El naufragio

Impacto.

Ghost salió despedido a la otra punta de la sala de máquinas. Se agarró a una barandilla y evitó caerse sobre un enorme eje de hélice en marcha.

Cayó al suelo. El ventilador de un extractor se soltó de un conducto y retumbó sobre la cubierta, cerca de la cabeza de Ghost. Varios armarios de herramientas se abrieron de golpe.

Ghost se puso en posición fetal con las manos en la cabeza, mientras llaves inglesas rebotaban sobre la chapa de la cubierta.

El barco dio un bandazo en una última conmoción cataclísmica. Una sección de la pasarela se desplomó. Al reventar un extintor, la sala de máquinas se llenó de partículas de espuma. Luego, todo se quedó quieto.

Ghost se puso en pie, se limpió la espuma de la cara y de las manos y escupió espuma también. Una capa blanca cubría como una nevada frondosa la sala de máquinas.

—¿Con qué hemos chocado? —preguntó Punch—. ¿Con un iceberg o algo así?

—Nos hemos parado. No nos movemos. Creo que hemos embarrancado.

—¿Te has hecho daño?

—Me he dado un golpe en la pierna, pero estoy bien. ¿Y tú?

—Nada.

Los ejes de las hélices seguían girando.

—Será mejor que paremos los motores.

El barco quedó escorado en un ángulo extravagante. La sala de máquinas era una cuesta empinada. Punch tuvo que trepar por la sala para desconectar los interruptores diferenciales. El ruido de los motores disminuyó poco a poco, hasta cesar del todo. Los cuatro enormes ejes de hélice fueron frenando gradualmente, hasta que dejaron de rodar.

Ghost puso en funcionamiento una de las turbinas desconectadas.

—Mejor si dejamos esta al ralentí —dijo—. Nos servirá para tener luz.

—¿Dónde está la radio? Ayúdame a buscarla. Creo que la perdí al caerme.

Ghost encontró la radio detrás del cadáver del maquinista.

—¿Jane? Jane, ¿me oyes?

Sin respuesta.

—Jane, ¿me copias? Cambio.

Pasó una hora. Cada diez minutos, Ghost trataba de establecer contacto con Rampart.

—¿Crees que esas cosas estarán ahí fuera aún? —preguntó Punch.

—Imagino que sí.

Punch movió con el pie al maquinista.

—He matado a un hombre —dijo Punch—. Fíjate, me he convertido en alguien que mata gente.

—El mundo ha cambiado. Tenemos que cambiar también.

Oyeron un ruido sordo, como el de una escaramuza. Punch subió los peldaños del puente y puso la oreja contra la puerta.

—¿Oyes algo? —preguntó Ghost—. ¿Hay alguien ahí fuera?

Punch le hizo señas para que guardara silencio.

Tres golpes en la puerta.

—¿Qué hacemos? —preguntó Punch—. ¿Abrimos la puerta?

Tres golpes más.

—Pásame la escopeta —dijo Punch—. Voy a abrir.

Abrió la compuerta, se apretó la culata de la escopeta en el hombro y le dio una patada a la puerta. Era la doctora Rye, con una botella de Chivas Regal en la mano.

—¿Preparados para largarse?

Rye encendió un trapo metido en el cuello de la botella de Chivas y la lanzó contra un grupo de pasajeros infectados, congregados al final del pasillo. El alcohol en llamas se esparció por las paredes y por el suelo y formó una barrera de fuego.

—No perdamos tiempo.

Cruzaron corriendo el barco. Los pasillos y las escaleras estaban inclinados en un ángulo de pesadilla.

—Veamos —dijo Rye—. Tendremos que pasar por un par de espacios comunitarios. Lo haremos con rapidez y sigilosamente. Hay demasiados de esos engendros como para repelerlos a todos.

Cruzaron la biblioteca del barco. Novelas y revistas habían caído de los estantes al encallar el barco. Pasaron por encima de montañas de papel.

—Vamos a cruzar el vestíbulo principal —explicó Rye—. Puede ser peliagudo.

Pasaron raudos por una zona de terrazas que daban al vestíbulo principal, el espacio comunitario central. Ghost se detuvo un momento y miró por la balaustrada.

