Sarlab.
Si había una escoria en la galaxia, eran los sarlab.
Como controladora de La Colonia había visto cosas, y estaba segura de que no había visto ni la mitad de todo lo que había que ver. Las ramificaciones del sistema de control llegaban lejos, pero había zonas oscuras, imposibles de supervisar, incluso en las rutas comerciales más activas. Eso por no hablar de los planetas y asteroides más distantes. Allí, las barbaries ocurrían todas las semanas; los sarlab se habían vuelto muy creativos en ese cometido.
Maralda los detestaba. Entendía que los asaltos y otros infortunios semejantes formaban parte del equilibrio de la galaxia, pero no había necesidad de una crueldad tan despiadada. Ahora los tenía delante, emplazados en algún tipo de atrio y hablando animadamente entre sí. Sarlab. Ella se encontraba en lo alto de un promontorio de tierra, bajo la parte superior de una impresionante cúpula. El descubrimiento de una instalación subterránea había sido sorprendente, desde luego, pero no podía evitar concentrarse en aquellos asesinos.
Infinitamente pagados de su supremacía, ni siquiera la habían detectado. Estaban seguros de controlar la situación. Llevaban armaduras de combate de última generación que costaban… cuánto, ¿cientos de miles de créditos cada una, probablemente? Era mucha capacidad de maniobra para un grupo tan detestable. Y sin embargo, a ninguno de ellos le había saltado la alarma por su presencia. Apostaba a que ni siquiera sabían usar las capacidades de sus trajes. Apostaba que, para ellos, era mucho más importante la potencia de sus armas.
Maralda sabía perfectamente cuáles era su misión y su cometido en ese escenario. Mirar, escuchar e informar. Nada de interferir, sólo informar. Sin embargo, no podía apartar la mirada de un par de calaveras que uno de ellos llevaba, a modo de trofeos, clavadas en el cinturón. Imaginaba que, si podía detenerlos, jamás habría una tercera decorando su horrendo traje de combate. Y vaya si podía.
Apretando los dientes, Maralda apuntó con su pistola.
Ella no sabía que los sarlab tenían una antigua tradición: llevaban al combate los cráneos de sus compañeros caídos para que pudieran seguir disfrutando de la lucha. Quizá, de haberlo sabido, habría actuado de forma diferente, pero aquellas cuencas oscuras y desoladas la miraban desde la distancia y la sacaban de sus casillas.
Apretó el gatillo un par de veces con precisión y rapidez, y los disparos, sorprendentemente silenciosos, les dieron en la cabeza, atravesaron los cascos y les perforaron el cráneo, provocando su muerte inmediata. Uno de ellos cayó hacia atrás. El otro se derrumbó sacudido por los espasmos.
Maralda descendió del montículo. Apenas lo hizo, el respirador se retiró automáticamente, plegándose de nuevo en el traje. El hecho de que allí abajo hubiera oxígeno no la sorprendió en absoluto, había luz y no tenía aspecto de abandonado.
Lo que la sorprendía más era el aspecto suntuoso que tenía todo; desprendía, además, una sensación de grandiosidad. Parte de su formación básica en La Colonia había consistido en adquirir nociones de diseño elementales, porque las reglas del diseño podían aplicarse posteriormente a cualquier trabajo que fuera a desempeñar. Y allí había mucho de eso: los ornamentos en las paredes, construidos con algún material similar al oro, se curvaban y fluían dibujando formas que producían sensaciones subconscientes. Los contrafuertes, la luz uniforme y que parecía llegar de todas direcciones, así como la estructura de la cúpula, estaban inteligentemente dispuestos para que la sala pareciera mayor de lo que era en realidad. O mejor dicho, hacían que uno pareciera pequeño.
Esa magnificencia era absolutamente contraria a lo que podía esperar de un grupo de asesinos como los sarlab, así pues, la única explicación que cabía era que aquella instalación fuese del bando contrario.
