Jane y Ghost escaparon de la isla. Punch y Sian los seguían a poca distancia. Huyeron todos precipitadamente. Iban dando trompicones entre rocas. Jane se tranquilizó, pues significaba que seguían cerca de la costa. Si estuvieran corriendo sobre nieve virgen significaría que estaban dando tumbos tierra adentro, cada vez más lejos de encontrar refugio.
Bajaron a gatas por rocas de basalto y corrieron hacia el mar helado. Costaba no resbalar y caerse. El resplandor del barco en llamas teñía de rojo intenso el hielo.
Jane tenía la única linterna. Los demás la seguían.
—Manteneos juntos. No os separéis.
Una sucesión de ruidos sordos sonó detrás de ellos. Planta por planta, habitación por habitación, el Hyperion saltaba por los aires. Las granadas pegadas a las bombonas de propano, el plan de seguridad de Ghost: si los pasajeros infectados se colaban por las barricadas, serían incinerados.
Pero las detonaciones se habían descontrolado. Uno tras otro, los tanques de combustible del barco fueron estallando a proa y a popa, infestaron de llamas pasillos y escaleras y abrieron brechas en el casco.
—No podemos correr así —dijo Jane—. Este hielo es reciente, se puede romper fácilmente. No quiero acabar en el fondo del mar.
Dejaron de correr y siguieron a paso rápido.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Jane—. ¿No hay nadie herido?
Al empezar el ataque, Jane estaba con Ghost en la habitación.
Escuchaban a Johnny Cash tendidos en la alfombra, y hablaban de la vida que harían cuando volvieran a casa. Oyeron gritos. Y una refriega. «¡Evasión!». Tuvieron el buen sentido de coger las botas de nieve y los abrigos de forro polar.
El pasillo estaba infestado de humo acre. Varias granadas de termita habían detonado cerca de ellos. Se cubrieron la boca para no respirar efluvios de pintura calcinada y de metal derretido.
Corrieron a cubierta. El fuego venía de abajo. Las ventanas iban reventando una tras otra. Una hilera de botes salvavidas ardía entera. De la zódiac solo quedaban tiras de goma, que colgaban llameando de un cabrestante.
Punch y Sian ya se habían metido en la cama. Escaparon del barco en chándal y zapatillas deportivas.
—Estamos enteros —dijo Sian, empezando a tiritar violentamente.
Jane apagó la linterna y se quedaron a oscuras.
—Hay que seguir andando —ordenó Punch.
—Que todo el mundo se calme —dijo Jane.
—¡Allí!
Una luz verde centelleaba entre la niebla, muy por encima de ellos. Era una de las señales luminosas para aviones, en una esquina de la plataforma.
—Es la pata oeste —dijo Jane—. Vamos.
Jane ayudó a Sian. Ghost ayudó a Punch.
Se apresuraron a cruzar la superficie helada. Estaban debajo de la refinería, se dirigían a la pata sur. Corrieron tanto rato que por un momento Jane pensó que habían errado el camino y estaban huyendo a ciegas hacia el mar de Barents.
—¿Crees que nos están siguiendo? —preguntó Punch.
—De momento los hemos dejado atrás —dijo Jane—, pero si nos quedamos mucho rato aquí, seguro que nos alcanzarán.
La pata sur, el ciclópeo cilindro de acero. La luz de la linterna de Jane recorrió el muro de metal tachoneado de tornillos y soldaduras. Parecían puntos de sutura en la cicatriz de una operación.
—¡Jane! —gritó Ghost.
Jane se giró. Una carretilla elevadora iba directa hacia ella. Las dos horquillas del palé embistieron el muro de acero, a ambos lados de la cabeza de Jane. Las ruedas de la carretilla se quedaron girando sobre el hielo.
—¡Quién cojones…!
Un tripulante infectado estaba medio fundido a los mandos.
Ghost se agarró a la cabina y la emprendió a patadas con el conductor. Con la carne desgarrada, el tripulante se desprendió de la carretilla y cayó, con el volante pegado a las manos. Ghost le pateó la cabeza hasta que se la abrió.
—Una carretilla Konecranes. No es de las nuestras.
—Debe de ser del Hyperion. Muchos transatlánticos tienen un espacio de reparto en la sección central del barco, con puertas laterales en el casco.
