8
Terrae Antiqvae

—¡Espera! —dijo Ferdinard, levantando ambas manos. Su amigo estaba junto al transporte, haciendo ya un amago de saltar dentro.

—¿Qué pasa?

—Espera un maldito segundo —pidió Ferdinard—. ¿Ya está?, ¿vas a subir a esa cosa, sin más?

Malhereux miró la esfera durante un par de segundos.

—¿Por qué no?

Ferdinard se puso el casco bajo el brazo y se pasó la mano libre por la cabeza, donde retiró una fina película de sudor.

—Mal… mira esa… esa cosa.

—La veo. Parece un maldito tren —opinó su compañero.

—¿Alguna vez has visto algo así?

Malhereux sacudió la cabeza.

—Amigo, la galaxia es grande. Hemos visto tantas cosas… El material es fino y hasta translúcido y, sin embargo, estoy seguro de que a Bob le costaría romperlo. Tú también lo sientes. ¿Y qué? Puede ser algún tipo de súper plástico, como el de las bóvedas de los invernaderos espaciales…

—No se parecen en nada —exclamó Ferdinard.

—Éste tiene esa extraña luminosidad —concedió Malhereux—. Pero, de nuevo, ¿y qué? Parece que hay algunos avances por aquí. Es extraño, pero yo no me volvería loco con eso. Hay tanta tecnología disponible, Fer, que los avances se suceden a velocidad de vértigo.

—Hay más cosas en este lugar que son sorprendentes, por mucho que no las apreciemos —siguió diciendo Ferdinard—. Esa cúpula, por ejemplo. ¿Sabes el peso que está soportando? Toda esa enorme cantidad de tierra y rocas encima. Ni siquiera tiene pilares.

—No tengo ni idea —exclamó Malhereux.

—Lo que me pregunto es quién puede desarrollar tecnologías así, y mantenerlas en secreto.

Malhereux pestañeó un par de veces. De pronto, abrió mucho los ojos. Su boca se curvó para dibujar una expresión de perplejidad.

—¿La Colonia?

Ferdinard asintió.

—La Colonia es muy celosa con sus descubrimientos. Bueno, es lo que le permite mantenerse en una posición privilegiada en este tinglado sideral que hemos montado, ¿no?

—Desde luego.

—Bien, sin embargo, mantener esos avances a buen recaudo es cada vez más difícil. El conocimiento se filtra… se roba… Ocurre todos los ciclos. Lo escuchas por todas partes.

—Sí, sí —dijo Malhereux, impaciente.

—Bien, ¿y si algunos centros de investigación estuviesen ubicados en lugares remotos, en planetas estériles como éste, en el que nadie va a estar interesado jamás?

Malhereux asintió, pensativo.

—La Colonia… —dijo, mirando alrededor.

—Bien, y si esto es La Colonia… o cualquier otra cosa, puestos a ello, ¿qué crees que pasará si cogemos un transporte hacia quién sabe dónde? Podríamos llegar a las puertas del complejo, a una zona vigilada. Somos chatarreros, Mal…

—Buscadores de Tesoros —interrumpió Malhereux.

—Ya sabes lo que harán con nosotros. Jamás nos dejarán salir de aquí.

Malhereux soltó una risita histérica.

—Sagrada Tierra, sí —dijo—. Pero entonces, ¿qué propones? Si estamos en un lugar hostil, ¿qué cambia eso?

Ferdinard sacudió la cabeza.

—No lo sé —exclamó—. Sólo digo que no nos precipitemos; un poco de prudencia no nos vendrá mal. No hagamos algo que luego lamentemos, ¿vale?

—Sigo sin verlo. ¿Quieres que nos quedemos aquí, sin más?

—Claro que no —concedió Ferdinard, sacudiendo la cabeza—. Pero… ¿qué tal si tomamos uno de los accesos andando? Podemos ver hasta dónde llega. Qué hay más allá. Si vemos algo que no nos guste… podemos regresar.

