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Descubrimientos

Los robots llegaron primero.

Para sus sensores y sistemas de visión, el resplandor cegador no era en absoluto un inconveniente: detectaron lo que se les venía encima mucho antes de traspasar el umbral: no sólo su impresionante forma general, también su naturaleza mecánica.

Los cañones se ajustaron y lanzaron descargas de iones hacia el portal, iluminando brevemente el pasillo con su característica luz azulada, pero la respuesta fue contundente; un solo destello, apenas un brevísimo instante de una cegadora luz anaranjada, y los robots se fundieron parcialmente. El metal de sus corazas chorreó goterones brillantes, que volvieron a endurecerse casi al instante. Uno de ellos se dobló sobre un lado como una cerilla, y en el extremo opuesto, otra unidad cayó hacia atrás, donde golpeó el suelo con un sonido metálico y opaco. El resto permaneció inmóvil, totalmente destrozados por dentro, como extrañas esculturas surrealistas. Las pequeñas luces que conformaban sus lentes se apagaron.

El contundente ataque paralizó a los sarlab que seguían a la primera línea de ataque. Ahora miraban hacia la luz con ojos desorbitados, temerosos de lo que podía haber detrás. Se miraban unos a otros, y aunque ninguno decía nada, la misma preguntaba tomaba forma en la cabeza de todos: ¿Qué ha pasado? Había sido todo tan rápido… ni siquiera las ondas caloríficas más intensas conocidas hubieran podido hacer algo así; no en ese tiempo y, desde luego, no al material con el que aquellos robots estaban construidos. Simplemente, los había reducido a sebo caliente.

Pero un instante después, los sarlab reaccionaron. Empezaron a disparar hacia la luz, y esta vez no usaron iones, sino potentes salvas de pulsos. Los disparos, una batería de cegadores bramidos, se perdían dentro del resplandor sin que parecieran tener ningún efecto. Resultaba obvio que golpeaban contra algo; el estruendo de las explosiones llegaba hasta sus oídos, pero no podían decir si habían dañado a su potencial enemigo.

En ese momento, el sonido de un deslizador se hizo audible por encima de las cabezas de los sarlab. Era, naturalmente, su líder, Jebediah, que acudía para llevarlos a la victoria. Su sola presencia encendió los ánimos de los hombres.

Jebediah detuvo el deslizador. Para él, estaba claro que los disparos estaban siendo inútiles: lo que fuese que proyectaba aquella luz, seguía haciéndolo.

—¡Disparad al umbral! —ordenó—. ¡Al arco de la puerta! ¡Arriba y en el centro!

Los hombres obedecieron. Esta vez, las descargas arrancaron pequeñas explosiones del arco y el portal. El lugar se llenó de polvo; la roca se resquebrajó y cayó al suelo, pero los pulsos continuaron descarnando el pórtico.

En ese momento, Jebediah levantó una mano. La orden fue replicada al instante por unos y otros. ¡Alto el fuego!, y el estruendo fue remitiendo hasta que todos los fusiles terminaron por enmudecer. El túnel quedó en silencio, tocado apenas por una vibración casi imperceptible. El polvo milenario quedó en suspensión, pero a través de él, los hombres pudieron ver una cosa: que el resplandor había desaparecido.

Jebediah lanzó el puño cerrado hacia delante. Era una orden clara: ¡Atacad! y los sarlab se lanzaron a la carrera al unísono, gritando como bestias. Los robots, ahora inútiles, fueron apartados del paso; a través de los cascos, los rostros reflejaban brutalidad y decisión.

Jebediah flotaba por encima de sus hombres, haciendo avanzar el deslizador. Sin embargo, se mantenía a cierta distancia de la cabeza de ataque. Sus sensores no le mentían: allí aún quedaba algo, una amenaza de algún tipo, mecánica, manifiestamente hostil, pero sin identificar. Sin modelo, sin especificaciones. Ese dato no le sorprendió demasiado. Para él, estaba ya suficientemente claro que se enfrentaban a algo desconocido.

El sistema de defensa, fuera cual fuese, no emitió el rayo calorífico por segunda vez. Los sarlab saltaron sobre el cúmulo de piedras caídas y atravesaron por fin el umbral. Los haces de sus cascos ofrecían retablos de la escena imprecisos, confusos. De pronto, comenzaron a disparar de nuevo. Se oyeron gritos.

