Ferdinard consultaba el panel de su traje. Ya habían pasado seis horas desde que descubrieron que estaban en el fondo de la sima, y Malhereux empezaba a perder la paciencia.
Había recorrido el interior del Mamut varias veces, trasteando por aquí y por allí. Había dicho que estaba seguro que podría hacerlo arrancar, que esas cosas se le daban bien y que sólo tenía que arreglar algunos componentes básicos, una vez determinara dónde estaba el fallo. Ferdinard le preguntaba para qué quería ponerlo en marcha; el aparato estaba literalmente empotrado en el suelo rocoso, y las monumentales orugas colgaban a ambos lados. Era como un escarabajo que se ha caído boca abajo y no puede darse la vuelta. Malhereux protestaba entonces diciendo que algo había que hacer, que quizá consiguiera tumbarlo de alguna forma, con la vibración de los motores, o quizá haciendo girar la torreta.
Ferdinard lo dejaba hacer.
Fue entonces cuando apareció junto a la escotilla de salida, con el rostro envuelto en sudor y el traje manchado de grasa oscura y pegajosa. Se sentó en el suelo, en la pared opuesta a la de Ferdinard, mirándose las piernas extendidas ante sí.
—Vamos, amigo —dijo Ferdinard en un tono que intentaba ser conciliador—. Ya sabías que esto acabaría así algún día.
—Y un huevo —soltó Malhereux.
—Lo sabías tú… lo sabía yo. Los dos lo sabíamos. Tenía que acabar así o de otra manera: quizá desintegrados por algún disparo de cañón, o apuñalados por un comerciante en esos tugurios de mercados en los que me metías.
Malhereux soltó una carcajada.
—Es verdad —dijo, pensativo—. Realmente nos la hemos jugado en más de una ocasión.
—Ya ves. Así que, dentro de lo que cabe, no es un mal final después de todo. ¿Sabes? He estado pensando…
—¿En qué?
—En cómo será el asunto. Quiero decir… que se te agoten los filtros no es lo mismo que quedarse sin aire. Ahogarse por falta de aire es una cosa horrible. Lo nuestro será como quedarse dormido en una habitación llena de plantas. Ya no despertaremos. Pero será dulce —dijo, soñador.
—No veo qué tiene de dulce —exclamó Malhereux con amargura.
Durante unos instantes, ninguno dijo nada; estaban sumidos en sus propias reflexiones. Lo único que se escuchaba era el sonido de su propia respiración y el suave traqueteo del traje que, cada pocos segundos, hacía funcionar los filtros.
De pronto, Malhereux se incorporó.
—No puedo. No puedo, Fer.
—¿No puedes qué? —preguntó Ferdinard.
—Quedarme aquí y esperar. Es… es horrible. Sencillamente no puedo.
—¿Qué quieres que hagamos?, ¿quieres jugar a algo?
—Joder, no… Estaba pensando en salir ahí fuera. Dar un paseo.
Ferdinard se encogió de hombros.
—Vale. Como quieras. Nos mantendrá ocupados.
—¿No crees que es posible que encontremos… no sé, una forma de subir a la superficie? —preguntó Malhereux—. ¿Alguna pared que podamos escalar?
Ferdinard le miró con una sonrisa forzada en el rostro.
—No pierdes la esperanza, ¿eh? —preguntó al fin.
—Nunca.
—Está bien —contestó Ferdinard mientras se incorporaba—. No sé decirte si eso es bueno o malo, pero hagamos lo que dices. Sólo me pregunto cómo vamos a bajar.
Superar los seis metros que les separaban de la superficie del planeta sin nombre no resultó tan difícil como habían pensado, sobre todo, gracias a Bob. A veces, les sorprendía su capacidad para ciertas cosas que no habían pensado que pudiera hacer.
Operarlo sin el software adecuado, utilizando solamente el traje y la muñequera como interfaz, resultaba complicado. Una cosa era el panel de control de la vieja Sally, y otra ese procedimiento de emergencia. Las órdenes complicadas como la que querían transmitirle eran difíciles de configurar, y ninguno de los dos tenía demasiada experiencia. Malhereux estaba intentando ordenarle algo cuando Bob, simplemente, le cogió en volandas y saltó toda la distancia hasta el suelo. El robot aterrizó limpiamente, levantando una humareda de tierra y polvo, pero Malhereux chillaba como si le estuvieran introduciendo brasas encendidas en el traje.
