5
Jebediah Dain

La atmósfera crepitaba como si estuviera cargada de electricidad. Los cañones llevaban ciclos enteros descargando acometidas casi sin pausa, descarnando más y más los poderosos blindajes y las estructuras de la nave contraria. De tanto en cuando, una explosión irrumpía por los costados expuestos de las naves, arrojando un torbellino de llamas enfurecidas que se extinguían rápidamente por la escasez de oxígeno. Cuando eso ocurría, los operarios se precipitaban a hacer las reparaciones de emergencia que fuesen necesarias. Era un trabajo suicida; una brecha significaba que el enemigo concentraría el ataque en ese lado.

La Vernus Imperia era, desde luego, una aberración visual, sobre todo si se comparaba con las líneas uniformes y regulares de su contendiente. Los sarlab eran aficionados a la imaginería tenebrosa; la utilizaban ampliamente en sus trajes de combate (que personalizaban con un estilo zafio y estridente) y la Imperia no era diferente. La Colonia, desde luego, no tenía datos precisos sobre el nivel de personalización al que se la había sometido porque esos mercenarios rara vez utilizaban su nave-hogar en sus ataques. De hecho, apenas recordaba a los diseños originales.

A simple vista parecía una pesadilla flotante de andamios y estructuras metálicas. Unas torres inclinadas, en apariencia sujetas por gruesos cables de acero, coronaban su parte superior, apuntando en direcciones opuestas. Eran estructuras deformes, sin sentido, apenas una maraña de hierros y tubos entrelazados, pero sin duda esa chatarra atroz ayudaba a destruir cualquier sensación de simetría, provocando desasosiego a la vista. A su alrededor, los cables y tubos formaban una suerte de telaraña tan confusa que, en ocasiones, creaban formas sujetas a la interpretación del que las observaba. Desde la distancia, por ejemplo, la Imperia podía parecer una criatura agazapada, o virar unos cuantos grados y asemejarse más a un pecio abandonado. La proa recordaba un escualo iracundo. Había sido rematada con una especie de ariete de desconcertante forma fálica, con la cabeza suavemente redondeada. Se extendía hasta cien metros describiendo una ligerísima curva en su centro. Como tantos otros aderezos, no tenía una función práctica: Simplemente, ayudaba a crear desconcierto y a mantener alta la moral entre los hombres.

En el puente de mando de semejante atrocidad, el líder, Jebediah, el más inclemente hijo del linaje de los Dain y Gran Bardok de los despiadados sarlab, se decía que había llegado el momento.

—Informe actualizado, Gran Bardok —anunció uno de los operadores.

—Muéstremelo —dijo.

El informe pasó a la pantalla principal, y Jebediah entrecerró los ojos mientras repasaba los daños estructurales de la nave enemiga. Las cosas no habían cambiado demasiado desde la última comprobación. El casco presentaba daños importantes, con zonas críticas seriamente afectadas, pero eran efectos colaterales de los ataques infringidos a las zonas que a él le interesaban: las baterías de cañones. No los grandes cañones de pulsos, ni los sistemas eyectores de cargas de iones… la Imperia estaba sobradamente preparada para aguantar ataques así durante mucho más tiempo de lo que el enemigo habría anticipado. No, su objetivo era los otros cañones, más pequeños y rápidos, repartidos por toda la estructura. Ésos tenían la capacidad de apuntar automáticamente a las naves más pequeñas. Una vez los quitara de en medio, podría ejecutar el siguiente paso de su plan de ataque.

Jebediah no quería destruir la nave enemiga; esperaba capturar en su interior el objetivo de su misión. Sin embargo, estaba también razonablemente seguro de que no estaba allí. Si lo estuviera, la nave habría intentado huir. Es lo que él hubiera hecho. Las Imbus Semex eran naves extraordinariamente rápidas a pesar de su tamaño, y podrían haberle hecho pasar aprietos. En última instancia, siempre habrían podido lanzar naves en todas direcciones, y hubiera sido imposible destruirlas todas. Muchas de ellas habrían escapado, y una contendría el codiciado objetivo de la misión. Sin embargo, la Semex permanecía en el sitio, intentando vencer en esa loca batalla de desgaste. No, el objetivo seguía en tierra, donde siempre había estado.