Jebediah aceleró el deslizador y pasó por encima del derrumbe. Apenas había hueco: la parte inferior golpeó el casco de uno de los hombres y lo lanzó violentamente hacia delante, donde chocó con su compañero envuelto en un sonido quejumbroso de huesos rotos. Jebediah no prestó atención. Estaba mirando a la cabeza de la línea de ataque, donde sus hombres disparaban hacia algún punto a la derecha; disparos altos.

Atravesó el umbral, acelerando el deslizador y describiendo un giro hasta quedar en una posición horizontal. Como la sala era circular, hizo virar el aparato describiendo un semicírculo recorriendo la curvatura de las paredes. Mientras lo hacía, miraba hacia donde disparaban sus hombres.

Era algún tipo de ingenio mecánico, una especie de robot, pero de un tamaño impresionante. Lo que más llamaba la atención era su inusual diseño; incluso en medio de los impactos de sus hombres, su forma resultaba sorprendente. Se sustentaba sobre cuatro delicadas extremidades que describían una suave curva, como las patas de una mesa de refinado estilo. El cuerpo era una armoniosa combinación de volúmenes suaves y redondeados, de un dorado apagado, lleno de matices, que recogían los destellos de luz y los devolvían en forma de pálidos reflejos. Esas formas suaves y armónicas estaban recorridas por líneas esculpidas que tejían una delicada trama. En lo que podría ser su cabeza brillaban dos triángulos de un color azulado. Sus brazos, de los que tenía dos a cada lado, terminaban en una suerte de llama de un celeste intenso.

Otra vez se confirmaban sus primeras impresiones: los robots de ese tamaño no eran viables con la tecnología de que se disponía en esos momentos; simplemente consumían demasiada energía para realizar sus movimientos mecánicos. El tamaño también provocaba que esos movimientos resultasen algo lentos. Además sus patas parecían retar a las leyes de la física: demasiado delgadas. Con esas curvas uno no podía evitar preguntarse de qué material estarían hechas para poder soportar semejante peso.

El robot resistía impasible el ataque de los sarlab. Las ráfagas llegaban hasta su cuerpo, y las explosiones lo rodeaban con llamaradas, humo y fuego, pero el robot no se movía. No hacía ningún intento por contestar a los ataques. Eso le hizo pensar. Redujo la velocidad del deslizador y se detuvo.

¿Habrían conseguido dañarlo? Sus sensores detectaban pequeñas vibraciones en su interior, y el brillo en sus ojos y otras partes de su cuerpo parecía indicar que estaba operativo, pero entonces, ¿por qué no se defendía?

Los robots —pensó—. Atacó al incursor y a los robots de combate. Pero no a los hombres. Como si no pudiesen representar una amenaza. Como el león no ataca a las hormigas.

—¡Alto el fuego! —gritó, hasta tres veces, antes de que todos los fusiles quedaran en silencio.

Los sarlab habían estado disparando todo lo que tenían y las explosiones les habían impedido ver lo que ocurría en realidad, pero cuando el ataque cesó y el humo fue retirándose de la figura mecánica, muchos pusieron caras de asombro. Ahí estaba… tan entero como al principio. No había ni una mácula en su impresionante aspecto; el brillo de oro viejo de su coraza estaba aún intacto, sin trazas de daños, sin un solo arañazo o quemadura.

Un rumor empezó a extenderse entre los hombres. Las voces decían: Imposible. Sólo los blindajes especiales de las naves interestelares tenían esa resistencia, pero ese material, por su grosor, no podía moldearse de aquella manera. Jebediah no les prestaba atención; se acercó a la máquina a bordo del deslizador, haciéndolo avanzar muy lentamente.

Inesperadamente, el robot hizo girar su cuerpo para encararlo. Los sensores conectados a su cerebro chillaron de repente. Recibió una especie de imagen distorsionada frente al robot y, casi al mismo tiempo, Jebediah ya saltaba por el aire. Un resplandor con tintes rojizos inundó toda la escena, seguido de un sonido intenso como el de un trueno, y al instante siguiente, el deslizador caía hacia atrás convertido en un humeante trozo de metal retorcido. A varios metros, Jebediah caía pesadamente al suelo, con la boca retorcida por una mueca de rabia.

