdinard—. Tenemos que seguir. Si él ha llegado hasta aquí, otros lo harán también. Dejaremos a Bob en la retaguardia. No intentará nada. Sabe que lo esperamos.

—¿Y si vuelve atrás y alerta a los suyos, Fer? Es el único que sabe que estamos aquí.

—¿Tú crees? Piensa en el misil. Piensa en cómo nos siguieron.

—¿Por qué? ¿Por qué nos siguen?

Tarven soltó otra carcajada. Malhereux estaba tan estresado que giró la cabeza para mirarle; su ojo derecho tembló imperceptiblemente.

—¿Por qué? —le preguntó.

Tarven permaneció en silencio. Su sonrisa se trastocó lentamente en una mueca de manifiesto desprecio. Giró la cabeza y escupió por segunda vez.

—Vámonos —dijo Ferdinard, conciliador—. Es como intentar convencer a un perro para que no te muerda. Te está provocando para que perdamos tiempo.

Malhereux mantuvo la mirada unos segundos todavía, desafiante, con el puño extendido hacia el robot. Entonces giró el brazo otra vez hacia el sarlab y éste respondió abriendo mucho los ojos. Bob se puso en marcha: avanzó hacia él dando grandes zancadas.

—¡No, no, no! ¡Espera!

Tarven intentó levantarse, pero Bob lo cogió del brazo antes de que pudiera incorporarse. El prisionero se retorció, pero como era de esperar, le resultó imposible escapar de la garra metálica.

—Ahora eres nuestro prisionero —soltó Malhereux con una expresión aviesa—, y vendrás con nosotros, aunque sea a rastras.

Y Bob, como para confirmar la sentencia, produjo un tonto cloqueo mecánico.

Las máquinas resultaban mucho más impresionantes vistas de cerca. Ni siquiera estaba segura de que fuese algún tipo de maquinaria; era sólo una intuición, producto de trabajar con dispositivos mucho más avanzados de lo que, por lo general, podía verse por el universo. Parecían máquinas. Tenían que serlo: ordenadores de algún tipo, pero otra vez llamaban la atención por la armonía de su diseño. Las líneas, formas y estructuras configuraban un objeto que era un placer para la vista. Alguien con menos criterio, probablemente, hubiera pensado que se encontraba frente a algún tipo de sofisticado ornamento, embutido en las paredes, tocado con delicados rosetones de un azul celeste que pulsaban débilmente.

Maralda buscó entonces algún panel de control, un terminal de cualquier clase donde pudiera interactuar con el sistema. Algo que, al menos, le diera alguna pista. Pasó la mano por las suaves formas blancas y probó órdenes verbales, pero sin resultado. Luego empezó a deambular por los pasillos, mirando alrededor con curiosidad; el aspecto de las paredes era siempre el mismo. La luz era uniforme y, sin embargo, no pudo identificar su procedencia: no había focos en el techo, ni en las paredes. En ocasiones, la pared se curvaba con forma de barriga, y otras veces ofrecía una abertura hundida que a Maralda le recordó vagamente a una vagina femenina.

En ningún momento encontró panel alguno.

Estaba considerando algunas ideas cuando, de pronto, escuchó ruidos apagados.

Instintivamente, se pegó a la pared. No había una sola sombra donde esconderse: el área estaba iluminada de una manera tan homogénea y natural que Maralda tenía la sensación de encontrarse sobre la mesa de un quirófano; así que se concentró en escuchar.

Eran voces. Voces masculinas que conversaban. Y había otro ruido, metálico. clank. clonk. clank. Alguien más elevaba la voz en ese momento, una voz ronca y grave, pero aún no alcanzaba a entender lo que decían.

Rápidamente, consultó su panel. La respuesta no tardó en llegar. Tres latidos, altos y claros, y al menos una presencia robótica. El sensor no tardó en identificarlo: un Centurión de alta gama.

Sarlab, sin duda. Detestables sarlab.

Maralda desenfundó la pistola, inspiró profundamente y cerró brevemente los ojos a modo de preparación.

