Nikki navegaba entre el oleaje. Llevaba siete días en el mar, siete días de noche perpetua, a la luz de las estrellas. Era como navegar por el espacio.
Apenas había dormido. De vez en cuando echaba una cabezada. Temía quedarse dormida al timón y morir congelada.
La barca estaba cubierta de escarcha. Hacía un frío terrible. Las olas no eran muy altas. El tiempo empezaba a cambiar. Poco a poco, las nubes iban tapando los resplandecientes cúmulos de estrellas. Turbulencias cada vez mayores se acercaban por el norte. La barca había sido diseñada para resistir una tormenta. Tan pronto como el mal tiempo arremetiera, Nikki arriaría las velas y se encerraría bajo cubierta. Iría cabeceando como un corcho en el agua, con la embarcación subiendo y bajando entre olas gigantescas. Si los remaches y las soldaduras aguantaban, ella sobreviviría.
Se metió en la cabina del piloto y comió cereales directamente del paquete, entre sorbos de agua. Había fijado con cuerda de nailon la posición del timón.
Una fría bruma azulada empezaba a iluminar el cielo meridional. En un lugar lejano, mucho más allá del horizonte, era de día. Navegar era fácil. No necesitaba la brújula. Solo tenía que seguir la luz.
Nikki llevaba tres chaquetas de forro polar y una manta isotérmica. Dos semanas en alta mar. Apestaba. No podía asearse ni lavar la ropa.
Siguió navegando entre el oleaje. Un poco más tarde, si el tiempo seguía en calma, dormiría una horita. El casco de acero y aluminio de la barca estaba revestido de poliestireno para embalajes, para retener el calor.
Las placas de hielo crujían y crepitaban.
—¿Nikki? Nikki, ¿me oyes?
Era la voz de Jane.
La radio colgaba en una bolsa de lona, debajo de la escotilla. Nikki habló por un auricular como el de un teléfono de baquelita.
—¿Cómo va todo, Jane?
—La tripulación se ha trasladado al Hyperion. Estoy sola en la refinería.
—A nadie le importan tus pequeños detalles. Vete al barco y pásatelo bien.
—¿Le has puesto nombre?
—¿A la barca? No es más que un montón de tornillos y tuercas. Las cosas son lo que son.
—Una barca tiene que tener nombre.
—No quiero encontrar poesía en mi alma ni redescubrir mi humanidad perdida. Me esfuerzo en afianzarme a la realidad, y esta es posiblemente la razón de que yo esté a medio camino de casa y vosotros sigáis atrapados en esa tumba de metal.
—¿Qué harás cuando llegues a tierra? ¿Lo has pensado?
—Sobrevivir en mi propio estado soberano. Será un deleite.
—¿Qué tiempo hace?
—Bastante calmado. El viento corta como un cuchillo. Parece que avanzo según lo esperado. Es difícil calcular la velocidad, pero la corriente es fuerte.
—¿Cuál es tu posición?
—Según mis cálculos, estoy al noroeste de Murmansk. En pocos días la corriente debería haberme llevado más allá de Noruega, pero habré perdido el contacto por radio mucho antes.
—Que vaya bien. Y que tengas suerte. Te llamaré mañana.
Nikki durmió en su cama. La barca estaba abarrotada de suministros. Cajas de comida, cajas de ropa. Nikki las había empujado a los lados y se había hecho un espacio estrecho como el de un ataúd, donde poder estirarse metida en un saco de dormir. Tenía el techo de aluminio del casco justo encima de la cabeza. Yacía en la oscuridad y escuchaba su propia respiración, áspera y ruidosa en aquel espacio confinado.
Un impacto. Un sonido de roce metálico en el costado de la embarcación. Un segundo impacto. ¿Un iceberg? ¿Una ballena?
Nikki abrió la escotilla. Había unas formas extrañas en el agua, grupos de rocas como pedazos de hielo a la deriva. Encendió la linterna y exploró la superfice del océano. El mar estaba lleno de coches Nissan Navara. Un panorama de metal brillante se mecía reflejando la luz de la luna. Muchos coches flotaban boca arriba. El agua azotaba los chasis galvanizados y las llantas de aleación. Algún barco carguero debía de haber volcado su cargamento y los contenedores se habían abierto al caer al mar. El aire retenido en el interior mantenía los coches a flote.
Cada vez que un coche topaba con la embarcación, Nikki oía el chirrido de la erosión del metal. Temía que los repetidos impactos dañaran el casco. Se pasó una hora yendo de un lado a otro de la barca. Sus botas resbalaban sobre el metal del suelo helado, mientras trataba de apartar los coches con los pies. Se había atado con una correa corta al mástil, para poder subir a bordo rápidamente, en caso de caer al mar.
Cuando finalmente consiguió librarse de la marea de coches, se sentó con la espalda apoyada en el mástil, para recuperar el aliento.
Supervivencia.
Tras haber renunciado a todo lo innecesario —su trabajo, sus amistades, su nombre y su historia—, ¿qué quedaba? Solo quedaba el hecho de que estaba viva y consciente, flotando a la deriva en un vasto océano.
Nikki conectó la radio.
—¿Hola? ¿Hola? Llamando a todas las embarcaciones. ¿Alguien me escucha?
Oyó la voz de un hombre, un susurro educado y tranquilo. Las palabras no se distinguían. Era una especie de retransmisión que se repetía. Llevaba días sonando.
Miró el horizonte. Unas nubes oscuras moteaban el azul celeste de la lejana luz del día. Se avecinaba una tormenta.
Nikki se estiró y trató de concentrarse, lista para enfrentarse al siguiente adversario, como el boxeador que espera a que suene la campana del primer asalto.