Cuando Jebediah irrumpió en el puente de mando de la Imperia, los oficiales de alto rango se cuadraron, colocando un puño cerrado sobre el pecho. Los operarios y demás técnicos, naturalmente, estaban dispensados de presentar sus respetos: era imperativo que no dejaran de prestar atención a sus tareas ni un solo segundo.
—¿Qué noticias hay del convoy? —preguntó casi inmediatamente.
—La patrulla no ha encontrado ningún superviviente, Gran Bardok, pero tampoco hemos localizado el objetivo.
—¿Qué fue del vehículo que se alejó de la escena?
—Fue eliminado. La patrulla ha ido a comprobar si…
—¿Qué hay del resto del planeta? —interrumpió, impaciente—. ¿Tenemos ya los resultados?
—En su mayoría, Gran Bardok —respondió el hombre mientras hacía un gesto con el dedo para que presentaran la información en pantalla. Ésta se llenó con una imagen esquemática del planeta sin nombre, girando lentamente sobre su eje.
—El reconocimiento está culminando —siguió diciendo—, ya hemos explorado un noventa y tres por ciento del planeta. No hemos encontrado ninguna edificación ni estructura, pero hemos seguido la trayectoria del convoy que interceptamos y lleva a esa formación montañosa de ahí. La patrulla…
Jebediah se volvió hacia él con un giro inesperado; los componentes robóticos de su cuerpo le facultaban para tales cosas. El Kardus se inclinó involuntariamente hacia atrás.
—Kardus, no me aburra con su monótono informe. Le pedí que pusiera el máximo empeño en el rastreo, y compruebo que sólo ha asignado una patrulla a las tareas de búsqueda. ¿En qué momento creyó que era apropiado desestimar mi orden de «máxima prioridad»?
—G-gran Bardok, e-en realidad…
—No me insulte con excusas —exclamó Jebediah—. Ordene que todos los efectivos posibles se lancen hacia esos objetivos. Todas las naves y hombres disponibles. Busquen los restos del vehículo escapado y desmonten esa montaña, piedra por piedra, si es necesario.
—Sí, Gran Bardok —murmuró el Kardus, agachando la cabeza. Las rodillas le temblaban sin que pudiera controlarlo. Jebediah dio un paso hacia él, alto e imponente con su armadura de combate negra y roja.
—No vuelva a escatimar en esta operación —dijo despacio—. No quisiera tener que relegarle del mando, personalmente.
—Sí, Ggran B-bardok.
Jebediah empezó a alejarse como si caminara hacia atrás, con los ojos cibernéticos fijos en él; sus piernas mecánicas podían flexionarse en ambos sentidos. El oficial exudaba ese sudor espeso y frío que sólo el terror puede generar. Sin ser consciente de lo que hacía, lanzó una mano hacia la consola de control para mantenerse erguido. De pronto, y sin alterar su velocidad, Jebediah giró la mitad superior de su cuerpo ciento ochenta grados, y desapareció por fin por el umbral de la puerta.
—Me desquicia que haga eso —musitó uno de los hombres después de unos instantes.
—A mí me desquicia todo él —exclamó el Kardus mientras se miraba las manos. Aún pasaría un rato antes de que le dejaran de temblar.
Después de ganar la batalla, el espacio aéreo alrededor de la Imperia se había llenado de pequeñas naves de mantenimiento. Sus heridas eran múltiples, los cañones enemigos habían socavado sus flancos y desgarrado el precioso blindaje, dejando al descubierto sus tripas en varias secciones, y los ingenios aéreos responsables de las reparaciones se afanaban por devolverle a la nave toda su soberbia capacidad. Trozos de metal, piezas de maquinaria y cadáveres flotaban en el espacio, dando suaves giros a la deriva. El monumental navío, por lo demás, escoraba ligeramente hacia la derecha; los sistemas esenciales que mantenían la nave en posición en circunstancias de gravedad cero flotaban, convertidos en residuos irreconocibles, junto al resto de los otros fragmentos.