Jebediah, a pesar de la sospecha, no quería arriesgarse. Tomaría la nave y la registraría hasta el último panel. La desmantelaría pieza a pieza si era necesario, y luego se concentraría en el planeta. Lo peinaría con hileras de hombres, lo recorrería en persona subido a un deslizador, tamizaría la arena grano a grano, pero daría con lo que buscaba. Y lo haría porque el pago por ese trabajo era descomunal, mucho mayor que el recibido por ningún otro trabajo en toda su vida. Era tan grande que no le importaba el coste de las reparaciones que serían necesarias en la Imperia, ni la cantidad de recursos que había destinado ya en las contiendas terrestres.

—Están a menos del veinte por ciento, Gran Bardok —dijo con prudencia el oficial.

Jebediah clavó la mirada en él, inclinando ligeramente la cabeza. Mientras lo hacía, el oficial se quedó lívido; había visto esa expresión otras veces, tan enigmática como terrible, y era quizá la peor de todas, porque uno no sabía qué podía esperar. Y sus ojos… bueno, ¿quién podía saber hacia dónde miraba?, ¿quién podía leer la expresión eternamente neutra de su rostro? Trabajar directamente bajo sus órdenes era como caminar al borde de un abismo.

El Bardok era el rango más alto en la jerarquía de los sarlab, y Jebediah llevaba ostentándolo cinco años completos. En ese tiempo, había obrado grandes cambios, sobre todo en cuanto a estrategia de combate y adiestramiento de los mercenarios. Sus constantes y contundentes victorias, cimentadas sobre un halo de terror, le habían hecho merecedor de un respeto innegable entre sus hombres y habían aportado ingresos extraordinarios a las arcas del clan. Eso significaba armas más potentes, robots más capaces y vehículos. Significaba afrontar retos y encargos cada vez más importantes, lo que, a su vez, les procuraba más riqueza.

Los sarlab, incluso antes de la llegada de Jebediah, eran los peores asesinos de la galaxia conocida. Siempre lo habían sido. En las naves que abordaban y las colonias que invadían no quedaba un solo superviviente. Formaba parte de su modo de proceder, estuviera o no especificado en las condiciones del encargo, y se cuidaban mucho de ser fieles a sus métodos. Sus actuaciones dejaban siempre algún vestigio aberrante: cabezas con la espina vertebral colgando, hombres a los que habían arrancado los párpados y la lengua o mujeres empaladas por sus órganos sexuales. Todo eso no era gratuito: servía para que el mito se extendiera. Los pioneros en las lejanas colonias mineras susurraban historias sobre ellos, los niños pequeños se asustaban unos a otros con la palabra «sarlab» y los tripulantes de los cargueros abandonaban la nave tan pronto aparecían en el radar.

Jebediah llevó ese concepto más lejos, o quizá habría que decir que lo llevó más cerca… al seno mismo del clan de los sarlab. Lo aplicó entre ellos. Antes de él, los líderes se sucedían unos a otros con una rapidez desquiciante, porque para erigirse como Bardok, el aspirante sólo tenía que eliminar a su predecesor. Jebediah quería asegurarse de que eso no ocurriese, así que después de unos cuantos trabajos, utilizó buena parte del botín para ejecutar su plan: alterar su cuerpo con implantes biomecánicos. Cambió la débil carne de sus piernas, lo que le hizo ganar seis centímetros de altura, y sustituyó sus brazos por otros de titanio, más resistentes, rápidos y fuertes. También sustituyó sus ojos por unas obras maestras de la ingeniería, diseñadas y concebidas ex profeso para él por unos técnicos de La Colonia. Conseguir que colaborasen no fue difícil; para eso estaban la extorsión y el chantaje.

