Con la notable excepción del suave zumbido de las viejísimas máquinas, un sosegado silencio flotaba en el interior de la nave. No era, a decir verdad, un zumbido molesto; se asemejaba más al apacible ronroneo de un pequeño gatito, pero después de tres días soportándolo, los dos únicos tripulantes lo percibían con un expansivo dolor de cabeza.
Ahora, sin embargo, permanecían atentos a la pantalla de sus consolas, expectantes.
—Creo que ya está —susurró Malhereux.
Ferdinard le dedicó una mirada apreciativa mientras ponía en orden sus sensaciones. Luego, asintió casi imperceptiblemente.
—¿Seguro? —preguntó.
Malhereux chascó la lengua.
—Bueno, nunca estaremos seguros. Pero mira los indicadores —dijo, tocando con el dedo flexionado la pantalla—. Ahí arriba no queda nada. Nada. Ni una pequeña señal.
Malhereux tenía razón, como casi siempre, pero su colega quería asegurarse. En esa profesión, la prudencia era el corolario de la supervivencia. Al fin y al cabo, llevaban demasiado tiempo bajo tierra, esperando pacientemente, como para cometer un error en el último momento.
El soplo había sido tan excelente como caro: no era habitual obtener información de primera mano sobre dónde y cuándo habría una escaramuza entre dos de las principales facciones, pero cuando tuvieron la oportunidad, invirtieron sin dudarlo. Desde entonces, habían estado ocultos esperando a que la batalla culminara, escondidos en un lugar que nadie imaginaría: a veinte metros bajo tierra. Era el sitio perfecto. Acechar en la órbita del planeta era tan descabellado como peligroso: alguna de las facciones podría pensar que eran colaboracionistas, o quintacolumnistas, y enviar una patrulla para dejarlos fuera de juego. Pero allí, bajo tierra, con la nave tan aletargada como les era posible, podían pasar por restos de maquinaria antiguos que ya no interesaban a nadie.
La guerra. La guerra era una constante en todas partes; siempre había alguien enfrentado a algún otro, y ellos hacían de esas guerras (entre otras cosas) su negocio.
Los datos de los sensores eran la única referencia que tenían de lo que ocurría arriba, y éstos daban luz verde por fin. Malhereux estaba en lo cierto, sí, pero cuando se trataba de contiendas bélicas como la que acababa de culminar en la superficie, las cosas eran complicadas. Ya no se trataba de viajar a un viejo escenario desolado por la guerra y rapiñar metal o tecnología de alguna nave abandonada, sino que eran las hienas furtivas que llegan hasta la pieza antes que nadie. Querían rebañar la carne que todavía quedaba pegada al hueso antes de que los verdaderos leones vinieran a reclamar lo que era suyo por derecho. El bando ganador había avanzado para seguir haciendo presión en algún otro punto, pero, técnicamente, los restos que quedaban atrás, esas ruinas humeantes de prodigiosas máquinas de guerra vencidas, pertenecían a cualquiera que se erigiese victorioso, ¡y vaya si eran valiosos! Ese tipo de vestigios nunca se desaprovechaban. Los vehículos y los robots averiados podían repararse, las armas podían volver a ponerse en uso y los sofisticados trajes de combate de los soldados se reciclaban. Cada una de esas cosas valía una pequeña fortuna. En especial los robots. Éstos eran su premio favorito. Los robots podían reprogramarse para hacer un sinfín de cosas y se vendían bien. Sin preguntas.
Pero si los pillaban robando… Bueno, si los pillaban, podían despedirse de todo. Serían ejecutados allí mismo, y su vieja nave desmantelada para formar parte del complejo engranaje de la guerra.
—Está bien —dijo Ferdinard despacio, después de considerar las cosas—. Está bien, salgamos a la superficie.
Malhereux asintió con una sonrisa y regresó a su asiento, y cuando se lanzó sobre él, éste protestó con un crujido. Luego comenzó a accionar los controles, y la nave respondió volviendo lentamente a la vida. El zumbido se agudizó, y una miríada de pequeños indicadores aparecieron en el panel frontal. Después, todo empezó a sacudirse con una vibración.
Ferdinard se desplazó hasta su asiento y se aseguró los cinturones cruzados con cara de fastidio.
—Algún día, algo fallará y nos quedaremos sepultados en este… En este ataúd de metal —soltó.
—No seas agorero. Siempre dices eso, ¿sabes? Cada vez. ¡Pero la vieja Sally aún está en buen estado!
—Algún día.
Sally, llamada así por su número de identificación, impreso con grandes caracteres en el lateral del fuselaje, 5411Y, empezó a abrirse camino bajo la tierra. La estructura vibraba mientras la roca era retirada del frontal y conducida hacia la parte de atrás, convertida en un polvo estéril. La estructura principal, de hecho, era de un diseño de hacía cincuenta años, un modelo de nave usada en planetas mineros para abrir túneles. Aunque no aparecían en las especificaciones originales, alguien había terminado acoplando capacidades de vuelo espacial, quizá para trasladar la nave de un planeta a otro o para permitirle hacer trabajos en campos de asteroides, ricos en minerales y mucho menos explotados que los planetas.
Ferdinard y Malhereux compraron a Sally cuando eran dos jóvenes llenos de vitalidad con una prometedora carrera por delante. La obtuvieron por un buen precio y, lo más importante, con toda la documentación en regla, lo que no era habitual. Su idea era ganarse la vida cavando túneles para varias compañías mineras, y su plan funcionó durante un tiempo. Pero la abundancia de minerales hacía que el planeta fuera muy codiciado, y la guerra no tardó en llegar hasta allí. Cuando los piratas aparecieron, el brutal y despiadado ataque les sorprendió bajo tierra, cavando uno de los ramales de explotación. Dejaron el 5411Y en estado latente y permanecieron ocultos sintiendo como la tierra temblaba por las explosiones a su alrededor.
Después de algunas horas, todo había terminado. Al salir se encontraron con un paraje de completa desolación. Las estructuras habían sido quemadas, y todos los trabajadores, incluidos los directivos y sus familias, asesinados. Ferdinard clavó las rodillas en el suelo y lloró por primera vez desde que era pequeño.