En medio de semejante algarabía, y con el camino ahora expedito, una plétora de pequeñas naves abandonaban el hangar principal de la Imperia. Descendieron hacia el planeta sin nombre irrumpiendo con cierta elegancia en la atmósfera. Sus cascos, rodeados del fuego de la fricción, las hacían parecer estrellas fugaces. En cuestión de minutos, la nube metálica sobrevoló el escenario de la batalla, zumbando como un enjambre de insectos. Varias naves se separaron del grupo principal para aterrizar; su misión era peinar la zona. Habían recibido instrucciones muy explícitas de sus superiores de remover cualquier trozo de metal por nimio que fuera.
El resto, unos diez transportes de varias formas y tamaños, continuó surcando el cielo en formación cerrada. Seguían un rastro ya confuso y débil de marcas de orugas que pertenecían, inequívocamente, a uno de los grandes Mamut. Éstas parecían dirigirse al oeste, en sentido contrario a la marcha del convoy, escapando de la zona de combate. Su pista les condujo al punto de impacto donde el misil lo había derribado, pero no encontraron allí los restos del blindado.
La explosión, sin embargo, había dejado un cráter espantoso y oscuro del que faltaba la mitad. El resto, como todo el regolito de alrededor, se había desprendido por la ladera de un insondable barranco que se abría como unas fauces pavorosas. Los sarlab comprendieron al instante que el Mamut se había precipitado por el abismo.
Otra vez, dos de las naves se separaron del grupo. Redujeron su velocidad y se introdujeron en la grieta, describiendo un tirabuzón en el aire, mientras el resto continuaba avanzando hacia el tercer objetivo. Las naves que se adentraron en aquella cavidad eran más modernas que el resto y apenas hacían ruido; recorrían el espacio entre las los laderas como si avanzaran a cámara lenta, mientras sus sensores lo registraban todo.
No tardaron demasiado en localizar los restos del Mamut. Había caído rebotando contra las rocas picudas y las aristas, y se había desplazado unos cien metros a la izquierda. Después, el fragor del terremoto lo había hundido aún más en la tierra. Estaba parcialmente enterrado en el fondo de una sima, con una tonelada de escombros ocultándolo.
Las naves aterrizaron verticalmente cerca del Mamut, levantando una pequeña humareda. La búsqueda comenzaba también allí.
El resto de la expedición tardó un poco más en llegar a su destino. El viento se había ocupado de borrar todas las huellas del convoy, pero ya no se veían obligados a seguir ningún rastro: sabían perfectamente adónde se dirigían. Su destino, las tres montañas gemelas, emergieron en el horizonte y se aproximaron a ellas con una rapidez asombrosa. No aterrizaron, sin embargo; dieron una vuelta de reconocimiento a cierta altura mientras los sensores registraban tantos datos como les era posible. Éstos no revelaron nada significativo, con la notable excepción de la entrada de la cueva.
Una vez acabado el reconocimiento, el jefe de grupo dio la orden de aterrizar. Las naves descendieron lentamente, tomando tierra a unos escasos cien metros de la caverna. Tan pronto las rampas se abatieron, los sarlab se desplegaron con rapidez disponiendo un cerco de seguridad alrededor de los transportes. Eran numerosos e iban fuertemente equipados: unos portaban una especie de alargadas lanzas con un pequeño dispositivo en la punta, y otros, fusiles convencionales. De acuerdo a su mística militar, la mayoría de aquellos soldados había personalizado su armadura de combate para darle un aspecto tétrico. Un ornamento común eran huesos, que pegaban y disponían en hileras a lo largo de los brazos. Los cascos, acondicionados para atmósferas hostiles, eran picudos y estaban pintados para representar enormes bocas llenas de dientes u ojos amenazantes ribeteados con llamas. Los filtros eran de la mejor clase posible, y sobresalían por la espalda como pequeños tentáculos, gruesos y cortos.
