—Echad las puertas abajo —ordenó Jebediah mientras caminaba, alejándose de ellas.
Al instante, los sarlab se pusieron al trabajo. Las puertas eran grandes, gruesas y pesadas, pero se organizó una fila de soldados armados con rifles de pulsos. Para entonces, los líderes de escuadra, con sus cascos ceremoniales negros, se habían desplazado a la caverna y aguardaban a Jebediah para comentar la situación.
—¿Cómo van las cosas con los otros equipos? —preguntó Jebediah.
—El Grupo Uno sigue peinando la zona, Gran Bardok, pero aún no ha encontrado el objeto. El Grupo Dos, sin embargo, ha localizado otra instalación subterránea, accidentalmente. No desestimamos la posibilidad de que, en realidad, sea la misma instalación, incluso a esta distancia.
—Ha dicho accidentalmente —dijo Jebediah.
—En efecto. Al intentar desenterrar el vehículo escapado para su registro han localizado un túnel que conducía a la instalación.
—¿Qué han encontrado allí?
Esta vez fue otro de los líderes quien habló. Su voz era grave y cavernosa.
—Aún no lo sabemos, Gran Bardok. Los sistemas de comunicación no funcionan ahí abajo.
Jebediah se cruzó de brazos, pensativo. Cuando lo hacía, los músculos cibernéticos de los brazos parecían hincharse bajo la armadura.
—Quiero que vaya personalmente allí a supervisar la operación, Verlo. No quiero que se cometan errores.
—Iré inmediatamente.
De pronto, escucharon un sonido inconfundible a sus espaldas, seguido de una violenta explosión. Jebediah no se volvió.
—Quiero recalcarles la importancia de esta misión. Es vital para nuestros planes a largo plazo. No duden en utilizar todos los recursos de que disponemos. Puede que no tengamos mucho tiempo antes de que alguien más venga a meter sus narices. Y se lo advierto: ésta es una presa que no soltaré. Lucharemos hasta la extinción, si hace falta. No me importa lo que diga el Consejo Kardus.
—Le apoyamos incondicionalmente, Gran Bardok —se apresuró a decir Verlo.
Jebediah se volvió. La mitad inferior de la puerta había desaparecido tras la explosión, y una de las hojas se desprendía en ese momento, desgarrada y rota por varios sitios. Una estría mortal amenazaba la integridad de la otra, hasta que cedió y se vino abajo envuelta en una nube de polvo. La entrada estaba expedita.
Tan pronto como eso ocurrió, un sonido grave y estruendoso llegó hasta sus oídos, creciendo desde el interior. Los sarlab retrocedieron un paso. Era como el lamento de un animal que se enfrenta a la muerte, pero hombres de otra época habrían tomado el sonido como una sirena que anuncia una catástrofe en el mar. Al terminar, los ecos se repitieron aún durante un tiempo, reverberando por las paredes de la cueva.
Los jefes de escuadra podían ver en sus hombres expresiones atónitas. Cierto temor les nublaba la mirada. Ése era, precisamente, el tipo de cosas que podían impresionar a una panda de ignorantes como la que ellos manejaban. Los sarlab podían no detenerse ante una lluvia de proyectiles, pero una mera marca extraña en el suelo podía ponerles la piel de gallina si sospechaban siquiera que podía atraer algún tipo de desgracias.
Los líderes reaccionaron rápidamente, arengando a sus hombres para que se pusieran en marcha.
Sin embargo, ocurrió algo más.
Empezó como un rumor lejano, similar al del ruido que produce un torrente de agua que corre, furiosa, por un caudal. A cada segundo que pasaba crecía en intensidad, convirtiéndose en un estruendo ensordecedor. Estaba claro que algo se dirigía hacia la entrada, pero qué era, nadie podía verlo: aún había demasiado polvo en el aire. Los sarlab preparaban sus armas, expectantes. Algunos intercambiaban miradas de desconcierto.
Para entonces, el sonido se parecía más al de un enjambre de insectos, pero con tintes metálicos, como el de una sierra atroz. En ocasiones parecía que algo se restregara contra las rocas y las hiciera vibrar de manera estridente. Jebediah se adelantó unos pasos, preparado para el ataque; esperaba algún ingenio mecánico, uno de enormes proporciones, pero lo que surgió de la entrada fue muy diferente.