Todo ocurrió un par de semanas antes de recibir el pago por varios meses de trabajo.
Mientras Ferdinard daba gracias por haber sobrevivido, Malhereux, tan pragmático como siempre, estaba histérico por la situación financiera a la que se enfrentaban. Habían gastado un montón de créditos en células de energía y sustento, y si no cobraban el dinero que se les debía, tendrían que encontrar otra cosa, algún trabajo eventual que les permitiera recuperarse y seguir con el viejo negocio. En una especie de arrebato, Malhereux comenzó a cargar algunos de los robots de campo de la compañía minera en la nave. Ferdinard no podía creer lo que estaba viendo: sabía que los piratas podían sorprenderles en cualquier momento, pero su socio continuaba arrastrando cacharros y cualquier cosa de valor que encontraba en el interior de la nave, desde medidores a contenedores de células de energía. Le pidió que parara, y se lo pidió chillando, con lágrimas resbalando por las mejillas, pero Malhereux no hizo caso.
Pero aquello les salvó.
No sólo consiguieron escapar, sino que ganaron una buena cantidad en el mercado negro vendiendo aquel material. Una cantidad nada despreciable.
Malhereux estaba entusiasmado. Veía posibilidades por todas partes.
—¡Las guerras, Fer! —decía a menudo—. Este puto… universo… está loco. Tenemos la oportunidad de aprender de lo que nos ha pasado. Sacar algo bueno de lo malo, ya sabes. Mira, las mega-corporaciones invierten fortunas en sus pequeños juguetes tecnológicos para obtener la supremacía en sus eternos combates de mierda. Por ejemplo… coge el SH-30, ese súper androide de combate….
—Dios, estás loco.
—Escucha. Fabricarlo cuesta unos seis millones de créditos, pero sus componentes, individualmente, valen todavía más en el mercado negro. ¿Sabes cuántas de esas cosas quedan después de una batalla? Escuadras enteras… decenas, tal vez cientos de unidades. Un disparo bien dado, y seis millones de créditos quedan en el suelo listos para que un par de tipos con suerte los recojan.
—Estás loco. En serio. Si intentas acercarte a uno de esos sitios, te reducirán a polvo espacial.
—Lo sé —admitió Malhereux, visiblemente nervioso—. Joder, no estoy diciendo que nos metamos en mitad del combate, ¿vale? Pero… ¿y toda la mierda que suelen dejar después de recoger lo más valioso? Metal, trozos de equipo, cinturones estabilizadores… ¡yo que sé, cualquier cosa! Ese deshecho que nadie quiere puede suponer entre tres y diez mil créditos si nos lo montamos bien. ¿Lo pillas?
Ferdinard tuvo que admitir que aquello, contra todo pronóstico, tenía sentido. Lo que habían hecho en el planeta minero tenía cierto regusto inmoral; aunque la mayoría de aquellas cosas habría acabado en manos de los piratas de todas formas, Mal prácticamente le había arrebatado el equipo a aquellos cadáveres de sus manos agarrotadas. Pero obtener material de las mega-corporaciones en eterna contienda era otra cosa. Aquellos monstruos lo devoraban todo a su paso: sólo les interesaba el beneficio, y si podían quitarles un trozo de ese pastel, a Ferdinard le parecía perfecto.
En el fondo era una forma de ver el negocio de la chatarra como algo casi heroico.
Con el visto bueno de su socio, Malhereux realizó algunos contactos, invirtiendo parte de las ganancias. Le costó tiempo, pero consiguió buena información sobre los lugares donde se habían producido combates, información privilegiada que solía calificarse de alto secreto: lugares abandonados que ya no representaban un punto de interés estratégico, estaciones diezmadas por ataques que luego no habían sido restablecidas y cosas así.
—Esto parece peligroso —objetó Ferdinard.
—Vamos, Fer, son sitios donde a nadie le interesa ir. Abandonados, ¿entiendes? Vestigios de mierda.
—¿Y si han dejado alguna patrulla? Cosas como… centinelas dormidos. He escuchado historias sobre eso.
Pero Mal estaba decidido.
—La información es buena —decía—. Nos ha costado una fortuna, y vamos a sacarle rendimiento.
El tiempo demostró que Mal tenía razón. Los lugares que visitaban a menudo habían sido saqueados no una, sino varias veces, pero aún había cosas aprovechables. Con el tiempo, se volvieron muy buenos en su trabajo. Había cosas, como valiosos sistemas de comunicaciones, que se escondían tras los paneles de las instalaciones y que los saqueadores, más chapuceros, pasaban por alto. Ese tipo de objetos rendían buenos beneficios.
Los años pasaron rápidamente.
Ahora, Sally emergía a la superficie del planeta arrojando un géiser de tierra y rocas. El morro, con sus dos troneras características, se elevó en el aire una decena de metros y cayó pesadamente sobre el suelo despidiendo una vaharada de humo blanco.
—Listo —dijo Malhereux.
—Lanzando señuelo —exclamó Ferdinard.
Tan pronto pulsó un par de opciones en la pantalla, Sally escupió un pequeño dispositivo por su parte superior. El dispositivo, en el que brillaba una pequeña luz roja intermitente, se elevó en el aire varios metros y allí empezó a desacelerar hasta detenerse. Luego, se estremeció con un par de sonoros clics. Por último, la luz parpadeó a intervalos irregulares con mayor y menor cadencia, y el dispositivo se retiró rápidamente regresando al agujero por el que había salido.
El señuelo era una parte importante del proceso, una especie de salvavidas que montaron sobre Sally después de un par de experiencias desagradables. En ese trabajo, uno descubría una cosa nueva cada vez si se sobrevivía para aprender del error. El señuelo no era más que un pequeño dispositivo que emitía señales en diversas frecuencias. Esas señales atraían cualquier selector de blancos que aún estuviera en funcionamiento. Cosas como los robots y las máquinas de guerra podían ser muy traicioneras una vez averiadas; en apariencia podían haber sido alcanzadas, y también podía fallarles la movilidad y no atender a procesos lógicos en su programación pero, a pesar de ello, en ocasiones, sus funciones primarias de marcar objetivos y disparar continuaban en perfectas condiciones, y eso los convertía en trampas mortales. El señuelo servía para sacarlos de su letargo y atraer sobre sí cualquier señal de ese tipo.
