—No hay razón para que vayamos los cuatro a la isla —dijo Jane—. Me llevo a Punch de acompañante.
—Debería ir yo —propuso Ghost—. Conozco el búnker.
—De ninguna manera —objetó Jane—. Es mi plan, decido yo. Dejadme hacer algo bien por una vez.
Ghost sacó un mapa.
—De acuerdo. Los explosivos están cinco plantas por debajo de la superficie, en una nave de almacenamiento. Encontraréis muchos túneles laterales. Seguid por los pasadizos principales. Me pasé dos días allí abajo, explorando el búnker. Parecía que no se acababa nunca.
Jane plegó el rudimentario mapa del tesoro y se lo guardó en el bolsillo.
Estaban en la cúpula de observación. Eran los últimos días de enero. Un tenue azul celeste teñía el cielo meridional.
—Se acerca la primavera —dijo Ghost—. En un par de meses deberíamos ver el primer amanecer de verdad.
—El Hyperion quedará libre. O lo que quede de él. Posiblemente se hundirá como una piedra.
—No tienes que sentirte responsable por los compañeros que murieron. Cada uno decidió por sí mismo.
—¿Cuánto explosivo crees que tenemos en el búnker?
—Gastamos todas las granadas. Usamos parte del C4 en el hielo, pero aún queda bastante. Un par de cajas, por lo menos. Treinta o cuarenta kilos. Suficiente para mandar un bloque de oficinas a la Luna. Necesitarás una mochila.
—Me llevaré el lanzallamas también.
—No creo que te haga mucha falta. La mayor parte de la tripulación infectada se frió en el barco. El resto parece estar sucumbiendo al frío. Si no dejas de correr no te pasará nada. Cuando llegues al búnker estarás a salvo.
Jane y Punch se vistieron en la esclusa de aire. Cubrepantalones Ventile; gruesas botas de nieve, con correas en los tobillos; anoraks de triple cierre: cremallera, cierres metálicos y velcro.
Jane se sujetó a la espalda el arnés del lanzallamas; Punch desenfundó la escopeta y la cargó.
Montaron en el elevador de la plataforma y descendieron por la pata sur de la refinería. Pararon el montacargas a dos metros de la superficie y se descolgaron por una cuerda hasta el hielo.
Empezaron a andar por el océano helado.
—Ghost dice que hay que evitar el hielo azul —advirtió Jane—. Es hielo reciente. Parece sólido, pero puedes hundirte en él como en una trampa. No avisa.
El cielo era de un rosa pálido. Delante de ellos tenían el Hyperion. Era un cascarón carbonizado. Los camarotes se habían consumido. Las cubiertas estaban dobladas y renegridas. Las chimeneas se habían desplomado.
Jane percibía el olor. Plástico quemado, carne abrasada.
Vieron un puñado de pasajeros infectados sobre el hielo, puntos negros en las laderas de la isla, como ovejas en una colina lejana.
—Hagamos que sea un viaje corto —dijo Jane—. Visto y no visto. Esperemos que esta sea la última vez que alguno de nosotros sale de la plataforma. La última vez antes de llegar a casa, al menos.
Una mujer con un traje de noche dorado andaba sola por el hielo, encorvada y apartada del resto. Vio a Punch y a Jane y avanzó dando traspiés hacia ellos, con los brazos extendidos.
Jane comprobó la llamita azul de ignición en la boquilla del cañón del lanzallamas.
—Veamos de qué es capaz esta cosa.
Punch se apartó.
Jane tensó las piernas, apuntó y apretó el gatillo. Una andanada de combustible llameante salió disparada a veinte metros. La mujer fue engullida por el fuego. Se tambaleó y cayó de rodillas. Tras una segunda ráfaga, la ropa y el pelo desaparecieron calcinados por un torbellino de llamas. La mujer se arrastró a cuatro patas, se desplomó y poco a poco se hundió en el hielo.
Se apresuraron a cruzar el mar helado y llegaron a la costa. Subieron por el embarcadero y luego por los peldaños de hormigón hasta la entrada del búnker.
Había dos tripulantes infectados caídos delante de las puertas del búnker. Llevaban uniforme de oficial, y hacían crujir el hielo con sus esfuerzos por levantarse.
Punch los derribó de una patada y les aplastó la cabeza con la culata de la escopeta.
—La cadena no está —dijo Jane, tirando de la puerta—. Parece que está atada por dentro. ¿Tienes un cuchillo?
Jane se quitó el guante, deslizó la mano por el resquicio de la puerta y cortó la cuerda.
—¿Crees que alguien consiguió escapar del Hyperion? —preguntó Punch.
