11
Hacia abajo

—Pero… qué coño… es esto… —exclamó el sarlab.

Tarven For no lo sabía. No había visto nunca nada parecido, ni siquiera en el lujoso megapuerto de Paralax Dur. No era tanto lo que veía como el efecto que causaba en él tanta majestuosidad y tanto espacio abierto. Le hacía sentirse extraño, pequeño… como si el lugar le despertara un sentimiento de humildad. Había paseado por los impresionantes hangares de la Imperia y había estado en el corazón de los gigantescos sistemas terraformadores de su planeta natal, pero no era nada comparado con aquello. Aquellos lugares eran enormes. Éste era, además, majestuoso.

Sacudió la cabeza y consultó el comunicador de su traje.

—Control de Misión… —dijo—. Control de Misión, ¿me oyen?

Su compañero le miró.

—¿Nada?

—Nada —dijo molesto.

—Debe de ser este sitio. La profundidad… U otra cosa.

Miraban mientras hablaban, intentando asimilar la vasta profusión de detalles de lo que tenían ante sí. Mientras tanto, el transporte emitió de nuevo la conocida nota musical, y acto seguido, empezó a desplazarse por el surco en el suelo hasta que desapareció por el túnel ganando velocidad.

Tarven miró a su compañero y soltó un bufido; el muy idiota había estado apuntando al transporte desde que se había puesto en marcha. Talon Nog nunca había sido demasiado brillante, a decir verdad, como casi todos los que integraban la gran familia sarlab.

—Lo han llamado —explicó Tarven—. Eso es todo.

—¿Seguro? Joder. Esa cosa me pone los pelos de punta. Nunca había visto nada igual —dijo Nog.

—Bueno, ahora ya lo has visto —exclamó Tarven, adentrándose en la sala. Fue entonces cuando reparó por primera vez en la escultura central, rodeada de cadáveres.

—Espera —dijo, señalando los cuerpos con un gesto de cabeza—. Mira eso.

Nog frunció el ceño. En el acto, accionó los controles de su fusil para prepararlo para ráfagas rápidas. Tarven asintió. Consideró brevemente esperar a sus compañeros (el transporte apenas tenía espacio para dos ocupantes) pero el sitio parecía tan abandonado como podía esperarse de un lugar sepultado bajo toneladas de roca, así que caminaron en silencio hasta llegar al centro de la sala.

Consultó brevemente el panel de su traje y negó con la cabeza.

—Están muertos —dijo.

Bob era un robot centinela, diseñado y construido para la seguridad personal, así que cuando detectaba la presencia de algo que pudiera considerarse hostil (como armas), sus procesos de alarma se disparaban y se emplazaba en modo de escucha. Con sus sensores escrutando el perímetro, vigilaba atento todos los pasos de los dos invasores. No tenía contacto visual directo porque la enorme escultura central estaba en medio, pero conocía perfectamente sus posiciones por el sonido de sus pasos, el suave murmullo de los respiraderos de sus trajes y el latido de sus corazones.

Su único brazo hacía milimétricas correcciones a medida que los dos hombres se movían. El cañón láser, alojado en la palma de la mano, apuntaba con una precisión absoluta.

—¿De qué han muerto? —estaba preguntando Nog.

Tarven negó con la cabeza.

—Mira sus cuerpos —dijo entonces, como sorprendido por una idea repentina.

—No veo ni una maldita herida. Ni gota de sangre.

—Mira su disposición, coño.

Nog miró, apuntándoles con su arma mientras hacía la inspección.

—¿Qué disposición? —preguntó al fin.

—Joder. Creo que estaban todos reunidos alrededor de esta cosa cuando algo les sorprendió. Algún tipo de gas, quizá.

Nog miró la estructura, inclinando la cabeza al hacerlo.

—¿Y qué coño es?

—Ni puta idea.

Tarven se volvió para mirar alrededor. Mientras Nog miraba fascinado la enigmática forma de la escultura, comenzó a caminar despacio hacia uno de los extremos, interesado en los relieves de las fenomenales columnas. Tenían una decoración similar a la que podía verse en el resto de la instalación, unos curiosos diseños que se elevaban por la superficie de la columna hasta casi tocar el techo. En cierto modo, recordaban vagamente a la forma sinuosa y flamígera de la escultura. Tarven llegó caminando hasta su base y levantó la cabeza para mirar arriba. Desde esa perspectiva, la forma del techo se revelaba diferente; los arbotantes que mantenían las crucetas del techo se configuraban de forma que parecían una máscara de terror, como una expresión congelada de alguien con la boca abierta. De repente, sintió un escalofrío.