Bob lo dejó en el suelo.
—¡Coño, mierda, joder! —gritó Malhereux.
Descargaba la tensión haciendo aspavientos junto al robot, que permanecía erguido a su lado. Ferdinard, desde arriba, tuvo un ataque de risa.
—¡Eh, Mal! —gritó—. ¡Bob sólo hace lo que le pides, no lo olvides!
—¡Y un huevo! ¡Yo no le he dicho que se tire conmigo, joder! ¡Podía haberme matado!
De repente, Ferdinard frunció el entrecejo. Saltar hacia abajo era una cosa, pero… ¿cómo iba a subir el robot hasta donde estaba él para bajarlo?
—¡Mal! ¿Cómo se supone que voy a bajar yo ahora?
Era difícil verle la expresión de la cara con el traje y la oscuridad, pero Fer adivinaba que estaba planeando su venganza. No le vio extender el brazo, pero sí vio a Bob encogerse ligeramente para lanzarse hacia arriba. Saltó unos dos metros hacia la pared metálica del Mamut, y allí clavó brazos y piernas, que se hundieron en su superficie. El hecho de que pudiera hacerlo con tanta facilidad era bastante sorprendente. Requería una fuerza extraordinaria; se suponía que el metal que recubría el blindado era muy resistente.
Con algunos movimientos rápidos, Bob estuvo otra vez arriba.
—¡Que me vaporicen! —exclamó Ferdinard cuando tuvo la mole metálica ante él.
Apenas pudo decir nada más: el robot lo tomó en brazos y volvió a saltar al suelo. La impresión por el salto fue grande: Ferdinard tuvo la sensación de que el estómago se le había subido a la garganta.
—Sagrada Tierra —exclamó, intentando recuperarse de la impresión.
—Ahí lo tienes —soltó su amigo—. ¡No creo que sus fabricantes recomienden estos métodos!
—Probablemente no tengan ni puñetera idea de que puede hacer algo así —dijo Ferdinard.
—Caramba. ¿Crees que podrá subir por las rocas de la misma manera? Quiero decir, cargando con nosotros.
Ferdinard tuvo un destello de esperanza, pero cuando miró hacia arriba, desechó la idea en el acto. Sólo le separaban cinco, quizá seis metros, de la escotilla de entrada al Mamut, pero desde ahí abajo todo parecía mucho más hostil, oscuro y abrumador. Las paredes de la grieta en la que estaban metidos eran increíblemente verticales. En algunos puntos, picachos de roca asomaban hacia fuera como colmillos gigantes. Clavar los puños y los pies de acero en el Mamut había funcionado, pero aquel suelo de polvo y tierra, tan fina que parecía arena, le decía que Bob jamás podría encontrar sujeción para soportar su peso y el de un humano.
—No lo sé, Mal —dijo al fin—. Vayamos a dar ese paseo y veamos qué encontramos.
La grieta se extendía ante ellos en ambas direcciones, como si un gigantesco arado hubiera practicado un surco en la tierra. Hacia el noroeste, un recodo en el camino les impedía ver hasta dónde llegaba, pero hacia el extremo opuesto se extendía varios kilómetros hasta desaparecer de la vista. La visibilidad no era demasiado buena, de todas formas. Además de la oscuridad, el aire estaba viciado por miríadas de partículas en suspensión.
No tuvieron que andar mucho para descubrir que, a veces, se abrían barrancos que descendían aún más hacia las entrañas de la tierra. No eran demasiado anchos, pero sí terriblemente oscuros, como bocas inmundas que se abrían, hambrientas, en el mismo suelo. Desde el momento en que vieron el primero de ellos, tuvieron mucho cuidado de caminar despacio y con los focos encendidos.
Caminar así, en la oscuridad, no les ayudó mucho; más bien al contrario. En ningún momento pudieron olvidarse de su funesto destino: sentían las piernas más pesadas que nunca, era como avanzar por el Valle de la Muerte.