Maralda repasaba todo lo que había aprendido. Ahora había descubierto aquella instalación subterránea, lo que en sí mismo constituía un hecho sorprendente. Cuándo y cómo la habían construido, no lo sabía, pero sí sabía algo: no había sido durante los siete años que ella llevaba como controladora. Ese tipo de construcciones requerían recursos y un despliegue de medios impresionante, y no había habido actividad en el sector.
Consideró brevemente informar a su superior; sin duda, ese descubrimiento era lo suficiente significativo como para molestarle, pero intuía que querría saber más, ¿y qué tenía en realidad? Nada. Una antesala. Aún desconocía para qué se había construido todo aquello. Sería difícil transmitirle lo que aquel lugar provocaba en el estado de ánimo, incluso aunque le mandara un vídeo o un modelo tridimensional, así que estudió sus opciones.
Estaba pensando en eso cuando se percató de que había algo en el suelo. Al principio pensó que se trataba de un arma olvidada, pero luego descubrió qué era en realidad. Era un brazo, un brazo arrancado de algún robot. Frunció el ceño. Los robots eran complicados de manejar. Sus sensores podían hacer imposible el ocultarse y podían detectar una presencia no deseada incluso a través de una pared. Su arma, para colmo de males, no tenía capacidades iónicas. Supuso que el robot había formado parte de la defensa de esa instalación hasta que los sarlab irrumpieron por el techo.
Acto seguido, se fijó en los canales. Formaban un intrincado diseño que parecía converger en unos túneles alineados por las paredes circulares. Despacio, sin hacer ruido, se acercó a uno de ellos. Descendía suavemente hacia abajo, pero había una débil iluminación cada pocos metros. Le pareció transitable, y se alegró de alejarse de aquella sala diáfana donde la ausencia de sombras y lugares donde esconderse era manifiesta.
Lentamente, se adentró por el túnel y desapareció.
Los sarlab se reagrupaban.
Habían traído tubos de soporte vital para los heridos; unos avanzados sistemas con forma de cilindros alargados que se abrían y mantenían a la persona estable, con oxígeno y medicada. Cuando estaban seguros en su interior, los tubos se autopropulsaban lentamente con rumbo a la Imperia. Allí atracaban directamente en la bahía médica, donde los hombres eran atendidos por el personal de a bordo. Todo el proceso duraba apenas unos minutos.
El resto de los sarlab estaba organizándose en escuadras para comenzar el asalto a la instalación. Era un problema, porque todos los líderes de campaña yacían en el suelo, con sus legendarios cascos negros reducidos a trozos, y los que eran elegidos para sustituirlos carecían de la experiencia necesaria.
También habían traído robots, transportados por vía urgente desde la Imperia. Un total de veinte unidades, generalmente destinadas a la reserva táctica, se encontraban en primera línea, completamente armados y operativos. Como de costumbre, ellos serían la primera línea de ataque.
Jebediah, por su parte, miraba al interior desde la misma puerta. Le preocupaba la contundente demostración de superioridad tecnológica que había visto, pero por otro lado, encendía en él una llama de codicia que creía tener apaciguada.
Sí, Jebediah albergaba un sueño secreto, un sueño que llevaba acariciando durante años: llevar a los sarlab a lo más alto. Desplegar su estandarte en sus naves y hacer que el nombre fuera conocido, respetado y temido en todos los rincones de la galaxia. El único problema era, naturalmente, La Colonia. Demasiado bien sabía que no les dejarían crecer en exceso. Eran los agricultores invisibles que mantenían los troncos libres de ramificaciones indeseadas: en cuanto echaran brotes nuevos, los cortarían tan limpia y rápidamente que nadie recordaría que habían estado ahí alguna vez.
Jebediah pensaba en eso a menudo. El tiempo y la experiencia le habían demostrado que incluso La Colonia tenía agujeros en su estructura por los que alguien con suficiente habilidad y paciencia podía infiltrarse. Desde allí era posible roer sus fundamentos internos, lenta pero implacablemente, como un cáncer. Sólo hacían falta dos cosas: recursos económicos para llevar a cabo acciones como la extorsión y el soborno, y un golpe de suerte. Y creía que tenía lo segundo delante de sus propias narices.