Esas partes, así como el total de las muchas operaciones a las que se sometió, costaban una verdadera fortuna, pero cuando apareció en la Imperia después de muchos ciclos, nadie osó protestar. Había ordenado que no recubrieran los implantes oculares con inútiles ornamentos estéticos, meros embellecedores que simulaban el iris humano, así que las lentes robóticas centelleaban malignamente con un inquietante brillo pálido.

Jebediah había sido siempre un buen luchador, como casi todos los sarlab. Era enérgico, impetuoso, un magnífico tirador y demoledor en el cuerpo a cuerpo. Pero desde que había reemplazado gran parte de su cuerpo por homónimos mecánicos, sus actuaciones en el campo de batalla dejaban a todos sin aliento. Siempre vestía su armadura de combate, tocada con un casco que cubría la mayor parte de la cabeza, excepto los ojos. Se lanzaba en primera línea desarrollando una velocidad que atendía a un nivel de energía desconocida en los humanos, descargando golpes mortales y disparando con una cadencia abrumadora.

Jebediah sabía que alrededor de su nombre circulaban mitos de toda clase, no sólo en la galaxia, sino entre los de su propio clan. Nadie sabía, en realidad, el alcance de sus modificaciones. Más que ninguna otra cosa, los ojos biónicos al descubierto le habían despojado de su aspecto humano, así que el mito contaba que el líder de los sarlab, Gran Bardok y Quinto de los Dain, había obrado modificaciones extremas en su corteza cerebral, sustituyendo parte de su cerebro por sistemas computacionales. Se decía que podía detectar cualquier tipo de ataque en el mismo microsegundo en que se produjera. Que había cambiado de sitio su corazón para que ningún proyectil o arma pudiera perforarlo, o incluso que ya no tenía corazón, que había prescindido completamente de él.

Y Jebediah, por supuesto, dejaba que todos esos rumores despertaran el asombro y hasta el temor entre sus hombres.

Ahora, el Gran Bardok no miraba al oficial porque quisiera reprenderle. Pensaba para sus adentros. La capacidad de los cañones estaba al veinte por ciento, y ése era el objetivo que se había impuesto. Significaba que un ochenta por ciento de las lanzaderas de asalto podrían tener una oportunidad de pasar a través de las defensas enemigas.

—Mantened el fuego —ordenó entonces— y lanzad la siguiente fase del ataque.

—Sí, Gran Bardok —exclamó el oficial, haciendo una pequeña reverencia.

Se dieron instrucciones, y en toda la nave, los sarlab se movilizaron como si fueran un solo hombre. Los pasillos de las salas de acuartelamiento empezaron a llenarse de luces naranjas parpadeantes, un llamamiento visual que cualquiera podía percibir incluso por encima del estruendo de las explosiones en el exterior. En el hangar principal, las lanzaderas desplegaban las rampas de acceso y los robots se entregaban a la tarea de despejar las rampas de lanzamiento y organizar la línea de saltos. Las rampas tenían capacidad para albergar diez lanzaderas a la vez, así que los saltos subsiguientes debían ejecutarse con tanta rapidez como fuera posible. Cuantas más naves hubiera en el aire, menos posibilidades había de que los cañones enemigos concentraran su fuego en ellas.

Pero el plan tenía un paso previo; uno que, de lograrse, determinaría el éxito del asalto. Era el arma secreta de Jebediah, algo que no se había intentado antes.

En el exterior, una nube de pequeños dispositivos de aspecto cilíndrico abandonó la Imperia por la parte inferior. Desde cierta distancia, parecían un enjambre de insectos, moviéndose erráticamente en el aire, como si sobrevolaran una fruta madura. Inesperadamente, se dirigieron al unísono hacia la nave enemiga, en mitad de una repentina ráfaga de proyectiles. Muchos fueron alcanzados, repelidos casi en el acto en medio de pequeñas explosiones, pero la distancia entre las naves no era demasiada, y los ingenios mecánicos volaban con rapidez. Terminaron por alcanzar el fuselaje, donde recorrieron unos metros, como si buscaran un punto específico; después, se acoplaron con un pequeño ruido metálico. Para entonces, estaban cerca del vientre inferior de la nave.