Ferdinard estudió los resultados en pantalla.
—Vale, señuelo limpio.
— ¿Y qué dice Sally?
Ferdinard no se había despegado de la consola. Los datos empezaron a inundar el terminal formando listas con cifras de diferentes colores.
—No te va a gustar, Mal. Atmósfera no respirable —dijo—. Además hay trazas de Bachelor F. Qué hijos de puta. Hay algunas señales, pero nada destacable. Todo el mundo está frito.
—Bueno, no está mal —contestó Malhereux, sacudiendo la cabeza—. Lástima lo de la atmósfera. Odio esos trajes.
—Ya. Vaya mierda de planeta, por cierto. Me pregunto por qué pelean aquí. Estuve mirando la composición… hay sedimentos minerales que podrían ser yeso, depositados por agua, pero poca cosa más.
—Quién sabe. Posiciones estratégicas, bases para futuras rutas, comunicaciones… Ni lo sé, ni me importa.
—De acuerdo —concedió Ferdinard, encogiéndose de hombros—. Voy a enviar a Bob y al resto de los chicos mientras nos preparamos.
Sally permanecía detenida sobre la superficie del campo de batalla, emitiendo vaharadas de humo blanco a intervalos irregulares. A su alrededor había una enorme profusión de restos de máquinas, soldados caídos y vehículos, conformando un confuso manto de metal retorcido. Había de todo, desde pequeños salteadores monoplaza a pesados blindados clase Mamut. El más cercano, con las bandas amarillas distintivas de un vehículo comandante, estaba prácticamente volcado de costado, tocado de muerte por un atroz agujero, perfectamente redondo, de renegridos bordes abrasados. El largo cañón apuntaba hacia el horizonte como un dedo acusador. Columnas de humo se elevaban hacia el cielo anaranjado en mitad de una densa capa de gas tóxico, un evidente vestigio del infame virus Bachelor que tan a menudo se empleaba en la guerra, y que le daba a la escena una distintiva tonalidad verdosa.
De pronto, el costado de Sally se abrió con un crujido metálico. El panel se elevó lentamente, acompañado de quejumbrosos sonidos hidráulicos, hasta que quedó completamente horizontal; y entonces se detuvo. Y de ese hueco oscuro y profundo emergió una forma metalizada de aspecto vagamente humanoide.
Bob era en realidad un Centurión, un robot centinela de alta gama. No atendía órdenes verbales, sólo su programación básica de defender la nave y a sus tripulantes, así que ese nombre (elegido por Malhereux) era tan bueno como cualquier otro. Había sido diseñado como mercenario de combate, y los dos socios pagaron una suma escandalosa por él. Sin embargo, era una adquisición largamente aplazada pero imprescindible. Un guardaespaldas, un protector, un arma inteligente que pudiera responder en caso de problemas; había muy pocos robots y casi ningún androide que pudieran hacerle frente como no fuera en clara superioridad numérica.
Diseñado también para la intimidación, todo en su aspecto exterior estaba cuidadosamente concebido para infundir desasosiego, desde el fiero gesto de su máscara facial hasta las redondeces de sus brazos mecánicos, que parecían músculos hiperdesarrollados. La postura ligeramente encorvada y la envergadura de sus anchas espaldas ayudaban a reforzar su apariencia más animal.
Bob abandonó el interior de la nave y avanzó resueltamente por entre los escombros. Su tonelada y media provocaba que muchos de los restos que pisaba sucumbieran bajo sus pies, soltando sonidos metálicos y lluvias de chispas. Una vez hubo recorrido unos metros, se detuvo inesperadamente; entonces, la línea de visores de su cabeza comenzó a girar de uno a otro lado, barriendo el perímetro de la nave. Sólo cuando hubo descrito una vuelta completa se encogió sobre sí mismo, plegando brazos y piernas y cubriendo las partes mecánicas con su blindaje. Ahora ya no recordaba a una forma humana; parecía más bien la unidad de procesos de algún ordenador, un terminal basto y de aspecto algo anticuado.
Por último, una pequeña luz verde intermitente comenzó a refulgir en mitad de su pecho.
En ese momento, un pequeño comité de robots más pequeños salieron diligentemente del hangar. Parecían arañas, con sus múltiples patas flexibles y su cuerpo cilíndrico y alargado. Producían un sonido furtivo, como el de cientos de insectos arrastrándose por el suelo.
Las arañas empezaron a trabajar inmediatamente, explorando la chatarra y arrastrando cualquier cosa de valor que pudieran encontrar. Si se trataba de algo pesado, varias de ellas aunaban fuerzas para arrastrarlo, y cuando cogían algo, cualquiera de sus múltiples patas hacía las veces de brazos. Con el tiempo, Malhereux había mejorado mucho la programación de aquellas unidades; esas cosas se le daban bien. De alguna forma, aquellos cacharros se habían convertido en chatarreros expertos altamente cualificados; sabían qué cosas buscar, cuáles llevar al interior de la nave y cuáles desechar.
Después de un rato, Ferdinard y Malhereux salieron también del hangar, equipados con sus trajes espaciales. Un casco con forma de pecera les cubría la cabeza.
—¡Mira todo esto! —exclamó Mal cuando tuvo delante el escenario de la contienda. A su alrededor, los robots araña se afanaban en sus tareas; uno de ellos estaba utilizando un finísimo láser para perforar el pecho de un robot de asalto, sin duda para extraer algunos componentes vitales de su mecanismo.
—¡Es… Es impresionante! —soltó Ferdinard.
—¡Te lo dije! ¡El soplo era bueno! ¿Ha merecido la pena o no?
Ferdinard no contestó, estaba demasiado abrumado. Pero no hacía ninguna falta. Los dos sabían que se encontraban en un océano de créditos. Donde quiera que mirasen, sus ojos expertos revelaban sofisticadas células de energía, proto-cerebros, costosísimos engranajes, placas de procesos, circuitería variada, transmisores… y en su cabeza, todo se convertía en cifras de tres, cuatro y hasta seis dígitos.
—¡Mira esto, Fer! ¡Mira estas bellezas!