De pronto, un sonido atronador llegó desde la distancia, tan salvaje y estruendoso que el corazón se les encogió en el pecho. Malhereux apenas tuvo tiempo de volverse: un repentino y espantoso temblor de tierra los arrojó contra el suelo.
La Semex empezó a inclinarse suavemente unos cinco minutos después de que la última nave abandonara el hangar principal. Parecía flotar como un globo lleno de helio que llevara unos días pegado al techo, deslizándose hacia abajo a una velocidad tan imperceptible como inexorable. Después, empezó a ganar velocidad. Giraba ya sobre su costado cuando entró en la atmósfera del planeta, con un ángulo del todo inadecuado. El fuselaje, herido de gravedad por la constante batida de los cañones enemigos, empezó a adquirir un color áureo-rojizo, hasta que la fricción y la cantidad de oxígeno disponible arrancaron llamas alargadas de la panza de la nave.
Muy pronto, la gigantesca estructura se había convertido en una bola de fuego. La Semex se desintegraba, y las estructuras que sobresalían de la forma principal salieron despedidas hacia atrás, envueltas en lenguas ardientes.
Pero ese estadio no duró mucho: el planeta no era demasiado grande, al fin y al cabo, y después de unos instantes, la nave cruzaba ya el cielo, convertida para entonces en una bala anaranjada de un tamaño descomunal. Dejaba tras de sí meteoritos metálicos y una estela de humo negro. Por fin, sobrevoló un valle donde la tierra era negra y humeante y se estrelló contra el suelo.
El impacto fue terrible. Bajo el peso de la nave, la roca se fundía cuando no se vaporizaba, dejando un cráter de varios kilómetros de ancho. La onda de choque descarnaba la tierra. Lanzó al aire una explosión de rocas que volvieron a caer convertidas en una lluvia de tierra y escombros, y generó un seísmo tan fuerte que se expandió a través del suelo durante varios cientos de kilómetros. La superficie del planeta, recubierta de tierra suelta en su mayoría, se estremeció con una violencia desmedida.
Las paredes del barranco se estremecían. Rocas de todas las formas y tamaños comenzaron a desprenderse; las que venían de más arriba golpeaban las paredes en su caída y arrastraban a otras, creando una abrumadora lluvia de proyectiles en pocos segundos. Ferdinard sintió cómo innumerables rocas pequeñas caían sobre el traje.
—¡Mal! —gritó.
En el pecho de Bob, una luz roja empezó a emitir un pulso intermitente.
—¡Qué coño pasa ahora! —gritó Malhereux.
De repente, una roca de un par de metros de diámetro cayó inesperadamente junto a él. El buscador de tesoros lanzó un grito y cayó hacia atrás. Bob iba y venía de un lado a otro, cambiando de dirección con rápidos movimientos. Detectaba el peligro, pero no veía la forma de neutralizarlo.
—¡Al Mamut, Mal, al Mamut! —gritó Ferdinard, pero el temblor del suelo le impedía mantenerse en pie.
Fue entonces cuando reparó en que la tierra estaba resquebrajándose a su lado; las grietas se habían originado en uno de los pozos y se extendían trazando giros tan abruptos como amenazadores. La tierra se escabullía por ellas como si se tratara de un reloj de arena.
Ferdinard iba a decir algo, pero estaban ocurriendo demasiadas cosas a la vez. Malhereux, todavía en el suelo, miraba ahora hacia arriba. Recortadas contra el cielo eternamente diurno, vio rocas picudas con forma de lanza precipitarse hacia él. Rodó por el suelo para quitarse de en medio, rezando para que ninguna de ellas golpeara el casco. Podía sobrevivir con una pierna rota o un hombro dislocado, pero si perdía la protección del traje, se retorcería en el suelo hasta morir, sin oxígeno. Mientras tanto, Ferdinard escuchaba un violento ruido metálico a su izquierda. Giró la cabeza para ver a Bob con una rodilla en el suelo. Conservaba el equilibrio apoyando el puño contra la tierra, pero el otro brazo era un colgajo de cables y engranajes chisporroteantes; una enorme roca le había golpeado en el hombro, desgarrándoselo.