Un pequeño grupo llevaba mochilas de salto; se lanzaron al aire y se mantuvieron allí, en constante movimiento, para obtener ventaja táctica. Entre esos hombres había también robots de combate. Éstos avanzaron hasta las primeras posiciones, corriendo a una velocidad sobrehumana. En un momento dado, se detuvieron y adoptaron una pose defensiva, plegando las piernas para ofrecer una exposición reducida. En el pecho sobresalían pequeños y letales cañones, algo más grandes que los que exhibían integrados en los puños. Sus cabezas, con forma de huevo, estaban pintadas con atroces caras que recordaban a las pinturas tribales.
Y por fin, el Gran Bardok Jebediah, Quinto de los Dain, abandonó la nave de menor tamaño, seguido por algunos de los líderes de escuadra. Todos ellos llevaban el ceremonial casco negro de las mil muescas que los identificaba como expertos en combate.
Jebediah se quedó quieto unos instantes, mirando hacia la oquedad que se abría en la falda de la montaña. Era una entrada insignificante, y ahora que la tenía delante, se daba cuenta de que no era natural en absoluto. No era una caverna: había sido excavada, probablemente usando máquinas de demolición y explosivos, y alrededor, por todos lados, estaban los restos socavados y extraídos de las entrañas de la montaña. La tierra estaba agitada; grandes máquinas habían estado operando allí.
De pronto, Jebediah levantó un puño en el aire. Era la señal; la maquinaria bélica sarlab se puso inmediatamente en marcha. Los hombres avanzaron, marchando en formación hacia la cueva. A medida que entraban en el túnel, dos pequeños pilotos ubicados en cada uno de los hombros se encendían. Después, los soldados se perdían en el interior.
—Gran Bardok… —exclamó uno de los líderes. Su voz era grave y quebrada.
Jebediah dio la vuelta. Un pequeño dispositivo emplazado en el suelo proyectaba una pantalla en el aire, mostrando lo que veían los soldados en el interior de la caverna. Se trataba de un túnel que descendía en suave pendiente, pero de una longitud impresionante; se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
—Un túnel —dijo el líder, arrastrando mucho las palabras—. Nos preguntamos por qué cavaron en la montaña, si el objetivo estaba debajo.
—Ordene que utilicen las naves para ir demoliendo la montaña desde la cúspide —dijo Jebediah al instante—. Si hay algo enterrado en ella, quiero que salga a la luz.
El líder asintió despacio y se retiró para instruir a sus hombres. Jebediah se volvió para encarar a otro de sus líderes. El Casco Negro ceremonial velaba su rostro.
—Preparen un deslizador para mí —dijo—. Quiero bajar ahí abajo con los hombres.
—Inmediatamente, Gran Bardok.
—Y manténgame en comunicación constante con el resto de los grupos. Quiero sus informes.
El líder asintió, reverente.
Jebediah permaneció mirando la pantalla unos instantes más. La expresión de su rostro permanecía imperturbable, como siempre, pero en su interior, se formulaba preguntas. Uno no conseguía ser Gran Bardok mucho tiempo si no tenía una intuición especial. Tras muchos años de vigilar sus espaldas con todo tipo de medios, una voz aullaba en su mente con la intensidad de una sirena. Y gritaba una sola palabra: «Emboscada».
—Espera un segundo —pidió Malhereux, con las piernas abiertas y los brazos levantados. La cabeza empezaba a darle vueltas—. ¿Qué me estás diciendo exactamente?
Ferdinard miraba alrededor como si viera las cosas con ojos completamente nuevos. De repente, las paredes mismas se le antojaban imponentes, fascinantes, como si encerrasen un misterio insondable. Inhaló el aire de la sala despacio, como si saboreara milenios de historia.
—Fer —continuó diciendo Malhereux—, eso es del todo imposible. ¿Qué….? O sea, ¿quién construyó este lugar? Este planeta de mierda está en el borde exterior. Eso es mucha distancia, Fer. El borde se expande continuamente a medida que los terraformistas reclaman los planetas, así que este planeta… estaba en medio de la nada no hace demasiado. Hemos explorado mucho, y a mucha distancia, y jamás hemos encontrado ningún indicio de… ¿Cómo llamarías a esto? ¿Civilizaciones alienígenas?