Mientras Malhereux revoloteaba de un lado a otro admirando tanta promesa, Ferdi miró hacia el cielo. Las densas nubes se estremecían con destellos y deslumbrantes relámpagos, pero no eran de tormenta. Allí arriba, cerca del límite de la estratosfera, el combate entre las facciones continuaba a un nuevo nivel: nave contra nave. Ferdinard imaginó chisporreteantes descargas de iones cruzando el espacio para terminar impactando contra los cascos de las naves, acompañados de un abrumador intercambio de ráfagas láser.
Podía ser un escenario aterrador, pero eso les daba tiempo. Mientras estuvieran enfocando todos sus recursos en combatir y subyugar a sus enemigos, no se fijarían en ellos.
De repente, al bajar la vista, Ferdinard vislumbró algo que le llamó la atención.
—Un momento… ¿qué es esto? —dijo.
—¿El qué?
—Esto… mira la mano de este robot. ¡Corre, ven!
Mal se acercó y echó un vistazo. Arqueó una ceja. Allí había una mano que imitaba perfectamente la de un ser humano: tenía cinco dedos, y uno de ellos era un pulgar. Las falanges mostraban pequeños engranajes miniaturizados.
Definitivamente no era el tipo de mano que conocían. Los robots de combate, como casi todos en realidad, solían ser burdos. Sus manos eran apenas apéndices ligeramente articulados, suficientes para operar controles básicos, cosas como puertas o palancas, y sobre todo para sujetar armas. Era una buena manera de mantener los costes bajos.
—Pero ¿qué…? —exclamó Malhereux.
Se agachó para tocar la mano artificial. Los dedos se plegaron como lo harían los suyos cuando cerró el puño a su alrededor.
—Es casi como la de un androide de lujo —dijo a continuación.
Ferdinard miró alrededor. Había una buena cantidad de robots de ese tipo por todas partes. Era como estar admirando un cultivo, uno donde los frutos eran talones de cientos de miles de créditos.
—Fer, ¿sabes cuánto cuesta esto en la calle?
—Sí…
—Fer…
—¡Lo sé, lo sé!
Una mano en buen estado como aquélla podía costar entre trescientos y quinientos mil créditos.
Ferdinard estaba mirando el resto del robot. La cabeza, plana y sin ojos, parecía ser la misma de siempre, pero los mecanismos del cuello eran algo diferentes. También la parte de la cintura parecía más refinada, y los pies tenían ahora tres segmentos, apenas visibles por unas delgadas líneas.
—Han mejorado el modelo… —exclamó.
—Pero… ¿cuándo? ¿Cómo es que no lo sabíamos?
—Qué se yo… un prototipo, un contrato en exclusiva, puede que el fabricante de estos modelos pertenezca a la empresa que estaba interesada por este planeta… Pero mira, es visiblemente distinto.
Mal inspeccionó el resto del robot.
—Tienes razón. Tienes toda la jodida razón. ¡Dios, seguramente usen las nuevas células de energía!
Ferdinard asintió despacio.
—¡Aquí hay una fortuna! —dijo, pero su socio lanzó un brazo hacia él, como queriendo retenerlo.
—Espera. No conocemos estos modelos, Mal. Los antiguos sí, sabemos dónde están sus marcadores y todo lo demás, pero esto podría tener un montón de trampas ocultas.
—¿Qué? ¿No estarás pensando en dejarlos?
Ferdinard se mordió los labios. Era una buena pasta. Diablos, era suficiente para que pudieran retirarse o quizá comprar una nave mejor, una que no amenazara con fallar cada vez que se metían bajo tierra. Sólo con que pudieran coger una treintena más o menos habrían dado el golpe de su vida.
Pero era peligroso. Ninguno de los dos era roboticista, y aunque con el tiempo habían ido aprendiendo bastantes cosas sobre el negocio, distaban mucho de contar con los medios para diseccionar un modelo nuevo de robot. Cualquier aparato minúsculo en su interior, algo quizá embutido en el procesador central integrado, podría estar mandando señales de su paradero en todo momento. ¿Cuánto tardarían sus legítimos propietarios en echárseles encima?
Ni siquiera Bob podría hacer nada contra un asalto de soldados bien entrenados.
Era tentador, pero…
—Yo digo que los dejemos —exclamó al fin.
—¿Qué?
—¡Tenemos muchas otras cosas aquí, tú mismo lo has dicho! ¡Hay dinero por todas partes!
Mal miró a su alrededor. Tres de las arañas estaban introduciendo un delicado núcleo gravitatorio en la nave. Era una buena pieza, una del tipo que les hubiera alegrado el día en cualquier otra jornada de trabajo. Mientras miraba su centro púrpura y chisporroteante, calculó que podrían sacar siete, tal vez nueve mil créditos si encontraban al comprador adecuado, pero al lado de aquellas extremidades, era como conformarse con mirar una imagen de Planeta Paraíso cuando tenían la oportunidad de ir en persona.
—No me hagas esto… —suplicó Malhereux.
—¡No podemos arriesgarnos! ¿Quieres que un Atlas te aborde mientras viajas por el espacio?
Mal se mantuvo en silencio unos instantes, pero luego se alejó con movimientos rápidos. La gravedad era un poco más baja que la establecida como estándar para seres humanos, así que su visible rabieta le confirió un aspecto algo divertido.
Ferdinard suspiró largamente.
Empezó a pasear alrededor de la nave, caminando entre los restos. En el suelo, a escasos metros, localizó la cola de un deslizador Vortex. Algo lo había partido limpiamente por el eje, así que toda la parte del motor estaba intacta. Las arañas trajinaban a su alrededor, ocupadas con cosas menos valiosas, así que sacudió la cabeza, extrajo un pequeño dispositivo del bolsillo del traje y lo acopló a su superficie. El dispositivo se fijó con un sonido hueco, como el de un imán, y comenzó a centellear. Después de unos segundos, se quedó pulsando apaciblemente.
Cuando eso sucedió, dos de las arañas más cercanas dejaron lo que estaban haciendo y se aproximaron al deslizador para transportarlo.
—Casi se os pasa, amigas —murmuró.
