Maralda Tardes tenía, por fin, el planeta sin nombre a la vista. Había hecho el viaje en un tiempo récord; ni siquiera las naves más rápidas disponibles habrían podido recorrer semejante distancia en tan pocos ciclos, pero a ella se le había hecho eterno. Primero porque hacía mucho tiempo que no pilotaba por el espacio (y no había nada más aburrido que viajar en medio de una negrura tan vacua como infinita), y segundo, porque en su cabeza bullían mil pensamientos relacionadas con el caso. Era como si tuviera delante las piezas de un complicado puzle y estuviera a punto de recibir luz verde para empezar a armarlo.
El planeta se localizaba en el sector Llamas Nundri, entre los soles Nardis y Vorensis. Nardis era un sol pequeño, pero Vorensis «el Voraz» era una descomunal bola de fuego, despiadada y ardiente, que poco a poco había consumido todos los planetas que eran, inevitablemente, atraídos hacia su masa. Esa atracción se producía muy lentamente… apenas unos centímetros por año, pero era constatable y conocida. El sector tenía una fecha de caducidad.
Algunos de aquellos planetas tuvieron un pasado hermoso: fueron fértiles y aptos para la colonización, pero a medida que la temperatura ascendía, fueron degenerando. Maralda había estado consultando esos y otros datos en su terminal durante el viaje. Había instruido a su ordenador para que hiciera una simulación, una especie de estimación de evolución de la galaxia con los datos que se conocían, pero hacia atrás en el tiempo. El planeta sin nombre parecía describir una impresionante trayectoria desde las profundidades del espacio, con Vorensis como centro de atracción. La simulación reveló que el planeta sin nombre fue uno de los planetas con un pasado más amable. Eso no era extraño, desde luego, pero sí debía tenerse en cuenta. Los sensores de las estaciones podían registrar la composición de un planeta hasta cierto punto, pero no podían rastrear las entrañas… Si había habido vegetación, era posible que hubiera también alguna forma de hidrocarburos y otros recursos que justificasen el interés en el planeta.
Mirándolo desde la cabina, sin embargo, no parecía gran cosa. Era una bola de un color almendra desvaído, con suaves ondulaciones de color a lo largo de su superficie. Nada que no hubiera visto mil veces antes; definitivamente, había cientos de miles de planetas así al alcance de la mano.
No, allí había algo más. Otra cosa. Y estaba deseando empezar a desentrañar el misterio.
La Hipervensis era un modelo nuevo. Una de las primeras unidades fabricadas y puestas a disposición de los servicios operativos de La Colonia. Usaba un nuevo motor de taquiones, apenas un prototipo, pero ya suficientemente funcional. Éste permitía desarrollar velocidades desconocidas para naves pequeñas, sin capacidad de albergar la maquinaria requerida para el pozo gravitacional que las naves más grandes empleaban para los viajes interestelares.
Lo que las Hipervensis hacían mejor eran mantenerse ocultas, no sólo a los sensores, sino también a la vista. Los modelos anteriores eran notablemente efectivos en esa tarea; al fin y al cabo, era de lo que se trataba, pero este modelo utilizaba procedimientos y tecnologías radicalmente nuevas. Su fuselaje, hecho de un nuevo metamaterial, era capaz de desviar la radiación electromagnética de la luz visible y las microondas, lo que producía un efecto de invisibilidad prácticamente perfecto alrededor de un campo esférico. Por ese motivo, la Hipervensis recordaba vagamente a un huevo achaparrado.
Tan pronto alcanzó el espacio de influencia gravitacional, la nave empezó a girar sobre su eje. Maralda se preparó para la entrada, recostándose sobre su asiento. No importaba cuánto mejorara la tecnología: el proceso de entrada en cualquier planeta siempre era un mal trago. Una vez lo superó, aceleró para alejarse de la zona, describiendo una ruta errática en zigzag; la nave podía ser casi invisible, pero el efecto de luz al irrumpir en la atmósfera era todavía perfectamente visible para cualquier par de ojos atentos.