Soltó un bufido.
Ferdinard asintió despacio.
—Milenios —dijo, pensativo—. No lo sé, Mal. Sé que siempre soñamos con encontrar otras civilizaciones en el espacio, y que eso nunca ha ocurrido. Ni un solo maldito indicio. Ninguna señal. Ningún resto o ruina en ninguno de los planetas explorados. Pero… dime cómo explicas esto.
Malhereux estaba mirando las estalactitas, que ahora habían adquirido un aspecto amenazante, como estiletes de piedra.
—Tiene que haber una explicación. Algo en lo que no hayamos pensado. Por lo que a mí respecta, esas estalactitas podrían ser parte de… ¡de esta decoración delirante!
—¿Decoración? No lo creo —dijo su amigo—. Mira el suelo. Está echado a perder por la lenta acción del agua. ¡Mira esas baldosas! Apuesto a que hace tiempo estuvieron mohosas y llenas de humedad. El agua discurrió por aquí… —señaló las grietas del suelo, formadas a raíz de un agujero en el que el agua debía de haber estado actuando lentamente, gota a gota. Éstas discurrían, formando una suerte de canales, hacia la esquina de la sala. Allí se había creado una oquedad oscura cuyo fondo escapaba a la vista.
—Pero Fer —insistió Malhereux—, si estás en lo cierto, esta… construcción… es de la época en la que el hombre aún habitaba la Tierra.
Ferdinard volvió a asentir, ceñudo.
—No es posible —dijo Malhereux—. Ya sabes cómo era todo por entonces. Las naves originales que cargaron con la tripulación de la Tierra eran tan rudimentarias que no sé cómo lo consiguieron. A duras penas podían desplazarse; sus sistemas de soporte vital daban risa. Sufrían tantas averías que la raza humana estuvo al borde de la extinción durante ochocientos años. ¿Cómo encaja eso con este lugar?
—Todo eso lo enseñan en el colegio —soltó Ferdinard—. Pero veo lo que veo. Puedes negar la evidencia, o puedes pensar en una explicación más plausible, lo que quieras. Aunque creo que haríamos bien en considerar esa posibilidad.
—Vale —soltó Malhereux—. ¿Qué me dices de los bancos que tenía el transporte? Eran bancos totalmente pensados para humanos, ¿sabes? Diseñados para piernas humanas, que se flexionan por las rodillas. Si tuviera delante una criatura alienígena, apostaría lo que fuese a que no se parecería en nada a nosotros.
—Nadie dice que fueran bancos —respondió Ferdinard con naturalidad—. Había uno a cada lado. Tú interpretaste que eran bancos y estabas dispuesto a usarlos de forma convencional.
Malhereux sacudió la cabeza, torciendo el gesto.
—Vale —dijo entonces—. ¿Y las puertas? Todo este lugar está construido para alguien de nuestro tamaño.
—Espera un segundo —pidió Ferdinard—. Ahora estamos desbarrando. Yo no he dicho que este lugar esté construido por seres alienígenas cuya naturaleza no alcanzamos siquiera a imaginar. Sólo he dicho que debe de tener… parece que tiene… una antigüedad sorprendente.
—¿Seres humanos en planetas tan alejados de la Tierra original, Fer? ¿Y qué sentido tiene eso?
—Está bien —soltó Ferdinard, levantando las manos y agitándolas en el aire—. Tienes razón. ¡Tienes razón! Olvídalo. Concentrémonos en lo que importa, ¿vale? El motivo que nos trajo aquí. Intentemos encontrar alguna forma de salir, o algún sistema de comunicaciones que nos permita avisar a alguien.
—Bien —exclamó Malhereux.