Dos de los compañeros llegaban en ese momento, cruzando el umbral.

—Eh, Nog —dijo uno de ellos, avanzando resuelto hacia él.

—Mirad esto —dijo Nog sin desviar la mirada—. ¿Qué creéis que es?

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó el hombre mientras miraba los cadáveres, sin prestar atención a Nog. Tenía una corpulencia considerable.

—No hemos sido nosotros —dijo Nog.

Tarven se dio la vuelta para mirarlos, aún sobrecogido por la imagen que desde esa perspectiva, le había mostrado el techo. Sus tres compañeros estaban junto a los cadáveres. De pronto, sin saber todavía por qué, ese hecho le inquietó.

—No sabemos qué ha matado a esos hombres —dijo.

—¿Estaban muertos cuando llegasteis? —preguntó uno de los sarlab.

—Ajá.

—Nog se ha flipado con esa cosa —exclamó el otro hombre.

—Eh, Nog —exclamó el hombre corpulento—. No estamos aquí de vacaciones. Nuestro Bardok quiere encontrar esa cosa lo antes posible, y ya sabes lo que eso significa. Así que vamos a movernos. Este lugar parece enorme, en serio; hemos descubierto que dos de los otros transportes funcionan…

—Esperad —pidió Nog—. Quiero ver qué material es ése. Es como… translúcido, joder… es… es precioso.

En ese momento adelantó una mano para apoyarla en la base de la escultura.

Ferdinard asomó otra vez la cabeza. No podía ver al resto; oía vagamente su parloteo, pero estaban al otro lado de la estructura central. El hombre que se había alejado, sin embargo, tenía un aspecto amenazador. Llevaba una armadura táctica de combate, y una de las buenas, además. Los filtros sobresalían por la espalda como pequeños tentáculos, y se había ocupado de personalizarla para darle un aspecto horrible. La mitad superior del cuerpo estaba pintada, de forma bastante burda, de un color rojo oscuro, y en los hombros había colocado unos pinchos retorcidos, como los de una zarza.

Su mente intentaba recordar dónde había visto algo así. La mayoría de los mercenarios y los piratas trabajaban de incógnito, sin marcas ni banderas, con trajes de combate completamente anónimos. Atacaban por sorpresa y desaparecían. Sólo unas pocas facciones se atrevían a revelar su estandarte: las más fuertes, las que no tenían miedo de las represalias. Había oído leyendas sobre mercenarios con trajes decorados con signos de muerte, calaveras humanas y pinturas aberrantes, pero mientras espiaba a los hombres, el nombre de esos clanes se le escapaba.

De pronto, un sonido grave, vibrante y estruendoso llenó la cámara. Ferdinard dio un respingo. Malhereux, a su lado, dejó escapar un pequeño grito. Era una vibración tan intensa que reverberó en sus pechos, incluso a través de los trajes. A lo lejos, tres hombres salieron despedidos como si alguien les hubiera dado un buen empujón. Cayeron contra el suelo, de culo, y se quedaron postrados, inmóviles.

Todo ocurrió en un par de segundos; sólo el eco del sonido se prolongó un instante más, desapareciendo lentamente.

El único que no se movió fue Bob, que permaneció en su sitio. Únicamente se había movido para girar suavemente y apuntar al hombre que se había apartado.

—¿Qué pasa? —susurró Malhereux, visiblemente inquieto—. ¿Qué ha sido eso?

—¡Sssh!

Ferdinard volvió a mirar. El mercenario se había caído al suelo, donde había quedado sentado. Si hubiera podido contemplar la expresión de su cara desde esa distancia, habría visto una de tremendo desconcierto. Con un solo gesto, se puso de pie.

A pesar de que la vibración había remitido, Tarven For aún sentía un ligero zumbido en los oídos cuando se incorporó de un salto.

Estaba mirando los cuerpos caídos de sus compañeros. Esperaba que se levantaran en cualquier momento, pero el tiempo pasaba y permanecían tumbados en el suelo, con sus fusiles caídos a un lado.

Como los otros cadáveres.