Era una nube oscura, compacta pero indefinida, siempre cambiante. Entró en la caverna con una rapidez impresionante y allí se dividió en varias columnas, describiendo curvas en el aire. Zumbaba como un moscardón enorme y grotesco.
Los sarlab comenzaron a disparar, pero las ráfagas se perdían en el aire, aparentemente sin impactar con nada en concreto. Muy pronto, la caverna entera se llenó de la nube negra, ocultando a los hombres. La confusión era total. Algunos empezaron a gritar, pero nadie veía realmente lo que ocurría. Los cuerpos comenzaron a caer al suelo: algo había rasgado completamente sus trajes y había arañado y mordido sus cuerpos hasta que el casco se hubo llenado de sangre, velándolo todo.
Jebediah era el único que no usaba un traje espacial: sus filtros de aire hacía tiempo que estaban integrados en sus pulmones mecánicos, pero no se libró de los ataques. La nube le rodeó, como un millar de pequeños puntos negros sacudiéndose histéricamente en el aire. Sin embargo, cuando levantó los brazos ante sí y vio unas diminutas chispas recorriendo sus brazos como latigazos eléctricos, comprendió de qué se trataba.
No era un enjambre. No eran insectos.
Usando sus potentes piernas, Jebediah dio un enorme salto y se alejó del centro de la caverna, aterrizando junto al túnel de entrada. Unos cuantos hombres intentaban llegar hasta el mismo lugar, corriendo por su vida. La nube los envolvía, los atacaba y volvía a separarse de sus cuerpos, una y otra vez. En cada ataque, los trajes quedaban más y más dañados. La sangre manaba entre los jirones.
—¡Iones! —exclamó en voz alta, intentando hacerse oír por encima del jaleo—. ¡Usad cargas de iones!
Pero era inútil. La caverna estaba llena de ecos; los gritos se confundían con el frenético zumbido de la nube y el golpe sordo de los cuerpos al caer. Los que aún estaban vivos seguían disparando alocadamente en todas direcciones. A veces, las ráfagas acertaban a sus propios compañeros y las chispas provocaban deslumbrantes destellos.
Jebediah tenía algunos trucos embutidos en su cuerpo cibernético, pero éste no incluía cargas de iones. La capacidad de sus miembros era suficiente para hacer frente a cualquier máquina, de todas maneras. Así que se agachó, tomó un par de fusiles sarlab y los emplazó en el modo de ataque adecuado. La operación le llevó un tiempo. Sus miembros eran bastante duros como para resistir las mordeduras, pero su rostro no tanto: a veces tenía que girar su cuerpo a gran velocidad para librarse de los ataques.
Cuando tuvo por fin los fusiles preparados, Jebediah empezó a disparar. Sostenía uno con cada brazo. Las descargas emergieron como destellos blanco-azulados, grandes y neblinosos. Incidieron en la nube y la traspasaron, pero dejaron un hueco visible. Los puntos negros chisporroteaban brevemente y caían al suelo produciendo un sonido tintineante, como pequeñas piezas de cristal.
Era como sospechaba. Se trataba de nano-robots de algún tipo funcionando como una sola unidad, que mordían y rasgaban con una especie de diminutas cuchillas. Los iones, diseñados para trastornar los componentes electrónicos de dispositivos mucho mayores, los descomponían completamente. Nunca había visto nada parecido, pero tampoco le importaba; siguió disparando, una y otra vez, en todas direcciones.
Los iones eran inocuos para los seres vivos: las descargas traspasaban a sus hombres, librándolos de los ataques. Para muchos ya era tarde: sus trajes habían sido perforados y se retorcían en el suelo o se lanzaban a una carrera sin sentido buscando aire que respirar.
Mientras tanto, los sarlab que estaban en el túnel de entrada, lejos de la nube, comprendieron al instante. Ajustaron rápidamente los fusiles y las descargas de iones empezaron a multiplicarse. Después de unos instantes, en medio del olor a componentes electrónicos quemados, el suelo empezó a llenarse de una alfombra oscura llena de pequeñas piezas de metal. Crepitaban como ascuas encendidas.
