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El desastre de la Nozomimi

La Colonia existía desde los albores de los primeros conflictos en el espacio. Era, de hecho, casi tan antigua como el vuelo espacial.

La Colonia nació unos años antes del Éxodo, nombre con el que se llamó al período en el que el hombre descubrió que su planeta natal estaba sentenciado y abocado a una destrucción inevitable, y comenzó a construir naves para lanzarse al espacio. La historia de La Colonia es profusa en detalles de aquella época y cuenta que su fundación comenzó con la legendaria nave Conocimiento, construida, como casi todas las otras naves, en la órbita de la Tierra. El monumental ingenio fue financiado con capital privado proveniente de ricos mecenas, fundaciones y cientos de millones de ciudadanos anónimos que colaboraron durante años haciendo modestas aportaciones. Todo ayudaba. Conocimiento se anunció como una colosal Biblioteca de Alejandría flotando en el espacio, un contenedor de la ciencia y el saber humanos, y un lugar donde las mentes más privilegiadas del planeta podrían seguir investigando y desarrollando sus trabajos en aras del conocimiento humano, sin importar su nacionalidad. Lo que empezó siendo tan sólo un armazón de metal flotando en el espacio, terminó siendo la nave insignia de todo cuanto el hombre había logrado en la Tierra. Genetistas, químicos, matemáticos, ingenieros de las ramas más diversas y expertos en todas las áreas del saber fueron trasladados a la nave con sus familias. Allí iniciaron, sin ser conscientes de ello, una de las instituciones más prósperas y duraderas de toda la Era Espacial.

Cuando comenzaron los conflictos entre los humanos que colonizaban otros planetas, varias generaciones después, La Colonia rechazó tomar partido. Todos sabían que La Colonia era clave para ganar la guerra, cualquier guerra, así que las impresionantes naves gemelas América y Libertad fueron las primeras en reclamar a los científicos que abandonaran La Colonia. Se les exigía que aportaran su conocimiento a la noble causa expansionista. Todos los científicos, sin excepción, se negaron. Los colonos habían nacido en Conocimiento y habían sido formados desde pequeños para ocupar puestos que ahora amaban. Ya no sabían lo que era vivir en la Tierra, como no fuera por las viejas películas que rememoraban otros tiempos. Ya no se sentían americanos, canadienses ni franceses. Eran hijos del espacio profundo.

Ocurría que, ya para entonces, La Colonia era, con diferencia, el enclave más avanzado tecnológicamente. Era, a fin de cuentas, un excepcional caldo de cultivo donde los descubrimientos se sucedían con una rapidez sin parangón. En pocas semanas, presentó una declaración de independencia y se constituyó como una nación autónoma. Fue cuando el nombre de La Colonia se escribió por primera vez. Sin embargo, en virtud de los principios de su fundación, ofrecieron su conocimiento a quien lo pudiera necesitar. El anuncio fue recibido con notable malestar, pero nadie tenía capacidad para enfrentarse a la supremacía tecnológica de La Colonia.

Todas las naves que partieron de la Tierra, desde la América a la Aegis Europe, recibían visitas periódicas de los ingenieros de La Colonia. Revisaban los mecanismos internos de las naves, sus sistemas de soporte vital y computacionales, y hasta proponían modificaciones a todos los niveles a medida que la tecnología disponible mejoraba. Con una excepción: el armamento. Mientras La Colonia desarrollaba los súper avanzados cañones de iones por partículas, el resto de la civilización aún contaba con sistemas más bien rudimentarios.

Con el devenir de los milenios, La Colonia continuó inmutable en sus principios elementales, pero creció y se expandió tanto que la corrupción empezó a cariar algunas de sus ramificaciones. Los avances tecnológicos o los procesos esenciales que permitían acceder a senderos inexplorados del conocimiento, a veces, simplemente, se filtraban. Otras, eran robados aprovechando inexplicables debilidades en la inexpugnable seguridad de La Colonia.

