La bomba

En el despacho de Rawlins, cada veinte segundos Sian hacía sonar la sirena. Desde todas las esquinas de la plataforma, enormes conos de altavoz emitían una nota retumbante y quejumbrosa. Los conos estaban cercados por barreras de seguridad y advertencias de peligro. Un estruendo sordo resonaba por toda la superestructura, como un temblor de tierra.

Jane montó en el elevador. Llevaba a rastras la mochila de Punch. Pulsó SUBIR, se desplomó contra la barandilla y cayó de rodillas. Por el rabillo del ojo percibió movimiento. Un hombre infectado vestido de esmoquin se había agarrado al montacargas que subía y se estaba izando por encima de la barandilla.

Jane dirigió hacia él el lanzallamas y apretó el gatillo. Salió un chorrito de combustible pero no fuego. El viento era demasiado fuerte. La llama de ignición no se encendía.

Apuntó con la escopeta de Punch. El percutor hizo click en una recámara vacía.

Jane se levantó como pudo y retrocedió, con la escopeta cogida por el cañón y blandiéndola como un garrote, ante el hombre que avanzaba hacia ella.

Desde la cúpula de observación, Ghost contemplaba la tormenta y escuchaba a Mahler.

—¡Eh, Ghost!

Era la voz de Sian.

—¿Sí?

—Están subiendo en el elevador de la plataforma.

Ghost esperó en la esclusa de aire de la pata sur. La esclusa era una cámara acolchada, con armarios y ropa térmica. A través de una portilla de la compuerta, podía ver la parte inferior de la refinería, las vigas y las tuberías azotadas por el temporal. Los reflectores sujetos bajo la plataforma brillaban entre la tormenta como una hilera de débiles soles.

El destello amarillo de advertencia de una luz estroboscópica empezó a girar sobre la puerta de la esclusa, acompañado de un insistente pitido de aviso. El montacargas de la plataforma estaba en marcha. Ghost vio por la portilla cómo la caja del elevador subía y se alineaba con la puerta. Había dos figuras cubiertas de escarcha. Una de ellas llevaba un esmoquin y tenía la cara derretida. Ghost cogió una bota de nieve del suelo de la esclusa y pulsó ABRIR. La súbita ráfaga de viento hizo que se tambaleara. El desgarbado mutante extendió los brazos hacia Jane, exhausta e indefensa en el suelo. Ghost metió la mano en la bota de nieve y, como con un guante de boxeo, golpeó al infectado en la cara. Con un golpe tras otro fue empujando al hombre hasta el borde de la plataforma y lo hizo caer por encima de la barandilla. Luego lanzó al vacío la bota salpicada de sangre.

Llevó a Jane a rastras al interior y pulsó CERRAR. La puerta se deslizó hasta cerrarse y el rugido de la tormenta dejó de oírse.

Tras desprenderse del lanzallamas, Jane se dejó caer de rodillas. Ghost le echó atrás la capucha y le apartó el pasamontañas. Jane tenía la piel azul y los párpados semicerrados, como si estuviera medio dormida.

—Vamos, Jane —gritó Ghost, dándole con cuidado unas palmadas a ambos lados de la cara—. Venga, chica, ¡ánimo!

Jane tosió y se reavivó un poco.

—Ve a por la mochila —dijo Jane—. Está ahí fuera, en el montacargas.

Una segunda ráfaga de viento huracanado azotó a Ghost al ir a recuperar la mochila. Vació el contenido, explosivos y detonadores, en el suelo de la esclusa. Examinó los tirantes de la mochila: una hoja afilada los había segado.

A Jane se le había caído la escopeta al suelo. La culata estaba carbonizada y el metal, chamuscado. Tras una rápida inspección se vio que el arma ya no servía. Examinó la recámara. No había cartuchos. Olfateó el arma y reconoció el olor acre de la cordita. Había sido disparada recientemente.

Jane parpadeaba como si se esforzara en mantenerse despierta.

—¿Jane? ¿Me oyes? ¿Dónde cojones está Punch?

Ghost ayudó a Jane a llegar a su habitación. La ayudó a desnudarse y se metió con ella bajo la ducha hasta que Jane revivió. Esta se quedó bajo el chorro de agua caliente, gozando del calor.

Al rato salió, se secó con una toalla y se vistió.

—Entonces quedamos tres —dijo Ghost.

—No pude hacer nada —explicó Jane—. Nada en absoluto.