Bob caminaba impasible, sin detenerse, con Tarven For trotando torpemente tras él. El sarlab protestaba continuamente; fingía desmayos y caídas, pero Bob no se inmutaba, continuaba tirando de su brazo sin prestarle atención, como quien acarrea una maleta de viaje por un espaciopuerto. Cuando eso ocurría, descubría que el brazo se retorcía hasta el punto de amenazar con dislocarse, así que se apresuraba a ponerse en pie y tratar de seguir el ritmo. De vez en cuando, gritaba como si experimentase un tremendo dolor, pero Ferdinard sabía que era sólo una treta; bien para que lo liberasen, bien para atraer la atención de otros sarlab.

—Cállate, o le diremos al robot que te arranque la lengua —decía.

—Sois unos mierdas —masculló Tarven—. No haréis nada de eso, porque os faltan huevos. ¡Os faltan huevos!

—Si tengo que elegir entre tu vida y la nuestra —contestó Ferdinard—, adivina qué elegiré. No me pongas a prueba. Podrías llevarte una sorpresa.

Tarven gruñó en voz baja. Aún le dolía la garganta y tenía un regusto a cobre viejo en la boca. No era una sensación desconocida: demasiado bien sabía que se trataba de sangre. Aquel robot de mierda había apretado tanto que algo debía de haberse roto ahí dentro.

—No parece que vayamos a llegar a ningún lado por aquí —musitó Malhereux—. Deberíamos haber ido por aquella rampa. ¡Al menos iba hacia arriba!

—No lo sé —respondió Ferdinard—. Quizá.

Habían llegado a una zona que era diferente de las anteriores. Los techos ya no eran altos y espectaculares, y tanto las paredes como el suelo eran de un color blanco inmaculado. Prescindían además de la elaborada decoración a base de filigranas.

Ferdinand iba a decir algo cuando escucharon a Tarven soltar una especie de carcajada quejumbrosa, seguida de un acceso de tos. Malhereux dio un respingo. Se volvió con el rostro enrojecido para amenazarle y se quedó lívido.

—¡Fer!… ¡Fer!

Ferdinard se volvió, y lo vio inmediatamente.

El pecho del robot estaba encendido con una luz roja.

—Mierda —soltó Ferdinard, y acto seguido giró sobre sus talones para mirar alrededor, con los ojos desorbitados y una sensación de angustia esculpida en la cara.

—¡Aquí! ¡Están aquí! —gritó Tarven.

Malhereux respondió corriendo hacia él. Tarven empezó a reírse como un loco, e intentó librarse de su captor cuando Malhereux se puso detrás y pasó el brazo por delante de su cabeza. A pesar de las sacudidas del sarlab, consiguió taparle la boca con el pliegue del brazo. En la otra mano sujetaba el cuchillo que le habían arrebatado al sarlab.

Ferdinard lamentó un segundo la iniciativa de su amigo. Hubiera preferido que él se ocupara de Bob, si llegaba el caso. Ya no tenían armas, salvo el cuchillo, y lo tenía su socio. Intentaba pensar qué hacer. Ni siquiera se veía capaz de luchar contra nadie físicamente. No estaba en mala forma, pero en el omoplato derecho aún sentía punzadas de dolor. Dudaba que pudiera asestar más de un golpe. Uno, bueno, quizá. Pero sólo uno.

De pronto tuvo una idea.

—Mal —preguntó en susurros—, ¿no estará estropeado?

—¿El qué?

—¡Bob, coño! No se encendió cuando nos atacó él.

Malhereux pestañeó.

—Sagrada Tierra —dijo—. Es cierto.

—¿Puedes comprobarlo de alguna manera?

—¿Cómo?

—¡No lo sé! ¡Tú eres el experto!

Malhereux pensó unos segundos.

—Algo podría hacer —respondió al fin—. Bien… Ahora voy a soltarte, y vas a estar callado, o instruiré al robot para que te retuerza un brazo hasta que te desmayes. Un brazo dislocado no te matará, pero necesitarás cartílagos biónicos el resto de tu vida —hizo una pausa—. ¿De acuerdo?

A regañadientes, Tarven asintió despacio.

Malhereux aflojó la presión y se separó de él con un movimiento calculadamente lento. Después, le pasó el cuchillo a Ferdinard y se acercó al robot.

—Deprisa —dijo Ferdinard, inquieto.

Él no poseía los sofisticados sistemas de detección que cualquier robot de gama media incluía en su equipamiento base, pero tenía algo que la ciencia no había podido desentrañar pese a todos sus maravillosos avances: el sexto sentido. Algo le decía que allí, oculto en los corredores que le rodeaban, había algo. O alguien. Era una cuestión de poro, de piel, de olfato… Lo sentía en la punta de sus cabellos, en el aire insípido que le rodeaba.