Moviéndose despacio, como si temiera un segundo ataque, Tarven consultó su panel. El traje podía detectar signos vitales en un perímetro inmediato, lo que era extremadamente útil para descubrir emboscadas en las proximidades. Sin embargo, la lectura fue negativa. Nada.

—Qué… coño… —masculló.

¿Qué había pasado exactamente?

Nog estaba obsesionado con la jodida escultura, eso era lo que había pasado. Creía recordar que todo había ocurrido cuando ese pedazo de carne había puesto una mano encima de la base. Una jodida trampa. Algún campo ultrasónico, como los empleados en los cañones de los tanques, aunque con sutiles diferencias: esos cañones solían hacer reventar las cosas; licuaban el cerebro y hacían explotar los globos oculares, que salían despedidos perseguidos por hilachos blancos y una fina lluvia de sangre.

Pero aquella cosa…

Por primera vez en mucho tiempo, Tarven For no se atrevía a moverse.

—¡Oye! —susurraba Malhereux, apretando los dientes—. ¿Qué coño pasa?

—Por Dios, Mal —respondió Ferdinard, hablando tan bajo como era capaz.

Señaló el casco y se lo puso. Malhereux comprendió al instante e imitó a su compañero; el casco se cerró con un pequeño sonido hidráulico.

—¿Me oyes ahora? —preguntó. Su voz sonaba a través del comunicador.

—Alto y claro.

—Mercenarios —respondió Ferdinard al instante, hablando atropelladamente y con rapidez—. Al menos había cuatro. No sé qué han hecho… han debido activar algo. Han caído al suelo, Mal… exactamente como los otros cadáveres.

—Quieres decir… ¿muertos?

—Eso creo —contestó Ferdinard con gravedad.

—Entonces, ¿por qué hablamos por los micros?

—¡Porque queda uno! Estaba alejado. Lleva una armadura de las buenas, llena de… decoración. Pintada y demás, ¿sabes?

—¿Como para acojonar? —soltó Malhereux.

—Eso es. Son ese tipo de mercenarios.

—Hay varios de ésos, Fer. Unos son más peligrosos que otros…

—Lo sé, lo sé…

Se asomó de nuevo con infinita precaución para echar otro vistazo al mercenario. Éste seguía en el mismo sitio, mirando la extraña forma central. Ferdinard tuvo la impresión de que debía de estar conmocionado, y eso les daba un pequeño margen para planear cómo reaccionar.

—Fer, esa gente es peligrosa.

—Sí.

—¿Y si le lanzo a Bob? —preguntó Mal de repente—. No creo que lo haya visto, ahí, en la oscuridad, tan quieto… Puede correr hacia él como una jodida exhalación y aplastar su cara contra el suelo.

Pero Ferdinard no sabía qué responder a eso. Bob había estado haciendo ruidos extraños, y era posible que sus servos no funcionasen tan bien como deberían. Lo imaginó corriendo torpemente hacia el mercenario, con su único brazo sano en ristre, a modo de ariete, haciendo unos ruidos infernales no sólo con los pies, sino con cada maldita junta de su cuerpo. El mercenario tendría tiempo de volverse y lanzar unas cuantas ráfagas. Los mercenarios vivían para el combate; era lo único que hacían, y era previsible que su puntería fuese buena. Bob podría resistir quizá un disparo o dos, pero terminaría sucumbiendo. ¿Qué pasaría entonces? ¿Dónde podrían esconderse? Bob era la única arma que tenían: una reina en un tablero de ajedrez ya desahuciado. Si lo exponían de esa forma, ¿qué otras fichas podrían jugar?

Pensó en ello unos instantes más antes de responder.

—Tengo una idea mejor —exclamó.

La Hipervensis desaceleró en silencio cuando se aproximó a la grieta. La visibilidad general había disminuido mucho: el viento soplaba cada vez con más fuerza y jugaba con el polvo y la tierra suelta, provocando remolinos y emborronando la atmósfera con una suciedad marrón desvaída. Pero eso convenía a la controladora Tardes; con semejante cantidad de partículas flotando en el aire, la invisibilidad de su nave sería más eficaz.

Ahora estaba a unos cuantos metros por encima del transporte sin identificar. Abajo, en el fondo, había una abertura en el suelo junto a alguna especie de vehículo parcialmente enterrado. ¿Quizá era eso lo que habían venido a buscar? Examinando su aspecto con los controles avanzados de exploración de la nave, decidió que no parecía antiguo. El fuselaje, aunque de aspecto sucio y ligeramente abollado, era indudablemente nuevo. Era, más bien, como si un derrumbe lo hubiera sepultado recientemente.