—¿Fue Nail?

—Ha convertido el búnker en un puto matadero.

—Ojalá aparezca por aquí, de verdad que lo espero. Va a tener una muerte lenta, haré que dure días.

Jane se llevó una taza de café a la cúpula de observación.

Sian contemplaba cómo la tormenta peinaba los depósitos y las torres de la refinería. Estaba llorando.

Jane le puso una mano en el hombro.

—Sería mejor que nos muriéramos todos —dijo Sian—. Sería mejor que esto. Un momento de miedo, un momento de dolor, luego nada. Esto es peor. Es una tortura lenta.

—Es cierto.

—Toda la gente que conozco ha muerto. Mi familia. Mis amigos. Pero me quedaba Punch. Me conformaba con tener a Punch.

—Lo entiendo.

—Ya no me queda nada. Nada en absoluto. Poco a poco, lo he ido perdiendo todo —dijo, señalando la tormenta de nieve—. Este lugar es un infierno. Yermo, estéril. Es como si el universo se hubiera quitado la máscara para que veamos su verdadero rostro.

—¿Quieres que abra una botella de vino? —preguntó Jane, pero lamentó inmediatamente tan pobre propuesta, indigna de una reverenda, indigna de una amiga. Era absurdo pensar que podía ofrecer consuelo a tan absoluta desesperación, como si una combinación de palabras pudiera arreglarlo todo.

Se sentó en silencio junto a Sian.

Unas noches antes, ella y Ghost, tendidos en la cama, planeaban el futuro de la raza humana.

—Si tenemos hijos —había dicho Ghost—, ¿les hablarás de Jesús?

—No —había respondido Jane—. Me alegro de ser la última cristiana viva. Si se encuentran una Biblia les diré que es un cuento de hadas, una sarta de disparates.

Jane rodeó a Sian con el brazo. Se quedaron ambas en la oscuridad, mientras la tormenta polar rugía a su alrededor.

Jane fue a la oficina de Rawlins y hojeó los expedientes de la plantilla. Gary Punch. Recortó su fotografía de la primera página de la ficha.

Se llevó la foto a la capilla improvisada en uno de los dormitorios y la pegó en la pared de las conmemoraciones.

Se quedó sentada, contemplando los retratos.

Miembros de la tripulación que partieron en el buque de abastecimiento Spirit of Endeavour:

Rosie Smith.

Pete Baxter.

Ricki Coulby.

Edgar Bardock.

Frank Rawlins, el primero en sucumbir a la infección.

Doctora Rye. Desaparecida. Presunto suicidio.

Ivan y Yakov. Despedazados en el Hyperion.

Mal. Asesinado.

Gus. Asesinado y devorado.

La foto de Nail yacía en una silla. Jane no quería añadirlo a la pared conmemorativa. No se lo merecía. Nadie rezaría por él.

La cocina de la cantina.

Sentada en un taburete, Sian observaba con aire taciturno cómo Ghost engrasaba la escopeta estropeada. Ensambló el arma y accionó la corredera. El mecanismo se atascó.

—Está jodida. Y Punch se llevó toda la munición.

Ghost arrojó el arma sobre la encimera y sacó de un cajón un cuchillo de carnicero.

—¿Me acompañas a patrullar?

Recorrieron el perímetro de la plataforma. Ghost llevaba con él la escopeta estropeada. La volteó por encima de la cabeza y la lanzó tan lejos como pudo. Observaron cómo caía al hielo, a doscientos metros por debajo de ellos.

Luego se quedaron mirando la isla.

—Nail no puede quedarse allí para siempre —dijo Ghost—. En el búnker no hay nada. Nosotros tenemos comida, calefacción y todo lo que a él le hace falta. Tarde o temprano tratará de subir a bordo. Imagino que intentará trepar por uno de los cables de anclaje. Dudo que lo consiga, pero lo intentará.

—¿Y Punch? —preguntó Sian.

Jane no le había contado lo de los restos devorados que encontraron en el búnker.

—No creo que vuelva.

Ghost decidió asignarle una tarea a Sian para mantenerla ocupada en algo.

—Hazme un favor. Desactiva el montacargas de la plataforma. Quítale un fusible o lo que sea.

Sian fue a la esclusa de aire, abrió la puerta exterior y salió a la plataforma. Vio a los pasajeros infectados que deambulaban por el hielo, muy por debajo de ella. Alargó la mano hacia los mandos de la plataforma, vaciló un momento, luego pulsó BAJAR.