Miraba ahora alrededor, como si intentara decidir por dónde continuarían su periplo. Ferdinard, sin embargo, empezaba a sentirse más y más abrumado. No quería discutir con su compañero; sospechaba que su negativa a aceptar aquel hecho que a él le parecía tan evidente era parte de algún proceso mental de autodefensa. Le parecía haber leído u oído algo al respecto, en alguna parte. ¿Período de negación? Era una forma de aliviar el estrés ante un hecho incomprensible. A Ferdinard no le importaba si quería tomarlo así… Cuando la verdad se les revelase de manera contundente, si eso llegaba a ocurrir, simplemente tendría que aceptarlo.
No, a Ferdinard le preocupaba otra cosa. Era el hecho de que aquel lugar fuese tan antiguo y estuviese bajo tierra. Sospechaba que la posibilidad de encontrar una nave espacial adecuada para salir de allí acababa de esfumarse. Aunque hubiese una nave en alguna parte, cosa que empezaba a dudar, estaba seguro de que no podrían usarla. Ni siquiera habían sido capaces de entender cómo abrir una simple puerta, y a duras penas habían comprendido cómo funcionaban los transportes; ¿cómo iban a manejar una nave espacial de hacía más de diez mil años, diseñada y construida por seres que se habían formado lejos de su entorno cultural y tecnológico? El tema le llevaba directamente a otro: los sistemas de comunicación. Aun en el caso de que encontraran uno, ¿cómo iban a usarlo para conectar con la red universal estándar? Era imposible que utilizaría los mismos protocolos, los mismos canales. Podían estar emitiendo durante décadas sin que nadie estuviese a la escucha. Y eso, si encontraban uno y funcionaba.
Había otra preocupación más danzando furtiva en los márgenes de sus pensamientos, y tenía que ver con el lugar en sí. Parecía más bien una tumba ceremonial. No era la clase de sitio donde uno instala sistemas de comunicaciones. Si el enclave era tan antiguo y el planeta entero se había marchitado a su alrededor convirtiéndose en un erial hostil, eso significaba muy a las claras que estaba vacío, despoblado. Cierto era que los sistemas básicos parecían estar funcionando: había oxígeno y luz, y los canales de transporte estaban operativos; pero ahora pensaba que quizá los dueños de las naves que peleaban cerca de la estratosfera del planeta habían vuelto a poner en marcha las viejas máquinas.
Esa reflexión hizo que se le dibujara una arruga de preocupación en la frente. Si era así, ¿para qué? No hacía falta encender viejos y desconocidos sistemas de energía para saquear un lugar. No se bromeaba con cosas como ésa. Hasta las modernas células de energía se volvían inestables con el tiempo. Una vez expiraba su vida útil, sus núcleos se colapsaban y se volvían peligrosos, como una bomba de relojería que puede explotar en cualquier momento. Un lugar como aquél, además, requería cantidades ingentes de energía… ¿por qué alguien querría jugársela con algo así?
No estaban saqueando, pensó de repente. Es otra cosa.
Sumido en esas reflexiones, caminaron por la plaza central. De pronto levantó la cabeza y se fijó en los focos emplazados alrededor de la escultura central. ¡Focos! No había pensado en ellos cuando los vio por primera vez, pero ahora parecían tan fuera de lugar como una delicada bailarina de Novassa en algún tugurio de intercambio de placeres sexuales.
—¿Por qué usarían focos? —preguntó entonces.
—¿Qué focos?
—Esos focos.
Malhereux los miró brevemente antes de encogerse de hombros.
—Este lugar no está tan iluminado como la cúpula —exclamó—. Vaya. No lo sé, Fer, ¿tiene importancia?
—Supongo que no —dijo su amigo.
Sin embargo, ayudaban a reforzar su teoría de que el lugar no siempre estuvo iluminado, que estaba sepultado y abandonado, y que, en algún momento, se usaron para operar en el interior de las instalaciones.
Hasta que alguien pulsó el botón de encendido, en algún lugar. Me pregunto qué otras cosas se habrán puesto en marcha además de la luz o las esferas transporte.
Y mientras seguía a su amigo por la plaza, se mordió el labio inferior, torturado por las dudas.