¿Una operación de rescate?

El agujero le inquietaba más. Los sensores indicaban que se perdía unos ocho metros tierra adentro, hasta donde podía detectar. No era, además, natural; eso podía verlo a simple vista sin recurrir a los sistemas de información. Se encontraba ya a buena profundidad, en la sima de la grieta; las paredes casi verticales se alzaban amenazadoras a ambos lados, y aun así aquel pozo continuaba tierra adentro. La pregunta, por supuesto, era, ¿para qué?

Había otro dato que no podía ignorar: la nave no había aterrizado… sencillamente flotaba en el aire, meciéndose suavemente como si uno de los estabilizadores no estuviera bien calibrado. ¿A qué esperaba para posarse? Sabía que el impacto de la nave espacial había sido desmesurado para un planeta tan pequeño, y sin duda, las réplicas eran esperables. Quizá tuvieran miedo de aterrizar en el fondo, donde serían vulnerables a posibles desprendimientos. O quizá… Se enderezó, ceñuda, mientras la idea se abría paso en su mente. Quizá no esperaban a desembarcar a su tripulación; se le ocurría ahora que la tripulación podía estar ya dentro del pozo.

Maralda consideró brevemente sus opciones.

No averiguaría nada quedándose ahí arriba, de eso estaba segura. Tenía que bajar y ver qué interés podían tener unos mercenarios en un pozo en un planeta como aquél.

Rápidamente, trazó un plan. Desplazó las manos sobre los controles y la nave comenzó a ascender suavemente, hasta alcanzar la parte superior de la grieta. Una vez allí, lanzó varias sondas de pequeño tamaño; demasiado pequeñas para ser detectadas por los rudimentarios sistemas de una nave como la T-300. Se alejaron rápidamente en varias direcciones opuestas. Luego, esperó.

Las sondas eran señuelos, otra tecnología reservada de La Colonia. Emitían ondas que confundían los sensores más avanzados, fingiendo ser otra cosa. Maralda las había programado para que simularan ser cazas armados, pequeños y veloces, del tipo que podrían dar cuenta de un transporte rápidamente. El efecto no se hizo esperar: el T-300 dio la vuelta sin moverse del sitio y empezó a alejarse a gran velocidad siguiendo la línea de las paredes del acantilado. Probablemente, huirían tan rápido y tan lejos como les llevaran sus potentes propulsores.

En su asiento de piloto, Maralda sonrió.

Después, hizo descender de nuevo la Hipervensis. No había tiempo que perder. Bajó prácticamente hasta el fondo, y un sonido mecánico debajo del asiento le anunció la eyección de emergencia. El suelo se abrió bajo ella; el asiento se plegó bajo sus nalgas y cayó hacia abajo, recorriendo en caída libre los dos metros que la separaban del suelo. Cayó sobre la tierra con un golpe seco y, automáticamente, un pequeño respirador se desplegó de su cuello para cubrirle la boca y la nariz.

Maralda miró hacia arriba. Le fascinó ver el truco de la invisibilidad desde fuera: era como si estuviera mirando una enorme gota de agua que se precipitase hacia ella. De pronto, la Hipervensis se retiró, ascendiendo rápidamente hasta perderse de vista. Esperaría cerca de la estratosfera hasta que fuera reclamada.

Maralda permaneció inmóvil unos instantes, concentrada tan sólo en escuchar. Arriba, el viento arrancaba una suerte de rumor sordo de los pináculos y los picachos de piedra, desgranando una algarada estruendosa, similar al retumbar lejano de una tormenta. El pozo, sin embargo, permanecía tan quedo como la boca muda y atenta de una planta nepente.

Por fin, desenfundó su pistola reglamentaria, al borde de la oquedad y se asomó.

Bob recibió la orden y se puso en marcha inmediatamente. Pese a lo que Ferdinard había temido, sus engranajes no estaban tan afectados, y recorrió buena parte de la distancia que le separaba de Tarven For sin ser escuchado. Después, sus pasos se hicieron demasiado evidentes: un repiqueteo metálico que iba ganando en intensidad, amenazante, como golpes de hacha sobre una lámina de acero.