Una vez se hubo alejado de la zona, consultó su mapa de vuelo. El ordenador ya había ubicado la posición de la nave que quedaba; la otra, la Semex, se había precipitado contra el planeta provocando una explosión de más de cien megatones. Ahora que estaba en la superficie, había llegado el momento de que los avanzados y exclusivos sistemas de la nave hicieran su trabajo.
Operó el panel de control y esperó unos segundos. En el exterior, el fuselaje giraba lentamente mientras la Hipervensis rastreaba el entorno. El ordenador devolvió su informe con una pequeña señal acústica.
Maralda se inclinó sobre el panel, con los ojos muy abiertos. La pantalla estaba mostrando una señal de alarma.
Con una repentina sensación de opresión en el pecho, Maralda miró el monitor principal. Sin posibilidad de contacto visual directo, éste contenía una representación panorámica del exterior de la nave. Operó los mandos para ver la escena en su totalidad: miró al suelo, hacia el horizonte, y hacia atrás, pero no vio más que polvo, tierra, cráteres de pequeño tamaño y rocas. Ni siquiera había formaciones montañosas de importancia como no fueran pequeñas colinas. Si alguna vez había habido agua en aquel planeta, no podía saberse a simple vista, pues el regolito y la erosión del viento se habían ocupado de volverlo uniforme.
¿Dónde estaba, pues, la amenaza?
La única explicación posible era en el subsuelo.
Maralda movió las manos sobre la consola para ejecutar algunos comandos más, y el ordenador empezó a trabajar. Quería un examen topográfico completo. El resultado apareció, como antes, después de unos instantes. Entre otros datos, decía:
Maralda se pasó el pulgar por la frente; un hábito que insistía en regresar cuando se enfrentaba a situaciones que la desconcertaban, lo cual no ocurría a menudo. Sin embargo, una cosa estaba clara: aquel planeta escondía algo más. Le preocupaba el mensaje del ordenador: «Sugerencia: acción evasiva», sobre todo por los protocolos de seguridad de La Colonia. Si el ordenador a bordo de la Hipervensis decidía que el piloto se enfrentaba a una situación en extremo peligrosa, podía llamar a casa en secreto, enviar una señal de alerta. Era, sencillamente, parte del procedimiento estándar, pero eso no era lo que su supervisor desearía. Tenía que mantener su misión lejos de ojos curiosos, pasar desapercibida, al menos, hasta asegurarse de que todo estaba en orden.
Mientras la nave se movía a toda velocidad por la superficie del planeta sin nombre, Maralda se afanaba por configurar los controles del módulo de análisis. Si no podía examinar el subsuelo, al menos quería saber dónde estaba la actividad terrestre. Esta vez, los resultados aparecieron casi en el acto. Había un par de puntos rojos en lo que parecía ser una falla, algún tipo de grieta de un tamaño impresionante, y un grupo de puntos que avanzaban con rapidez en algún otro lugar no demasiado lejano, al noroeste. Parecía una flotilla completa, vehículos de transporte en su mayoría, pero con capacidades ofensivas, del tipo que usaban mercenarios y piratas para sus asaltos espaciales.
Maralda reflexionó unos instantes. No tenía sentido, por el momento, mezclarse con la flota de mayor tamaño. Investigaría primero aquel pequeño punto (el navegador la identificaba como una T-300 convencional, con capacidad para veinte hombres, cañones de pulsos y vuelo espacial) y trataría de descubrir por qué demonios se interesaban por una grieta en mitad de un planeta estéril.
En silencio, la Hipervensis describió un suave giro y empezó a acelerar. Si hubiera habido alguien para ver sus movimientos, se habría visto forzado a pestañear; el campo electromagnético que curvaba la luz a su alrededor se registraba justamente así, como una ilusión óptica. Pero como luego desapareciera prontamente hacia el horizonte, ese alguien se hubiera olvidado rápidamente de que, alguna vez, había visto algo.
—En todo caso —estaba diciendo Ferdinard en ese momento—, deberíamos movernos.
—Vale. ¿Hacia dónde? —preguntó Malhereux.
Bob giró su cabeza cilíndrica con un pequeño movimiento.
—Imagino que tendríamos que subir —opinó Ferdinard—. Estamos muy abajo. Si hay algún tipo de vehículo en alguna parte, supongo que lo habrán dejado lo más cerca posible de la superficie.