—¿Y el tipo se cayó con la carretilla y empezó a vagar por el hielo?
—Sí, ¿por qué no?
Punch y Sian se abrazaron uno a otro para darse calor.
—Resistid, muchachos —dijo Ghost—. Ya casi hemos llegado.
—Creo que la cuerda está al otro lado.
Rodearon la pata y encontraron una soga de nudos que descendía entre la neblina, como una escalera al cielo. Jane asió la cuerda, se puso a trepar y desapareció entre el vaho. El elevador de la plataforma estaba a cuatro metros por encima de ellos. Tras un breve silencio se oyó un chirrido metálico y el montacargas empezó a bajar al hielo. Montaron todos y Jane pulsó SUBIR.
—¡Qué puto frío! —exclamó Punch.
—Pronto entraremos en calor —dijo Ghost—. En un par de minutos estaremos dentro.
Hasta que Sian se desplomó no se dieron cuenta de la herida que tenía en el costado y de la sangre helada que cubría su chándal rojo.
La llevaron a la cantina y la tendieron sobre una mesa. Sian trató de erguirse pero los otros se lo impidieron.
Jane fue corriendo a la antigua habitación de Rye y metió en una bolsa diverso material médico. Vendajes y apósitos esterilizados.
Jane examinó la herida. Sian chilló y le dio un golpe a Jane. Sian miraba hacia otro lado, para no ver la brecha que tenía en la cadera, mientras Punch le sujetaba los brazos.
Jane se enfundó un par de guantes quirúrgicos y sacó unas pinzas de un envoltorio de instrumental. Con la llama de un Zippo esterilizó las pinzas y empezó a hurgar en la herida. Sian se retorcía de dolor. Un tornillo aherrumbrado salió entre trocitos de carne.
—¿Tienes idea de cuándo ocurrió?
—En la última explosión, cuando llegamos a la cubierta del barco. No sentí nada, con todo el ajetreo.
Jane limpió la herida y le puso un apósito con una venda.
—Se curará, si la mantienes limpia. Te daré unos calmantes —dijo Jane, hurgando en la bolsa.
—¿Alguien sabe qué ha pasado con Gus? —preguntó Ghost.
—No —respondió Jane.
—¿Y Nail? ¿Alguien lo ha visto?
—No.
—¿Y Yakov? ¿Qué ha sido de él?
—Está muerto —dijo Sian, tratando de incorporarse.
—¿Estás segura?
—Salimos corriendo de la habitación, pero Punch tuvo que volver atrás, a buscar sus zapatillas. Me quedé un momento sola en la cubierta superior. Yakov estaba debajo, en la cubierta de paseo, huyendo de un tipo disfrazado de payaso. Aparecieron más pasajeros y lo acorralaron. Yo lo llamé. Me incliné sobre la barandilla y le tendí el brazo. Le dije que saltara y se agarrara a mi mano. No sé, pero sigo pensando que podía haberse salvado. Yo podría haberlo izado, pero tiró de la anilla de la granada con los dientes y se la puso debajo del mentón. Levantó la cabeza y me miró a los ojos. Yo chillé, pero él seguía mirándome fijamente. Fui lo último que vio.
—Dios —dijo Punch—. Apenas llegué a hablar con él, pero parecía buen tipo. Reservado, pero buen tipo.
—Gilipolleces —espetó Jane—. No me vengas con eso. Era uno de los compinches musculosos de Nail. Ninguno de vosotros soportaba a ese tipo.
—Una vez le pedí que firmara unos documentos con normas de seguridad —explicó Ghost—, y puso una cruz. Creo que era completamente analfabeto.
—¿Cómo pudieron entrar? —preguntó Punch—. Juro que esas barricadas eran sólidas.
—Hubo dos avalanchas —dijo Jane—. El primer grupo, el de los disfraces, no hizo detonar ninguna granada. Oí voces y gritos mucho antes del estallido de la primera granada. Debieron de encontrar la manera de burlar las barricadas. Alguna puerta trasera, algo que se nos escapó. A saber qué. Estoy segura de que teníamos todas las entradas controladas, pero aparecieron como si los hubieran invitado, como si alguien les hubiera abierto la puerta. La segunda avalancha entró a lo bestia. Estos se colaron en la fiesta, querían divertirse también, y fue entonces cuando empezaron los incendios.