Malhereux miró las formas redondeadas del interior de la esfera, y luego giró la cabeza para enfrentarse al acceso por la que el transporte había emergido. Era un túnel ciertamente enigmático, tan oscuro como la cuenca de una calavera. La idea de cruzar por allí a pie le producía cierto respeto, pero entendía que su amigo tenía razón: desplazarse sin conocer el destino del viaje era una temeridad.

—De acuerdo —accedió—. Pero ahora que has mencionado todo eso, ¡ir a pie me gusta tan poco como lo otro!

Ferdinard se encogió de hombros con una media sonrisa dibujada en su rostro, pero se pusieron en marcha.

Y durante un rato, ninguno dijo nada.

El túnel era solamente eso: un túnel que se prolongaba durante cientos de metros sin describir una sola línea curva. Estaba completamente a oscuras, y los focos revelaban una monótona distribución de contrafuertes que se recostaban contra las redondeadas paredes cada pocos metros. El suelo era un canal eterno, pero construido directamente en la roca negra, sin ninguna marca ni mecanismo que pareciera proporcionar energía a los transportes esféricos. Mientras Malhereux se dejaba mecer por ensoñaciones de elaborados ornamentos realizados con el valioso oro, Ferdinard caminaba con creciente preocupación. Por Bob. Era un robot construido para vigilancia y seguridad, no para infiltrarse sigilosamente en ninguna parte: sus pies de metal producían una cadencia monótona y martilleante a medida que avanzaba, y sospechaba que, donde quiera que llegasen, ese ruido mecánico y repetitivo les precedería.

—¿Fer? —preguntó Malhereux en la oscuridad.

Su voz, inesperada, le hizo dar un pequeño respingo.

—¿Sí?

—¿Qué pasa si viene un transporte?

Ferdinard se volvió para mirarle, y Malhereux se cubrió el rostro con el brazo ante el repentino chorro de luz.

—Perdona.

Lo cierto es que no había pensado en ello, y el hecho en sí le molestó un poco. Le gustaba, dentro de lo posible, tener las cosas controladas, aunque compartiendo la vida con alguien como Malhereux eso fuera un auténtico reto. Imaginaba que La Colonia no había previsto que alguien quisiera recorrer los túneles a pie, sobre todo teniendo en cuenta que un sitio como aquél debía albergar únicamente personal especializado, pero suponía que habrían instalado algún sistema de seguridad, por mínimo que fuera. Detección básica de obstáculos, para empezar. Eso le llevaba a pensar, de nuevo, en dónde estarían ubicados esos dispositivos, caso de existir. Era como el otro gran misterio: ¿cómo hacía el transporte para moverse? No había motores, ni artificios mecánicos a lo largo del recorrido del vehículo.

Sacudió la cabeza, cansado de hacerse preguntas para las que no tenía respuesta.

—No lo sé, Mal —dijo, algo malhumorado—. Ya pensaremos en eso si ocurre.

Pero nunca ocurrió. Tras mucho caminar, se encontraron con que el túnel describía un suave giro hacia la derecha, y muy poco después, divisaron el final. El corredor desembocaba en una nueva estancia donde el canal se interrumpía en otro atrio-estación, embutido en una apertura en la pared. La sala se extendía por el lado derecho, escapando de su vista.

Los últimos metros los recorrieron con cierto desasosiego, esperando que en algún momento, una voz les diera el alto, pero todo seguía en silencio; tan sólo el ruido metálico de Bob, con el suave susurro de sus mecanismos perfectamente ajustados, se dejaba oír a su alrededor.

—No hay nadie a la vista —dijo Malhereux al fin.

—Creo que por ahora son buenas noticias.

—Mira, una puerta.

Efectivamente, una única puerta, de forma ligeramente ovalada, se abría en el margen derecho, emplazada sobre unos cuantos escalones. Era la única cosa de relevancia en toda la estancia.