No, no, no, no…
Su cabeza daba vueltas. Pensaba, pensaba a toda velocidad. ¿Acaso no era mejor así? Imaginó una piedra de cinco o diez kilos impactando contra su cráneo. La muerte debía ser instantánea. El cerebro enviaría una última señal de shock al sistema nervioso, los brazos y las piernas se estremecerían con una repentina sacudida y luego… luego no habría ya nada ahí arriba para procesar el dolor. Sobrevendría el Gran Apagón. Si iban a morir de todas formas, ¿no era mejor cerrar los ojos y dejar que ocurriera?
De pronto, la grieta comenzó a extenderse más deprisa. Al caer por ella, la arena emitía un sonido sibilante. Ferdinard se imaginó siendo absorbido por toda aquella arena y cambió de idea. Quiso gritar, avisar a su amigo para que le ayudara; quiso pedir a Bob que le sacara de allí, pero no pudo arrancar ni una sola sílaba a su garganta. Intentar señalar lo que estaba ocurriendo extendiendo el brazo era también imposible: estaba congelado por el terror.
Por fin, la estría se abrió atrozmente, como unas fauces oscuras y abominables, y la tierra empezó a caer por ella. Al fondo, el Mamut crujía mientras el suelo desaparecía bajo él, y su enorme estructura se tambaleó en el aire.
—¡MAL! —gritó al fin.
Lanzó una mano hacia su amigo, que estaba ya arrastrándose hacia él, pero la tierra cedía bajo su peso. Se arrastraba irremediablemente hacia la oscuridad.
En el último momento, Malhereux le cogió de la muñeca. Fue entonces cuando la tierra se desgajó y los lanzó hacia el remolino de polvo que estaba devorándolo todo a su alrededor.
Mientras se precipitaban hacia el agujero, los dos socios chillaban.
Se revolcaban entre la arena el uno contra el otro. Oscuridad, ruido de fricción. Ferdinard intentaba moverse, pero tenía los brazos impedidos. En el estómago notaba un vaivén vertiginoso, sabía que caía, pero no hacia dónde. Movía los pies como un niño pequeño en un columpio, sin que éstos tocaran nada. De pronto, tuvo un destello de apenas un segundo, en el que pudo ver la cara aterrorizada de su amigo, bañada por la luz del foco de su casco. ¿Era él quien le daba la mano? Creía que sí.
La apretó con fuerza.
La apretó con fuerza y cerró los ojos.
De pronto, estaba cayendo al vacío.
Se sacudió en el aire y, antes de que pudiera darse cuenta, aterrizaba sobre un montón de tierra suelta, tan fina como la arena de una playa de un millón de años.
Con el corazón latiendo como loco en el pecho, Ferdinard se puso en pie tan rápido como fue capaz. Malhereux estaba a su lado, postrado a cuatro patas. Una catarata de polvo caía a su lado, como el chorro que mana de un surtidor. El suelo ya no temblaba.
Ferdinard miró hacia arriba.
—¡Mierda! —exclamó.
Antes de terminar de pronunciar la palabra, se lanzó hacia su amigo y se lo llevó por delante. Rodaron juntos por la pendiente de la montaña de tierra que se había formado, el uno enredado en el otro, hasta que llegaron abajo, donde se toparon con el duro suelo. Él estaba encima de Malhereux, quien le miraba como si se hubiera vuelto loco.
—¡Pero qué…!
Ferdinard se incorporó, y miró hacia lo alto de la montaña de arena. Allí estaba Bob, con el brazo desgarrado colgando fláccido a un lado, sujeto apenas por un trozo de metal enmarañado de cables. Estaba incorporándose; el polvo caía de su abultado corpachón formando una fina cortina.
—Iba a caerte encima… —dijo Ferdinard. Quería añadir algo más, pero acababa de darse cuenta de dónde estaban, y miraba alrededor, describiendo rápidos giros con la cabeza, con la boca abierta.
Malhereux hacía lo mismo.
—Sagrada Tierra, Ferdi… —dijo despacio—. ¿Qué puñetas es esto?