¡Tecnología! Era la clave de todo. La tecnología había permitido un triunfo fácil y rápido sobre la nave enemiga Semex, y su propio cuerpo era un testimonio inequívoco de la gran diferencia que representaba estar varios pasos por delante de los demás. Si tuviera acceso a la tecnología, podría enfrentar las batidas que La Colonia hacía de vez en cuando. Sería un proceso complicado donde cada paso tendría que ser estudiado y medido con exquisita delicadeza, pero era viable. Llegado el momento, lo haría.
Ahora, se le antojaba que aquel lugar parecía rezumar una especie de vibración invisible que él percibía de una manera que no podía describir. Era un olor, una esencia incorpórea e intangible. Algo tan desconocido y salvajemente avanzado que creía percibirlo a través de aquellos muros de piedra en apariencia tan ancestrales. Intuía que allí había tecnología. La parte robótica de su cuerpo se lo decía; percibía las transmisiones en el aire, indescifrables, extrañas, furtivas.
Sin decir nada, Jebediah sonrió. Ya no se trataba sólo de conseguir ese misterioso objeto que su cliente ansiaba de manera tan desesperada. Era todo el lugar. Quería exprimirlo al ciento por ciento.
Una voz a su lado lo sacó de su ensimismamiento.
—Gran Bardok, todo está dispuesto.
—¿Dónde se encuentra Verlo? —preguntó.
—Con el Grupo Dos, según sus órdenes.
—Perfecto —exclamó. Giró la cabeza para mirar al umbral, que se revelaba como un túnel oscuro donde las partículas de polvo aún se mecían en el aire, perezosas—. Respecto a esa fortaleza, no mandaré a nuestros hombres a otra trampa. Ordene que hagan llegar un incursor para explorar la entrada antes del asalto.
El oficial asintió torpemente y se retiró a dar órdenes.
Los sarlab, mientras tanto, continuaban con los preparativos. Las dos hileras de robots se habían dispuesto ya en cuatro formaciones de cinco unidades. Casi sin hacer ruido, desplegaron las armas alojadas debajo de los brazos. A su espalda, los hombres ponían en marcha sus lancetas de arcos voltaicos. Aunque la determinación encendía sus corazones, algunos no podían evitar mirar alrededor con una sombra de inquietud en los ojos.
El incursor tardó aún varios minutos en llegar. Era una especie de sonda no tripulada que se gobernaba directamente desde el Control de Misión, a bordo de la Imperia. Tenía el aspecto de un repugnante gusano, gris y tumefacto, cuya enorme cabeza era un foco de luz. Debajo, un par de pilotos de color rojo indicaban que estaba operativo y emitiendo. Pero el incursor no se arrastraba, flotaba torpemente en el aire con ayuda de dos pequeñas toberas a ambos lados.
El gusano no tardó en desaparecer por el umbral, emitiendo pequeños sonidos mecánicos. Jebediah se puso entonces en contacto con el Control de Misión.
—Transmítanme las imágenes enviadas por el incursor —dijo.
—De inmediato, Gran Bardok.
Las imágenes tardaron unos instantes en aparecer, emitidas por su pulsera personal. Era apenas una débil y translúcida imagen plana, como un holograma, pero suficiente para saber lo que ocurría.
Resultó mostrar alguna suerte de recibidor, que se extendía en línea recta como un corredor. Era el lugar perfecto para una trampa, desde luego, pero los hombres estaban contentos con que el incursor explorara el túnel en primer lugar: sus sensores rebelarían enemigos emboscados y maquinaria ofensiva. Jebediah no compartía ese entusiasmo. Los sensores estaban bien, naturalmente, y funcionaban la mayor parte de las veces. Pero eran incapaces de detectar cosas inesperadas. Bastaba con un rudimentario sistema de poleas y palancas para eludir los sofisticados algoritmos de predicción. Jebediah esperaba, de hecho, que la trampa saltara en cualquier momento. Era solamente cuestión de tiempo.