El montacargas empezó a descender por la pata sur de la refinería.

Los pasajeros y la tripulación del Hyperion levantaron la mirada. Vieron que Sian bajaba y se pusieron en movimiento, con los brazos extendidos hacia ella.

Sian abrió la puerta de la barandilla y cerró los ojos, dispuesta a que la hicieran pedazos.

La plataforma se paró con una sacudida. Sian se cayó de rodillas. El elevador ascendió. Sian miró hacia arriba y vio a Ghost, muy por encima de ella, asomando por la compuerta de la esclusa.

Ghost arrastró a Sian al interior de la plataforma y la ayudó a ponerse de pie.

—Haremos como si esto no hubiera ocurrido, ¿entendido?

En la cantina, Jane y Ghost vaciaron la mochila sobre la mesa y se quedaron contemplando los explosivos y los detonadores apilados delante de ellos. En el papel que envolvía los ladrillos de C4 se leía: CARGAS DE DEMOLICIÓN M112 CON IDENTIFICADOR.

—Es muy probable que Sian tenga razón —dijo Jane—. Nos estamos engañando. No hemos avanzado un solo centímetro, no saldremos nunca de aquí. Este lugar será nuestra tumba.

—No estoy tan seguro de eso.

—La partida se está acabando. Nadie va a venir a salvarnos. No tenemos forma de ir a casa. Si los cables no se sueltan, estamos acabados.

—Mi padre murió de cáncer de estómago —dijo Ghost—. Tenía un coche, un Jaguar E-Type. Lo estaba restaurando en su garaje, y trabajaba duro en aquel coche, aun sabiendo que nunca llegaría a conducirlo. Le pregunté por qué se molestaba en repararlo. Me contestó: «Nunca dejes un trabajo a medias».

—Estoy agotada.

—Tenemos un plan. Nos quedan cosas por probar, jugadas por hacer. Aún queda mucha batalla.

—Sí —dijo Jane con un suspiro—. Supongo que sí. Y este es el problema. Puedo aguantar la desesperación; es la esperanza la que no para de joderme.

Ghost se levantó y empezó a agrupar los explosivos en tres pilas separadas.

—Vamos —dijo—. Terminemos el trabajo.

Ghost recargó el lanzallamas. Usó un compresor de buceo para bombear gasoil en los depósitos y darles presión con nitrógeno.

Luego fueron al exterior y descongelaron los enganches. Jane disparó un chorro de llama contra cada uno de los gigantescos pernos. El hielo se licuó en vapor y dejó al descubierto el metal.

Jane sostenía la linterna y Ghost colocaba los explosivos. Ghost se quitó los guantes, desenvolvió el C4 y fue pegando al gigantesco enganche porciones de explosivo, que moldeaba con el puño hasta hacer una masa compacta. Entonces señaló con el dedo un muro cercano.

—Esto nos irá bien. Estamos encajonados en un espacio estrecho que concentrará el impacto. Será una sacudida del carajo, cuando estalle.

Incrustó con el pulgar las cápsulas detonadoras en la masilla antes de que el frío endureciera demasiado el explosivo. Con bolsas de basura impermeabilizaron todas las cargas.

—¿Qué piensas usar como cable detonador? —preguntó Jane.

—Desmontaré cables de alargador. No tiene ningún secreto. Solo necesitamos suficiente extensión de hilo de cobre capaz de conducir seis voltios de tensión: click, ¡bum!

Volvieron a la cantina y empezaron a empalmar cables que sacaban de calefactores, deshumidificadores, ordenadores. Abrían los armazones haciendo palanca con un destornillador.

Rollos y más rollos de cable pelado se iban amontonando sobre un tablero de formica.

—Necesitamos unos doscientos cincuenta metros de cable para cada una de las cargas. Haremos llegar todos los cables a un solo punto. Las tres cargas tienen que estallar al mismo tiempo. Si los cables saltan uno a uno, el último cabo aguantará todo el peso de la plataforma, y con tanta tensión será imposible soltar el pasador.

—Entendido.

—No podemos cagarla. No puede haber un solo cable mal conectado. Solo tenemos una oportunidad. No habrá segundo intento.

La tormenta amainó. Ghost y Jane se cargaron rollos de cable al hombro y salieron al exterior.