Cuando eso ocurría, La Colonia se apresuraba a hacer disponible la tecnología robada al resto de las facciones, así como a adoptar las contra-medidas necesarias, lo que igualaba de nuevo la balanza del poder. Ese modo de proceder hizo posible mantener un delicado equilibrio en la galaxia. Las guerras existían sobre todo por los recursos naturales de los que las comunidades espaciales eran tan dependientes: minerales, gases y también planetas propicios para la terraformación, donde se proyectaban asentamientos humanos. Las corporaciones que explotaban dichos recursos también luchaban por conseguir, o destruir, las instalaciones de la competencia, aunque raramente se hacía de una manera oficial. Por lo general, estas tareas se encomendaban a mercenarios, ejércitos bastardos interesados tan sólo en la moneda de curso legal en toda la civilización humana: los créditos universales.

Los mercenarios lanzaban sus ejércitos sin marcas contra las naves de transporte, y luchaban por reclamar los planetas que estaban siendo explotados. Después, vendían la mercancía o las instalaciones a las mega-corporaciones de las distintas facciones. A veces, vender era un eufemismo protocolario de cara al Consejo Soberano de las Naciones, porque algunos mercenarios trabajaban tan a menudo para algunas facciones que prácticamente lo hacían en exclusiva. Ese extraño tejemaneje suavizaba los conflictos a gran escala que todos trataban de evitar.

En el cuarto período de la Nueva Era, la espectacular nave Nozomimi, que para entonces había multiplicado cinco veces su tamaño original, explotó. La explosión se inició en algún punto de su estructura central y ocasionó una reacción en cadena tan imparable como destructiva. Cuando terminó, todo lo que quedaba en el espacio era una confusa tormenta de trozos de metal y estructuras, tan retorcidas y afectadas por el intenso calor de la explosión, que no había ni un solo pedazo remotamente reconocible. Casi siete mil millones de personas murieron.

La noticia conmocionó a todos. La Nozomimi partió de la Tierra original veinte años antes de que ésta explotara, en los días del Éxodo, trasladando a habitantes que provenían, en su mayoría, de países asiáticos. Desde entonces, la población había crecido sustancialmente. En los últimos decenios, sin embargo, habían sufrido demasiado: los mercenarios y los piratas se habían cebado con sus cargueros y habían perdido las colonias en varios planetas, perdiendo también las cosechas y los recursos alimenticios que de ellos se generaban, y eso a su vez les incapacitaba para seguir presentando un frente organizado de respuesta a los ataques. Como resultado, en la Nozomimi tuvo lugar una guerra civil que mantuvo a la nación en un monumental caos durante cinco años, hasta que un quintacolumnista llamado Torak Tzar saboteó el núcleo principal, provocando lo que se conoció como el Desastre de la Nozomimi.

Aquel incidente hizo reaccionar a La Colonia. En un universo cada vez más conocido, habitado y explorado, el equilibrio era cada vez más importante para la supervivencia de la raza humana. Lo que había pasado con la Nozomimi no podía volver a repetirse. En sólo unos años de intenso trabajo, La Colonia se preparó para entrar en la guerra, empleando sus propias capacidades bélicas, pero también de una manera secreta, sin marcas ni identificaciones; cuando una facción causaba demasiados daños a otra, actuaban, restableciendo la balanza.

El plan funcionó.

La guerra, como la raza humana sabía demasiado bien, era inevitable. Pero podía controlarse.

Maralda Tardes caminaba resueltamente hacia el puente de mando, situado en la atalaya C de la cabeza principal del Agnitionis Protexi. El nombre quería decir «el conocimiento protege» en un idioma que había caído en el desuso incluso antes del Éxodo, pero a Maralda le resultaba hermoso; en particular, su significado.