Ferdinard no lo sabía. Se trataba de una cúpula, una cúpula enorme con una altura impresionante, construida con una estructura de celdas que recordaba una colmena. Esas celdas estaban rellenas de algún material ligeramente translúcido de una tonalidad amarillenta. Habían caído desde algún punto cercano a su centro geométrico.
—Es… —empezó a decir—. Es… No lo sé.
La cúpula se cimentaba sobre cuatro pilares hermosamente tallados. Se curvaban elegantemente para sostener toda la estructura, con unos complicados relieves redondeados que recordaban vagamente a un hueso. Entre ellas, había una especie de accesos perfectamente esféricos, bordeados por unas delicadas filigranas del color del oro viejo. Ferdinard daba vueltas sobre sí mismo, intentando captar todos los detalles.
Malhereux, en cambio, estaba mirando el suelo. Había unos caminos marcados, cóncavos como canales de agua, pero no tan profundos. Tenían ribetes dorados y recorrían la sala de un acceso a otro, trazando un sinfín de permutaciones y cruzándose unos con otros, describiendo un complicado diseño.
—Vaya… —soltó Malhereux—. Nunca, en toda mi vida, hubiera imaginado que vería algo como esto.
—Es… es hermoso.
Tanto Ferdinard como Malhereux habían nacido y crecido en una época en que la economía de los materiales imperaba sobre todo lo demás. El diseño se sometía a la funcionalidad y se prescindía completamente de los ornamentos como no fuera en paraísos turísticos a los que jamás tuvieron acceso. Aquella sala, completamente diáfana, destilaba elegancia. Los paneles amarillentos parecían irradiar una suave luminiscencia dorada que teñía la hermosa piedra negra del suelo, las columnas y las paredes.
—Fer, ¿qué hace esto aquí? —preguntó al fin.
—No lo sé, amigo.
—¿Dónde estamos?
Ferdinard negó con la cabeza.
—¿A qué profundidad estamos? —seguía preguntado Malhereux—. Caímos un buen trecho, y luego volvimos a caer. ¿Quién construye algo así a tanta profundidad, Fer?
Ferdinard empezó a caminar para rodear la pequeña montaña de arena; quería tener una vista panorámica.
—Fer… —seguía diciendo su amigo—. ¿Crees que la campana puede venir de aquí? Quiero decir… mira todo esto… parece… No he visto nada así. ¿Quién traería todo este material hasta este planeta? ¿Y cuándo? No tiene sentido. No se puede. Alguien se habría enterado. Habría salido en alguna parte. Sabes cómo funciona OpenNet. Es ridículamente… ampuloso.
—Tienes razón —respondió Fer, pensativo.
—¿Es eso oro? Creo que es oro… Podría serlo.
—¿Oro? —preguntó Fer—. No lo creo.
—Tiene todo el aspecto de oro.
—Es absurdo.
El oro no abundaba en la galaxia, pero era clave para la tecnología de las comunicaciones, los componentes vitales y los motores interestelares. Su alta conductividad y su resistencia a la oxidación lo hacían idóneo para fabricar, entre otras cosas, los costosos y complicados engranajes de los robots. La sola idea de emplear un material como ése con fines decorativos resultaba impensable.
Malhereux seguía haciéndose preguntas mientras daban la vuelta a la montaña de arena.
—¿Te das cuenta de los recursos que harían falta para construir una cúpula como ésta a esta profundidad?
—Sí… No le veo el sentido.
De pronto, Ferdinard se detuvo. Se volvió brevemente para mirar a su compañero, con esa expresión seria que adoptaba cuando tenía una idea. Malhereux permaneció expectante.
—¿Te das cuenta? —preguntó.
—¿Qué?
—Escucha… ¿no notas nada?
Malhereux movió los ojos mientras intentaba concentrarse en el sonido ambiente, pero en la sala reinaba un silencio sepulcral. Tan sólo el ruido de la arena discurriendo de vez en cuando por la ladera de la montaña rompía el silencio.
—No…
—Eso mismo. ¡El sonido de los trajes! Los filtros, Mal. ¡Los filtros no están funcionando!
—¿Qué? —exclamó.
Se miraron durante unos instantes, hasta que por fin, Ferdinard se quitó el casco con un movimiento rápido de los brazos. Abrió la boca para respirar una buena bocanada.
