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Es mentira que se pueda vivir sin la verdad.

Clara escuchó esa frase más de treinta años atrás. Merced a la extraña tranquilidad que le otorga el mar casi quieto, mucho más paciente que ella, que tiene ante sí, se ha demorado en recordar aquel primer curso en la facultad de Económicas, el aula desangelada con sillas tan incómodas y endebles que eran la broma preferida de los estudiantes, y aquel profesor que al comenzar su curso dijo aquella frase que, inexplicablemente, se pegó a su vida. Es curioso, reflexiona desde su lucidez desnuda, cómo ha podido permanecer dentro de ella para ser recordada ahora y surgir viva, joven y fuerte mientras todo lo que un tiempo pareció esencial se ha ido. El estudiante encantador y brillante del que se enamoró en tercero de carrera y con el que se fue a vivir, ¿dónde se ha ido? Quedó embarazada de él cuando su relación era ya una muerta en vida, ocho años que comenzaron intensos y parecieron para siempre, pero se fueron deshilachando hasta desaparecer. Él le parecía a ella un mediocre resignado y receloso, y ella a él una mujer confundida y frustrada. Hoy es incapaz de recordar con precisión los detalles de su rostro y figura. Le cuesta evocar la voz o la risa del hombre que puso el semen para que Eloy existiera y viviera sus años insultantemente cortos. Cuando se fue, Clara no le habló del hijo que llevaba dentro. Fue una decisión largamente meditada. La hizo su apuesta de vida. Y la perdió, la perdió varias veces. Por la adicción a las drogas de Eloy, por su maltrato, por su muerte. Ahora también Eloy se ha ido. Sólo queda la última apuesta. Y es imposible de ganar. Pero sigue siendo mentira que se pueda vivir sin la verdad, y debe jugar. Jugar en un campo situado al otro lado de la muerte. ¿Mintió Eloy? ¿Alucinaba por la recaída? ¿O es cierto que tras el horror del cumpleaños puso su empeño en recuperarse? Ella, para averiguarlo, va a sumergirse en el mar donde su hijo afirmó ver al hombre sentado. Por su salud es muy arriesgada la inmersión, pero mayores riesgos tiene permanecer en la ignorancia. La ignorancia, lo sabe muy bien, será su fin lento e interminable, la agotadora podredumbre de quien fue y quiso ser, una transformación lineal en caricatura vieja y seca de sí misma.

Pero Eloy la va a ayudar, y eso no es una fantasía ni una metáfora. Clara sabe muy bien por dónde y cómo le gustaba bucear a su hijo, por algo fue ella quien le enseñó. No será una inmersión al azar. Será una exploración lógica y sin prisa. Puede volver a Madrid mañana o dentro de un año. Puede no apartarse nunca de este mar que fue la causa de que Eloy muriera. Puede dedicar el resto de su vida a encontrar al hombre sentado que acuna a un bebé. Sabe bien que en el mejor de los casos será una roca de forma ambigua, sabe bien que los fondos marinos alteran la percepción del ojo humano. Sabe bien que no hay ningún hombre sentado en el fondo del mar. Pero por Eloy va a bajar a buscarlo.

Y en su empeño absurdo, muerto antes de nacer, cuenta también con la inesperada ayuda de la sobrina de la estanquera. ¿Habría llegado a imaginar la joven Emilia, futura estudiante de medicina aficionada a Internet, que tendría tanta importancia la página web que buscó para Eloy?

Clara saca de la mochila el sobre azul cuyo contenido sabe ya de memoria y, tras pasar a toda prisa la vista por el incontestable informe científico que demuestra que los cuerpos no pueden conservarse bajo el agua, lee otra vez la página web que Emilia halló para Eloy, donde se detalla el hallazgo de un esqueleto en buen estado de conservación, incluso con su dentadura completa, en aguas argentinas. Viajaba en la fragata inglesa Swift, que se hundió por causa de un temporal en 1770, casi doscientos cuarenta años atrás. Es el único caso registrado, pero su mera existencia abre de par en par la puerta para que pueda haber más. ¿Por qué no? Esta hoja de papel, con su información verdadera o falsa, da igual, es mi pasaporte a la verdad.

Es hora. Se pone en pie y ciñe a su espalda las bombonas de oxígeno. Tiene cuanto necesita: los restos de la carta de Eloy al cuello y la voluntad resuelta en el corazón y el pensamiento, el mar enfrente y a su espalda el acantilado, quién sabe si a pesar de todo verdaderamente maldito, quién sabe si testigo de las apariciones de esa muchacha transparente en la que creyeron Gabriel Ortueño Gil y, cien años después, su hijo Eloy.

Sobre la cima del acantilado, en las inmediaciones del caserón donde estuvo ella la víspera, se ve la silueta de un hombre, diminuta a causa de la lejanía. Clara piensa que la observa. Será, probablemente, el dueño de la casa que la acogió la víspera. También le pareció acosado, como ella misma, por fantasmas irreductibles. Pero igualmente podría ser, juega a pensar liberando la imaginación, el demenciado Tomás Montaña el día que Emilia se lo encontró. O Gabriel. Todos se asomaron a esta pared de piedra. Todos podrían estar mirándola ahora a ella. También Eloy.

Sea quien sea, el hombre sobre el acantilado arroja con todas sus fuerzas un objeto pequeño hacia el mar, Clara ve un puntito negro trazando una curva en el aire y precipitándose luego hacia el agua veloz como un halcón de plomo. Luego, tras unos segundos, el hombre se queda quieto y, por fin, lanza hacia ella un saludo lejano pero nítido, elevando el brazo derecho por encima de la cabeza y moviéndolo a derecha e izquierda media docena de veces. El gesto logra emocionarla. Es el saludo de un ser humano a otro anónimo y desconocido, una invocación de ánimo para el camino, el simple y sincero deseo de que la buena suerte, y la paz, acompañen la travesía. Clara, agradecida, devuelve el gesto con la misma intención.

Suerte, seas quien seas.

El hombre del acantilado da la vuelta y se aleja. A los cuatro pasos, su silueta ha desaparecido. Podría pensarse que nunca ha estado allí. Clara piensa que si se hubiera quedado unos pocos minutos la habría visto sumergirse y desaparecer.

Entonces, desde lo alto del acantilado, ella habría parecido el espectro. No puede evitar sonreír al pensarlo. ¿Acaso hay quien pueda eludir su futuro de espectro?

Clara va hacia la orilla y se adentra despacio en el mar. Las olas, suavemente, se apartan para dejarle paso.