—Mierda… —masculló Mal, cuando se encontraba ya delante del robot.

—¿Qué pasa?

—Tendría que apagarlo. Apagar a Bob para comprobar los sensores.

Tarven dejó escapar una risa entre dientes.

—Apágalo —dijo—. Por mí no te preocupes.

—¿Lo soltará si lo apagas? —preguntó Ferdinard.

—Seguro. Se plegará como cuando salió del embalaje original.

—Mierda.

Pero justo entonces, Tarven mudó su expresión. Miraba a algún punto detrás de los hombres, con una expresión de incredulidad. Ferdinard lo captó, y se dio la vuelta de forma instintiva.

—¿Qué…?

—Un solo movimiento y disparo —dijo ella.

Era una mujer, desde luego. Malhereux se volvió también, sobresaltado, y tampoco podía creer lo que estaba viendo. Vaya si era una mujer; su uniforme táctico se le ceñía al cuerpo marcando la deliciosa curva de sus formas femeninas, y el cabello era un aura rojiza de evocadores bucles. Ésos eran los detalles que saltaban a la vista en primer lugar. Después, se fijaron en el arma que portaba con la mano derecha y, por último, en la banda cruzada de color blanco, en el escudo distintivo que la identificaba como miembro de La Colonia.

—Sagrada Tierra —exclamó Malhereux—. ¡La Colonia está aquí!

El sarlab dejó escapar una exclamación ahogada.

—¿Quiénes sois? —preguntó la mujer.

Ferdinard levantó las manos, y Malhereux le imitó.

—Somos chatarreros…

—Buscadores de tesoros —corrigió Malhereux.

—Nos dedicamos a comerciar con desechos, restos inútiles que nadie quiere. Los reparamos, los…

La mujer hizo un gesto de desdén con la mano libre.

—De acuerdo, pero… ¿qué hacéis aquí? —preguntó.

—¡Llegamos aquí por accidente! —exclamó Malhereux—. Le damos nuestra palabra. ¡Sólo queremos salir de aquí! Llevamos horas intentando salir de aquí…

—Ésa es la verdad —confirmó Ferdinard.

—¿Quién es vuestro prisionero?

Ferdinard se movió lentamente hacia su derecha para que ella pudiera ver al sarlab.

—Es un sarlab, señora —dijo Malhereux—. Un mercenario que intentó asesinarnos.

En ese punto, Ferdinard se dio la vuelta para que pudiera ver la mancha sangrienta y el corte en el traje.

—¿Por qué lo lleváis con vosotros? —preguntó ella.

Los dos hombres se miraron. Fue Ferdinard quien habló primero.

—No tenemos la sangre fría necesaria para eliminarlo sin más —dijo—, ésa es la verdad. Intentamos dejarlo atrás, inconsciente, pero no resultó. Nos dio caza y casi acaba con nosotros.

—El robot es vuestro… —dijo ella.

—Es un Centurión. Y es nuestro, sí. Es lo único que nos queda…

—¡Hicieron explotar nuestra nave! —protestó Malhereux.

—No me cuadra… ¿Qué hacen en un planeta como éste dos chatarreros espaciales?

—Buscadores de tesoros —corrigió Malhereux—. Es nuestro trabajo. Vimos que había una batalla. Después de una batalla queda mucho material interesante.

—¿Cómo es que dos tipos como vosotros pueden permitirse un Centurión?

Malhereux arrugó la frente.

—¿Qué se cree? Somos muy buenos en nuestro trabajo…

—Llevamos muchos años dedicándonos a esto —apuntó Ferdinard—. Hemos ido haciendo fortuna.

—Enviadme vuestros identikits —dijo ella.

Los socios levantaron los puños al instante, y un segundo más tarde, ella recibía la información en su muñequera. Se desplegaron como pequeños hologramas sobre su brazo. Los identikits eran auténticos, estaban vigentes y los identificaban como ciudadanos de Waterloo Andik, en el planeta Parissee, una próspera colonia establecida por Aegis Europa. Su última ocupación conocida los presentaba como empleados externos en una colonia minera, pero de eso hacía bastante tiempo.

—Tenemos todo en regla —dijo Ferdinard—. Puedo enviarle la documentación del robot y de la nave que… Bueno, que teníamos. Ya no existe.