Los últimos nano-robots caían ya sobre la espalda de uno de los sarlab con un ruido apagado, como gotas de lluvia. Jebediah bajó los brazos. Abrió las manos y dejó que los fusiles cayeran al suelo. Luego miró a su alrededor.
El espectáculo era pavoroso, aunque a Jebediah no le despertaba ningún tipo de sentimiento lo que veía. Hizo un cálculo rápido de los efectivos perdidos: ochenta hombres, aproximadamente, aunque algunos formaban pilas y yacían unos encima de otros. Los que habían sobrevivido, milagrosamente, se tambaleaban comprobando que el traje no había sufrido daños. El jefe de escuadra Verlo era uno de ellos.
—Gran Bardok —dijo, acercándose a él. Miraba su cara con ojos despavoridos—, está… está usted herido.
Jebediah, que tenía algunas marcas sangrantes por toda la cara, se agachó y tomó un puñado de nano-robots con la mano. Eran sorprendentemente compactos y pequeños, y ni siquiera podía determinar dónde estaban sus sistemas de propulsión. Si no hubiera visto con sus propios ojos cómo se movían por el aire describiendo giros cerrados a buena velocidad, habría dicho que se encontraba mirando algún tipo de procesador informático.
—Verlo —dijo despacio—, quiero que lleve unas cuantas de estas unidades a la nave, para que las examinen —ordenó.
—¿A la nave? —preguntó Verlo, todavía visiblemente conmocionado.
—¡No me fastidie con sus dudas y temblores, Verlo! —explotó Jebediah, levantando la voz. Había cerrado el puño alrededor de los nanorobots, produciendo un sonoro crujido metálico, y ahora los arrojaba al suelo distraídamente—. Asígnese los hombres que aún quedan vivos y organice un frente de asalto. Vamos a entrar ahí de una vez por todas.
—S-sí, Gran Bardok.
Jebediah se llevó una mano a la mejilla. Los cortes empezaban a escocer un poco. Inconvenientes de la débil materia orgánica; algún día solucionaría también eso.
El agujero era más profundo y oscuro de lo que Ferdinard había previsto a simple vista. Y más ancho, también; cabrían perfectamente por él, incluso con Bob detrás.
Por un segundo, imaginó la lenta y persistente acción del agua, cayendo gota a gota durante más tiempo del que se atrevía a imaginar y socavando la piedra gradualmente. Apenas un pequeño agujero el primer año, luego un poco más, y así sucesivamente, hasta penetrar la roca y doblegarla, arrancando la tierra a su alrededor y llevándosela consigo.
Era tan oscuro, de hecho, que se detuvo ante la entrada un instante. Malhereux, en cambio, parecía entusiasmado.
—¡Eres un genio! —exclamó.
Se lanzó por el hueco, con los pies por delante, y se ayudó con los brazos para impulsarse. Mientras esperaba, Ferdinard se volvió, inquieto, pero la columna le impedía ver la entrada. Imaginaba que a esas alturas, los sarlab debían de estar entrando en el recinto. Verían los cadáveres de sus compañeros y entonces, esta vez sí, buscarían a los culpables.
—¡Espera! No has dado la orden a Bob… —dijo Ferdinard, nervioso.
—¡Nos seguirá, Fer! ¡Date prisa!
Finalmente, Ferdinard se decidió, y se sentó en el suelo para empezar el descenso.
Resultaba extraño arrastrarse por aquella superficie. En ocasiones, era tan rasposa que temía desgarrarse el traje. Otras veces, la superficie por la que se movía era pulida y suave; sin duda, roca madre cuidadosamente tratada por lustros de agua discurriendo mansamente.
Los focos ayudaban. Aunque los haces, a tan poca distancia, eran pequeños y demasiado intensos, les permitían ver por dónde se movían y revelaban estrías de un color blancuzco recorriendo la roca oscura. Eran, probablemente, vestigios de antigua vegetación: musgo y cosas así. Eso hizo que la cabeza de Ferdinard diera vueltas, incluso con la tensión y el estrés que sentía; ¿cuántos años tenía aquella construcción realmente?