Allí, lejos del alcance de los cañones más pequeños, los dispositivos desplegaron unos apéndices metálicos y empezaron a moverse con rapidez. Parecían, otra vez, abejas comunes ejecutando sus complicadas danzas de comunicación, describiendo círculos que se superponían unos a otros.

En un momento dado, uno de aquellos artefactos empezó a cortar la gruesa lámina del blindaje con un potente láser. Las otras unidades corrieron a alinearse con ella hasta dibujar un rectángulo, y una vez hecho esto, activaron también sus diminutas cortadoras. Producían un zumbido grave pero intenso a medida que las chispas saltaban y el metal iba adquiriendo un color rojo brillante.

—Ya están en posición… —exclamó el oficial.

—Ahora veremos si tanto esfuerzo ha merecido la pena —exclamó Jebediah. Había cruzado los musculosos brazos de titanio sobre el pecho y miraba los datos en la pantalla, tan impertérrito como siempre.

La plancha era tan gruesa que cuando se separó, era casi tan larga como ancha. Se alejó dando vueltas sobre sí misma, con los bordes aún llameantes, y cuando estuvo a cierta distancia, atrajo la atención de los cañones automatizados. Eso no la dañó lo más mínimo, pero hizo que acelerara su trayectoria, alejándose hacia la superficie del planeta sin nombre hasta desaparecer de la vista.

Para entonces, los pequeños ingenios habían saltado al interior del agujero, avanzando como extrañas arañas metálicas. No habían errado en sus cálculos: allí, a la vista, había una maraña de cables e intrincados circuitos que formaban parte de los sistemas internos de la nave. Éstos eran interfaces que conectaban los diferentes elementos con el ordenador central.

Produciendo ruidos magnéticos, las arañas retiraron diligentemente varias de las conexiones y extendieron pequeños apéndices para conectarse al sistema. Al instante, se quedaron inmóviles como parásitos que han accedido al riego sanguíneo y chupan con avidez.

En el puente de mando de la Imperia, un exultante operador se volvió para mirar a Jebediah.

—Conseguido, Gran Bardok —exclamó—. Tenemos señal.

Jebediah asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible. Estaba satisfecho, más que satisfecho, pero no lo demostraría delante de sus hombres. Levantó una mano en el aire y la cerró con un gesto inequívoco.

—Saboteadlo todo —exclamó.

Luego se dio la vuelta y abandonó el puente de mando, dando grandes y resueltas zancadas.

En el interior de la Imbus Semex el caos era generalizado. La nave no había sufrido aún daños estructurales graves, pero varios ciclos de acoso constante habían provocado incendios por todas partes. De vez en cuando, una explosión asolaba uno de los pasillos o salas, sacudiendo la nave con tremenda fuerza. Hombres y máquinas corrían constantemente para sofocar esos fuegos y tomar medidas para que las salas más comprometidas dejaran de resultar un problema. A menudo, la única vía era clausurarlas y dejarlas sin oxígeno. Luego, los componentes esenciales que no podían repararse en el acto eran sustituidos, pero incluso eso resultaba ya complicado: empezaban a agotarse.

Sin embargo, Tesla Laertes, uno de los cinco máximos dirigentes, aún confiaba en que podrían ganar la batalla. Tenía un as en la manga, un acuerdo al que había llegado hacía tan sólo treinta horas. Sólo un ciclo más, y recibiría apoyo de la Casa Koide, un afamado grupo de piratas. Era una de las pocas familias que contaban con una aeronave lo suficientemente grande y potente como para resistir la embestida de la Imperia. Si aunaban esfuerzos, Tesla estaba seguro de poder ganar.

Su intercomunicador personal, discretamente ubicado en el lóbulo de su oreja, crepitó un segundo antes de emitir un mensaje.

—Tesla, tenemos una emergencia.

Reconoció la voz al momento; era Laars, el jefe de Sistemas. Se llevó un dedo al oído y presionó suavemente el aparato antes de hablar.

—¿Qué ocurre? —preguntó, ceñudo. En semejante estado de alarma, que algo fuera calificado de emergencia hacía pensar en un suceso catastrófico.