El Protexi era un área especial de La Colonia, reservada a oficiales de Seguridad Exterior. A pesar de ser un lugar destinado a control de operaciones, resultaba elegante. Todo estaba exquisitamente orquestado para sugerir, sobre todo, dos cosas: eficacia y limpieza. La limpieza conlleva disciplina, y ésta, precisión. Sus salas y pasillos construidos con paneles blancos, sencillos pero sofisticados, la morfología de los sistemas y el mobiliario, hasta el espacio libre disponible, habían sido cuidadosamente diseñados para inspirar estos valores a su personal.

En ese momento, Maralda caminaba por un hermoso puente tendido entre las cuatro torres principales; tan blanco que parecía resplandecer con luz propia en contraste con la negrura del espacio que lo rodeaba. Lo había recorrido cientos de miles de veces en los últimos años, pero aun así no podía evitar levantar la cabeza y mirar hacia arriba. Allí, a través del cristal, las estrellas parecían estar al alcance de la mano, y era hermoso. Casi nadie en La Colonia prestaba atención a esas cosas… eran simplemente demasiado cotidianas para cualquiera que hubiera nacido en el espacio. Pero Maralda veía más allá, otro tipo de hermosura no tan obvia. La estructura estelar encerraba una belleza matemática de simetría casi esférica, algo que ella apreciaba porque percibía el equilibrio que subyace, la danza de las estrellas, la armonía absoluta del orden, en definitiva. Con eso tenía que ver todo su trabajo.

Protexi era el lugar donde se controlaban los movimientos de las distintas facciones en todo el universo conocido. Nada, o casi nada, escapaba a su control. Como su nombre sugería, conocer lo que ocurría en todo momento les proporcionaba la capacidad de decidir cuándo se requería una intervención, y eso significaba supremacía.

Como casi todo el mundo en La Colonia, Maralda había sido formada desde pequeña para ejercer su profesión, en base a unos sofisticados procedimientos. La mayoría eran simples ejercicios de exploración de personalidad. El estudio no pretendía desvelar qué tipo de trabajo podía desempeñar alguien con más eficacia, sino qué tareas podría alguien acometer experimentando más satisfacción personal. Ésa era la clave de todo. El conocimiento podía adquirirse; los defectos se podían corregir, pero el sentimiento de estar haciendo lo que a uno más le motivase… eso hacía que los engranajes simplemente rodasen como si estuvieran embadurnados de grasa. Maralda entraba en el puente de mando media hora antes de lo que le correspondía; simplemente, como casi todo el mundo en La Colonia, amaba su trabajo.

—Llegas media hora antes —dijo el asistente al escuchar las puertas dobles replegándose, sin siquiera volverse. A esas horas, la única persona que podía entrar en la sala era su jefa.

—Dices eso todos los malditos turnos, Pekka —exclamó Maralda.

—Sólo porque es verdad —exclamó él, encogiéndose de hombros.

—Bien, ¿qué tal te ha ido sin mí?

—Muy bien. Ha sido un turno tranquilo. ¿Qué tal las vacaciones?

—Aburridas —admitió Maralda—. Estaba deseando regresar. ¿Qué tienes para mí? Enséñame cosas.

Pekka se volvió para mirarla, con ambas cejas levantadas.

—Eres tremenda. Me pregunto si sueñas con datos y señalizadores.

—No, Pekka —respondió ella, severa—. Sueño contigo.

Pekka soltó una carcajada.

—De acuerdo —dijo—. Vamos al trabajo. No resistiría otro asalto como ése.

Maralda se sentó al lado de su asistente, como hacía siempre; un poco más atrás, casi a su espalda, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en una mano. Sí, podía ver el resumen de la jornada, debidamente organizado, desde su propia mesa. Allí podía consultar las incidencias graves por orden de prioridad, y luego podía repasar cada línea, cada insignificante traza, y expandirla desde ahí, pero prefería que su asistente le diera el informe de viva voz. Sin terminales de por medio. Le gustaba escuchar las valoraciones que él hacía sobre lo que había visto. Después de todo, Pekka ascendería algún día y tendría que ocuparse de una estación de control, como hizo ella en su momento. Aquello le permitiría hacerse una idea cuando estuviera preparado.