Antes de que los sarlab pudieran reaccionar, Jebediah saltaba ya de nuevo. El robot pareció detectar algo, porque su cuerpo giró con rapidez para encararle. Sin embargo, el líder sarlab era también fantásticamente rápido: de pronto, se encontraba ya encaramado a su torso, con el rostro pegado a los dos diamantes de luz que parecían ojos.

La máquina movió los brazos para apresarle. Jebediah ni siquiera los notó moverse, tan silenciosos eran; pero sus sistemas internos le advirtieron. Sirviéndose de los brazos, describió una pirueta sobre la máquina enemiga y se puso a su espalda. Su cuerpo giró ciento ochenta grados y se encontró mirando su espalda; demasiado bien sabía que el blindaje en la parte anterior de las máquinas de ese tipo no era tan fuerte como el de la parte delantera.

Sin perder un solo instante, Jebediah localizó una zona luminosa de forma irregular y bordes redondeados, similar en su intensidad azul a los triángulos de la cara. Tenía un aspecto suave y ligeramente translúcido, como un cristal. Arremetería contra ella. Bloqueó el brazo derecho y empezó a golpearla con el puño. El brazo cibernético se movía a tal velocidad que los sarlab que estaban más cerca sólo veían un movimiento difuso; parecía un martillo percutor, y la fuerza que imprimía era demoledora. Sin embargo, el robot lanzaba ya los brazos hacia atrás. Jebediah respondía moviéndose de uno a otro lado, con las piernas y la mano izquierda agarrados a su cuerpo con la tenacidad de una araña. Necesitaba tiempo para comprobar su teoría.

Los sarlab miraban con la boca abierta, transportados a universos aún inexplorados de perplejidad y admiración. El robot podía mover los gigantescos brazos con una rapidez inusual, pero su líder no se quedaba atrás. Se agachaba, eludía los golpes de su enemigo y reaccionaba desplazándose como si fuera aire. A veces se daba completamente la vuelta, quedándose boca abajo. Hiciera lo que hiciese, no dejaba de martillear la superficie luminosa.

Ésta empezaba a adquirir un tono más intenso, ligeramente blancuzco. Jebediah sonreía; sus sensores comenzaban a denunciar un gran estrés en la malla estructural del robot, lo que indicaba que su suposición era correcta. Si era capaz de arrancar aquella pieza y meter la mano por ahí, estaba seguro de que podría causar un buen estropicio en sus sistemas internos.

Estaba considerando esa idea cuando, de pronto, la luz azul tembló delicadamente y se apagó. En el acto, el robot se detuvo, congelado en una postura forzada. Jebediah se quedó quieto, expectante. Los sarlab tampoco se atrevían a decir o hacer nada, aunque para entonces la sala se había ido llenando con los soldados que venían avanzando por el túnel y muchos fueron los que pudieron asistir a la hazaña.

Cuando estuvo seguro de que había dañado de muerte a la máquina enemiga, Jebediah lanzó el brazo hacia atrás y se preparó para la descarga final; lo proyectó con una fuerza demoledora sobre el cristal. Éste se desgarró en mil pequeños pedazos que, a su vez, se convirtieron en una especie de polvo. Introdujo la mano en el agujero y hurgó en el interior. El sonido era similar al que produciría una caja llena de cristales. Cerró el puño en torno a algo y lo extrajo. Cuando se miró la mano, descubrió una miríada de pequeñas piezas que no supo identificar. Algunas parecían pequeñas tuercas, pero también había esferas con diminutas marcas y tubos finos y alargados. La sola idea de que esos objetos formaran parte de los engranajes internos de una máquina como aquélla los hacía fascinantes.

De pronto, Jebediah levantó la mirada. Los sarlab acababan de estallar en una estruendosa ovación. Los líderes de grupo no perdieron el tiempo. Empezaron a arengar a los hombres para que tomaran la sala, y éstos empezaron a desplegarse por la cámara, con expresiones triunfales en sus rostros.

Uno de ellos se acercó a su líder.