—¡Hay oxígeno! —dijo entonces.
Malhereux retiró el casco e inspiró profundamente. Olía a humedad, a polvo y a cerrado, pero el oxígeno entraba indudablemente en sus pulmones y resultaba delicioso.
—Por las estrellas, Fer —susurró Malhereux, visiblemente emocionado—. ¿Te das cuenta? Puede que… Puede que aún tengamos una oportunidad.
Ferdinard asintió, sonriendo. Su amigo olvidaba el hecho de que aún no tenían nada que llevarse a la boca. Y lo más importante, pastillas hidratantes. Se podía sobrevivir cierto tiempo sin comer, pero sin una pastilla, el organismo se iría degradando hasta que sobreviniera la muerte.
Ferdinard se volvió para terminar de rodear la colina de tierra. Cuando llegó al otro extremo, se encontró con algo diferente.
Era una especie de atrio, elevado unos quince o veinte centímetros por encima del nivel del suelo, excavado en la pared. Como ocurría con el resto de la estancia, las paredes estaban bellamente trabajadas, mostrando intrincados diseños de líneas curvas que se entretejían. Los canales tallados en el suelo iban a parar a ese atrio, disponiéndose en hilera; el suelo se acomodaba a los canales con bordes curvos.
—Que me desintegren —exclamó Malhereux.
Ninguno dijo nada mientras caminaban, atentos a todos los detalles. Un total de seis canales estaban dispuestos a lo largo del atrio, como si fueran vías de algún tipo de vehículo.
—Parece una estación —opinó Ferdinard, al darse cuenta de ese detalle.
—Ahora que lo dices, sí —coincidió Malhereux.
De pronto, un ruido metálico a su espalda les hizo dar un respingo. Los dos hombres se volvieron, con ideas extrañas en la cabeza. Sin embargo, allí sólo estaba Bob. Había ido acompañándoles todo el rato con el brazo colgando, inútil, y acababa de terminar de desprenderse. Ahora yacía en el suelo, deforme e inservible.
—Por las estrellas, Bob —rió Malhereux—. Qué susto.
Bob pareció interpretar sus expresiones, porque encendió en su pecho la suave luz verde, como si quisiera indicarles que todo iba bien.
—Vaya, hombre —exclamó Ferdinard, mirando el miembro amputado—. Qué desastre.
—Deberíamos llevarnos el brazo —opinó Malhereux—. No nos costará tanto repararlo cuando salgamos de aquí.
De repente, enmudeció. A veces se le olvidaba la realidad de su situación. Ahora se daba cuenta de que, si salían de allí, tendrían que venderlo todo: el robot, los trajes… y aún les faltarían muchos cientos de miles de créditos para comprar una nueva tuneladora, aunque fuera una tan cochambrosa como la vieja Sally. Tendrían que pedir un crédito a algún usurero que les exigiría pagos mensuales o que pasaran algún tiempo en algún otro trabajo. Por si fuera poco, tendría que ser algo ilegal si querían ganar dinero antes de que llegara el otoño de la vida, y no estaba seguro de que Ferdinard aceptara algo así.
—No he dicho nada —soltó al fin.
Ferdinard le puso una mano en la espalda, la mantuvo ahí unos segundos y luego siguió caminando en silencio.
Llegaron al atrio, sin ser capaces de dilucidar aún su función.
—Sigo diciendo que parece algún tipo de estación. Mira estos canales. Parecen raíles… cruzan la sala y desaparecen por esos accesos en las paredes.
—Hay raíles de acceso a acceso, también —añadió Malhereux.
Ferdinard asintió.
—Pero si es una estación, ¿cómo funcionan? —preguntó.
—¿Crees que funcionan?
—No veo por qué no. Hay oxígeno. Eso quiere decir que, en alguna parte, hay máquinas funcionando.
—También hay luz.
Ferdinard miró alrededor.
—Coño, Mal. Ahora que lo dices… ¿de dónde viene toda esta luz?
Malhereux miró alrededor. Su socio tenía razón. La sala entera estaba bañada en una luz omnidireccional, que parecía provenir de todas partes y de ninguna, como si fuese luz natural que proviniese de algún sol en su cenit. No había rastro de sombras, ni focos o lámparas a la vista.