Descendieron y descendieron durante lo que pareció una eternidad. En ocasiones, una catarata de pequeñas rocas caía sobre él. Se trataba de Bob, que se movía con dificultad por aquel lugar angosto, sobre todo, con un brazo menos. Sus movimientos eran torpes y armaba un escándalo enorme a medida que sus piernas mecánicas corregían su posición para evitar caer.
Tan sólo esperaba que no representara un problema cuando quisieran salir otra vez.
—¡Mal! —exclamó entonces—. ¡Ya hemos bajado bastante!
—¿Qué quieres decir? —contestó su compañero a través del intercomunicador.
—¡Apaga el foco, y esperemos! Ya estamos bien escondidos.
—¿Escondidos? Mal, ¡no hemos llegado abajo!
—Espera… —exclamó Ferdinard—, ¿abajo, dónde?
—Joder, ¡pues abajo! No querrás que nos quedemos aquí. Espera… creo que… ¡Creo que veo luz!
Ferdinard abrió mucho los ojos. Había urdido esa treta sólo para esconderse, pero ni en mil años habría imaginado que el túnel llevase a otra cámara. ¡Una cámara subterránea, por debajo del nivel de aquella especie de Templo de la Llama!
—Mal, ¿estás seguro? —preguntó.
La temperatura parecía haber subido unos grados, podía notarlo incluso con el traje puesto.
—¡Sí, sí! —respondió Malhereux, jadeante—. Hay luz ahí abajo. Ya llegamos.
Y entonces, inesperadamente, el sonido de unas rocas deslizándose llegó hasta sus oídos.
En el último tramo, Malhereux perdió apoyo. El suelo se convirtió de pronto en un tobogán, y él, incapaz de soportar su propio peso, se deslizó haciendo grandes aspavientos con los brazos. Intentaba agarrarse a algo, pero la apertura se ensanchaba demasiado. Finalmente, el túnel terminó bajo sus pies. En el último momento, Malhereux pudo girar todo el cuerpo y lanzar su mano hacia una roca picuda.
—¡Mal! ¿Estás bien?
—Joder. ¡No! —protestó Malhereux.
Ferdinard bajaba hacia él, descendiendo con infinito cuidado.
—¡Agárrate a mi pie! —dijo.
—No hace falta… —contestó su socio. Estaba mirando hacia abajo por encima del hombro—. Veo el suelo desde aquí. Voy a dejarme caer.
Cayó sin problemas sobre una superficie de roca agrietada. Parecía que alguna vez hubo baldosas de algún tipo allí, pero ahora se habían convertido en escombros y prácticamente habían desaparecido. Supuso que el agua debió haberse acumulado allí, pero se había filtrado por alguna parte.
Mientras Ferdinard descendía, Malhereux miraba ahora a su alrededor. Se quedó sobrecogido por la impresión. Lo primero que vio fueron los tubos cilíndricos, perfectamente alineados a su alrededor en interminables hileras. Debía de haber cientos, y aún había más dispuestos en hileras paralelas. Su contenido, sin embargo, era lo bastante inquietante como para que todo lo demás pareciera poco importante.
—Sagrada Tierra, Mal —murmuró Ferdinard.
En ese momento, Bob cayó a su lado produciendo un sonoro ruido metálico y los dos hombres dieron un respingo. El robot, como si hubiera captado su inquietud, encendió la luz verde de su pecho. Ésta chisporroteó débilmente y se apagó para siempre; el disparo del sarlab había dañado la pantalla de diodos.
—¿Qué estamos viendo, Fer? —preguntó Malhereux—. Por las estrellas, ¿qué estamos viendo?
Ferdinard se acercó a uno de los tubos. En su interior, había una mujer de mediana edad, desnuda y suspendida en un haz de luz que lo recorría verticalmente. Al menos, parecía una mujer, aunque había algo extraño en su tono de piel.
Era como la versión en negativo de un ser humano. No era sólo por el color, un azul frío, sino por la sensación de irrealidad que desprendía. Las sombras estaban al revés… las zonas más contrastadas como las curvas de la boca o el cuello estaban más iluminadas, mientras que las zonas claras como la frente aparecían oscurecidas. El resultado era una imagen que los ojos se resistían a aceptar. Ferdinard pestañeaba, intentando enfocar lo que veía.
—Fer… —repetía Malhereux.