—Eso es pensar, amigo —soltó Malhereux—. Veamos cómo se llega a los pisos superiores.
Recorrieron la plaza hasta uno de los extremos, bordeando una de las impresionantes columnas. Bob caminaba haciendo un ruido cada vez más fuerte, una especie de siseo grave, corto pero intenso. Ferdinard pensó que la caída a través de la cúpula, con toda aquella arena, podría haber afectado sus complicados engranajes. Bob era un robot de combate, diseñado para resistir cierto tipo de disparos y más de un golpe, pero sobre todo, estaba construido, principalmente, para atacar, no para protegerse de problemas derivados de un mal funcionamiento por suciedad en los engranajes. Tales cosas podían hacer que, de repente, dejara de caminar, y eso les obligaría a abandonarlo. No era por el coste… ya estaban tan condenados que tanto daba caer en la miseria más absoluta; era que su presencia se le antojaba tranquilizadora.
En el extremo más oriental de la sala no descubrieron, sin embargo, ningún modo de ascender al nivel superior. Tampoco en el extremo opuesto. Aunque tardaron apenas un par de minutos en hacer el recorrido, Ferdinard estaba cada vez más inquieto. Sin saber por qué, lanzaba miradas furtivas hacia el umbral de la puerta, con su hoja rota y vencida.
—Creo que hemos llegado a un cul de sac —exclamó Malhereux.
—¿Un qué?
—Un callejón sin salida.
—Bueno, no esperarías encontrar una simple escalera, viendo este lugar. Debe ser algo que se nos ha pasado por alto.
—O quizá el transporte llevaba únicamente a este lugar…
Se quedó pensativo unos instantes.
—Fer, ¿y si es realmente así? ¿Y si el transporte sólo llevaba a este sitio? Estación terminal. El… El Jodido Templo de la Llama, o lo que coño sea.
Ferdinard consideró por unos instantes la idea.
—Eso podría ser un problema —dijo al fin—. Si la cúpula se ha derrumbado… si fue eso lo que oímos, ¿cómo vamos a llegar a otras zonas?
Malhereux estiró la cabeza, dando una repentina bocanada de aire.
—No me jodas —dijo—. Ha sido decir eso, tío, y me ha faltado el aire. Como si…
De pronto, se interrumpió. Un sonido familiar acababa de llegar hasta sus oídos, distante pero claro. Se miraron, con gestos de comprensión: ambos habían reconocido el sonido en el acto. Era el mismo que escucharon en la cúpula cuando el transporte se acercaba; aquella nota musical, intensa como la de un xilófono.
—Fer… —exclamó Malhereux.
—El transporte —soltó éste, mirando el umbral de la puerta con los ojos muy abiertos.
Malhereux asintió. De repente tenía la sensación de que estaba en el lugar equivocado. Se había enfrentado a la resignación de la muerte al menos un par de veces en lo que llevaba de día, pero ahora sentía una repentina angustia que nacía de algún lugar del pecho y se propagaba hasta las piernas, congelándolas en el sitio. Su mente funcionaba a toda velocidad. Algo le decía que corriera a esconderse, pero al mismo tiempo, sólo había sido una nota…
Sólo una nota. Una nota musical. Puede que el transporte esté programado para volver al cabo de un tiempo. Puede que sea un fallo en el sistema. Este sitio es viejo de cojones. Las cosas fallan…
De repente, Ferdinard retrocedió un paso y le sacó de su indecisión.
—Corre…
Malhereux le miró, sintiendo que la tensión crecía en su interior. Ferdinard giró la cabeza bruscamente.
—¡Corre!
Salieron corriendo hacia el fondo de la sala, con Malhereux a la cabeza. Describía pequeños zigzags porque no sabía qué dirección tomar; no había ningún lugar por el que escabullirse. Con la pared del fondo acercándose rápidamente, a cada paso que daba se sentía más acorralado.
Bob los seguía, acompañado de un molesto ruido. Ñic-ñac. La tira de sensores en su cabeza daba vueltas sin parar, como si estuviese detectando algo. Y, de pronto, se detuvo. La luz roja volvió a brillar en su pecho.
—¡Fer! —soltó Malhereux al darse cuenta.