Cientos de pasajeros infectados pululaban y gemían entre el caos y el hedor. Ricos veraneantes mutados en monstruosas parodias de sí mismos. Andaban a trompicones entre las mesas y las sillas volcadas en el suelo. Subían y bajaban por las escalinatas. Montaban en los ascensores de vista panorámica. Se arrastraban a cuatro patas o con los codos por el gran rellano de las escalinatas. Resbalaban sobre los folletos del mostrador de información y tropezaban con los relucientes pedazos de la araña de luces caída del techo.

—Dios mío —murmuró Ghost.

Rye le tiró de la manga.

—Vamos.

—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó Ghost.

—Remando en bote desde la plataforma —contestó Rye—. Regresaremos en la zódiac.

—¿Encontraste a Jane?

—Pensaba que estaba con vosotros.

En el momento del impacto, Jane había salido despedida del techo del puente de mando, como el maniquí que atraviesa un parabrisas en una simulación de choque.

Al salir volando por los aires, Jane tensó instintivamente todos los músculos del cuerpo, esperando el impacto. Va a ser una tortura lenta, le dijo una vocecita; chocarás contra la cubierta y te quedarás tirada en el suelo pensando que estás bien aunque te hayas roto la columna. El dolor irá en aumento hasta que pierdas el mundo de vista.

Una pierna se le enredó en un cordón de luces de adorno colgado en la proa. Jane quedó suspendida cabeza abajo unos instantes, revolviéndose y agitando los brazos hasta que la ornamentación cedió entre chispazos. Jane cayó sobre la cubierta y aplastó varias bombillas. Se puso rápidamente de pie. En cualquier momento iba a tener a los pasajeros infectados encima. Recogió su escopeta y corrió.

La zódiac de Rampart colgaba de unos cabrestantes para botes salvavidas. Jane hizo bajar la zódiac hasta el hielo y se descolgó por la soga del cabrestante. Desenganchó la soga y arrastró el bote por la superficie del hielo, hasta el borde del agua.

Había perdido la radio. Se arropó con el abrigo y esperó a ver si alguien más había logrado escapar del Hyperion. Quince minutos después, vio que alguien se aproximaba por la nieve: Ghost, Punch y Rye.

—Ya pensaba que habíais muerto —dijo Jane.

—¿Qué pasó?

—Había cientos de ellos —balbuceó Jane—. Fue como si estuvieran todos hibernando allí abajo, en la oscuridad.

—¿Dónde está Ivan? —preguntó Ghost.

—Lo hicieron pedazos.

—¡Por Dios!

—Larguémonos de esta isla —dijo Jane—. No quiero ver más ese puto barco.

Mientras conducían la zódiac a Rampart, miraron hacia atrás.

El transatlántico había embarrancado a tres kilómetros de distancia, con las luces aún centelleando. La proa del barco se alzaba sobre las aguas. En la plancha del casco había una gran grieta.

Nadie dijo nada.

Rye le curó la cara a Sian. Le limpió la sangre de la nariz y le puso un vendaje.

—Pasarás un tiempo respirando por la boca, pero te pondrás bien —le dijo Rye mientras le daba un par de aspirinas.

—¿Algún otro herido? —preguntó Sian.

—Nail se ha roto el brazo.

—¡Carajo!

—Una fractura. Nada grave.

Jane bebía sopa a sorbos en la cantina y se calentaba las manos con la taza. El resto de la tripulación la miraba desde la otra punta de la sala.

—¿Qué quieren? —preguntó Jane—. ¿Qué les puedo decir?

—Supongo que quieren saber si el barco aún flota —contestó Sian.

Tenía la nariz vendada y hablaba como si tuviera un fuerte catarro.

—¿Cómo demonios voy a saberlo? Diles que muevan el culo y lo vean con sus propios ojos. ¿O es que tengo que hacerlo todo yo?

Jane se encerró en el lavabo. Durante su breve exploración del Hyperion se había llenado los bolsillos de botellitas de bebidas alcohólicas. Se sentó en el cubículo, colgó la linterna en el soporte del papel higiénico y se echó entre pecho y espalda cinco botellitas de Jim Beam. Cerró los ojos y esperó los efectos.

Jane se tendió en la litera y vació dos botellitas de bourbon más. Estaba insensible y atontada, y deseaba que aquello durara.

Alguien llamó a la puerta.