Tarven For no llevaba demasiado tiempo entre los sarlab. Había sido reclutado, como tantos otros, en uno de los muchos planetas decadentes donde el mercadeo ilegal se practicaba en rincones oscuros; generalmente, entre piratas, prostitutas, marginados, expatriados, asesinos y gentes de la peor calaña. Le ofrecieron sustento, un lugar donde vivir y un porcentaje de los botines (con un techo económico) a cambio de que arriesgase su vida de vez en cuando, y Tarven aceptó. Sus expectativas, de otro modo, eran francamente desalentadoras, pues vivir en semejantes lugares, en cualquier caso, suponía arriesgar la vida a diario.
A Tarven le gustaba estar con los sarlab. Había ido dando tumbos por la vida sin demasiado éxito. Nació en la clandestinidad, directamente del vientre de su madre. Ningún laboratorio genético tuvo nada que decir sobre su destino, así que su genética fue dejada en manos del azar. A pesar de eso, resultó tener una constitución envidiable y una salud de hierro. Tarven creció entre grescas, ganándose sus créditos en los combates callejeros, gracias a los que llegó a labrarse cierta reputación. «Tarven For, invicto», rezaban los pasquines digitales. Ese período acabó cuando encontró otras formas de hacer dinero; se mezcló con maleantes y delincuentes de baja estofa. Éstos se concentraban, principalmente, en operar en lugares como los muelles de carga, donde robaban los contenedores con las mercancías. En esa época, descubrió que luchar con armas era mucho más excitante que usar los puños, los dientes o las piernas.
Luchar al lado de los sarlab llegó a gustarle mucho. Sólo había dos colores: blanco y negro, la vida y la muerte. Era matar o morir. Enfrentarse a esa realidad cada poco tiempo le ayudaba a valorar las pocas cosas que tenía: su diminuto cubículo en los barracones, el respeto de sus compañeros, su rutinaria vida a bordo de la Imperia… Era una existencia que podía controlar, con pocas premisas y variables, ajena a cualquier valoración moral. Un día cualquiera, su vida se apagaría bajo el fuego enemigo, y a nadie le importaría una mierda. Y eso… eso estaba bien.
—¡Tarven! —llamó uno de los hombres—. ¡Apártate de ahí, coño!
Tarven pestañeó, saliendo de sus pensamientos. La nave de transporte, equipada con un rudimentario cañón de pulsos en el morro (que recordaba vagamente la cabeza de un tiburón) flotaba ya en el aire a unos cincuenta metros del mastodóntico Mamut, enterrado en el suelo. Era una misión de mierda, como todo aquel planeta. Lo único interesante que parecía haber por allí era tierra y polvo primigenio. De hecho, toda la campaña estaba siendo una mierda, incluido el asalto a la nave enemiga. Había sido tan fácil que su ocupación podía considerarse un insulto a las capacidades de los sarlab como guerreros. Habían habido comentarios de protesta entre los compañeros. Si en el futuro iban a seguir tomando objetivos empleando extrañas tecnologías en lugar del fuego abrasador de los fusiles, la sangre y el acero, alguien acabaría intentando lo impensable: terminar con el Gran Bardok y restaurar las viejas tradiciones.
A los sarlab les gustaba luchar.
Tarven caminó hasta reunirse con sus compañeros, ubicados a cierta distancia del blindado. El jodido vehículo estaba tan sepultado por las rocas que acceder a él les llevaría mucho tiempo… demasiado. El Gran Bardok estaba más que impaciente por conseguir su objetivo, así que si podían hacer el trabajo rápidamente e impedir que se personase para supervisar la operación, se ahorrarían problemas.
La idea era retirar la tierra junto al vehículo con una explosión del cañón; justo en la zona donde habían calculado que estaría la escotilla de acceso. La descarga dejaría un cráter enorme, pero también cristalizaría toda la polvorienta arena de alrededor, lo que facilitaría aún más las cosas; si fuese necesario, siempre podrían retirar cuidadosamente la arena cristalizada usando los fusiles convencionales.