La mujer estudió sus rostros unos instantes, luego apagó la consola y guardó la pistola en su funda.

—De acuerdo, buscadores de tesoros —dijo—. Creo que estáis en un buen lío. ¿Cuántos sarlab habéis visto?

Los hombres bajaron las manos, aliviados. Ferdinard dedicó a su amigo una pequeña sonrisa. De todas las cosas que hubiera esperado ver por allí, lo que menos hubiera imaginado era encontrarse con alguien de La Colonia. No, desde luego, en un planeta tan remoto. Si había alguien capaz de sacarles de allí, de salvarles de los sarlab, eran ellos.

No, no lo esperaba… y sin embargo, ahora se revelaba como si la incógnita de una ecuación tuviera finalmente un valor muy distinto del que él había estado considerando.

¡Por supuesto que se trataba de La Colonia!

Toda aquella tecnología que habían visto… aquellos paneles extraños… De repente se le antojaba papel mojado. Una teoría inconsistente, fruto del delirio, del cansancio, de la desesperación. Ahora se sentía ridículo por haber pensado que aquella instalación pudiera ser una especie de templo ancestral construido por alienígenas. La nave de aspecto cilíndrico que había visto en los primeros paneles debía de ser algún tipo de nave científica de La Colonia. Sí, sin duda. En su cabeza se dibujaban ya los sofisticados navíos de guerra esperando pacientemente en la estratosfera, listos para echar al invasor sarlab. Sus fantásticos sistemas construidos por expertos estarían recorriendo el perímetro, con todos esos maravillosos robots. La vívida imagen de los sarlab sacando sus naves de allí a toda prisa le estaba produciendo un maravilloso cosquilleo en el estómago.

—Hemos visto unos cuantos —dijo al fin, más despacio. De repente, caía en la cuenta de que era una pregunta extraña. La imagen mental de los mercenarios huyendo del planeta se desvaneció—. Están saqueando sus instalaciones, ¿no?

La mujer le miró, pero no dijo nada.

—Son sus instalaciones, ¿no es cierto?

Ella levantó la cabeza como si considerase su respuesta. Luego pareció encogerse de hombros.

—No, no son nuestras.

Ferdinard sonrió, nervioso.

—De acuerdo… Pero sabe… lo sabe, ¿no?

Otra vez, la mujer se quedó callada.

—No sabe nada —dijo el mismo Ferdinand, soltando un pequeño suspiro.

—Eso depende —dijo ella—. ¿Qué es lo que cree que debería saber?

—Está bien… —exclamó, algo confundido. La teoría alienígena volvía a aparecer en escena, tan oscura, enigmática y tenebrosa como antes. Comprendió entonces que había desechado demasiado rápido todo lo que habían deducido hasta el momento. Y comprendió también que La Colonia, probablemente, no tenía naves gigantes aguardando en la estratosfera. Con un escalofrío recorriéndole la espina vertebral, continuó hablando—: Hemos visto unas cuantas cosas aquí abajo. Si quiere, puedo enseñárselas.

Malhereux tironeó de su brazo. Su expresión era desorbitada.

—¡Fer! —exclamó, dejando escapar apenas un susurro entre dientes.

—¿Qué? —preguntó su socio.

La mujer había empezado a acercarse a ellos, pero se había detenido. Casi podía ver la desconfianza en su rostro.

—¡No! —le estaba diciendo Malhereux—. ¡No le cuentes nada de eso! ¡Es nuestro secreto!

—¡Mal! ¡No es momento de…!

—¿Qué ocurre? —preguntó la mujer, alzando la voz. Otra vez tenía la mano sobre la funda de la pistola.

Nervioso, Ferdinard se sacudió para quitarse de encima el brazo de su socio.

—Disculpe, a veces… —dirigió a su amigo una mirada de reproche—. A veces perdemos la perspectiva de las cosas. Me preguntaba si sabe algo acerca de… este lugar. Si lo sabe, entonces le ruego que nos saque de aquí. Pero si no… entonces tengo unas cuantas cosas que contarle y que enseñarle.

La mujer inclinó suavemente la cabeza. Su expresión de súbito interés era más que evidente. Ferdinard lo captó enseguida.

—No sabe nada —repitió, sintiéndose apesadumbrado y solo de nuevo—. Bien, comencemos por el principio.