—Deberíamos bajar el montacargas —dijo Punch—. Quizá se haya salvado alguien más.
Jane consultó el reloj.
—Han pasado casi dos horas. Si alguien se ha quedado escondido en el Hyperion, se habrá abrasado. El barco ardió de arriba abajo. Y si alguien ha conseguido escapar de allí, habrá muerto por congelación. Acéptalo, solo quedamos nosotros.
—Sí.
—¿Y sabes qué? En parte me alegro. Seremos más felices así. Y ahora mira a tu alrededor, a ese montón de sillas vacías, de sillas de gente muerta. Solo quedamos cuatro. ¿Vamos a quedarnos así, contentos y calentitos, esperando a morir todos?
—Mejor que no se hayan salvado —dijo Ghost—. Mejor si Nail no aparece más.
—¿Por qué? —preguntó Sian.
—Estoy seguro de que mató a Mal.
—No lo dices en serio.
—Hubo alguna discusión entre ellos, algún tipo de enfrentamiento.
—Cielos.
—Quizá ni siquiera es Nail Harper. Puede que sea un nombre falso.
—Por Dios.
—Pero no lo podemos demostrar.
—¿Qué ocurrió? ¿De qué se trataba?
—Hubo algún trapicheo. Asuntos turbios. Y si ha conseguido escapar, es demasiado peligroso para tenerlo aquí. Yo voto por subir el puente levadizo. Que se joda.
—Esto es un poco fuerte —objetó Sian.
—Vamos —dijo Jane—. ¿Quién no se alegra de que Nail no esté?
Jane cerró la compuerta de seguridad que conectaba el bloque de alojamientos al resto de la plataforma y arrancó con un cuchillo el panel de interruptores de la pared.
La plataforma se había convertido en una fortaleza. El módulo de alojamientos A era la torre del homenaje. Si alguien conseguía subir a bordo de Rampart, se congelaría en las habitaciones o los pasillos sin calefacción.
—En la isla se sobrepasan ya los cincuenta grados bajo cero —informó Ghost—. Un frío y un viento de locos. Nadie sobreviviría más de dos minutos.
—Vayamos sobre seguro. Para que durmamos tranquilos, los próximos dos días abriremos la puerta conectando los cables, ¿de acuerdo? El resto del tiempo la dejaremos cerrada.
—Tendríamos que habernos quedado aquí desde el principio. Lo de trasladarse al Hyperion fue culpa mía.
—No pasa nada.
—Sí que pasa. Ha muerto gente.
—Yo estrellé el puto barco contra la isla, así que los dos tenemos las manos manchadas de sangre. Pero basta de granadas, ¿de acuerdo? Basta de trampas explosivas. Ya hemos tenido bastantes emociones.
—No queda ninguna. Las hemos gastado todas.
—El fuego debió de hacer estallar la mayoría —dijo Ghost.
—Los infectados, todos los de a bordo, se han achicharrado. Quedan un par de cientos en el hielo, pero no durarán. Nada puede sobrevivir a este frío intenso.
—Fantástico, pero nuestro viaje a casa se ha convertido en humo.
—Me voy abajo un rato —dijo Ghost—. Necesito un poco de tranquilidad.
Jane volvió a la cantina y se preparó un té.
—¿Cómo está Ghost? —preguntó Punch.
—Recuperará el ánimo enseguida. Es un tipo práctico, no es de los que se dejan llevar por el desaliento. Tiene tantas ganas de salir de aquí como cualquiera de nosotros.
—¿Y cuál es el plan?
—Nos iremos —contestó Jane—. Hemos perdido demasiado tiempo en intentos frustrados. Ya basta de balsas caseras, ya basta de esperar sentados. Vamos a decidir una estrategia sólida aquí y ahora. En serio. Hasta el momento solo hemos perdido el tiempo. Ya basta.
—Deberíamos ir a Canadá —dijo Punch—. Sacamos las motos de nieve del búnker, cargamos provisiones y nos largamos antes de que el mar se deshiele. Ya lo sé, no es nada nuevo, pero sigo pensando que es la mejor opción. Estamos a mitad de invierno. El mar está todo lo frío que puede estar. Si vamos a viajar, si vamos a aprovechar el hielo, ahora es el mejor momento para hacerlo.