—¡Sigue! —soltó Ferdinard, dándole un empujón en el hombro.
—¡Mierda, Fer! —exclamó Malhereux mientras reanudaba la carrera.
Bob no se había estropeado, y Ferdinard lo sabía: sólo estaba ejecutaba su programación. El hecho de que se parase sólo confirmaba lo que había temido todo el rato, que acababa de detectar una amenaza potencial en alguna parte y estaba preparándose para hacerle frente. Robots de combate en modo hostil, armas o cualquier otra cosa. Eso era un desastre; le hubiera gustado llegar hasta la última columna, desaparecer tras ella y esperar… Esperar ocultos y, simplemente, ver cómo se desarrollaban las cosas, confiando en tener todavía una oportunidad. Ahora no había tiempo para instruir a Bob para que hiciese otra cosa. Casi le parecía oír ruidos en el umbral.
En el último momento, se perdieron tras la columna y apoyaron la espalda contra ella. No estaban en mala forma, pero correr con el traje espacial les había hecho cansarse el doble y ahora jadeaban pesadamente.
Ferdinard luchaba por controlar su respiración mientras intentaba escuchar. Aún existía, pensaba, una posibilidad de que fuera una falsa alarma… Todavía intentaba agarrarse a eso.
Despacio y con mucho cuidado, asomó la cabeza para echar un vistazo. Primero vio a Bob, de espaldas a él, con ambas piernas ligeramente entreabiertas y el brazo extendido, como un pistolero en un duelo. Y tras Bob…
Tras Bob vio algo más.
Su corazón empezó a latir con fuerza.
Jebediah avanzaba veloz por el túnel, recorriendo el espacio central que dejaban sus hombres. Pilotaba un deslizador convencional, con su inequívoca forma de «T» invertida. Como casi todos los vehículos sarlab, habían personalizado la torre central de manera que presentaba el aspecto de un terrible tótem.
En ese momento, su comunicador personal empezaba a emitir el tono de llamada. Jebediah la aceptó con un pequeño gesto.
—Gran Bardok —dijo la voz inmediatamente—, hemos llegado al final del túnel.
—¿Qué tenemos?
—Eh… Es mejor que lo vea usted mismo, Gran…
—Estoy llegando —interrumpió.
—Bien, Gran Bardok.
Tan sólo unos segundos más tarde, el túnel acababa abruptamente desembocando en una especie de caverna natural. En la parte derecha, en mitad de una suave rampa de piedra negra, había una confusa profusión de rocas, como si hubiera habido un derrumbe. Inmediatamente Jebediah tuvo la impresión de que aquélla debía de haber sido una antigua entrada al recinto, porque toda la sala parecía volcarse hacia ella.
Hacia ella y hacia el lugar al que sin duda conducía. Dos columnas redondeadas guardaban unos batientes de gran tamaño, de entre diez y doce metros de alto, con una enorme placa en el centro. En la placa había unos símbolo curvilíneos, altos y delgados, que recordaban unos gusanos de tierra retorciéndose. Todo estaba construido en algún material oscuro, negro y brillante como la brea, iluminado débilmente por unas complicadas estructuras que colgaban de las columnas y que hacían las veces de lámparas: formas geométricas extravagantes cubiertas de algún gel de un color amarillo anaranjado.
Jebediah hizo descender el vehículo en el centro de la caverna, rodeado por sus hombres. Miraba las colosales puertas, pensativo.
—Gran Bardok —saludó el oficial de más alto rango de entre los presentes, acercándose con la cabeza inclinada.
—¿Qué son esos signos, Varsin? —preguntó Jebediah.
—Los signos… —repitió el oficial, como si no supiera de qué estaba hablando—. Ah… No lo sabemos, Gran Bardok.
—No me haga perder tiempo —masculló Jebediah—. Haga un modelo de eso y envíelo al ordenador de a bordo para que lo descifren. Si se trata de algún tipo de clave, quiero saber qué dice.
—Inmediatamente.