—Bueno, no me imagino a esos zombis cabrones haciendo un nudo marinero.
Entraron en el búnker, cerraron tras ellos las pesadas puertas y las apuntalaron con una moto de nieve.
Punch examinó la hoguera. Le dio una patada a los tablones quemados y saltaron chispas.
—Leña reciente. Alguien ha estado aquí hace un momento.
—Hay un hueso, una costilla.
Desde la boca del túnel, Jane gritó hacia la oscuridad.
—¿Nail? ¿Gus? ¿Hola?
—Tiene que ser Nail —dijo Punch—. Cualquier otro habría aparecido corriendo.
—¿Hola? ¿Hay alguien?
Jane dirigió una llamarada al oscuro pasadizo, una arrolladora ráfaga de fuego. Entrevieron hormigón agrietado y muros de túnel que desaparecían en la penumbra.
—Vamos a lo nuestro —dijo ella.
Punch consultó el mapa.
—Cinco niveles abajo y luego todo recto. Si no nos desviamos, no habrá problema.
—Pisa fuerte el suelo —dijo Jane—. Deja que nos oiga.
Bajaron dando grandes pisadas por un pasadizo ancho como un túnel de metro.
Alumbraron con sus linternas húmedas bóvedas de hormigón y cimientos de roca reforzados con pilares.
—¿Cuánto falta para llegar?
—Un trecho. Ghost escondió los explosivos en una de las galerías más soterradas. No se encuentra por casualidad, hay que saber dónde está.
En el suelo del túnel vieron algo azul. Una bota de nieve. Jane se agachó y la examinó.
—Talla diez. Tiene restos de sangre. Y hay sangre en el suelo.
Con la linterna iluminó el rastro de un goteo.
Siguieron andando.
El túnel terminaba en una enorme puerta de plomo, con una calavera grabada sobre un distintivo de radiación con hoja de trébol.
Jane apartó con la mano el polvo de roca.
Debajo, escrito con sangre, se leía:
CONDENADOS AL INFIERNO
Eran letras irregulares, con salpicaduras y goteos.
—Este lugar apesta a locura —advirtió Punch.
Jane examinó la sangre. Era negra y se soltaba y caía al tocarla. Las letras habían sido garabateadas con guantes.
—¿Sabes qué? —dijo Jane—. Sea lo que sea lo que haya pasado aquí abajo, no es nuestro problema, no me importa. Recojamos lo que queremos y larguémonos.
La nave era grande como la de una iglesia. Una plancha de plomo revestía los muros y el techo. La cámara había sido construida, supuso Jane, para alojar el reactor nuclear desmantelado de un submarino soviético, o de un rompehielos nuclear. Reliquias de la Flota del Norte, discretos submarinos cazadores con base en el puerto de Arkángel, que merodeaban bajo la capa del hielo polar, esperando que sus comunicadores emitieran destellos rojos, claves de lanzamiento y coordenadas de objetivos. Transportarían el oxidado reactor en vagoneta por el túnel y lo dejarían aparcado en el centro de la nave. Luego llenarían de sal la nave y las puertas se quedarían cerradas durante un cuarto de millón de años.
Habían usado la nave como almacén provisional de equipamiento de excavación. Había picos y palas, un montón de cascos y un par de taladros neumáticos apoyados en la pared. No se sabía por qué la construcción paró de repente, pero un día los equipos de perforación abandonaron las herramientas y ya no reanudaron la tarea.
Tazas y platos de hojalata; una máscara de soldador rota, usada de cenicero; una botella de Stolichnaya, evaporada desde mucho tiempo atrás.
Punch se quitó los guantes y empezó a cargar su mochila con cajas de munición de los estantes. Hizo girar los pestillos y sacó paquetes de explosivo envuelto en papel marrón.
En uno de los rincones de la nave, Jane encontró una excavadora con la oruga rota.
Algo apestaba. Al levantar el borde de una lona apareció una mano descarnada. Jane descorrió la lona hacia un lado.
—¡Dios mío! —gritó Jane.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Punch, mientras seguía cargando la mochila.
—Un cadáver.
Jane se agachó a su lado. El cuerpo estaba metido en la pala de la excavadora. Los muslos, las pantorrillas y las nalgas habían desaparecido. Los brazos, el vientre y el pecho estaban desollados. A pesar del frío, el cadáver había empezado a pudrirse.
—¿Quién es? —preguntó Punch—. ¿Lo reconoces?
Jane enfocó la linterna a un rostro con barba. Mejillas hundidas, una mueca contraída, tiras de carne del cuello, fragmentos de un tatuaje de alambre de espino.
—Gus. Creo que es Gus. Parece que alguien se lo ha comido.