—Bien —dijo Pekka, accionando los controles—, hemos tenido piratas en… este sector. Dos despejadores con cabezas de alta penetración. El objetivo era un carguero pesado que viajaba rumbo a Aegis Europe, sin serie ni modelo, personalizado. Los pobres no tuvieron ninguna oportunidad.

—¿Quiénes?

—La Hermandad otra vez. Es el… cuarto caso en las últimas cuatro mil horas.

—Bueno —contestó ella despacio—. ¿Qué más?

—Bueno, una escaramuza en Bardol VII. Piratas de baja estofa, principiantes. Armaron un buen revuelo con algunas bombas inteligentes de hace quinientos ciclos, pero los derribaron.

Maralda sacudió la cabeza. Estaba mirando la pantalla mientras hablaban, con la lista de incidencias a la derecha. Había una con clasificación Naranja, que indicaba que el asunto aún no se había resuelto. Frunció el ceño.

—¿Y eso? —preguntó.

Pekka torció el gesto.

—Sabía que te gustaría. Pero no es lo que parece. Es una contienda en un planeta estéril, cerca del margen exterior. Algún ajuste de cuentas, probablemente.

—Espera… Espera un momento. Ábrelo.

Pekka pasó sus manos sobre los controles y la información se presentó en la pantalla, abrumadoramente detallada. Había gráficos esquemáticos de más de un centenar de unidades mecanizadas, documentos relativos a sus capacidades, información del planeta, y un largo etcétera.

—¿Dos naves interestelares? —preguntó Maralda.

—Dos preciosidades. Una es una Imbus Semex, clase T. La otra es una de esas nuevas…

—Una Vernus Imperia. Creía que las teníamos controladas.

—Lo averiguaré —dijo Pekka.

—¿Cuánto hace que están así?

—Bueno, empezaron justo cuando te fuiste, hace cinco turnos.

Maralda cambió el gesto. Arrugas de preocupación asomaron en su rostro.

—Espera. ¿Has avisado al supervisor de guardia?

Pekka notó el cambio en su voz y se irguió. Tenían una buena relación, pero nunca olvidaba que ella era su jefa. Era ella quien debía firmar el ascenso que le permitiera tener su propio centro de control.

—Sí, lo hice —dijo con rapidez—. Miró los datos y dijo que le informara si había cambios.

—¿Y no los ha habido?

—Las dos naves siguen lanzándose todo lo que tienen. Ha habido escaramuzas en la superficie, pero es un planeta remoto, no hay forma de saber qué ocurre allí.

Maralda asintió. El nombre del planeta aparecía en el extremo derecho de la enorme pantalla. Era tan sólo una denominación de catálogo, una ristra de números y letras imposibles de recordar.

—Ni siquiera tiene nombre. ¿Qué interés tiene ese planeta?

—Bien. Veo sílice, hierro, aluminio… trazas de titanio. Basalto volcánico en su mayoría. Hidrógeno pesado, etcétera. Nada espectacular.

—Hay cientos de planetas más útiles, mucho más cerca —exclamó Maralda—, ¿por qué luchar durante tanto tiempo?

—Los piratas luchan entre sí… —aventuró Pekka.

—Los mercenarios también. Pero éstos son mercenarios de primera, eso seguro: esas naves son monstruosamente caras y requieren un verdadero ejército para comandarlas. Gente capaz. Ningún mercenario común arriesgaría naves como ésas sin un buen motivo. Un motivo realmente bueno.

Pekka iba a decir algo, pero cambió de idea antes de abrir la boca. Maralda estaba pensando, y ella tenía esa inteligencia profunda que a él le faltaba. Si había alguna conclusión que sacar, sería ella quien lo hiciera.