—No lo sé… ¡No lo sé!
Miró el resto de los tubos, caminando despacio junto a ellos. Giraba la cabeza a uno y otro lado, sobrecogido. Al lado de la mujer había un joven varón de hermosas facciones y más allá un hombre de una edad indefinida con una barba blanca. Al otro lado, una chica joven con pelo corto. Todos desnudos. Había gente de ambos sexos y de todas las edades.
Todos invertidos.
—Son humanos… —exclamó Malhereux.
—¿Tú crees? —preguntó Ferdinard, sintiendo un repentino escalofrío—. Mira ese color de piel.
—¿No crees que pueda ser un efecto de la luz?
Ferdinard se deslizó alrededor del tubo y se puso al otro lado, donde levantó una mano. Ahora se veían el uno al otro a través del haz de luz.
—Yo te veo bien —dijo Ferdinard, encogiéndose de hombros—. No es la luz. Es… Son ellos.
—Por las estrellas —exclamó Malhereux, impresionado—. Es como si los hubieran pintado.
—Pintado… Eso es interesante. Podría ser…
—Dan escalofríos, en cualquier caso —dijo Malhereux—. Tal vez… Quiero decir, podría ser una especie de campo de suspensión vital. ¿O crees que están muertos?
—No pienso meter la mano ahí para comprobarlo —dijo Ferdinard—. Pero si este lugar es tan antiguo…
Miró alrededor. Había vetustas marcas en la base de los tubos que demostraban que la sala había estado inundada de agua en otro tiempo: una línea cenagosa de un color marrón oscuro daba prueba de ello. Significaba, cuanto menos, que nadie se había ocupado del mantenimiento de las instalaciones.
¿Era algo así remotamente posible? Si la antigüedad era la que imaginaban, aquella gente debía llevar allí desde…
—Desde los tiempos de la Tierra —dijo en voz alta.
—¿Cómo?
—Estaba pensando en voz alta —explicó Ferdinard—. Si no nos hemos equivocado, Mal… esta gente debe de llevar aquí desde los tiempos de la Tierra original.
Malhereux frunció el entrecejo.
—Eso no puede ser —soltó—. Nos hemos equivocado en algo. Mira este sitio. Hay luz… Todos estos tubos… Necesitan mucha energía… Quiero decir mucha energía. Todo necesita mantenimiento. Joder, lo sabes bien. ¿Cuántas veces tenemos… teníamos que poner a punto a Sally?
Pero Ferdinard sacudió la cabeza.
—¡Ya, ya! —exclamó—. Es que no lo entiendo. Entiendo lo que dices, pero la teoría de la antigüedad es la única explicación que se me ocurre. No parece que nadie esté trabajando en este lugar desde hace eones… y si esto lleva funcionando de forma autónoma desde hace tanto tiempo, ¿cómo llegaron estos seres humanos aquí? El hombre no tenía capacidad para viajar tan lejos por el espacio por entonces. Y no quiero ni oír hablar de evolución paralela en diferentes planetas. Eso es del todo ridículo. O son humanos, o son facsímiles moldeados a partir de humanos.
—¿Fac… símiles? —preguntó Malhereux, confundido. Había empezado a caminar distraídamente al lado de los tubos, repasando las figuras encerradas en el haz de luz.
—Imitaciones —aclaró Ferdinard—. Algo… alguien nos copió.
—¿Sigues con la teoría extraterrestre?
Ferdinard se encogió de hombros.
—No sé qué pensar…
De pronto, Malhereux se llevó una mano a la boca, ahogando una exclamación de sorpresa. Ferdinard, sobresaltado, miró en la dirección que seguían sus ojos. Se trataba de un hombre, suspendido en el haz de luz como los otros, pero su expresión era distinta. Su boca y sus ojos estaban abiertos, y su gesto retorcido por una expresión de terror.
—Sagrada Tierra… —soltó Malhereux—. Qué…
—Mira —susurró Ferdinard. De repente, le pareció apropiado hablar en voz baja—. Ahí hay otro.