Punch metió una lata de detonadores en el bolsillo lateral de su mochila.
—¿Comido?
—Lo han troceado con un cuchillo. Alguien ha hecho un buen trabajo.
—Larguémonos de esta puta isla.
—¡Punch! —gritó Jane, apuntando la linterna a la puerta de la nave.
Una figura encapuchada con un anorak rojo tiraba de la puerta para cerrarla.
—¡No dejes que nos encierre!
Punch alzó apresuradamente la escopeta y disparó. La descarga hizo un agujero en la pared de plomo. El segundo disparo abrió una brecha en la puerta que se cerraba. Punch lanzó el arma hacia la entrada. La escopeta fue resbalando por el suelo de hormigón y trabó la puerta de la nave, impidiendo que se cerrara.
Punch se lanzó para recuperar la escopeta y la agarró por la culata. Forcejeó por el arma con un oponente invisible y apretó el gatillo. Un fogonazo, un estruendo y un bramido de rabia.
—¡Apártate, Punch! —gritó Jane.
Punch se echó rodando hacia un lado y Jane disparó el lanzallamas. Gritos. Jane cruzó la estancia corriendo y disparó de nuevo. Las llamas envolvieron los muros y la puerta. El plomo chorreaba derretido como la lava. La sala se llenó de humo.
Jane abrió la puerta de una patada. Una ráfaga de fuego del lanzallamas iluminó un túnel desierto. Había restos de tela calcinada en el suelo.
—¡Corre, cabrón! —gritó Jane. Su voz reverberó con un sonido metálico por las paredes del túnel—. ¡Sigue corriendo!
Punch recogió del suelo su escopeta chamuscada.
—¿Crees que era Nail? —preguntó.
—¿Quién, si no? Coge la mochila y vámonos.
Emprendieron el camino de vuelta a la superficie. Iban contando los niveles. Jane se daba la vuelta cada pocos pasos, para asegurarse de que no los seguía nadie. En todos los cruces disparaba una breve llamarada y vigilaba cualquier hendidura, por si Nail los esperaba agazapado, listo para una segunda emboscada. Estaba herido, pero también lo bastante desesperado como para atacar.
Un sonido de viento distante se iba convirtiendo en fragor oceánico a medida que se acercaban a la entrada del búnker. Se asomaron a ojear el huracán. Las puertas estaban abiertas y una tormenta rugía fuera. La linterna de Jane iluminó remolinos de partículas de nieve.
—¿De dónde diablos ha salido esto? —gritó Punch, esforzándose por hacerse oír entre el rugido del viento.
—Lo capearemos.
—Quizá deberíamos esperar.
—No. ¿Tienes la radio? Llama a Ghost. Dile que encienda todos los reflectores de la refinería y haga sonar la sirena cada veinte segundos. Esto nos guiará para que lleguemos sanos y salvos.
Se pusieron en camino en medio de la tormenta. Bajaron por los peldaños de hormigón y empezaron a andar, de cara al vendaval, sobre el mar helado. La nieve los envolvía como humo espeso. No podían ver los reflectores de la plataforma, pero cada veinte segundos percibían la sirena, una penetrante vibración sorda que latía entre el incesante rugido del viento.
Jane se giró hacia Punch y se levantó el pasamontañas.
—Vamos avanzando —le dijo para tranquilizarlo—. En cualquier momento veremos los reflectores.
Un pasajero infectado, un hombre con un chándal azul, apareció tambaleándose entre la ventisca. Jane disparó el lanzallamas a corta distancia. El hombre salió despedido como si lo hubiera alcanzado el chorro de una manguera de incendios. Su cuerpo en llamas flageladas por el viento fue resbalando por el hielo. Cuando trató de erguirse, una segunda descarga acabó con él para siempre.
De repente, un fuerte golpe en la espalda derribó a Jane y la mandó de cara al suelo, sobre el hombre en llamas. El brazo de Jane se encendió, pero consiguió apagar las llamas a manotazos y se levantó rápidamente. Punch no estaba; su escopeta y su mochila yacían en el hielo.
Jane gritó entre la borrasca.
—¿Punch?
Disparó el lanzallamas hacia el cielo. La luz de la llama parpadeó en el aire. Jane miró a su alrededor.
—¿Punch? ¿Dónde estás?
Le pareció oír que Punch la llamaba. Corrió precipitadamente entre la ventisca, hacia la voz, pero solo encontró nieve torrencial y oscuridad. Quería seguir buscando, pero empezaba a desfallecer de hipotermia.
Jane puso rumbo a Rampart; era una figura solitaria debatiéndose en la tormenta.