—Gran Bardok, es… es usted una inspiración para nuestros hombres. Eso que ha hecho…

—Deje su verborrea para más tarde, Varsin —contestó—, e infórmeme de cómo va la transcripción de los criptogramas.

—Tenemos novedades, Gran Bardok —exclamó el Varsin—. Uno de los técnicos ha querido presentarle el informe en persona. Se ha trasladado hasta aquí y espera que usted lo reciba.

Se retiró un par de pasos y extendió la mano, como haciendo una reverencia. Jebediah descubrió allí a un hombre vestido con un traje espacial convencional. Sus finos rasgos le delataban como personal no combatiente. Llevaba el casco entre los brazos: su traje le había advertido de que había oxígeno suficiente en la sala como para respirar con normalidad.

Jebediah se acercó a él dando un par de grandes zancadas.

—¿Qué han descubierto?

—Gran Bardok —dijo el ingeniero—, respetuosamente le informo de que el proceso ha sido complicado. Hemos utilizado avanzadas técnicas de inteligencia artificial para cotejar los signos con todas las lenguas que se empleaban en tiempos de la Tierra original, y creado mapas alfabéticos. La escritura es cuneiforme consonántica, pero representada con trazos curvos, lo que nos despistó al principio. Ha resultado ser una lengua que perteneció a la familia semítica, y que se hablaba en toda la franja fenicia en el segundo milenio antes de Cristo. En la Tierra original, Gran Bardok… Dejó de usarse muchos milenios antes del Éxodo…

—¿Por qué alguien se entretendría en emplear ese tipo de lengua olvidada en un lugar como éste?

—Porque… se lo diré dentro un momento, pero es seguro… coincide con esa lengua en un noventa por ciento. Al principio pensamos que era hebreo, otra lengua de la Tierra, porque tiene muchas similitudes, cognados… raíces comunes, pero…

—En realidad no ando muy sobrado de tiempo, ingeniero —interrumpió Jebediah—. Explíqueme qué dice el mensaje. Después podrá contarme más cosas sobre sus investigaciones.

—Sí, gran Bardok.

El ingeniero continuó hablando, mientras los sarlab se movían y desplegaban por toda la sala. Había hombres corriendo y haciendo aspavientos con los brazos, señalando aquí y allá. En un momento dado, un enorme cañón de pulsos entró en la cámara haciendo sonar sus cadenas, que vibraron con enorme intensidad.

Mientras tanto, el ingeniero proseguía con su informe. Jebediah le escuchaba cruzado de brazos, pero al cabo, se inclinó suavemente hacia él, como si lo inundara un creciente interés. Al fin, abandonó su postura altiva y dejó caer sus brazos muy lentamente. Al Gran Bardok y Quinto de los Dain, por lo general impasible y hierático, le empezaba a llamar poderosamente la atención lo que le estaban contando.

Había tanta tierra y polvo en el aire que Maralda Tardes se vio obligada a cerrar los ojos. El respirador se activó automáticamente, elevándose desde el traje hasta cubrirle la boca y la nariz.

De pronto, el sonido retumbante de unas rocas chocando entre sí la hizo estremecerse; era un estruendo tan fuerte que podía notar la vibración en el pecho. Cuando empezó a remitir, percibió un cambio: el sonido de las ametralladoras se había extinguido.

La cámara ya no temblaba, pero en el aire flotaban aún ecos confusos que se mezclaban con el discurrir de la tierra que se escapaba por entre las grietas. Lo primero que advirtió es que la luz había disminuido considerablemente; los focos habían sido alcanzados y hechos añicos, y sus fragmentos se encontraban ahora dispersos por todas partes. Pero ¿y los robots? ¿Habían sido alcanzados también?

Lentamente, como si temiese que un movimiento pudiera provocar el derrumbe final, Maralda miró hacia el techo. Allí encontró grietas oscuras y profundas, y un enorme hueco que revelaba una cavidad tenebrosa. Antes de hacer nada más, sin embargo, se concentró en escuchar, y se aseguró de que no quedaba ni rastro de ruidos mecánicos. Era muy buena señal, desde luego; ningún opresor abandonaría la búsqueda de su objetivo una vez identificado.