Tarven se dio la vuelta, arrebatado de sus lúgubres pensamientos y arrojado inesperadamente a la realidad. Vio a Bob, avanzando resuelto hacia él, con el cuerpo ligeramente encogido y el brazo extendido, acusador. Con las tinieblas de la sala, al principio no reconoció de qué se trataba, y sobrecogido todavía por lo que acababa de pasarle a sus compañeros, dio un traspié y casi cae de espaldas. Luego, reconoció la mole metálica. Era un centurión, o un modelo similar: un avanzado modelo de robot de combate. Ni siquiera ellos usaban robots tan avanzados.

—Mierda —soltó.

Bob acortaba la distancia a una velocidad sorprendente. Diez metros. Ocho. Seis. Tarven sabía que su rifle podía ajustarse para disparar impulsos de iones capaces de desorganizar temporalmente los sensores de máquinas como aquélla, pero no tenía tiempo para practicar los ajustes necesarios. Tampoco podía huir. Sin más tiempo para pensar, agarró el fusil con ambas manos y disparó desde la cadera.

El fogonazo voló por la habitación en forma de rayo iridiscente, pasó diez centímetros a la derecha del robot, y se estrelló contra la pared del fondo, donde desprendió una lluvia de chispas blancuzcas.

Atendiendo a sus algoritmos de predicción de puntería, Bob cambió automáticamente de rumbo y saltó hacia la derecha. El segundo disparo erró también el tiro. Ahora era una mole de un color blanco roto que se precipitaba ya sobre Tarven. Tres metros. El sonido de sus pies golpeando el suelo eran mazazos metálicos. BING, BANG. Su brazo se lanzaba hacia Tarven, con las rudimentarias pinzas que hacían las veces de dedos abriéndose amenazadoramente. El sarlab disparó una última vez. Y dio de lleno en el pecho del robot, provocando una explosión de chispazos acompañada de un sonido chisporreteante. Demasiado cerca; Tarven notó el calor de la explosión e, instintivamente, cerró los ojos. En ese instante, notó que le arrebataban el fusil de la mano, y su mente se inundó con un solo pensamiento: la muerte.

—¡No te muevas! —dijo una voz.

Tarven abrió los ojos.

El robot estaba allí, con su fusil atrapado en su puño de hierro. El disparo había dejado una marca de color oscuro en el pecho, y la sobrecubierta se había fundido dejando goterones candentes que resbalaban lentamente hacia abajo, pero no había afectado a sus sistemas internos. A su lado, con la frente cubierta de sudor, había dos hombres. Uno de ellos tenía el brazo extendido hacia el robot. Tarven sabía perfectamente que estaba usando una pulsera de control.

—Desconecta el traje —dijo uno de los hombres.

Tarven le miró desafiante. Sabía por qué le pedían eso: para que no contactara con el resto de los hombres. A él le daba lo mismo; ya había comprobado que no podía comunicar. Sin embargo, estaba el problema del oxígeno.

—Me asfixiaré —dijo.

—Hay oxígeno —contestó el hombre. Para demostrárselo, se quitó su casco con un movimiento rápido—. Apágalo, vamos.

Tarven obedeció. Luego, se quitó también el casco moviendo los brazos lentamente. Había oxígeno, en efecto, aunque el aire estaba enrarecido, como el de un sótano que ha estado cerrado demasiado tiempo y pide a gritos un poco de ventilación. Si cooperaba, pensaba ahora, tal vez tuviera aún una oportunidad; aquellos dos tipos no tenían aspecto de ser soldados. Ni siquiera parecían saber usar un arma. Sus trajes eran como los trajes espaciales que usan los técnicos de mantenimiento, sin ningún tipo de blindaje.

—Mal, el arma.

Malhereux le dio una orden a Bob, quien le entregó el fusil a Ferdinard con un preciso movimiento del brazo. Fer no había sopesado muchas armas en su vida, pero aquélla era sorprendentemente pesada.

—No te muevas —repitió, apuntándole.

—Vale —masculló Tarven.

Ahora que la adrenalina recorría sus venas, empezaba a sentir una furia ciega por haberse dejado vencer. Se había quedado ensimismado por todo lo que había pasado y por ese maldito sitio. Un fallo de principiante, si tenía en cuenta que estaba en un entorno desconocido. Si hubiera estado más atento, habría podido detener al Centurión con un único disparo.

—¿Cuántos sois? —le preguntó Malhereux.

Tarven torció el gesto, apretando los dientes al sonreír.

—Ni te lo imaginas —dijo secamente.