Malhereux miró. Esta vez, se trataba de una mujer. Los ojos, abiertos, eran negros como el carbón, con un único punto de un blanco luminoso en el centro. Tenía la cara desencajada. El pelo blanco y rizado caía alrededor de sus hombros, cubriéndole los pechos pequeños. Sus manos estaban agarrotadas y trocadas en una suerte de garra retorcida. Se diría que la habían congelado mientras chillaba.
—Eso… Eso da mucha grima —exclamó Malhereux.
Ferdinard miraba los ojos de la mujer con el ceño fruncido, pensativo.
—Vale… se me ocurre otra cosa.
—Dime…
—Supón que el sitio es antiguo, ¿vale? Casi tanto como la Tierra. No tengo explicación para eso, pero tampoco importa, es sólo un supuesto.
—Vale —concedió Malhereux, cruzándose de brazos.
—Imagina que alguien, recientemente, encuentra este lugar. No digo ahora… Puede hacer unos años, diez, veinte… cien años. Pero comparado con los diez mil años que hace que la Tierra explotó es una nimiedad. Bien, no sé para qué fue construido, pero imagina que lo habilitan para sus propósitos. Por lo que veo, esto podría ser algún tipo de… laboratorio de investigación. Armas químicas, desarrollo de virus, cibertrónica, desarrollos neuronales, computación orgánica… cualquiera de esas mierdas. ¿Sabes lo que te digo?
—Rollos raros que requieren seres humanos —apuntó Malhereux.
—Exactamente.
—Entiendo… Vale. Sí, es posible. Pero ¿quién? No veo a los sarlab metidos en este tipo de cosas…
Ferdinard sonrió levemente, curvando sólo una de las comisuras.
—Los sarlab no. Ellos están aquí para hacer lo de siempre: saquear. Saquear y destruir. No, ellos no tienen ni idea de qué es este lugar, nos lo dijo ese hombre. Son los otros… La otra facción desconocida.
Malhereux asintió despacio.
—¿Sabes? Eso tiene sentido. Creo que ahí a lo mejor has dado en el clavo. Pero entonces, ¿qué están haciendo con esta pobre gente, por todas las estrellas del universo?
—No lo sé —respondió Ferdinard—. Pero creo que nos hemos metido en un lío de mil pares de narices.
Malhereux asintió.
—Lo que me recuerda que deberíamos alejarnos del agujero. No creo que nadie decida meterse por él, pero nunca se sabe.
—Sí —respondió Ferdinard con rapidez—. Vámonos. Vámonos de aquí.
Resultó que el lugar era más grande de lo que parecía. Anduvieron por sus pasillos, abrumados por la cantidad de seres humanos que había allí acumulados. En particular, lo más terrible era la visión de los niños. A una niña la habían congelado en mitad del llanto; era como una escultura de la infelicidad.
Ferdinard contó cientos de tubos en cada hilera, y de éstas había una cantidad similar en los dos ejes. Llevaban andando varios minutos y aún no habían encontrado ninguna pared.
—Tengo la impresión de caminar por una pesadilla —dijo Ferdinard—. No acaba… No acaba nunca.
Pero Ferdinard empezaba a distinguir algo.
—¡Mal, mira! ¡Se acaba allí!
Era cierto. Después de tan sólo unas cuentas hileras, la sala se abría a una nueva ala que se extendía unos cien metros. Era amplia y de techos altos, construida con el mismo estilo faraónico que todo el lugar. El suelo y las paredes, vestidas con grandes y elegantes paneles ribeteados de oro, estaban llenos de detalles arquitectónicos: salientes, relieves de varias formas geométricas y líneas grabadas en la roca hacían las veces de elaborada decoración. Y cristales brillantes como joyas preciosas, esculpidos en forma de pirámides y empotrados en los huecos de las paredes. Los paneles eran quizá lo más interesante. Había representados dibujos y signos, y del techo colgaban lámparas con forma de óvalo que arrojaban una luz dorada sobre sus trazos, haciéndolos parecer tallados con líneas de fuego.
Ninguno de los dos dijo nada. Caminaban por la nueva cámara mirándolo todo con asombro.
Ferdinard se acercó a los paneles. Había algunos dispuestos en línea a lo largo de toda la pared. En su parte superior contenían grabados esquemáticos, apenas unas líneas esculpidas sin color, y en la inferior mostraban una especie de marcas, como caracteres incomprensibles formando un bloque de texto. Era como si narraran una historia.