—No lo conseguiríamos —objetó Jane—, no con cuatro personas. Hay demasiadas cosas que transportar: comida, ropa, tiendas de campaña. Además, ¿y si este invierno el mar no se ha helado del todo? Con el calentamiento global, dudo que tengamos el camino llano hasta Canadá, incluso ahora. Necesitamos algo más sólido, mejores posibilidades.
—¿Cuál es tu idea, entonces?
—Poneos el abrigo. Lo entenderéis mejor si lo veis.
Jane llevó a Punch y a Sian a un puente con vistas al final de la refinería, a pasarelas envueltas en niebla y tuberías y vigas cubiertas de hielo.
Temblaban los tres de frío a oscuras. Jane hizo brillar un reflector hacia abajo, a uno de los colosales cables que anclaban la refinería al fondo del mar.
—¿Por qué no soltamos los cables para que la refinería se vaya flotando? —dijo Jane—. Uno ya se soltó cuando el Hyperion chocó con la refinería. Solo quedan tres.
—¿Cómo piensas hacer eso? —preguntó Punch—. Cada uno de los cables pesa tanto como un acorazado. Necesitarás una infraestructura monstruosa para manipularlos.
—No hay forma humana de cortar ese cable. Haría falta una bomba atómica. Pero fíjate en el enganche, este es el punto débil. Está sujeto con un perno de cuatro toneladas. Si pudiéramos hacer que saltara del enganche, el cable caería y Rampart se iría flotando.
—Cuenta conmigo.
—Del material de la base de investigación sísmica, de aquellos explosivos, queda algo de C4, ¿verdad?, un par de cajas por lo menos. Ghost las escondió en el búnker. Podríamos colocar una buena porción de explosivo plástico en los pernos, dinamitarlos y hacerlo saltar de la junta. Quemaríamos nuestro último cartucho, pero vale la pena intentarlo.
—Yo digo que sí. De perdidos al río. Hagámoslo a lo grande.
Jane fue a buscar a Ghost. Lo encontró en la cubierta C, en la planta más baja del bloque de alojamientos, en un lugar oscuro y de techo bajo, lleno de tuberías y herramientas abandonadas, la clase de sitio en que un mecánico como Ghost se sentiría como en casa.
Estaba desnudo de cintura para arriba e inclinado sobre una mesa, entretenido juntando con correas dos bombonas de submarinismo.
Jane le dio un beso entre los omoplatos y le pasó un brazo por la cintura.
—¿Estás bien?
—Sí —contestó él—, solo un poco frustrado. Me dejé seducir por el Hyperion, por todo ese lujo. Tenías razón desde el primer día. Teníamos que habernos quedado aquí.
—Tengo un plan. Traemos los explosivos del búnker. Hacemos saltar los pernos de las juntas. Soltamos los cables y nos vamos de aquí flotando. ¿Qué te parece?
—Me parece que eres más fuerte que yo, y más lista también, y si quieres intentarlo, yo me apunto.
—¡Bien!
—¿Así que hay que volver a la isla?
—Por última vez.
—Entonces tengo algo que puede servir —dijo, echándose las bombonas al hombro—. Subamos al helipuerto. Quiero enseñarte algo.
El helipuerto era grande como una cancha de baloncesto, con una gran «H» iluminada por un círculo de focos. Ghost empujó una silla de oficina al centro de la H y la cubrió con un anorak. Luego ayudó a Jane a sujetarse la bombona de submarinismo a la espalda. Había una pistola de espray al final de una gruesa manguera.
—Gasoil comprimido con nitrógeno —dijo Ghost—. Aprieta ese botón en el cañón. Es un mechero de butano de la cocina. Es la ignición, encenderá una pequeña llama en la boquilla. El gatillo grande dispara el gasoil. Ten cuidado, ¿vale? Afirma bien las piernas y no aprietes el gatillo hasta que estés segura de disparar.
Jane se puso a veinte metros de la silla. Prendió la ignición, asió bien la pistola de espray y apretó el gatillo. Un potente chorro de combustible llameante envolvió la silla de oficina. La espuma de la tapicería se arrugó y se derritió y la silla de plástico se consumió en una gran llamarada.