Pero en ese momento, el incursor giraba sobre sí mismo para mostrar imágenes de paredes y techos. Sin iluminación de ningún tipo más que la del propio foco del aparato, todo adquiría un tono tenebroso; pero los detalles que decoraban las paredes, aun difusos, se revelaban hermosos y cuidados. Le pareció ver formas allí, entre los diseños curvilíneos, grabados en la roca con trazos precisos y firmes. Además, los datos se agolpaban en la consola a medida que el incursor los iba recopilando: temperatura, humedad, sistemas de red captados, infrarrojos… pero también otros datos como la longitud del túnel. ¡Ciento setenta y cinco metros!
Jebediah torció los labios. «Majestuoso» era la palabra que le venía a la cabeza, aunque también resultaba poco práctico en su opinión; aquel largo corredor, ubicado inmediatamente después de la entrada, era un inexplicable despilfarro de espacio. El sentido común le decía que podían haber emplazado la puerta mucho después. Si no se trataba de una manera de hacer que un invasor se encontrara trabado en un pasaje estrecho para activar la esperada trampa, no le veía el sentido. No en un planeta completamente deshabitado.
Pero ahora otra cosa atraía su atención. El final del túnel. Allí brillaba un resplandor blanco, luminoso e intenso como un pequeño sol, que le impedía ver lo que había detrás.
—Luz… —exclamó el sarlab a su lado.
—Ya nos quedó claro antes que la instalación está activa —soltó Jebediah.
Pero mientras lo decía, su cabeza daba vueltas a ese dato. Si había luz al final, ¿por qué no habían instalado alguna en el mismo túnel? Debía de atender a una razón; claramente, aquél no era un corredor de servicio; la belleza de los contrafuertes, cuidadosamente tallados y apostados en ambas paredes y la delicada decoración de las paredes así lo indicaban. Y si tampoco había instalada trampa alguna, la pregunta era evidente: ¿por qué?
Otra vez giraba el incursor mientras avanzaba, desvelando los detalles de las paredes. Había figuras de hombres y mujeres, también niños, tallados con simples trazos, todos en hilera. Encima y debajo había símbolos similares a los que habían encontrado en la placa de la puerta.
Levantó la mano para activar su comunicador.
—Control de Misión —dijo una voz. El sonido sonaba metálico y apagado, como si la señal no llegara con la debida intensidad.
—Detengan el incursor —ordenó.
—Incursor detenido —dijo el operador casi en el acto.
—Necesito un modelador allí —exclamó Jebediah—. Hay datos que recabar. Quiero que registren los símbolos de las paredes y los comparen con los que ya tenemos. Traten de descifrarlos.
—Sí, Gran Bardok.
La comunicación crepitó brevemente y se cortó.
Jebediah se quedó mirando aquellos caracteres extraños. Había centenares de ellos, miles probablemente. Si sus técnicos no podían extraer su significado con toda la tecnología de que disponían…, él se encargaría de azuzarlos. Personalmente.
—No, en serio —dijo Ferdinard—. ¿Qué pensaban antes, en la época de la Tierra?
Malhereux, todavía sentado en el suelo, seguía mirando los tubos con los seres humanos invertidos, como distraído. Eran más que inquietantes; encerraban una oscuridad casi tangible que empezaba a provocarle un imperceptible escalofrío.
Sacudió la cabeza.
—En serio, Fer, creo que estás obsesionándote demasiado con esa patraña.
Ferdinard contestó como si no le hubiera escuchado.
—Antes se soñaba mucho con otras civilizaciones. Pensaban que no estábamos solos en el universo, que tarde o temprano encontraríamos a alguna otra raza, en alguna otra parte.
—Ah, sí… —murmuró Malhereux, sacudiendo la cabeza.