—¿Los paneles de la cúpula? —aventuró Malhereux.
—¡Vaya! —exclamó Fer—. Si fuesen los paneles, esta zona de aquí estaría en penumbras, ¿no crees?
Malhereux miró alrededor, pensativo.
—Puede ser. Bueno, no lo sé. De algún lado ha de venir.
—Puede que…
Ferdinard empezó a recorrer el atrio, caminando entre los canales, que terminaban allí con bordes redondeados, como la mitad de una esfera. Se detuvo delante de uno de ellos, pensativo, cuando los ribetes dorados se iluminaron con una pequeña nota musical, breve pero intensa.
—¡Galaxias! —exclamó Ferdinard.
—¿Qué has hecho? —preguntó su socio.
—No he hecho nada —protestó Fer—. ¡Sólo estaba aquí!
Ferdinard dio un paso atrás, pero los ribetes dorados no se apagaron, siguieron encendidos, emitiendo un brillo cálido.
—Una cosa está clara —continuó diciendo Ferdinard—. Este lugar está operativo.
Pero Malhereux no le escuchaba, estaba mirando el suelo. Mientras su compañero admiraba el suave resplandor de los ribetes encendidos, se colocó frente a otro de los canales y se mantuvo allí, de pie. Al cabo de unos segundos, los bordes relampaguearon con un resplandor azul. La nota musical fue más grave e intensa.
—¿Qué? —preguntó Ferdinard.
Malhereux se encogió de hombros.
—He intentado hacer lo que tú —dijo—. Pero… no parece que éste funcione.
—Mal, no deberías…
Pero de repente se calló. Un rumor apagado empezaba a escucharse en el aire. Malhereux comenzó a oírlo también. Se quedaron inmóviles, percibiendo claramente cómo el sonido iba en aumento. Fer giró la cabeza en ambos sentidos, pero no conseguía determinar de dónde provenía.
—Qué has hecho, Mal… —murmuró Ferdinard.
De pronto tuvo la idea de mirar a Bob. Éste seguía detenido donde se había quedado, junto a ellos, y en su pecho no había ninguna luz de advertencia.
De pronto, una esfera de un brillante color celeste apareció por uno de los accesos, tan rápida como una exhalación. Avanzaba hacia ellos a toda velocidad. Ferdinard se quedó paralizado, viéndola progresar hacia él acompañada de ese rumor intenso que iba en aumento a medida que se acercaba. Casi parecía que iba a aplastarle contra la pared cuando, al llegar al atrio, la esfera se detuvo. Ferdinard soltó un pequeño grito.
—¡Mierda! —gritó, llevándose una mano temblorosa a la frente.
—¡Sagrada Tierra! —exclamó Malhereux.
Estaba mirando la esfera, que parecía flotar a algunos centímetros del raíl. La manera en la que se había detenido desafiaba a todas las leyes de la física: sin desaceleración, sin fricción. Su movimiento le había causado una impresión visual rara, porque su cabeza no terminaba de aceptar lo que acababa de ocurrir. —¿Has visto eso, Fer?
—¿Que casi me aplasta? ¡Joder que sí!
Malhereux se acercó a la esfera. Estaba recorrida por los mismos diseños que había en la pared. Eran los mismos que estaban en casi todas partes, de hecho. De pronto recordó haberlos observarlos también en la campana, finos como cabellos, y apenas visibles: cuando se esforzaba por mirar uno, desaparecía debido a la luz que emitía el orbe. Sólo parecía ser capaz de captarlos con la visión periférica.
De pronto, la mitad superior de la esfera se abrió con una ausencia total de sonidos, giró sobre un eje y se quedó abierta en un ángulo de noventa grados.
—¡Fer! —exclamó Malhereux.
Pero Ferdinard no contestó. Estaba mirando el punto donde la parte superior de la esfera se unía con su base, intentando entender por qué no veía allí ningún engranaje, ninguna maquinaria, tan sólo una delgada línea negra del grosor de un cable.
—¡Fer, mira esto! —Malhereux observaba unos salientes curvos en el interior de la esfera, similares a asientos—. ¡Creo que has llamado a tu tren, Fer!