Con infinito cuidado, asomó la cabeza por encima de las destartaladas cajas. No pudo evitar que una enorme sonrisa asomara a su rostro cuando vio una roca de gran tamaño junto a la abertura de la pared; los restos de los opresores yacían en el suelo, destartalados, parcialmente aplastados por los enormes peñascos. Unos irreconocibles trozos de metal habían saltado por todas partes.

Maralda se incorporó, aliviada. La tierra cayó de sus hombros y su cabello, formando una nube de polvo a su alrededor. Lo notaba en la nariz y hasta en el hueco de las orejas. El lugar era una ruina, y entonces pensó en el túnel… Había estado recorriéndolo durante largo rato, un pasaje estrecho y cilíndrico que cualquier derrumbe habría vuelto impracticable. ¿Y qué decir de la cúpula? Si los extraños cristales habían cedido, la salida por ese lado se habría complicado enormemente.

Sacudió la cabeza. Eran problemas que no podía considerar ahora. Lentamente, rodeó los peñascos y a los opresores aplastados y echó un vistazo al hueco practicado en la pared. Y al hacerlo, no pudo evitar experimentar una abrumadora inquietud que le pellizcó el estómago de una manera casi dolorosa.

Se trataba de una sala espaciosa llena de consolas y módulos de computación alineados contra las paredes, pero todo tenía un aspecto bastante improvisado, como si alguien hubiera montado todas esas máquinas para trabajar temporalmente. Las consolas eran del tipo desplegable, de las que se usaban en campañas; los cables de alimentación colgaban de las paredes, sujetos por pivotes emplazados sin aparente orden ni concierto.

Lo más impresionante, sin embargo, estaba al fondo de la sala. Ésta se abría a una extensión enorme donde se divisaban varios contenedores cilíndricos de un tamaño descomunal. Al menos, parecían contenedores: alargados, de aspecto macilento y rodeados de tubos que desaparecían en su trayectoria hacia un techo que no alcanzaba a ver desde allí.

Maralda caminó entre las consolas. A esas alturas, no le sorprendió reconocer los sofisticados modelos de La Colonia, cómodamente instalados en sus soportes y zumbando plácidamente, pero decidió apartar de momento eso de su mente; otra cosa le llamaba ahora más la atención, los gigantescos contenedores. Cuando llegó al borde de la sala, sin embargo, ya no estuvo segura de que fueran contenedores: allá abajo, su forma básica se complicaba creando estructuras geométricas cuya función le costaba imaginar. Había cubos recorridos por diseños luminosos de formas abstractas y tubos cilíndricos que sobresalían y apuntaban al techo, como antenas. Un zumbido grave y apenas perceptible parecía impregnar el aire a su alrededor.

Permaneció unos instantes observándolos, intentando comprender lo que veía. Aquello no se parecía a nada que conociese, y eso era significativo teniendo en cuenta que conocía muchas de las revolucionarias invenciones de La Colonia. Esperaba que algo en el fondo de su mente hiciese clic, que su mente captase alguna forma que pudiera asociar con los conceptos de diseño y funcionalidad que La Colonia manejaba, pero estaba en blanco. Miraba y miraba, sin que se le ocurriese qué podía ser todo aquello.

De pronto recordó los ordenadores. Ésos sí los conocía perfectamente y estaba familiarizada con todos sus procesos; si había algún dato almacenado en ellos, cualquier tipo de dato, lo encontraría. Se acercó entonces a las consolas y las examinó brevemente desde la distancia, antes de activar los sistemas. Eran máquinas genéricas; no había manera de conocer su función a simple vista. Uno de los ordenadores había caído al suelo y la pantalla, negra, había quedado inutilizada por el impacto, pero el resto recibía energía y funcionaba.