—No lo sé —admitió su jefa al fin—. Quizá sea como dices. A veces, los hombres hacemos cosas que escapan al razonamiento. A veces.

—¿Entonces?

—¿Cuánto tiempo tardaría una sonda en llegar hasta allí?

Pekka hizo unos cálculos rápidos.

—Si usamos una de las nuevas, podría llegar… cuando empezara el siguiente turno.

—¿Tan rápido? —preguntó ella.

—Sí —exclamó él—. Esas sondas son excepcionales.

—No me acostumbraré nunca a lo rápido que va todo —dijo ella, pensativa—. Aún recuerdo cuando empecé a trabajar aquí. Usábamos las S30. Eran… Bueno, eran unos cacharros inútiles; normalmente, todo había terminado cuando llegaban. Incluso un deslizador hubiera llegado antes.

Pekka asintió con una sonrisa asomando en sus labios.

—Las S30. Madre mía. Eso es historia antigua, jefa.

Ella rió.

—No tanto, listillo. Muy bien, envíala.

Se levantó del asiento y sacudió la cabeza, lo que hizo que los complicados bucles de su pelo rojizo oscilaran. La sonda llegaría en menos de diez horas, lo que estaba bien, pero mientras tanto, iría a hablar con su superior.

Algo en el planeta de nombre imposible de recordar estaba pidiendo a gritos ser investigado.

Den Naguas recibió la llamada de Maralda Tardes una hora después de que la sonda partiera de La Colonia. Cuando aceptó la llamada, el rostro de ella apareció en la superficie de su consola.

—Se la saluda, controladora Tardes —exclamó él, siguiendo el protocolo convencional.

—Se le saluda, supervisor Naguas —respondió ella.

—¿En qué puedo ayudarla?

—Tenemos una incidencia Naranja. He preparado un paquete para que lo examine, si dispone de tiempo. Hay bastantes cosas sobre esa incidencia que me rechinan.

—¿Puede contarme brevemente de qué se trata? Me ahorraría tiempo. En estos momentos estoy preparándome para una reunión.

En la pantalla, Maralda asintió.

—Con mucho gusto —dijo—. Es un planeta prácticamente estéril en el borde exterior, sector de Llamas Nundri. Tenemos dos bandos hostiles sin identificar empleando naves interestelares de alta gama en conflicto, ubicados en la órbita planetaria, desde hace ciento veinte horas. El conflicto se extiende a escaramuzas en tierra, aunque no hemos podido determinar su extensión.

—Muy bien —dijo el supervisor, despacio—. ¿Qué le preocupa, exactamente?

Maralda se revolvió en su asiento.

—Diría que son naves demasiado costosas para luchar por un planeta tan poco interesante.

—Los conflictos se producen por todas partes, controladora —opinó el supervisor, ceñudo—, incluso en mitad del espacio profundo. ¿No se le ha ocurrido pensar que el hecho de estar cerca de ese… ese planeta, podría ser circunstancial?

—Con todo el respeto, supervisor, el conflicto se extiende también a la superficie de ese planeta. Eso hace pensar que el planeta forma parte del motivo de la batalla.

El supervisor Naguas reflexionó durante unos instantes. Cuando hacía eso, levantaba el labio superior como si estuviera lanzando un beso al aire.

—¿De qué estamos hablando, exactamente? —preguntó al fin—. ¿Qué clase de conflicto terrestre tenemos allí?

Maralda carraspeó un poco antes de contestar.

—Aún no lo hemos determinado, supervisor. Hemos enviado una sonda hace una hora.

—Está bien —dijo Naguas—, ¿por qué no esperamos a ver los resultados de su análisis? Nos permitirá tener algunos datos más sobre lo que ocurre antes de tomar una decisión.

—Me parece bien, supervisor —dijo Maralda—. Es lo que yo pensaba. Quería su confirmación de que era el procedimiento adecuado.