—Es una estación, entonces… —exclamó Malhereux.

Pero Ferdinard miraba alrededor, con una arruga de preocupación cruzándole la frente.

—El caso es… —empezó a decir, pero se detuvo.

—¿Qué?

—Que no parece una estación…

—Pero…

—No es un recibidor al uso —dijo Ferdinard, ahora con más convencimiento—, como no son unas instalaciones al uso. Es otra cosa. Hemos estado en… docenas… de instalaciones de todo tipo. ¿Recuerdas Nullum Prima? Aquello sí era un laboratorio de investigación…

—Oh —dijo Malhereux—. Sí… anegado por gases nocivos. Toda la plantilla muerta por todas partes. Un horror, pero también fue un buen negocio.

Ferdinard asintió.

—Sí, pero… quiero que te acuerdes de cómo era el lugar.

—Pues… como todos —dudó unos instantes—. Es que no sé adónde quieres llegar.

Ferdinard sacudió la cabeza, impaciente.

—Tú lo has dicho. Como todos. Las tuberías de servicio circulaban paralelas a los corredores, visibles en el techo. Los conductos de ventilación, tan feos y ruidosos, se abrían cada pocos metros. Los paneles para operarios estaban a la vista, practicables. No era un sitio bonito. Era un sitio práctico.

—Oh. Eso —musitó Malhereux, mirando alrededor.

Sin embargo, a medida que recorría las historiadas paredes con la vista, supo que Ferdinard tenía razón. Aquella sala parecía tener una función muy concreta, la de servir como antesala al túnel de transporte; pero, para ser un simple andén, resultaba demasiado elaborada. Con las paredes revestidas de la lustrosa piedra negra, tenía la presencia y la amplitud suficientes como para considerarse un pequeño y suntuoso salón, de los que sólo se veían en las construcciones terrestres en planetas adinerados.

—Vale… —exclamó de pronto Malhereux—. Es una residencia. El escondite de algún pez gordo.

—¿Tú crees? Eso no explica la…

—¡Lo sé, lo sé! —interrumpió Malhereux—. La tecnología. Al cuerno con eso, a mí me cuadra. Imagina… la residencia de lujo de un pez gordo de La Colonia. ¿Qué tal eso?

Ferdinard pensó en ello unos instantes.

—Bien, pudiera ser….

—La campana, Fer —dijo Malhereux, ahora visiblemente excitado—. La robaron de aquí. Por ser un objeto especialmente valioso, ¿vale? O puede que… Puede que fuese tan sólo uno de muchos. Quizá había otros transportes, y dejaron únicamente eso.

Pero Ferdinard, atraído por la curiosidad, avanzaba ya hacia la puerta. Rumiaba las palabras de su socio, pero lo hacía caminando despacio, como si esperase que la puerta fuese a abrirse al detectar su presencia. Ése era, por norma general, el funcionamiento estándar, pero cuando llegó ante ella, permaneció cerrada.

—Imagina la de cosas que podemos encontrar aquí… —seguía diciendo Malhereux a su espalda.

Ferdinard miraba a su alrededor, buscando un pulsador de algún tipo. No había ninguno, de ninguna clase.

—Eso será si podemos avanzar —dijo Ferdinard al fin—. Si tu teoría es correcta, ésta bien podría ser la puerta principal, porque parece tan hermética como una de esas paredes.

Malhereux se acercó.

—Vaya —exclamó, admirando las filigranas que decoraban ambas hojas. Era una puerta, de eso no cabía duda: el dintel y los pilares formaban una sola pieza en forma de herradura, pero marcaban claramente el umbral—. Menuda puerta, por cierto.

—Sí. ¿Cómo se abrirá?

—Quién sabe. Algún lector de identificación…

Ferdinard deslizó la palma por los ornamentos, delgados y sinuosos, que se entretejían a lo largo de su recorrido. Cuando eso ocurría, formaban un diseño elegante y sugerente. Sin embargo, no encontró el más mínimo atisbo de que pudiera haber un mecanismo oculto en ellos.