—Y creían otra cosa. Había gente que aseguraba haber sido raptada por seres alienígenas. Les hacían exámenes y los devolvían a su casa después.
Malhereux soltó un bufido, a caballo entre la risa y el desdén.
—Sí… Eso me suena…
—¿Cómo se llamaba a eso?
—¿Las abducciones?
—¡Eso es! —exclamó Ferdinard, triunfante—. ¡Lo tenía en la punta de la lengua! ¡Abducciones alienígenas!
Se desplazó rápidamente hacia el primer panel y, sin pensar en lo que hacía, puso una palma sobre el panel. Inmediatamente, recordó la escena en la sala de la Llama y lo retiró como si fuese a recibir una descarga. Pero no ocurrió nada.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Malhereux.
—Mira esto. Ese planeta… ¿no crees que puede ser la Tierra?
Malhereux miró la forma básica del planeta. Era apenas una esfera con algunos trazos dentro, a modo de continentes. Había visto imágenes de la Tierra mil veces en otras tantas partes diferentes, pero era incapaz de recordar la forma de las zonas de tierra que emergían del mar. Aquello podía ser la Tierra o cualquier otro sitio, incluyendo Pax Dulcis, su planeta natal.
Se levantó y dio un par de vueltas sobre sí mismo, como un animal enjaulado.
—Fer, colega… En serio, tenemos que irnos. No me gusta estar aquí abajo. ¡Pueden sorprendernos en cualquier momento!
—Esto es importante —dijo Ferdinard, súbitamente serio.
Malhereux le sostuvo la mirada unos instantes, pero acabó desistiendo.
—Está bien —dijo, conciliador—. Vale. Es la Tierra, ¿y qué?
—Querría decir que el cilindro es una nave alienígena saliendo de la Tierra. Son abducidos. Mira el segundo panel… se ve como los liberan en otro planeta.
—De acuerdo —exclamó Malhereux—. ¿Para qué?
—No lo sé. La historia no lo cuenta. Se los llevaron sin más. Igual querían ayudar a que nos propagásemos por la galaxia.
—Eso es… ¡Está bien, está bien! ¿Y para qué harían algo así?
—No lo sé —respondió Ferdinard—. Sólo atendamos la historia por ahora, ¿vale? Mira estos paneles. Está claro que los humanos prosperaron en su nuevo hábitat. Mira, cada vez más gente. Tienen descendencia, aparecen las primeras casas, herramientas, agricultura… Y entonces…
—El gas —dijo Malhereux.
—El gas o lo que sea eso. Está aquí —señaló otro de los paneles con el dedo—. El panel nos dice que encontraron algo en el subsuelo. Si miras el resto de los paneles, el gas, el árbol… la llama… mata a todos los seres humanos. ¿Vale? Mira esos dibujos de la gente en el suelo. Fíjate en su posición.
—Vale, están muertos. ¿Y después?
—Después, el gas salta al espacio.
—Lo que es imposible.
—Es imposible porque no entendemos su naturaleza, pero sólo aceptémoslo. Es un algo que puede flotar por el espacio y avanzar. Y aquí lo vemos desplazándose entre otros planetas. Mira esas puntas… casi parecen garras a punto de devorar esos mundos, ¿no te parece?
—También parece más grande —exclamó Malhereux, ahora más interesado en la historia—. O ésos son planetas más pequeños, o esa cosa es más grande en cada dibujo.
—Yo también me he fijado. Bien, ahora mira este panel. De repente vuelve la nave, el cilindro alargado… Vuelve y encierra la Llama en un cubo.
Malhereux asintió despacio. Ahora que su compañero le daba una posible explicación a los grabados, la historia parecía cobrar sentido.
—Y aquí… bueno, es un círculo con el cubo dentro. Mi teoría es que encierran el cubo con la Llama dentro de un planeta.
—¿Cómo?