Ocurría en ocasiones. Los algoritmos que Malhereux había ideado funcionaban muy bien, pero la supervisión de un humano resultaba casi siempre esencial. Parte del trabajo era deambular por la zona y colocar marcadores en las piezas que debían tener prioridad sobre las otras.
Consultó el terminal del traje, justo bajo sus ojos. La zona estaba tranquila, Sally no había detectado ninguna intrusión en el perímetro. Eso era bueno, pero debían trabajar rápido: en cualquier momento, cualquiera de los dos bandos podía aparecer y tendrían que salir de allí zumbando.
Se dio la vuelta, pero descubrió que su socio había desaparecido. Maldito cascarrabias, pensó. Cuando se malhumoraba, se comportaba como un niño, pero al menos sus enfados eran tan predecibles como efímeros; acabaría apareciendo de nuevo con cualquier otro hallazgo que encontrase por ahí. Había decidido ya no darle importancia cuando, a cierta distancia, vislumbró algo inesperado: un vehículo de transporte acorazado.
Su corazón dio un brinco. ¿Cómo no lo había visto antes? Por la neblina del Bachelor, por eso. Está disipándose, y ahora se puede ver más lejos.
Los vehículos de transporte blindados eran siempre prometedores. Por lo que sabía, aquella podía ser incluso la razón de toda la contienda: un transporte fuertemente protegido que había sido interceptado en tránsito. Locas imágenes de créditos amontonados en pilas que llegaban hasta el techo del compartimento de carga fulguraron centelleantes en su cabeza. Luego imaginó lingotes de rodio y de platino apilados sobre soportes antigravitatorios, y por último pensó en nanocélulas de energía; toneladas de ellas: los auténticos motores de cualquier ejército de ingenios mecánicos.
—Mal… —dijo. Estaban permanentemente conectados por medio de los trajes, así que sabía que podía oírle—. Mal, contesta, he hallado algo.
Pasaron unos segundos.
—Mal, coño. Es importante. Es un transporte blindado.
—Voy —contestó al fin, lacónico.
Ferdinard se dio la vuelta. Bob seguía en su posición, siempre vigilante, y los robots araña se afanaban con todo lo que podían encontrar. Habían arrastrado un contenedor y estaban poniendo en él todas las armas en buen estado que podían encontrar esparcidas por el suelo. Las armas siempre estaban bien: en un universo tan inhóspito, todo el mundo las quería.
Malhereux apareció de pronto del interior de la nave. Ferdinard sacudió brevemente la cabeza. Debía estar muy cabreado para ignorar aquel tesoro y retirarse dentro de Sally.
—Eres un caso, tío —dijo Ferdinard.
—¿Qué pasa?
—Ven, anda. Está allí, al fondo.
—¿Lejos?
Ferdinard giró la cabeza para evaluar la distancia.
—Ochenta, cien metros tal vez.
—Me llevo a Bob.
—Como quieras.
Malhereux no tuvo que acercarse al Centurión para activarlo: podía hacerlo a través del traje. Casi en el acto, el formidable guardián se desplegó con una velocidad sorprendente, recuperando su aspecto humanoide. Cuando se puso al lado, su envergadura quedó patente: le ganaba en altura por una cabeza y casi lo doblaba en anchura. El metal de su coraza estaba algo deslucido por culpa de una lluvia ácida que les sorprendió en Balmorra, hacía ya casi un año, pero eso le daba un aspecto todavía más terrible.
El Centurión y su socio llegaron hasta él, y se pusieron en marcha. En el camino hacia el vehículo de transporte tuvieron que bordear un tremendo cráter en cuyo fondo había restos calcinados de chatarra. En un momento dado, un sonido inesperado les hizo dar un respingo.
Era una torreta láser montada sobre una base con orugas. Estaba volcada hacia un lado, pero el cañón había girado unos cuarenta grados para apuntarles. Cambiaba de uno a otro blanco con pequeños suspiros hidráulicos.
Ferdinard sintió que los testículos se le pegaban al cuerpo como una lapa.
—Blanco localizado… —susurró la torreta—. Blanco localizado… Bzzz. Blanco localizado… Bzzz. Blanco…
—¡Joder! —soltó Ferdinard.
Malhereux soltó una pequeña carcajada.
—¡Te has acojonado!
La torreta giraba levemente, intentando concentrarse en un blanco. Cada vez que lo hacía, producía una serie de clics intermitentes.
—¡Joder! —repitió Ferdinard.
—Tío, Bob está aquí. Si esa cosa tuviera capacidades ofensivas, Bob lo habría reducido a un montón de cables y engranajes.
—Tío, confías demasiado en toda esta mierda. A Bob podría fallarle un sensor, ¡o esta cosa podría usar una tecnología para la que Bob no está preparado!
—Blanco localizado. Bzzz —seguía diciendo la torreta con su suave voz monocorde y desacelerada—. Blanco localizado.
Malhereux se encogió de hombros y continuó andando, y mientras se alejaban hacia el vehículo blindado, la torreta fue siguiéndolos atentamente mientras desgañitaba su interminable monólogo.
El transporte resultó ser también una sorpresa.
—¡Madre mía! —exclamó Malhereux.
El blindaje era del tipo malla y su superficie estaba recorrida por las características estrías de aluminio que indicaban que el vehículo tuvo capacidades Stealth de alta tecnología. También había una diferencia respecto a otros vehículos similares: alguien había montado una sofisticada estructura en el techo. Era oscura y tenía componentes electrónicos a la vista, lo que le daba un aspecto extraño.
—¿Qué cojones…? —preguntó Malhereux.
Bob se plegó sobre sí mismo y volvió a convertirse en una especie de monolito de un color desvaído.
—Increíble… —respondió Malhereux.
—¿Qué demonios es eso que tiene en el techo?
—No había visto algo así en mi vida —respondió su socio.
—Yo tampoco. Vaya. Aquí está pasando algo muy gordo —opinó Ferdinard—. Aquellas manos… este planeta… Y esta especie de búnker andante.
—Lo habían preparado bien, desde luego. —Malhereux estaba mirando las estrías de aluminio.
—Vaya, tenemos que averiguar qué es eso.
—¿Por qué no lo abrimos? —preguntó Malhereux—. Quizá encontremos dentro la respuesta.