—No veo otra opción. Tendremos que forzarla —dijo entonces.

—¿Bob? —preguntó Malhereux.

Ferdinard asintió, con un único pero contundente movimiento de cabeza.

Se apartaron de la puerta y Malhereux la apuntó como de costumbre, extendiendo el brazo. Bob reaccionó de inmediato; caminando con su habitual letanía de sonidos hidráulicos. Una vez cerca de la puerta, comenzó a subir y bajar el brazo, y a cambiar de posición una y otra vez.

—¿Qué demonios le pasa? —preguntó Malhereux.

—Sagrada Tierra, Mal —exclamó su amigo—. Es el brazo. ¡No sabe cómo hacerlo sin el brazo que le falta!

—Oh, mierda —soltó Malhereux, dándose un golpe en la frente—. Por supuesto… ¡Hay que configurarlo!

—¿Puedes hacerlo con el operador personal?

Malhereux miró el panel de su traje durante unos instantes, luego negó enérgicamente con la cabeza.

—No —respondió al fin.

Bob continuaba haciendo microajustes a su secuencia de movimientos. Intentaba ejecutar la orden, pero cuando el brazo ausente no respondía, cambiaba ligeramente de posición y volvía a intentarlo. Casi parecía atrapado en un bucle infinito cuando, de repente, se detuvo.

—Entonces estamos jodidos —dijo Ferdinard.

—Espera… probaré otra cosa —murmuró Malhereux.

Por segunda vez, Mal levantó el brazo, pero esta vez se tomó su tiempo para emitir una orden distinta. Cuando la hubo construido, Bob respondió en el acto; giró su robusto cuerpo ciento ochenta grados y volvió a girarlo a gran velocidad. En el envite, su mano se lanzó contra la superficie de una de las hojas y se clavó allí, con los tres toscos dedos extendidos.

Ferdinard dio un respingo.

—Espera… —pidió Malhereux mientras instruía al robot con su operador personal.

Bob flexionó los dedos, arrancando un pequeño crujido lastimero a la puerta. Parte del embellecedor saltó de su posición y cayó al suelo con un sonido tintineante.

Durante unos instantes que parecieron eternos, Bob permaneció inmóvil mientras los dos socios miraban la herida en la superficie de la hoja. Por fin, ésta crujió agónicamente y se desplazó apenas perceptiblemente. Los embellecedores saltaban abruptamente de sus canales como las cuerdas de una guitarra; la tensión en el material era evidente.

—Vamos, Bob, pedazo de chatarra…

Por fin, la hoja cedió a la presión, deslizándose hacia un lado con un estremecedor sonido de maquinaria forzada. El espacio era ahora suficiente para que pasaran por el hueco.

—¡Sí! —exclamó Malhereux, levantando un puño cerrado en el aire.

Bob retiró la mano; los dedos, burdas imitaciones apenas insinuadas de los dedos humanos, estaban arañados.

—Buen trabajo —dijo Ferdinard—. Tienes que enseñarme a…

De pronto se calló.

La puerta. ¡La puerta estaba abierta!

Había olvidado que estaban en un lugar presumiblemente hostil. Sacudió la cabeza, apretando los dientes. Si alguien los había oído, lo único que tenían para defenderse era al maltrecho Bob. Ni siquiera sabía si se podía confiar ya en su sensor… el golpe en el hombro podía haberlo trastocado.

Silenciosamente, se asomó por el hueco de la puerta, y tan pronto lo hizo, su expresión se transmutó en una de auténtico asombro.

—Sagrada Tierra —soltó.

La teoría del escondite del alto cargo acababa de desmoronarse. Aquel lugar era, como mínimo, el escondite de un ejército de mandatarios.