A Tarven le parecía un buen plan. Sólo quería terminar con aquella pantomima y regresar a la nave. Cuanto antes le asignasen un nuevo objetivo, mejor.
Pero ahora, la nave empezaba a ascender suavemente. Subió apenas medio metro, lo suficiente para hacer los últimos ajustes con el ángulo de tiro, hasta que, de pronto, el cañón de pulsos lanzó una única ráfaga. Hubo un fogonazo blanco y un sonido burbujeante, como el de una bebida gaseosa, y casi en el acto, una gran porción de tierra que lindaba con la nave, simplemente, desapareció. No hubo explosión, ni ningún proceso de combustión. Tan sólo se oyó un tintineo, como cuando se introducen cubitos de hielo en agua tibia, y quedó un cráter espeluznante. Durante unos segundos, refulgió débilmente con luz propia, y después dejó una superficie suave, fundida, con un aspecto nacarado.
Tarven se acercó, acompañado del resto de los hombres. Sacudió la cabeza cuando vio el cráter. Era impresionante, pero todavía no era suficiente: No había ni rastro de la escotilla.
—Esto va a ser una mierda —dijo alguien, colocándose el pesado cañón sobre el hombro.
—Estas cosas deberían hacerlas los robots —exclamó otro.
—Nuestro Osaak quiere asegurarse de que se hace un buen trabajo —exclamó un tercer hombre. La mitad de su casco estaba pintado de negro, salvo una enorme lágrima en el centro, a través de la cual se veía su rostro—. Así que retiraos. Cuanto antes terminemos, mejor para todos.
Se volvió hacia la nave e hizo unos gestos con la mano, luego los hombres se apartaron. Tan pronto estuvieron a una distancia prudencial, la nave lanzó una segunda descarga. Esta vez, sin embargo, las cosas ocurrieron de una forma diferente.
Cuando el fogonazo hubo pasado, la tierra, de forma inesperada, empezó a desplazarse hacia el cráter, como si alguien hubiera quitado el tapón de una bañera. Ocurrió demasiado deprisa: la descarga había practicado un agujero que conducía a algún abismo subterráneo, y las rocas y todo el suelo fueron reclamados por efecto de la gravedad. Tarven y el resto de los sarlab cayeron al suelo, sorprendidos por el movimiento de tierra bajo sus pies. A través del sistema de comunicaciones de los trajes, alguien chilló.
—¡Agarraos! —gritó alguien.
Tarven sintió que su arma se le escapaba de los dedos. Proyectó el brazo hacia delante para intentar asirse a una de las rocas, oscura y retorcida como un diente cariado, pero no la alcanzó; en el último momento, se sintió desplazado hacia el agujero. Vio a alguien resbalar a su lado, sacudiendo los brazos como si quisiera echar a volar. Frunció el ceño. Siempre había estado preparado para la muerte, pero aquélla era una forma bastante estúpida de dejar este mundo.
Miró hacia el agujero. Éste avanzaba hacia él a una velocidad sorprendente; era como si toda la sima estuviera siendo absorbida. El monumental Mamut estaba sumergiéndose también en la tierra, deslizándose hacia abajo. Incluso a través del cristal del casco, pudo escuchar el sonido chirriante del metal al friccionar contra las rocas; una fanfarria estridente y monstruosa que le ponía los pelos de punta. La boca del abismo le recordó a los peligrosos agujeros negros; la muerte negra del espacio profundo despertaba esa fascinación especial que te atraía, te hipnotizaba y te atrapaba.
Por fin, mientras caía, cerró los ojos.
—¿Has oído eso? —preguntó Malhereux.
Ferdinard miró alrededor.
—Sí —respondió suavemente—. Ha sonado como…
—Como si toda la maldita cúpula se hubiera derrumbado —exclamó Malhereux.
—Sí…
Ese hecho no tenía la menor importancia, desde luego: jamás hubieran podido volver por ese camino. Sin embargo, sentía una profunda inquietud.
De repente…
De repente era como si se les acabara el tiempo.