—¿De qué clan?

Tarven respondió, pronunciando muy bien cada sílaba.

—Los sarlab.

Ferdinard se quedó congelado. ¡Pues claro! El nombre había volado, esquivo, por los márgenes de su memoria, pero ahora había vuelto al primer plano con la contundencia de un mazazo. ¡Los sarlab! Había escuchado historias sobre ellos, como casi todo el mundo. Su barbarie era legendaria. Los pocos testigos que habían sobrevivido a alguna lucha con ellos decían que se movían con una energía inaudita, que usaban androides de combate y todo tipo de equipo, y que todo lo que empleaban en la lucha estaba pintado y ornamentado de modo que adquiría una apariencia enloquecedora. Cuando los sarlab se cruzaban en tu camino, el camino simplemente desaparecía. Pero Ferdinard sabía por qué hacían lo que hacían. Era una manera de ganar la batalla antes de hacer un solo disparo. Cuando las víctimas los veían venir por el horizonte, se rendían anímicamente; el terror los paralizaba. Muchos intentaban huir, incluso en el espacio profundo, lanzándose al exterior por los tubos de emergencia.

—Fer… —dijo Malhereux en voz baja, acercándose a su oído—, un sarlab.

Pero Ferdinard no quería dejarse amilanar, y tampoco quería que aquel asesino viera ni el más mínimo atisbo de temor en sus ojos.

—¿Puedes hacer que Bob lo tenga vigilado? —preguntó.

—Fácil —contestó Malhereux—. Ya está.

—Levántate —dijo Ferdinard.

Tarven se incorporó ágilmente. Su armadura de combate respondía automáticamente, ayudando a los músculos a terminar sus movimientos.

—Vas a ayudarnos a salir de aquí —dijo—. Es todo lo que queremos.

—¿Por qué haría yo algo así? —preguntó Tarven.

—Porque si no lo haces, te mataremos.

—Lo dudo mucho —dijo, con una mueca despectiva.

—Sólo tengo que ordenarle a nuestro robot que lo haga. Puedo hasta cerrar los ojos y no sentirme culpable de reducirte a un montón de carne sanguinolenta.

Tarven entrecerró los ojos.

—Eso me lo creo —dijo—. Pero no podréis salir de aquí.

—¿Por qué no? Habéis debido llegar aquí en una nave.

—No en una nave… —exclamó Tarven, desafiante—. En cientos de naves. No sé qué hacéis aquí ni qué es este lugar, pero una cosa os prometo: nunca… —hizo una pausa antes de continuar—, nunca saldréis de aquí.

Ferdinard levantó el arma por encima de su cabeza.

—Entonces tú tampoco —dijo, y golpeó.

Bob bajó el brazo en cuanto Tarven cayó al suelo, hecho un guiñapo.

—¡Sagrada Tierra, Fer! ¿Lo has matado?

—Tampoco me importaría —contestó su amigo, ceñudo—. Pero no creo. No le he dado tan fuerte.

—Pero ¿no íbamos a usarlo de rehén? —protestó Malhereux.

—Joder, Mal… ¡es un sarlab! ¿Comprendes? ¿Crees que a un sarlab le importa una mierda disparar a otro sarlab? No nos sirve. ¡Joder! ¡Qué mala suerte!

En ese momento, la nota musical del transporte sonó de nuevo.

Malhereux se puso ambas manos encima de la cabeza.

—¡No me lo puedo creer! ¡Vienen más, Fer!

Ferdinard miraba el umbral de la puerta. Malhereux tenía razón: nunca conseguirían salir por ese lado. Era como un flujo constante. ¿Y qué podían hacer ellos? El disparo de aquel mercenario había dañado la placa protectora del pecho de Bob; un segundo disparo afectaría sus sistemas internos, y entonces, ¿qué harían? ¿Jugarían a los disparos con un ejército tan bien entrenado para la guerra?

—Vamos a salir de aquí —dijo Ferdinard.

—¿Cómo, Fer? ¿Cómo vamos a salir de aquí?

Ferdinard había visto algo mientras estaban escondidos al final de la sala, cerca de la zona del derrumbe.

—Si no podemos ir hacia arriba, iremos hacia abajo. Y luego… Luego ya veremos.

—¿Qué?

—¡Ahora corre! ¡Corre Mal, corre!

Y por enésima vez en ese día, Malhereux y su socio echaron a correr, intentando salvar la vida.