—¡Será mejor que vengas! —respondió Laars.

Tesla se puso inmediatamente en marcha. El Área de Gobierno de la nave, emplazada en el corazón de ésta, era una serie de despachos dispuestos alrededor de un amplio corredor en forma de «T», donde un circuito cerrado de transporte rápido permitía trasladarse rápidamente. Le llevó sólo unos segundos llegar a la oficina de Sistemas.

Cuando entró en la diáfana sala, los terminales arrojaban torrentes de datos de manera confusa. Todos los ingenieros estaban volcados en sus consolas, hablando atropelladamente por sus comunicadores. Laars, que se recostaba sobre uno de los sillones con los músculos de la cara contraídos en un rictus de tensión, salió a recibirle.

—¡Mira esto! —le dijo, extendiendo la mano para mostrarle las pantallas.

Tesla reparó en el hecho de que llevaba su pelo, por lo general pulcramente arreglado, algo despeinado, como si hubiera estado pasándose las manos por él.

—¿Qué pasa?, ¿qué es lo que veo? —preguntó Tesla, visiblemente nervioso. Era obvio que algo grave ocurría, pero el área de Sistemas se le escapaba completamente. La información en pantalla era un criptograma a sus ojos.

—Han entrado en nuestros sistemas —admitió Laars, llevándose una mano a la boca. Tenía los ojos saltones por naturaleza, pero ahora estaban tan abiertos que parecían dos huevos duros.

—¿Cómo?

—Todo el sistema está en peligro. ¡Luchamos para detener su control, pero son demasiado rápidos! ¡Tan pronto atajamos una vía de ataque descubrimos otras tres!

Tesla cogió a Laars por los hombros y lo obligó a mirarle.

—¿Qué estás diciendo?, ¿cómo es posible?

Laars apretó los dientes y sacudió la cabeza.

—¡No lo sé! ¡No lo sé!

Tesla miró unos segundos las pantallas. Las ventanas se abrían y se cerraban, volcados de datos aparecían inesperadamente, inundaban la consola y parpadeaban, amenazantes. Algo iba definitivamente mal: algunos conjuntos de datos excedían el tamaño de sus ventanas, como si el software estuviera fallando.

—Alguien dentro de la nave… —susurró, más para sí mismo que para otro.

—¡No hay otra manera! —exclamó Laars—. ¡Tienen que estar conectados directamente al sistema en alguna… maldita parte!

—¿Dónde, Laars? ¡Tienes que averiguarlo!

Laars negó con la cabeza.

—¡No es posible! Es como una señal universal. Han accedido a casi todos los interfaces enviando señales falsas. Eso fue lo primero que detectamos. ¡No sabríamos desde qué punto están agarrados a menos que comprobáramos cada terminal uno a uno!

Hasta Tesla sabía que eso era imposible. Debía de haber millones de puntos así repartidos en toda la nave. Eran como multiplicadores de corriente: allí donde había un servicio computerizado, había un interfaz.

—¿Qué es lo que intentan hacer?

—Yo…

—¡Laars!, ¿qué es lo que están intentando? —gritó Tesla.

Laars asintió.

—Un bloqueo completo. Desde el sistema de soporte vital hasta las puertas. Están accediendo a todos los sistemas a la vez, y… ¡son demasiados! Yo… Nosotros…

Tesla contuvo la respiración, mirando a los operarios. Había un par de hombres por cada puesto, y ni siquiera había sillas suficientes para todos. Era obvio que Laars había movilizado a todo el mundo, a todos los turnos, pero eran del todo insuficientes. Lo veía en sus caras, lo veía en sus ojos despavoridos mientras manipulaban los controles de las consolas con expresiones de manifiesto terror.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó al fin, con suavidad.

—Unos… Unos minutos —dijo Laars, ahora en voz baja.

Tesla cerró los ojos.

Un robot de mantenimiento equipado con una pinza extintora de fuegos se acercaba, traqueteante, a una columna de llamas que surgía por uno de los conductos de aire. El fuego lamía con avidez las paredes y los embellecedores se rendían ante su poder, derritiéndose lenta pero inexorablemente. El plástico vitrificado chorreaba en bolas incandescentes.