El primero mostraba un planeta flotando en el espacio, con un pequeño satélite cercano a su órbita. Aunque se veían continentes en él, ni Ferdinard ni Malhereux pudieron encontrar similitud con ninguno de los planetas que conocían. Había también una estructura grande y cilíndrica junto al planeta. Unas líneas indicaban que estaba saliendo de éste.
—¿Qué es esto, Fer? —preguntaba Malhereux.
—Parece que cuenta una historia. Mira…
En el segundo panel se veía el cilindro sobre un planeta diferente; al menos, daba la impresión de ser otro diferente, porque estaba recorrido por líneas sinuosas. El cilindro aparecía justo encima, perfectamente horizontal, y desde él descendían una serie de puntos alargados hacia su superficie.
—¿Qué son estos puntos? —preguntó Malhereux, alargando la mano. Ferdinard lanzó su brazo hacia delante y le agarró por la muñeca antes de que tocara el panel.
—No toques nada —dijo.
—Oh. Claro —carraspeó brevemente, incómodo—. Qué pena no poder leer estos signos —exclamó a continuación—. ¿Los habías visto alguna vez?
—No. Nunca —contestó Ferdinard, concentrado ya en el tercer panel.
Éste mostraba ahora un corte transversal de la superficie del planeta, ligeramente curvada. En el cielo, el cilindro estaba representado con líneas indicando que se alejaba, y sobre el suelo, trazado con montañas y cultivos, había unos hombres y mujeres caminando. Todos los trazos eran terriblemente esquemáticos, apenas insinuados. Los hombres se adivinaban por sus extremidades y la cabeza.
—Hombres, ¿no? —murmuró Malhereux.
—Y mujeres.
—¿Qué significa? ¿Se fueron de un planeta para ir a otro sitio? ¿Como nuestros terraformadores?
—Eso parece.
—¿Y esta historia a qué viene?
—¿Quieres esperar? Mira.
El siguiente panel representaba la misma escena, pero ahora había campos cultivados, niños y unas casas de formas redondeadas.
—Precioso —dijo Malhereux—. ¿No te parece extraño que eligieran una piedra para grabar estas imágenes? Podrían haber usado tantas cosas… Podríamos estar viendo un vídeo.
—Estaba pensando justamente eso. Igual querían que las imágenes perdurasen en el tiempo, a pesar de la tecnología. La tecnología comporta problemas. Por no hablar del suministro eléctrico.
Ferdinard estaba ya mirando el siguiente panel. Era, de nuevo, la misma escena, sólo que en esta ocasión, los hombres utilizaban herramientas y cavaban pozos profundos para extraer agua y minerales.
—La historia del hombre —dijo Malhereux—. ¿Crees que ese planeta puede ser la Tierra?
—Puede ser. Veamos cómo sigue.
Pero al contemplar el siguiente panel, ambos fruncieron el ceño. El centro estaba ocupado por un agujero en la tierra, un agujero profundo. De él emergía una especie de árbol, o quizá fuese una llama, que llegaba hasta el cielo. A su alrededor, hombres, mujeres y niños se representaban corriendo, con sus pequeñas herramientas en el aire para dar sensación de movimiento.
—Ese dibujo…
—Se parece, ¿verdad? —preguntó Ferdinard.
—Tú también has pensado en eso… La escultura de la sala de arriba, ¿no?
—Sí… Pero ¿qué es? ¿Un árbol?
Malhereux no esperó contestación; estaba ya mirando el siguiente panel. En él, la llama flotaba en el aire, con sus extrañas ramificaciones extendiéndose por todas partes. Había hombres corriendo, pero menos. El resto estaban representados con los brazos y las piernas extendidos en posición horizontal, sobre el suelo.
—No lo pillo —dijo Malhereux.
—No es un árbol. Ni una llama. ¿No lo ves? Es una especie de gas. Una nube tóxica.
—Si es un gas, ¿por qué tiene ojos?
—¿Qué…?
Pero Malhereux tenía razón. La nube… el gas… estaba representado con dos pequeñas rayas inclinadas en el centro que parecían unos ojos maliciosos.
—No creo que sean ojos —opinó Ferdinard—. Es sólo algún tipo de gas… sigamos.