—¿Y si es un sistema de seguridad? Podría dejarnos tiesos si intentamos forzar la puerta sin la señal adecuada.
—Está bien —concedió su socio—. Lo haremos a tu manera. ¿Qué propones?
—Voy a enviárselo a Sally —dijo Ferdinard—. Que lo compare con las bases de datos más actualizadas. A lo mejor es algún desarrollo reciente, o algo que no conocemos.
—De acuerdo.
Ferdi levantó el brazo y apuntó con el puño cerrado al aparato. Después de unos segundos, el traje emitió una pequeña señal acústica.
—Ya está —dijo—. Ahora a esperar su respuesta.
—¿A qué se parece? —preguntó Malhereux.
—Parece un procesador, desde luego, pero que me desintegren si alguna vez he visto uno de ese tamaño. Además, ¿quién iba a colocar algo así en el techo de un vehículo?
—No, obviamente no es un procesador —dijo Ferdi pensativo—. ¿Sabes? No creo que Sally encuentre nada. Quiero decir… míralo, con esas conexiones a la vista. Es algo casero. Es algo que han improvisado con algún propósito.
Malhereux asintió.
—Bien visto —dijo—. Al menos sabemos que no es un arma. Bob estaría haciendo cabriolas.
—Quién sabe —exclamó su socio, ceñudo.
Un segundo pitido, tan breve como prudente, se dejó escuchar a través de los auriculares de los trajes.
—Ah, ya tenemos respuesta de Sally…
Malhereux cambió su peso de una pierna a otra, impaciente, pero Ferdinard negó con la cabeza.
—¡Nada!
—Vale —exclamó Malhereux, ceñudo—. ¿Y ahora qué?
Ferdinard miró brevemente a su espalda. Sally, pese a su considerable tamaño, parecía una modesta nave de paseo desde esa distancia, y entre las brumas verdosas del Bachelor, los robots araña eran apenas pequeños movimientos que el ojo captaba con la vista periférica.
—Estamos demasiado lejos.
—¡Sabía que dirías eso! —explotó Malhereux.
—Escucha… Si Sally mandase un aviso de alarma ahora, tardaríamos un tiempo en regresar. Si envían naves rápidas ligeras, podrían estar aquí en…
—¡Fer! —exclamó su socio, visiblemente excitado—. ¡Un transporte blindado! ¡Mira toda esa mierda, hombre! ¡Ahí dentro no transportan precisamente pieles de vilim!
—No me gusta ese aparato, Mal. Me da malas vibraciones.
Malhereux apretó los puños y gruñó algo en su lengua materna que Ferdinard no pudo entender.
—¡Tío! Tú no saltarías un charco sin haber analizado primero la jodida composición química del agua. Vale. De acuerdo, a veces soy muy impulsivo, pero tú… ¡Tú eres un paranoico!
—Mal… —empezó a decir su socio con un tono paciente.
—¡No! Accedí a dejar las manos robot, y hace dos semanas dejamos pasar el cargamento que flotaba cerca de Sulux, por no hablar de aquellos servidores con datos de cuentas. ¡Podríamos haberlos vendido por una montaña de créditos!
—¡Escucha! —pidió Ferdinard.
—¡No! —estalló—. ¡No pienso dejar pasar esto! Si no tienes cojones, vuelve a la nave. Si suena la alarma, coge a Sally y saca tu culo cagón de este planeta de mierda, pero yo me quedo. Voy a abrir ese transporte, ¡y voy a hacerlo ahora!
Ferdinard suspiró largamente. Malhereux solía acceder a sus peticiones, pero también sabía reconocer cuando la cuerda estaba demasiado tensa. Era el momento de ceder.
—Está bien.
Malhereux le estudió durante unos segundos, mientras su corazón bombeaba con fuerza. El labio inferior le temblaba. Por fin, sacudió el cuello y se dio la vuelta.
—Claro que está bien —masculló.
Malhereux caminó hasta la parte trasera del transporte. Algo había partido a uno de los soldados por la mitad, y las dos piernas estaban desparramadas por el suelo, anegadas en un charco de sangre y dobladas en ángulos imposibles.
—Oh, mierda… —exclamó.
Ésa era la peor parte de aquel trabajo. Los robots eran una cosa. La maquinaria destrozada, los ingenios mecánicos… era sólo dinero esparcido por el suelo. Pero los soldados seguían siendo hombres, independientemente de a qué causa hubieran servido en vida. El tipo de armamento que se manejaba en semejantes batallas, preparadas para perforar los blindajes más fuertes, solía obrar espantosos estragos en la débil carne humana. Eso casi siempre dejaba espectáculos abominables en el campo de batalla.
Malhereux se volvió para apartar la vista. Apretó los dientes y cerró los ojos, esforzándose por pensar en otra cosa. Lo último que quería era vomitar dentro del traje. Eso podía complicar bastante las cosas, sobre todo cuando los fluidos estomacales, ligeramente ácidos, arruinaran los circuitos eléctricos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ferdinard, hasta que, de repente, vio los restos del soldado—. Oh. Joder.
—Está bien —dijo Malhereux—. Sólo necesito un momento.
Ferdinard asintió y empezó a dar la vuelta al vehículo. Cuando llegó al morro, descubrió la razón por la que el vehículo estaba detenido: la parte delantera había desaparecido casi en su totalidad, y lo que quedaba aparecía derretido como si fuera helado en un planeta abrasado por dos soles. Era un impacto térmico; Ferdinard ya lo había visto en otras ocasiones. Era perfecto cuando se quería inmovilizar un vehículo en movimiento, porque el metal se fundía y se mezclaba con el suelo.
Un disparo certero, pensó. Desde luego, no han tocado el compartimento de carga. Parece que alguien sabía muy bien lo que iba dentro.
Cuanto más lo pensaba, más probable le parecía su teoría de la batalla por interceptar el cargamento.
Pero ¿de dónde venía? ¿Adónde iba? El planeta era sólo una monumental montaña de tierra estéril flotando en el universo, en una zona apartada de los mundos civilizados. El universo era viejo, muy viejo, y hasta los planetas más insospechados contenían formas de vida más o menos primitivas, pero no aquél. Ni siquiera tenía un nombre; su identificación era una ristra de números y letras imposibles de recordar. ¿Habrían instalado quizá alguna base en el planeta? Y si era así, ¿con qué propósito?