Dos operarios intentaban sofocar las llamas con sus mangueras, pero los tubos de químicos a su espalda estaban prácticamente agotados.

—¡Aquí viene la ayuda! —exclamó uno de los dos hombres. Su voz sonaba metalizada a través del casco negro—. ¡Apártate!

—¡Ya era hora!

El robot maniobró con cierta dificultad y comenzó a apuntar a la base de las llamas, pero, de repente, empezó a describir un círculo de trescientos sesenta grados.

—Pero qué…

El robot se detuvo y pareció apagarse. Luego, volvió a la vida con una especie de estertor, y empezó a expulsar su mezcla especial anti-incendios en todas direcciones.

—¡Se ha descompuesto! —exclamó el operario—. ¡Apágalo!

—¡Mierda!

La pinza se sacudía como una serpiente enloquecida, desparramando la espuma química a una altísima presión. En uno de esos movimientos, el chorro lanzó a los operarios contra el suelo, donde cayeron de culo, rodando sin control. Luego, la unidad empezó a moverse sin seguir ningún patrón aparente. En una de las vueltas, acabó deteniéndose sobre el conducto de ventilación, que arrojaba llamas como si de un volcán se tratase.

Uno de los operarios se incorporó, quitándose el casco para poder ver. Era aún joven, de apenas setenta años, pero en su cabello habían empezado a aparecer canas.

—¡El fuego! ¡El fuego!

De pronto, las luces del corredor parpadearon y se apagaron. Las pequeñas luces de emergencia tomaron el relevo encendiéndose automáticamente.

El operario miró hacia arriba.

—Por las estrellas…

Las tres puertas dobles del corredor se cerraron al unísono, casi sin ruido.

—¿Qué pasa? —preguntó el otro operario. En ese momento estaba pasando la mano por el visor del casco para retirar la espuma.

En la penumbra del corredor, el fuego multiplicaba las sombras. La silueta del robot se recortaba, oscura, contra la pared del fondo. De pronto, las ávidas llamas lo envolvieron por completo. El robot chirrió amenazadoramente, se inclinó sobre uno de los lados y, un par de segundos más tarde, explotó como si fuese una bomba. Uno de los trozos de metal voló por el aire y le dio al operario con la cabeza descubierta; cayó hacia atrás, muerto.

El otro operario gritó. Se levantó como pudo, haciendo uso de brazos y piernas, y se lanzó hacia la puerta, preso de un ataque de pánico. Empezó a golpearla con los nudillos a medida que el fuego se propagaba envolviendo las placas del techo. El humo llenaba el corredor.

—¡Abrid, abridme! —dijo entre toses.

Pero nadie le abrió jamás.

Jebediah viajaba hacia el hangar principal cuando su muñequera empezó a brillar emitiendo tonos graves e intermitentes. Se la llevó cerca de la boca antes de responder.

—Jebediah.

—Gran Bardok —dijo una voz—, está hecho. Tenemos el control de los sistemas.

—Excelente —contestó el líder—. Sigan trabajando en eso. Apodérense completamente de la nave y detengan esos cañones.

—Los cañones se operan desde una unidad de proceso diferente, Gran…

—Lo sé —interrumpió Jebediah—. Pero quiero que los paren. Continúen bloqueando todo lo demás y no tardarán mucho en dejar de estar operativos.

—Sí, Gran Bardok.

Jebediah estaba complacido. Además de atacar el funcionamiento interno de la nave, entorpeciendo cualquier tarea de mantenimiento y gestión, el objetivo incluía, naturalmente, las compuertas del hangar de la nave. Esa parte era esencial. Sin esa barrera, las lanzaderas de asalto podrían aterrizar cómodamente en el corazón del enemigo y tomar el control absoluto.

Una vez conquistada la nave, podría concentrarse por fin en su misión.