Se acercó despacio, y cuando pasó la mano por encima de los controles, las pantallas reaccionaron iluminándose al instante. Maralda estudió la explosión de información que acababa de desplegarse en ellas. Era algún tipo de programa en ejecución que parecía recabar datos cada pocos segundos; números y secuencias en apariencia incomprensibles se recogían incansablemente en una matriz. También había celdas iluminadas con siglas que tampoco le decían nada. En otra pantalla, había algún tipo de gráfico volumétrico, pero no podía imaginar qué representaban las líneas; eran demasiado disparatadas. Había datos por todas partes… cifras, caracteres alfanuméricos de algún tipo y crípticos indicadores que no reconocía de ninguna otra parte. La única pantalla que mostraba algo distinto era la central. Allí, se mostraba un cuadrado, representado con líneas simples. Tenía una especie de conectores, dos a cada lado, y uno de ellos parpadeaba en rojo. A Maralda no le sorprendió que algo estuviera fallando: el seísmo había sido tremendo y debía de haber provocado derrumbes por todas partes. De hecho, le sorprendía que aquella sala en concreto tuviera aún tan buen aspecto con el destrozo que se había producido en la cámara anterior.

Pero Maralda no le encontraba utilidad a todo aquello. Parecían sistemas de control rutinarios monitorizados por un programa estándar de análisis.

La Colonia

Alguien quería saber tanto como fuera posible sobre algo que aún se le escapaba. Intentó entonces conectar con la Hipervensis. Esperaba que la réplica hubiera trastornado los sistemas inhibidores, pero no hubo suerte: la señal era tan plana como si la nave se hubiera volatilizado en el aire. Apretó los dientes; con la computadora de a bordo podría haber interceptado y analizado los datos en busca de respuestas.

Frustrada, Maralda retrocedió un par de pasos y agachó la cabeza, pensativa. Cuando intentaba encajar las piezas del puzle, comprendía que no era tan extraño que La Colonia investigara en secreto en planetas remotos, sobre todo para hacer pruebas. Había ocurrido antes, y no una, sino muchas veces. Pero allí había un despliegue de medios que no le cuadraba.

Piensa

La pieza que peor encajaba eran los sarlab. En apariencia estaban asaltando esas instalaciones, eso estaba claro, pero esa teoría perdía todo el sentido si, como ahora parecía, el complejo subterráneo pertenecía a La Colonia. Nunca habrían consentido algo así; hubieran mandado una pequeña flota para rechazar el ataque con contundencia, sobre todo, para salvaguardar su imagen. Si La Colonia consentía que asaltaran un asentamiento científico, abrían la puerta a que el hecho se repitiera. Pero entonces, ¿qué sentido tenía todo?

Pero había más elementos que la desconcertaban. Aquellos ordenadores dispuestos en soportes portátiles, los cables colocados de manera tan improvisada… Era como si hubieran aprovechado una sala cualquiera para instalar aparatos de medición. Una sala que originalmente no había sido diseñada para albergar equipos informáticos.

Abrió los ojos, mientras las ideas revoloteaban por su mente como meteoritos precipitándose contra la atmósfera de un planeta.

La cúpula, con todos aquellos hermosos diseños y ornamentos dorados, el extraño túnel, la maquinaria desconocida… No era una instalación de La Colonia. Era otra cosa, un lugar donde La Colonia estaba haciendo estudios. Unos estudios tan secretos, probablemente, que ni siquiera estaban bien vigilados y protegidos.

Mientras reflexionaba, Maralda jugaba con uno de sus rizos, enredándolo y desenredándolo en el dedo. Estaba claro que allí no iba a averiguar mucho más, así que se acercó otra vez al borde de la sala, donde el abismo se abría ante sus pies. La extraña maquinaria seguía allí, emitiendo una monótona cantinela mecánica que llenaba el aire de un rumor apagado; si prestaba la suficiente atención, casi se podía percibir su vibración.

En el extremo izquierdo divisó un tubo de cristal que parecía una especie de ascensor: recorría toda la pared, desde el techo hasta el suelo, así que se dirigió hacia allí, pistola en mano. Cuando llegó, sin embargo, la decepción se dibujó en su rostro: no había ninguna puerta a la vista, ningún panel… era sólo un tubo de cristal, cuya finalidad se le escapaba.

Maralda se acercó, sólo para comprobar si podía ver algo más; descubrir para qué se usaba. Cuando se acercó a él, sin embargo, el aire se llenó con el sonido de una hermosa nota musical, alta y clara, y la sección del tubo desapareció sin más.

Maralda se quedó quieta, pensando que se había perdido algo. El tubo mostraba ahora una especie de puerta, con la parte superior en forma de arco. Sin embargo, no veía por ninguna parte dónde había ido a parar el trozo de cristal que faltaba.