Mientras los sarlab trabajaban, Jebediah giró la cabeza de manera casi imperceptible. Había estado tan absorto en la impresionante estructura que tenía delante que no había reparado en algo: el silencio que reinaba en la caverna. El silencio era usual cuando él estaba presente; era un gesto de respeto reconocido por los sarlab, por lo demás demasiado dados a algarabías y bravuconadas. Pero durante las contiendas, cuando se lanzaban a un asalto, se les permitía exaltarse. Los gritos de guerra encendían los ánimos, colmaban de valor los corazones y hacían que se enfrentasen con arrojo a los enemigos. Sin embargo, ahora, todo era diferente.
Jebediah, aunque vagamente, podía percibirlo también. Había allí algún artificio, una sensación que te oprimía el pecho y te infundía un respeto casi reverente. Inclinó la cabeza hacia un lado, molesto; necesitaba a sus hombres tal y como habían sido adiestrados. Necesitaba darles acción.
Se dio la vuelta, poniendo ambas manos detrás de la espalda.
—¿Cómo va la decodificación? —preguntó en voz alta. Su voz arrancó ecos espectrales de las paredes de la cueva.
El oficial dio un respingo.
—Eh… —empezó a decir, balbuceante—. Necesitamos un…
—Le diré lo que yo necesito. Necesito que descifren esos signos antes de que arranquemos esa puerta de sus oxidados goznes, entremos ahí, y cojamos lo que ya es nuestro —exclamó.
El comentario arrancó, por fin, un ligero rumor entre las filas de los hombres.
—Sí, Gran Bardok.
—Dese prisa, Varsin —añadió Jebediah—. Éstas son las puertas de una Nueva Era. Detrás, está nuestro objetivo. Cuando lo tengamos, los sarlab conocerán una época de prosperidad como no han conocido en toda su historia.
Hubo unos instantes de expectación, pero por fin, los puños se levantaron y las voces se alzaron, jubilosas. Alguien, en alguna parte, aullaba como una hiena. Jebediah los dejó hacer, mirándolos impasible, como el pastor que mira como su rebaño se revuelve en su corral.
En ese tiempo, el Varsin había estado hablando por su intercomunicador y miraba ahora a su líder con un expresión funesta en el rostro. Jebediah estuvo observándolo hasta que sus hombres dejaron de lanzar exclamaciones triunfantes.
—G-gran Bardok —dijo al fin. Su voz sonaba débil.
Jebediah no dijo nada.
—L-los expertos dicen que n-no es un mensaje cifrado.
Tampoco esa vez obtuvo respuesta.
—D-dicen que no es una clave, G-gran Bardok. Parecen… eh… fo… fonogramas. En una lengua desconocida. Es lo que me han dicho… Haría falta recabar más símbolos para poder hacer permutaciones y… conjeturar una… una traducción.
Jebediah levantó la barbilla, pensativo, mientras las palabras «lengua desconocida» bailaban en su cabeza. Dedicó una mirada al derrumbe, ubicado, según sus cálculos, al menos diez metros por debajo del nivel de superficie. Había algo en todo aquello que no encajaba. No le habían dado mucha información sobre la misión, y la que le habían dado no incluía, desde luego, la descripción de ninguna instalación subterránea. Ni de nada que tuviera algunos años de antigüedad.
El Varsin levantó la mano tímidamente, reclamando su atención.
—¿Sí? —preguntó Jebediah.
—Hay otra cosa, Gran Bardok —dijo el Varsin.
—Habla —contestó el líder.
—Es el Equipo Dos… Parece que han encontrado algo en el subsuelo, bajo la grieta.
Jebediah avanzó un par de pasos, repentinamente furioso.
—¿Qué es algo, Varsin? ¡Sea más preciso con sus palabras! Está empezando a enfurecerme.
—Gran Bardok —exclamó el Varsin, con las manos recogidas en una maraña de dedos temblorosos sobre el regazo—, le pido perdón… Se trata de otra instalación. Algo enorme, Gran Bardok. Una cúpula y un sistema de transporte interno… Algo, algo nunca visto.
Jebediah no respondió. Se dio la vuelta y miró las imponentes hojas gigantes de la puerta. De algún modo, los extraños símbolos de la placa se le antojaron en extremo enigmáticos, y no sólo porque ocultaran su significado o estuvieran escritos en una «lengua desconocida», sino porque, por algún motivo que no podía precisar, parecían ahora otra cosa.
Una advertencia.