Jane ayudó a Ghost a extender cable desde cada una de las cargas. Desenrollaban las bobinas por el suelo de las pasarelas y por los peldaños de metal, y pegaban el cable a vigas y barandillas. Los cables convergían en la sala de control de bombeo, una cabina que alojaba el equipo de seguimiento de los tres grandes tanques de destilación.

Rompieron una ventana y entraron los cables por ella. Ghost recubrió con cinta de embalar el resto de las ventanas, para protegerlas de la onda expansiva. Encima de una mesa dejó tres cascos protectores de oídos.

En una inspección final comprobaron que los explosivos estaban bien armados y el cable de detonación, bien conectado.

—Hay un cielo precioso —dijo Jane.

Se echó atrás la capucha y se estiró para ver mejor una aglomeración de estrellas. Un crepúsculo de suave luz rosada asomaba por el este.

Jane paseó la mirada por la refinería. Un palacio de cristal, blanco sobre blanco. Acero cubierto de escarcha. Travesaños y andamios destilando hielo. Tanques de almacenaje tapizados de nieve. Brazos de grúa llenos de carámbanos. Todas las superficies orientadas al norte brillaban endurecidas.

—¿Crees que Nail estará rondando por aquí? —preguntó Jane.

—Mantente atenta a las pisadas —dijo Ghost—. Dudo que consiga escalar por los cables de anclaje, pero está lo bastante desesperado como para intentarlo.

Levantó la bota y señaló la suela.

—Dibujo en forma de sierra, ¿lo ves? Cualquier otra pisada es de él.

Ghost forcejeó para abrir con los guantes puestos su petaca y echó un trago.

—Volveré en un momento, ¿de acuerdo?

Ghost había pasado la última hora cavilando. Era la última oportunidad que tenían para escapar. Si los cables de anclaje no se desenganchaban estarían permanentemente aislados en la cima del mundo. En pocas semanas se quedarían sin comida ni combustible y tendrían que elegir entre rajarse el cuello o dar un largo paseo por la nieve. Se imaginó su cadáver en lo alto de un puente de la plataforma, de cara al mar. Un cadáver con una sonrisa y una cuchilla clavada en el pecho. Quizá el cuerpo momificado de Jane estaría junto a él, sosteniéndole los huesos de la mano.

Fue andando hasta el final de la refinería y se sacó del bolsillo una porción de explosivo. Se había guardado un poco de C4. Tenía un vago plan. Si los cables de anclaje no se soltaban, armaría una pequeña carga y la pegaría debajo de una mesa en la cantina. Prepararía una cena e invitaría a Jane y a Sian a sentarse. Lo haría rápido y limpio. Acabaría todo a media conversación.

Entonces pensó que era una estupidez. Llevaba tanto tiempo con un terror mortal en el cuerpo, que había hecho de la muerte una obsesión. Había planeado una forma elaborada de extinción en lugar de luchar por vivir.

Añadió el pedazo de explosivo a la carga principal.

Jane recogió los detonadores de la cantina. Una caja de plástico negra, con tres detonadores encajados en una base de espuma. Cada uno de los detonadores consistía en una culata con un botón rojo para disparar.

Jane comprobó la carga de las baterías en una Maglite, y luego las introdujo una a una en la culata de los detonadores.

Jane buscaba a Sian.

—Creo que está fuera —dijo Ghost.

Esclusa 52. En el corredor parpadeaba una luz roja, la alerta de que una puerta exterior se había quedado abierta.

Jane se puso el abrigo y salió al exterior. Al final de una pasarela vio a Sian inclinada sobre una barandilla, mirando la superficie de hielo abajo a lo lejos.

Semanas atrás, obesa y desesperada, Jane se había asomado por una barandilla como aquella y había tratado de convencerse de arrojarse al mar. Se preguntó si Sian, en ese momento, pensaba en lanzarse de la refinería.

Sian se inclinó un poco más sobre la barandilla.

—¡Eh! —gritó Jane, buscando la única manera de contener la desesperación de Sian—. Vamos, chica, necesitamos tu ayuda.

Fueron andando a la sala de control de bombeo. Ghost conectaba cables a los terminales de los detonadores.

—He recubierto de cinta adhesiva las ventanas —les explicó—, pero deberíamos apartarnos de los cristales. No sé lo fuerte que va a ser la explosión.

Se quedaron los tres mirándose.

—¿Quieres decir una oración?

—No —contestó Jane.

—¿Preparados?

—Sí.

—Muy bien. Vamos allá. Tres, dos, uno…