Ante él se abría una sala diáfana, más alargada que ancha, de una impresionante altura. En el techo colgaban monumentales estructuras que Ferdinard tomó como lámparas, pero si lo eran, ahora estaban apagadas. Unas poderosas columnas, redondeadas y desorbitadamente gruesas, se distribuían cada cierta distancia, dando apoyo a una serie de niveles que recorrían las paredes laterales. El área central era una especie de plaza, hermosamente decorada con baldosas negras y plateadas, surcadas por los mismos motivos serpenteantes, en cuyo centro había una enigmática estructura: una especie de árbol flamígero que algún escultor había querido congelar en una suerte de piedra blanca. Las puntas de sus muchas ramificaciones eran redondeadas y suaves.

—¿Fer? —preguntó Malhereux a su lado—. ¿Qué es lo que estoy viendo?

Ferdinard no contestó. Estaba concentrado en su tarea de absorber toda la información.

Había otras cosas.

Alrededor de la estructura central había una docena de contenedores. Ferdinard conocía el modelo: ellos mismos habían usado unos similares en alguna ocasión, porque eran más baratos que el gel de embalar pero muy resistentes. También había atrios con consolas y pantallas proyectables, y torres de iluminación dispuestas cada pocos metros. Un puñado de cables se retorcían por el suelo hacia una unidad de energía.

Todo estaba bañado de una luz apagada, casi crepuscular. Como de costumbre en aquel lugar, su procedencia era desconocida.

Y más cosas… Había más cosas, como cadáveres.

Estaban tirados por el suelo, alrededor de la estructura. Ferdinard contó al menos doce, aunque podría haber más al otro lado. Algunos llevaban ropa de civil, pero al menos cuatro llevaban trajes de combate completos. Sus armas, los populares estigma convencionales, estaban abandonados a su lado.

—Fer… son…

—Lo sé.

—Son cadáveres —soltó por fin Malhereux.

—Lo sé.

Caminaron por la sala, dando pequeños pasos dubitativos. Ferdinard tenía una sensación extraña, como si hubiera visto antes un lugar como aquél. Era una especie de chispa que se encendía intermitentemente en su cabeza, pero que por algún motivo no terminaba de prender. Hasta que el silencio sepulcral y el aire solemne del lugar, hicieron brotar el recuerdo en su cabeza. Ciertamente no había estado en ningún sitio como ése, pero había leído y visto cosas sobre cómo era el mundo antes de que el Hombre se lanzara al espacio, en los tiempos de la Tierra, el planeta origen. Era Historia Antigua, por supuesto, pero eso explicaba que en aquella época se creyese que había un único Dios, un ser imposible que había creado la galaxia y todas las cosas con la sola fuerza de sus pensamientos. Ferdinard había visto imágenes de los templos que los hombres construían en su honor: enormes catedrales de altos techos y aspecto impresionante, diseñadas para infundir temor reverencial por un ser que, según creían, les vigilaba desde lo alto y les juzgaba después de la muerte. A menudo levantaban esas construcciones imprimiendo un esfuerzo inimaginable, con medios más que rudimentarios; los padres las empezaban y los nietos las terminaban.

El lugar en el que estaban ahora le recordó precisamente a aquellos templos vastísimos, imponentes por sus dimensiones y la distribución de sus elementos. Había algo invisible flotando en el ambiente que los hacía sentirse abrumados y expectantes.

—Fer… —dijo Malhereux.

Ferdinard se había acercado a uno de los hombres. Tenía un leve moretón en la mejilla, pero aparte de eso, no pudo distinguir a simple vista ninguna herida en la ropa o la piel. Los subfusiles estigma eran conocidos por sus marcas abrasivas, así que aquel hombre debía haber muerto por otras causas. Sin apreciar otras marcas ni sangre visibles, Ferdinard se quedó paralizado por un súbito pensamiento.