Pensando en eso, Ferdinard siguió dando la vuelta al transporte. Después de unos instantes, llegó de nuevo donde había dejado a su amigo. Allí, Malhereux estaba inspeccionando el panel de apertura del compartimento.
—Lo haría mejor sin este estúpido casco —dijo al verle llegar.
—Aguanta la respiración un rato —contestó Fer con una media sonrisa.
Malhereux puso los ojos en blanco.
—¿Qué tenemos? —preguntó Fer.
—Bueno. No parece demasiado complicado.
—¿En serio? Con las cosas que estamos viendo por aquí, había esperado algo… revolucionario.
—Eres demasiado exagerado —dijo Mal mientras trasteaba con el panel—. Los tiempos cambian rápidamente. La tecnología acelera la aparición de más tecnología, así que quizá hayan descubierto la manera de fabricar esas manos robot de una forma más económica.
—¿Y esa cosa del techo?
Malhereux se encogió de hombros.
—Por lo que a mí respecta, puede ser un apaño improvisado para dotar al transporte de un transpondedor. Vaya, podría ser un climatizador para el piloto.
—Claro… —respondió Ferdinard, sacudiendo la cabeza.
Malhereux, en este punto, había decidido que estaba teniendo problemas con el panel.
—Me… Parece que los viejos trucos no funcionan —dijo—. Voy a necesitar algunas herramientas.
—¡Sagrada Tierra, Mal! —chilló Ferdinard.
—Oh, vale, ¿sabes qué?
Inesperadamente, Malhereux levantó el brazo y señaló el panel. Ferdinard pensó por unos instantes que iba a enviarle un modelo tridimensional del panel a Sally, pero cuando Bob empezó a desplegarse de nuevo (lo que le hizo dar un respingo) comprendió sus intenciones.
—¡No! —gritó.
El formidable robot centinela avanzó un par de pasos y descargó un puñetazo preñado de una violencia demencial. El puño se hundió en el panel, que sucumbió con una pequeña explosión de chispas y un crujido siseante.
Ferdinard retrocedió un par de pasos, sorprendido por el desplazamiento del robot. Pero en ese mismo momento, la puerta del compartimento tembló con un sonido crepitante y luego… paró.
—¡Joder, Mal! —chilló Ferdinard.
Bob retiró el puño y se quedó quieto, esperando nuevas instrucciones.
—¡No chilles, joder! —protestó Malhereux—. Te oigo perfectamente.
A continuación se acercó al panel y echó un vistazo en el interior. Había un hueco enorme, lleno de circuitos aplastados. Un humo blanco llenaba el compartimento. Si hubiera podido oler a través del casco, habría detectado el olor característico a procesadores quemados.
—¡Vaya tinglado había aquí! —exclamó—. Habríamos tardado siglos.
—¡Bueno, tanto mejor para mí! —dijo Ferdinard—. Ahora no podremos abrir la puerta y podremos regresar. Es… es brillante, tío.
Pero Malhereux se acercó a la puerta del compartimento y cogió con ambas manos el tirador de apertura. El panel se deslizó simplemente hacia arriba como si nunca hubiera estado cerrado.
—No puedo creerlo… —exclamó Ferdinard.
—Los viejos métodos a veces son los mejores —dijo Malhereux. Iba a decir algo más, pero en ese momento giraba la cabeza hacia el interior y se quedó callado. Su socio se acercó a su lado, lleno de curiosidad.
—Madre mía…
Allí dentro, recubierto por un gel anti-golpes transparente, había un único objeto que no pudieron identificar; el resto del contenedor estaba completamente vacío. Al mirarlo, Ferdinard pensó en algún símbolo religioso, quizá por el color cobrizo y ligeramente brillante con el que estaba hecho. Eran materiales así los que se solían emplear para representar a los diferentes dioses que plagaban las muchas galaxias.
En el techo, justo en el centro, encima del objeto, había una serie de pequeños focos que arrojaban una delirante luz azulada.
—¿Qué es esto, Fer? —preguntó Malhereux.
—No lo sé, amigo —contestó Fer.
—Parece… —inclinó la cabeza para tener una perspectiva nueva del objeto, y por fin encontró la similitud—. Una copa. Una copa invertida.
—Ahora que lo dices, sí…
Sin embargo, la copa tenía algo más: un cilindro terminado en una especie de burbuja, como una gota de metal, que colgaba del centro. La parte inferior de la circunferencia estaba grabada con líneas transversales que formaban intrincados diseños.
Malhereux fue el primero en entrar en el compartimento.
—No creo que esto valga mucho, tío —dijo Malhereux, malhumorado.
—Bueno, aún no sabemos lo que es.
—Parece… algo decorativo, joder.
—Me preocupa esa luz…
Malhereux consideró hacer algún comentario sobre eso, pero estaba empezando a enfadarse de veras y sospechó que su tono podría ser del todo inadecuado, así que se limitó a acercarse al misterioso objeto. Le dio una vuelta completa, pero tenía la misma apariencia por todos lados. Sin muchas esperanzas, apuntó con el puño y, otra vez, envió el modelo a Sally.
Esta vez, la respuesta llegó casi de inmediato.
—¡No me jodas! —dijo, al ver los datos en la pantalla de su traje.
—¿Qué pasa? —preguntó Ferdinard.
—¿Sabes lo que es esto? ¡Es una campana!
—¿Una campana? No parece una campana.
—No es una campana como las que conocemos… ¡Ésta dejó de producirse o de usarse hace más de diez mil años! Lo usaban en la Tierra nuestros ancestros, ¡en la Tierra original!
Ferdinard sacudió la cabeza. Todos los seres humanos esparcidos por las galaxias provenían de allí, el Planeta Origen desde el que se inició la diáspora. Era Historia Antigua.
—Escucha —continuó diciendo Malhereux—: «Campana: instrumento metálico en forma de copa invertida que suena al ser golpeado por un badajo o por un martillo exterior».
—¡Por las estrellas! —exclamó Ferdinard—. ¿Para qué se usaba?
Malhereux estaba leyendo en su terminal con el ceño fruncido.