En el hangar, todo estaba dispuesto. Las lanzaderas de la primera hilera en la cola de saltos iban sin carga. Eran naves señuelo, porque el fuego enemigo se concentraría en ellas y caerían rápidamente. La segunda hilera albergaba una tripulación de robots de combate; ésa sería la primera línea de batalla una vez irrumpieran en la nave, y serían las primeras bajas. Los robots tenían un coste, sí, por no hablar de las modificaciones que sus ingenieros operaban en los modelos estándar; pero buscar, formar y asegurar la lealtad de un adulto humano… Eso era aún más costoso.

La tercera hilera era la primera línea de ataque real, cargada de guerreros de valía probados en innumerables contiendas. En esas primeras lanzaderas, y liderando la ofensiva, iría Jebediah; su presencia no sólo insuflaba moral a sus hombres, también aumentaba el mito de su leyenda como guerrero terrible, como adversario invicto, y eso le garantizaba un respeto que, de otro modo, era imposible conseguir.

Cuando el transporte le dejó cerca de la lanzadera, sus guerreros de élite le esperaban dispuestos en dos columnas, una a cada lado. Jebediah avanzó entre ellos, en medio de un silencio sepulcral. Era parte del ritual. Ni un solo robot se movía, ningún hombre hacía un solo gesto: el impresionante hangar estaba completamente inmóvil para honrar a su líder, el Gran Bardok, que los conduciría a la victoria.

Sólo cuando Jebediah hubo desaparecido en el interior de la nave, los mercenarios se pusieron en marcha arrancando un estremecedor grito de guerra de sus gargantas. Las impresionantes estructuras que organizaban las líneas de saltos comenzaron otra vez a desplazarse por el techo del hangar, las lanzaderas fueron extraídas de sus receptáculos y los hombres, equipados con sus armaduras tácticas de combate, corrían a confinarse en su interior mientras gritaban y chocaban sus pechos unos con otros.

Los sarlab iban a la guerra.

Los cañones vomitaban fuego a intervalos regulares, entregados a un salvaje intercambio que descarnaba poco a poco los fuselajes de ambas naves. De vez en cuando, alguna de ellas escupía ondas de iones de aspecto nebuloso. Se desplazaban con cierta lentitud hasta que terminaban impactando contra la nave enemiga entre chispas y estrías eléctricas, provocando un espectáculo que, paradójicamente, resultaba tan estremecedor como hermoso.

En medio de semejante algarabía, una docena de pequeñas naves irrumpieron en la escena. Provenían de algún lugar de las entrañas de la Imperia, y muy pronto comenzaron a ganar velocidad. Giraban sobre su eje para tomar su rumbo de ataque, hacia la nave enemiga.

Los cañones no tardaron en seleccionarlas como blancos prioritarios, descargando toda su capacidad de ataque contra ellas. Las ráfagas eran tan rápidas como letales, y las cuatro primeras naves explotaron en el aire casi inmediatamente. El resto empezó a realizar maniobras evasivas, alterando su rumbo con giros bruscos para evitar las rutinas de predicción de movimiento que guiaban a los cañones.

Al poco tiempo, una segunda oleada abandonó la Imperia, pero se dispersó rápidamente para que los cañones tuvieran que recalibrarse entre uno y otro objetivo. Éstos giraban en sus emplazamientos tan deprisa como podían, pero los blancos eran demasiados y volaban como gorriones en medio de una nube de insectos. Cuando la tercera oleada estuvo también en camino, el caos era manifiesto. Los señuelos que aún volaban intactos, mientras tanto, hacían temerarias pasadas cerca de las baterías para intentar atraer su atención.

Ya para entonces, las primeras naves empezaban a irrumpir en los hangares. Para su sorpresa, nadie había organizado defensa alguna: los sistemas de comunicaciones y de radar no funcionaban, y casi nadie a bordo de la nave tenía constancia de que estuvieran siendo atacados. La resistencia fue mínima; los robots de combate fueron suficientes para tomar el control de la zona.

Jebediah lideró el asalto hacia el puente de mando. Las puertas de los corredores, la luz y otros servicios se restablecían desde la Imperia a medida que los sarlab avanzaban. El Gran Bardok era brutal con todos los que encontraba. A veces se quedaban tan sorprendidos que le bastaba con extender su mano robótica hacia su rostro y cerrar los dedos, quebrando sus huesos con un crujido húmedo.