Retrocedió lentamente unos pasos y esperó unos segundos. Al momento, el cristal volvía a estar entero, como si la abertura nunca hubiera estado ahí. Lo único que creía haber escuchado era un sonido débil, similar al de los cubitos de hielo cuando se vierte agua caliente sobre ellos.

De nuevo, Maralda avanzó despacio, y otra vez la nota musical se elevó, cantarina, a su alrededor. De dónde provenía, no lo sabía, pero la sección del tubo había vuelto a desaparecer.

Para alguien como Maralda, aquél era un dato muy significativo. Estaba acostumbrada a usar tecnología que no estaba disponible en ninguna otra parte que no fuera La Colonia, pero nunca… jamás… había visto algo como aquello.

Intrigada, se acercó a la puerta. Esperaba que una plataforma de algún tipo aparecería en algún momento, descendiendo elegantemente por el tubo, pero después de unos instantes, se convenció de que no ocurriría nada similar. Cuidadosamente, asomó la cabeza y miró a ambos lados. El tubo llegaba desde el suelo hasta el techo, pero en ninguno de los extremos se veía nada excepto una pequeña plataforma de color oscuro, con un único punto luminoso en el centro. Le recordaba vagamente a los sistemas láser que empleaban en casa para eliminar residuos, y eso le hizo fruncir el ceño.

¿Y si no era un ascensor, después de todo?

Resolvió hacer una pequeña prueba. Extrajo una de las baterías de recambio del cinturón de su traje e intentó dejarla caer por el tubo. Sin embargo, cuando abrió la mano, la batería se quedó flotando, ingrávida.

Sorprendida, consultó brevemente su panel y estudió las variables que le informaban del entorno. Se quedó paralizada. Volvió a levantar la vista sólo para asegurarse de que el pequeño dispositivo giraba realmente en el aire, completamente en silencio, sin ruidos, sin distorsiones visuales. ¿Era ingravidez?, ¿ingravidez real? La Colonia… el hombre, en realidad, había estado revolviendo alrededor de ese misterio desde tiempos inmemoriales, pero sólo había encontrado sucedáneos. Era ese tipo de trucos los que empleaban los motores y dispositivos de que disponían, como los deslizadores o las mochilas de saltos: campos hipomagnéticos, ondas generadas por campos eléctricos y cosas así. Pero allí no había nada de eso, las lecturas de sus sensores eran inequívocas. Era, en apariencia, auténtica, sencilla y natural ingravidez. La única que respondía a la vieja definición, tan breve como contundente: la ausencia de peso.

Pero ¿cómo era posible? Le costaba pensar que ese avance fuese un desarrollo de La Colonia. Sus aplicaciones eran sencillamente abrumadoras en todo tipo de campos. Algo así no podía ocultarse. ¿O sí?

Mientras pensaba en eso, Maralda deslizó una pierna dentro del tubo. No notó nada. Introdujo la cabeza y los bucles de sus cabellos áureo-rojizos comenzaron a moverse como si tuvieran vida propia. Tuvo una imagen repentina de la vieja Medusa, personaje de una mitología ancestral de culturas primitivas prácticamente olvidada, con sus cabellos en forma de serpiente. Ese pensamiento le divirtió, y se animó a desplazar la otra pierna hacia el interior.

Como había esperado, se quedó flotando en mitad del tubo. La sensación que tenía era exactamente igual a la de situaciones de gravedad cero en el espacio: las mismas mariposas en el estómago, el mismo movimiento casi imperceptible de órganos dentro del cuerpo, oprimiéndole el tórax, la náusea incipiente que pasaba pronto… Enseguida descubrió que podía desplazarse a buena velocidad si se impulsaba con las manos, para lo que se servía de las paredes del tubo. Era… parecía… auténtica ingravidez. Resolvió hacer una segunda lectura, pero el traje seguía sin detectar nada. Nada de ondas electromagnéticas. Nada de campos.

Ceñuda, Maralda recuperó la pequeña batería y decidió ir hacia abajo. Ahora más que nunca quería echar un vistazo a aquellos motores. A toda la maldita instalación. Maralda Tardes era buena con los presentimientos, tenía uno entre oreja y oreja, latiéndole como una migraña.