—Esperemos que lo sea, controladora Tardes —exclamó el supervisor—. Si de verdad están combatiendo en la superficie del planeta, sin duda es porque tienen intereses en él. Ya veremos entonces.

—Gracias, supervisor Naguas. Le informaré cuando tengamos los resultados de la sonda.

—Se la saluda, controladora Tardes.

La conexión terminó, y en la pantalla apareció el logotipo de La Colonia. Maralda se recostó en la silla, pensativa, mientras jugueteaba enredando uno de los bucles en su dedo índice.

Pasó el resto del turno poniéndose al día en su trabajo. Normalmente, todo el proceso le parecía interesante, y se sumergía en él disfrutando de cada pequeño rudimento. Ahora, sin embargo, la cabeza se le iba constantemente hacia su incidencia Naranja. Mientras clasificaba los informes y sugería acciones, pensaba en las dos colosales naves, intercambiando descargas de iones y proyectiles pesados, descarnando el fuselaje que envolvía su blindaje, esperando a que su enemigo sucumbiera. Para… ¿para qué?

Los mercenarios eran, sobre todo, hombres de negocios. Las principales facciones preferían las materias primas y los suministros esenciales como los alimentos, que les eran tan imprescindibles para abastecer a la población. Los mercenarios, en cambio, querían créditos. Se podían hacer muchas cosas con los créditos. No en La Colonia, desde luego, y quizá no en Aegis Europe, ni en América, pero sí en cualquiera de los planetas terraformados. Allí, los créditos se codiciaban, y con un puñado de ellos uno podía obtener de todo, desde mejoras biónicas a naves de combate hasta, por qué no, lujos y placeres que ni un estimulador mental podía proporcionar.

Ningún mercenario sacrificaría una nave tan costosa como la Vernus Imperia por algo que no fuera a reportarle por lo menos un beneficio tres o cuatro veces mayor, y ésa era una cantidad que ella no podía siquiera abarcar con la mente. Y eso era el continente; el contenido era otra cosa. No lo harían, desde luego, por venganza, ni para satisfacer una disputa entre bandos. Los mercenarios hacía tiempo que habían asumido que todo eran negocios: a veces se ganaba y a veces se perdía, pero no se combatía por nada que no diera beneficios.

Pero ¿cuál era el beneficio?

Un planeta estéril, rico en roca basáltica pero, por lo demás, alejado de cualquier ruta comercial o de cualquier otra cosa. Ni siquiera servía como base de operaciones.

El beneficio.

Estaba dando vueltas a esas preguntas cuando recibió una llamada del supervisor Naguas.

—Por favor, venga a verme a mi oficina —explicó éste cuando atendió la llamada.

—Por supuesto, supervisor —contestó ella de inmediato.

Luego, la llamada simplemente terminó.

Pekka, que había estado sumido en su trabajo, se volvió para mirarla, como si hubiera captado su preocupación.

—¿Va todo bien? —preguntó.

—No lo sé —respondió ella—. El supervisor quiere verme.

—¿Quieres decir… en persona?

Cuando su jefa asintió despacio, él levantó una ceja, visiblemente sorprendido.

—Qué extraño —dijo al fin.

Y, desde luego, lo era. Las reuniones personales eran del todo inusuales en su entorno de trabajo, por varias razones. Los desplazamientos costaban tiempo y las llamadas, de todas formas, permitían no sólo visualizar perfectamente al interlocutor, sino también compartir información, que era de lo que iba todo el asunto. Además, así todo quedaba registrado y podía ser consultado en cualquier momento.

—Nadie se reúne como no sea para presentarte a alguien —dijo a continuación.

O para tratar temas delicados, pensó Maralda. Muy delicados.

Maralda permaneció en silencio, inmóvil, mientras en su cabeza, varios pensamientos daban vueltas como una nebulosa tan difusa como inaprensible.

Al momento se levantó y se puso en marcha.