En el siguiente panel, la historia se complicaba. Ahora se veía otra vez el planeta, flotando en el espacio pero la nube de gas estaba saltando al espacio y era casi tan grande como el planeta en sí. Las dos marcas que a Malhereux se le antojaban ojos estaban allí.
—Un gas en el espacio —dijo Malhereux.
—Esto no lo entiendo. ¿Ha salido al espacio? Es… ¿Qué es?
Cada vez cambiaban de panel más rápido.
En el siguiente, la forma flotaba en lo que parecía ser el espacio profundo, rodeada de planetas. Sus ramificaciones se extendían hacia unos y otros, rodeándolos como garras espectrales.
—Guau —exclamó Malhereux, rascándose la cabeza.
—Empiezo a pensar que se trata de una representación simbólica. Esa nube… ese gas, o esa llama puede representar tantas cosas… La expansión colonizadora del hombre, por ejemplo. Su codicia, que ha hecho que tantos planetas queden completamente agostados… Algo así.
—¡Ah! —exclamó Malhereux—. Creo que tienes razón.
Sin embargo, el siguiente panel les hizo detenerse de nuevo. Ahora veían el cilindro otra vez. Parecía estar proyectando algún tipo de cubo alrededor de la misteriosa nube de gas, de forma que quedaba confinada en su interior.
—Vale… explícame esto —dijo Malhereux, divertido.
Ferdinard refunfuñó en voz baja y saltó directamente al siguiente panel. Éste era todavía más enigmático. El cubo estaba encerrado en el interior de un círculo, con la llama en el interior. En la parte superior, el cilindro aparecía dispuesto en posición horizontal.
—Tampoco lo entiendo —exclamó Malhereux—. ¿Sabes? Creo que esto es una chorrada y estamos perdiendo el tiempo.
—Sssh —masculló Ferdinard, saltando rápidamente al penúltimo panel.
Éste era todavía más extraño, y al mirarlo, Ferdinard retrocedió un par de pasos, como si la distancia extra pudiera aportarle un poco de perspectiva. Malhereux, ya para entonces, parecía fastidiado y aburrido.
El panel mostraba el mismo círculo, con el cubo y la llama en el interior del círculo a la izquierda. Como en anteriores ocasiones, unas líneas indicaban que se desplazaba hacia la derecha, y allí había representado un sol; al menos parecía ser un sol, con sus picos ligeramente ondulados como lo hubiera dibujado un niño.
Ferdinard estaba más intrigado. En el último panel, se veía una especie de cabeza, pero deforme, con la parte superior extendida en forma de «T». Los ojos (si es que eran ojos, ubicados tan abajo y tan cerca de los bordes) tenían forma de diamante. Debajo de ésta había una lágrima, y por fin, en el límite inferior, una hilera de hombres, mujeres y niños perfectamente alineados. Sus brazos y piernas estaban rectos como cuando los dibujaban muertos, en un panel anterior.
—Fantástico —dijo Malhereux—. ¿Podemos continuar ya?
—Espera un segundo, hombre —pidió Ferdinard. Estaba alejándose para ver la secuencia completa.
—Empiezo a tener hambre, Fer. El lugar está lleno de sarlab, y no tenemos ni idea de qué nos encontraremos a continuación, ¿y tú quieres perder tiempo con esta… esta historieta extraña?
—No es una historieta —dijo Ferdinard—. Es… Tiene que ser algo más.
—No tiene ni pies ni cabeza. Es absurda —protestó su socio, sentándose en el suelo.
—No creas. Sólo tengo que…
Se calló, pensativo. Intentaba poner en orden sus ideas. Cuando miraba la secuencia completa, obtenía sensaciones totalmente nuevas, y en su cabeza, se formaban hipótesis. Había una historia encerrada en esos paneles, que era, además, la clave de todo aquel lugar. Aquella última hilera de hombres y mujeres muertos, todos en fila, y el planeta solitario del primer panel…
De pronto, algo hizo clic en su cabeza.
—Mal —dijo con voz queda—, ¿qué creían en la Tierra original sobre los extraterrestres?
Malhereux hundió la cabeza entre las rodillas y emitió un sonoro y lastimero suspiro.