—Aquí hay un montón de información… todo esto es anterior al Éxodo. Bien, entre otras cosas, se usaba para… para convocar a los fieles, según parece, aunque tenía otros usos: como sistema de alarma, para hacer anuncios…
Ferdinard estudió la campana. El gel de protección la mantenía en el aire, con la lágrima colgando en vertical. Imaginó que ésa era la parte móvil que hacía sonar el metal que la rodeaba.
—Ya veo —dijo.
—Demonios, es una auténtica antigüedad. ¡Quién sabe qué precio puede tener esto! No queda mucho de la Tierra por ahí. Los coleccionistas se vuelven locos con estas cosas.
—Desde luego. ¿Tenemos algún contacto de ese tipo que nos pueda ayudar con la tasación y la venta?
Malhereux negó con la cabeza.
—No. Pero no importa. Daremos con alguno.
—Vale. Pediré a Bob que lo lleve. Tiene pinta de ser bastante pesado.
Bob, a pesar de su aspecto, cargó con la campana con bastante delicadeza. En sus poderosos brazos, el objeto parecía tan liviano como un pan de trigo. Pese a estar en posición horizontal, el badajo continuaba completamente inmóvil debido al gel que lo recubría. Podrían tirarlo desde lo alto de un risco y no sufriría daños: la única forma de retirar el gel era aplicando calor extremo.
Ferdinard observó que uno de los soles se ocultaba ya por detrás de unas montañas lejanas, pero el otro empezaba a asomar por el lado opuesto, arrancando destellos rosáceos a los cúmulos de gases que cubrían la atmósfera. Eran Nardis y Vorensis, los dos soles enfrentados. Aquel planeta tenía además una órbita divertida: ese lado del mundo nunca conocería la noche.
Bob caminaba ajustando su velocidad para avanzar a su lado, pero al contrario que los dos hombres, aplastaba todo cuanto encontraba a su paso. Las cabezas de los androides cedían bajo su peso, y Malhereux sufría al ver aquellos exquisitos circuitos reducidos a chatarra. Era como quemar una montaña de dinero con un lanzallamas.
De pronto, el traje de los dos socios empezó a aullar.
Ferdinard se congeló en el sitio.
—Dios mío… —exclamó.
—¡La alarma! —chilló Malhereux. La voz sonó extremadamente aguda a través del sistema de comunicaciones.
Se trataba de Sally. Era el sistema de alarma de cercanía. Sus sensores habían detectado que algo se aproximaba a su posición y avisaba a los dos tripulantes. Rápidamente, los hombres se lanzaron a la carrera, intentando no tropezar a medida que superaban los diferentes obstáculos. Bob comenzó a trotar, levantando nubes de polvo cuando sus pesados pies batían la tierra yerma.
—¡Demasiado lejos! —aulló Ferdinard—. ¡No nos va a dar tiempo!
—¡No! ¡No es demasiado lejos! ¡Corre, Fer, corre!
Pero sí que estaban lejos. Acababan de saltar por encima del cañón doble de uno de los Mamuts y la nave aún se veía pequeña en la distancia. Ésta ya empezaba a calentar motores, y unas columnas de humo blanco ascendían perezosamente hacia el cielo. Los robots araña habían reaccionado también a la señal: todas las unidades habían dejado ya lo que estaban haciendo y se precipitaban al hangar para volver a sus abrazaderas.
Ferdinard estudiaba el cielo mientras corría. Si las naves venían del espacio, verían primero un destello luminoso producido por la fricción de la atmósfera. Eso detendría un poco la entrada de la nave en el espacio terrestre y podría darles un tiempo extra. Después… Después desaparecían bajo tierra y podrían salir a cientos de kilómetros de distancia si fuese preciso.
Pero ningún destello despuntó en el cielo.
Las dos naves pasaron zumbando sobre sus cabezas, salidas de no se sabía dónde. En cuanto hubieron pasado, el sonido de sus motores se hizo audible, seguido del rebufo del aire que les golpeó en la espalda, haciéndoles perder pie. Malhereux lanzó un grito ahogado.
—No… —dijo Ferdinard, sobrecogido.
Eran naves pequeñas, monotripuladas, pero naves de combate sin ninguna duda. Hasta le parecía reconocer el modelo. En ocasiones, esas naves pequeñas no necesitaban un piloto humano, lo que las hacía terribles y precisas. A cada extremo de sus cortas alas, había dos cilindros alargados terminados en una esfera pequeña. Las naves continuaron avanzando varios cientos de metros y luego doblaron bruscamente, virando una sobre la otra como en un tirabuzón. Su nuevo rumbo pasaba por encima de Sally.
—¡No! —gritó Malhereux.
Las naves soltaron varias ráfagas de disparos láser sobre su objetivo. Pese a ser tan vieja y tener escudos rudimentarios, Sally resistió bien las primeras embestidas; se limitó a sacudirse como si un gigante invisible la estuviera meciendo. Después, una tremenda explosión reventó la parte trasera. El metal salió despedido en mitad de una llamarada fulgurante que arrastró todos los restos de la batalla varios metros más allá. El gas que la rodeaba se tiñó de un intenso color naranja mientras los dos atacantes se alejaban. Después, la parte central se resquebrajó, partida por una reacción en cadena: Sally se abría en canal.
En ese momento, la nave explotó con un rugido, intenso y estremecedor. La intensidad de la explosión despidió una honda expansiva que alcanzó a los dos hombres y los tiró al suelo; el plexiglás de sus cascos vibró como un diapasón. Bob tuvo que encorvarse para resistir el envite.
Permanecieron allí, protegiéndose la cabeza con los brazos, mientras el fuego se extendía formando una monstruosidad incandescente recortada contra el cielo. Fragmentos de Sally caían pesadamente al suelo, donde rebotaban y volvían a elevarse unos metros, dejando una estela de humo negro.
Malhereux, agazapado en el suelo, sintió que unas lágrimas calientes corrían por sus mejillas. Bob miraba indiferente la columna de fuego, de un furioso rojo intenso.
Ferdinard fue el primero en atreverse a mirar, y las llamas se reflejaron en su casco. La nave era ahora una hoguera, una intensa pira funeraria.
La de ellos.
—Estamos muertos —susurró.