En cuanto al ejército a bordo de la Semex, era numeroso, en efecto, pero no llegó a tener ni una sola oportunidad de hacerles frente. Las salas de acuartelamiento albergaban a unos doce mil soldados, pero los ingenieros sarlab se habían ocupado de ellos. El aire dejó de circular a través de los conductos, y las puertas de seguridad, las que se activaban en caso de descompresión, se cerraron. No había forma de abrirlas de manera manual sin el permiso del ordenador central, y éste danzaba al ritmo del enemigo. El aire se acabó definitivamente cuando, tras seis horas, Jebediah conquistó por fin el Área de Gobierno y se enfrentó al Consejo de los Cinco, que para entonces le esperaba en posición de firmes junto a las puertas dobles. Los operadores y oficiales de alto rango estaban detrás, junto a unos pocos soldados.

Jebediah dedicó una mirada apreciativa a los cinco mandatarios antes de acceder a la sala; luego dio unas cuantas zancadas y se plantó a tres metros de ellos. Una guarnición completa de sarlab irrumpió en la estancia y se distribuyeron a ambos lados, apuntando con sus armas a los vencidos.

Los soldados dejaron sus armas en el suelo y se cuadraron.

Los miembros del Consejo intercambiaron algunas miradas cuando vieron a Jebediah frente a ellos. Al presentarse de esa manera se identificaba como portavoz del ejército invasor y con capacidad suficiente para actuar en su representación, pero tenían dudas; su casco de combate le cubría toda la cabeza salvo los ojos, dos espantosos objetos luminosos de un color rojo intenso. Parecía una máquina, algún tipo de robot de combate.

Por fin, Tesla Laertes, con la barbilla ligeramente levantada y tan firme como le era posible, dio un paso al frente.

—En nombre del Consejo de los Cinco, nos declaramos vencidos y nos rendimos —dijo.

Jebediah inclinó ligeramente la cabeza.

—Abran todos los sistemas para que mis ingenieros puedan acceder a ellos —exclamó—. Quiero el control total de la nave.

Tesla giró brevemente la cabeza, hizo una señal con un pequeño gesto, y volvió a ponerse firme. Varios operadores abandonaron el grupo para dirigirse a los despachos, seguidos por sarlab armados.

—Solicitamos que se nos permita…

—Déjese de cháchara, oficial —interrumpió Jebediah—. Quiero que me indiquen dónde tienen el objeto que les ha traído a este planeta.

Tesla se puso lívido. Los otros mandatarios mantuvieron la mirada al frente, pero la tensión en sus rostros se hizo evidente.

—No sé de qué está…

Jebediah saltó hacia delante. En apenas un par de segundos, su puño se encontró hundido en el pecho del mandatario. Había retenido su cuerpo con la otra mano. Tesla apenas tuvo tiempo para abrir desmesuradamente los ojos; inclinó la cabeza como sacudido por una arcada y vomitó un chorro de sangre. Sus ojos, preñados de sorpresa y terror, miraban a la atrocidad mecánica que tenía delante. Levantó las manos para agarrar el antebrazo de su asesino, pero descubrió que no tenía fuerzas para nada.

De pronto, Jebediah levantó el brazo. La herida empezó a manar mientras producía sonidos inenarrables. Tesla empezó a chillar. El grito fue tan agudo y profundo que algunos de los presentes, sin importar su bando, retrocedieron un paso. Después, simplemente, se colapsó como un muñeco. Los brazos cayeron laxos a ambos lados y la cabeza quedó colgando, dejando escapar hilos del fluido vital.

Jebediah avanzó otro paso, llevando el cadáver empalado en el brazo doblado en forma de «V». Lentamente, miró a otro de los Cinco.

—Indíqueme dónde está —exclamó.

El mandatario había sentido terror antes, pero no era comparable al olor dulzón que lo envolvía ahora y el fogonazo blanco que le nublaba la visión…