—Bueno, tiene sentido —exclamó Ferdinard—. Piénsalo. Estaba encerrado en un planeta cuando esos hombres lo… encontraron, lo despertaron, cavando en el subsuelo. Lo lógico es devolverlo al interior del planeta. Si es el mismo u otro, no lo sé, y me parece irrelevante.
Malhereux asintió, haciendo un gesto vago con la mano.
—Vale. Lo vuelven a encerrar con cubo y todo en un planeta. Dios, tanto ejercicio de imaginación me está dando dolor de cabeza. ¿Y qué coño pasa después?
Ferdinard miró el panel con una expresión serena. Estaba la cara con la parte superior en forma de «T», los ojos en forma de diamante y la gran lágrima debajo. Y en el margen inferior, la hilera de hombres, mujeres y niños, dispuestos en fila.
—Esto de aquí es, sin duda, la raza alienígena. Esa cabeza, con esos ojos… es completamente diferente. No se parece en nada a la de los seres humanos que hay dibujados. Esto de aquí… es una lágrima. Está claro, ¿no?
Malhereux asintió.
—Abajo están todos los seres humanos muertos… por eso te pedí que te acordaras de cómo habían representado a los cadáveres, con los brazos y las piernas extendidos. ¿Ves? Aquí están todos igual. La lágrima es muy representativa. Está en el medio, como nexo de unión entre la cabeza y los cadáveres. ¿Qué te dice eso?
Bob emitió un pequeño pitido, como si quisiera responder.
—No lo sé, colega —respondió Malhereux.
—Yo creo que este panel nos viene a decir que esa raza alienígena lamentaba lo que había ocurrido. Nuestro… horrible destino. Al fin y al cabo, ellos nos sacaron de la Tierra. Nos llevaron a un nuevo planeta y allí despertamos algún tipo de amenaza que acabó con todos, alguna… catástrofe… algo que no podemos entender. Llamémosle una Llama, a falta de algo mejor.
Malhereux inclinó la cabeza, inseguro.
—No lo sé, tío. Esto… podría ser lo que dices o cualquier otra cosa.
—Es como si tuvieras unas mascotas. Las llevas a un prado verde para que prosperen y sean felices, y cuando vuelves a echar un vistazo, un depredador se las ha merendado. Cazas al depredador, pero el daño está hecho.
—Ya —dijo Malhereux—. Sientes que ha sido culpa tuya, porque fuiste tú quien llevó allí a las mascotas.
—Exacto.
—¿Y el panel anterior?
—Esto es lo mejor —exclamó Malhereux—. El planeta prisión que encierra nuestra Llama viaja hacia ese sol de la derecha… ¿no se te ocurre qué puede ser, con ese tamaño?
Malhereux abrió los ojos.
—Vorensis… —dijo.
—¡Vorensis «el Voraz»! El mismo que tenemos en este sector.
Malhereux se llevó ambas manos a la boca. De pronto, se levantó de un salto y volvió hacia los tubos llenos de seres humanos.
—Son… Son ésos, ¿verdad?
Ferdinard no respondió. Estaba de pie, con ambas manos apoyadas en la cintura y una expresión seria en el rostro.
—La Llama —continuó diciendo Malhereux, ahora en voz baja—, ¿crees que está también en este lugar? Quiero decir, este planeta…
—Eso no lo sé. Espero que no, aunque si lo está, sospecho que está bien encerrada. Pero ahora entiendo la mayoría de los adornos y ese ambiente de… templo antiguo.
Malhereux lo miró, expectante.
—Es todo este lugar —continuó diciendo Ferdinard—. Fue construido hace muchísimos miles de años por una raza alienígena… ¿No lo ves? ¡Es un memorial! En memoria de todos esos seres humanos que murieron.
Malhereux volvió a sentarse, sintiendo que la cabeza le daba vueltas. Las palabras «memorial» y «alienígena» bailaban en su mente, pero aún había otra cosa que acechaba desde los márgenes de su consciencia: la Llama. Una forma terrible y cambiante que chillaba detrás de unos muros negros.