¿Y si es un agente tóxico en el aire?, pensó de repente. Aunque volviera a ponerse el casco, era demasiado tarde para tener algo así en consideración. Si había algo en el aire, ya se había expuesto a ello. Ambos lo habían hecho.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó Malhereux en voz baja.

—No lo sé.

—Esta gente… mira el color de su piel. Están lívidos, pero no demasiado, Fer.

—¿Qué quieres decir?

Malhereux se acercó a su amigo, como para confesarle un secreto al oído. Miraba alrededor, nervioso.

—Que han muerto recientemente, Fer. Eso pasa.

Ferdinard levantó la barbilla y buscó entre las sombras con ojos inquietos. Pero las sombras no ocultaban nada, más que la imponente quietud de un lugar, por lo demás, inexplicablemente suntuoso.

—Quizá… —aventuró, pensativo—, quizá estas personas sean de uno de los bandos. El bando desafortunado, a quienes les robaron la campana.

—La campana… —musitó Malhereux—. Empiezo a arrepentirme de haberla dejado allí, Fer.

—Allí está segura —contestó su amigo, sacudiendo la cabeza—. No podemos llevarla a cuestas por ahí.

Malhereux asintió.

Continuaron andando, dando pequeños pasos sin ir en ninguna dirección, mirando hacia todos los lados. Cuanto más miraban, más detalles saltaban a la vista, como los ornamentos que recubrían las paredes o los ribetes de las baldosas. Las columnas habían sido talladas con pequeños óvalos hundidos dispuestos en pares, dando la sensación de que varias decenas de ojos maliciosos los miraban.

En un momento dado, Ferdinard se fijó en una montaña de tierra, arrinconada en uno de los extremos de la sala. Ésta se desparramaba hacia una oquedad en el suelo, una especie de gruta que se había formado debajo. Miró entonces hacia arriba y descubrió la causa: un derrumbe. Los paneles de las paredes se habían agrietado y vencido, y la roca asomaba por ellas. Parte del techo se había venido abajo también, revelando una abertura monstruosa, como una caverna. Pero había algo más sorprendente. Al principio no le dio importancia, se quedó mirándolas, admirado tan sólo por su belleza. Se trataba de estalactitas, surgían de la roca como estiletes, erizando el techo de la cueva. Algunas eran delgadas y puntiagudas como los colmillos de un lobo, pero otras eran gruesas y de un tamaño imponente.

Entonces abrió mucho los ojos.

—Mal… —dijo.

—¿Sí?

—Mira eso…

Malhereux miró las formas rocosas.

—Un derrumbe…

—Mira en el techo —pidió Ferdinard.

—Estalac… ¿estalactitas?

Ferdinard asintió con gravedad.

—Pero… No puede ser… Hace falta agua para… ¿Crees que pueden haberse formado por algún escape en algún depósito?

—De ser así, debe de tratarse de un buen depósito, entonces, y debe estar bien arriba, para darle al agua tiempo a transportar los minerales a través de la roca. No lo creo, pero tampoco importa. Hay algo que me parece aún más sorprendente…

—¿Qué? —contestó su amigo—. No veo nada que…

—Las estalactitas en sí, Mal —interrumpió Fer—. Tienen que pasar unos cien años para que se forme apenas un centímetro. Mira su tamaño. Calcula sus dimensiones y dime qué antigüedad tienen.

Malhereux miró hacia arriba y dejó escapar un silbido.

—Vale. Si son tan antiguas, es posible que este planeta tuviera agua en el pasado. Lo vemos a menudo. ¿Y qué?

Ferdinard chasqueó la lengua.

—¿Es que no lo ves? —preguntó, acercando su cara a él. Gotas de sudor perlaban su frente—. Las estalactitas han superado el techo de este lugar. ¡Han crecido después del derrumbe!

—Fer… No te sigo, no…

—Mal —exclamó entonces, intentando controlar la emoción que sentía—. ¡Este sitio fue construido mucho antes de que las estalactitas empezaran a formarse, hace miles, quizá decenas de miles de años!