—Ghost quiere ir al barco, a buscar material —dijo Punch—. Hay unas cuantas cosas que nos irían bien.

—Olvídalo. Ese lugar es una trampa mortal.

—Sería entrar y salir, como robar un banco. ¿Nos acompañas?

—Me he retirado de jugar a los héroes.

—Entonces no te importará prestarme tu escopeta —dijo Punch, recogiendo el arma y los cartuchos de encima de la mesa.

Jane, aún tendida en la cama, se giró hacia la pared.

Ghost y Punch llevaron la zódiac de vuelta a la isla. Habían sujetado a la lancha una larga escalera de aluminio. La escalera sobresalía por ambos lados, como unas alas metálicas.

El Hyperion estaba encallado en las rocas dentadas de la orilla de la isla.

Transportaron la escalera a la proa del barco y entraron por una brecha en el costado del casco. Las planchas de acero rasgadas habían dejado al descubierto una sección transversal de dormitorios y escaleras.

Ghost condujo a Punch a un pasillo cercano al pantoque.

—Allí —le dijo, señalando el techo—. Es exactamente lo que nos hace falta. Un solo núcleo, alto voltaje. Con un buen pedazo bastará. Perfecto.

Haciendo palanca con un destornillador abrió un cajetín de pared y sacó un interruptor diferencial.

—¿Perfecto, dices? ¿Encontramos una ciudad flotante y lo único que nos llevamos es un pedacito de cable?

—Esto nos dará calor y luz, nos mantendrá vivos todo el invierno. Piensa que nuestra situación ha mejorado mucho desde ayer. Tómatelo de esta manera.

Punch cerró una compuerta en una punta del pasillo y la reforzó haciendo nudos con un trozo de manguera de incendios. Luego hizo guardia en la otra punta, sosteniendo en la mano un cóctel molotov fabricado con una jarra de pepinillos.

—Tan rápido como puedas —dijo—. No queremos atraer una multitud.

Ghost sacó a rastras una mesa de un despacho, se subió encima y puso manos a la obra. Con una llave inglesa desmontó una toma de corriente del cable, arrastró la mesa a la otra punta del pasillo y repitió la operación.

Un tipo gordo con bermudas y camisa hawaiana apareció por la esquina. Llevaba sombrero y una cámara fotográfica colgando del cuello. Sus piernas eran un revoltijo de tiras de piel y metal.

—Ahí viene nuestro primer cliente —dijo Ghost.

Sacó un Zippo del bolsillo y encendió el trapo. El molotov esparció llamas de queroseno por el suelo del pasillo. El segundo molotov se estrelló contra la cara del hombre y lo convirtió en una columna de fuego. Se oyó un aullido gutural, inhumano. El hombre se desplomó y se quedó ardiendo en el suelo.

—¿Lo ves? —dijo Punch—. No se queda quieto. El tipo está muerto, pero el metal sigue dale que te pego.

Punch se apartó del hombre en llamas y del hedor que despedía, y sacó otro molotov de la mochila.

—Ahí vienen más —avisó—. ¿Cómo va eso, Ghost?

—Hemos terminado.

Ghost enrolló el cable y se lo cargó al hombro. Punch desató la manguera de incendios y abrió la compuerta. Antes de salir echó un último vistazo. Figuras monstruosamente deformadas se apelotonaban entre las llamas y el humo. Punch arrojó su último molotov y echó a correr.

Los efectos del alcohol empezaban a disiparse. Jane decidió ir a pedirle a Ghost una buena bolsa de hierba. Eso haría más fácil suprimir toda consciencia y pasar el día aletargada.

Jane yacía en la oscuridad. Los tubos de luz fluorescente del techo parpadearon y se encendieron. Jane se cubrió con la mano los ojos, cegada por el resplandor. La corriente eléctrica ya funcionaba.

Abrió la puerta. Había luz en el pasillo, luz en todas las habitaciones. Oyó vítores que llegaban de la cantina.

La tripulación entera se había puesto debajo de las rejillas de calefacción, como si tomaran una ducha, disfrutando del chorro de aire caliente en la cara. «Sweet Home Alabama» sonaba en la máquina de discos, que alguien había puesto en marcha. Cuando Ghost volviera de su tarea en la cubierta C brindarían todos por él, con una taza de café. Le darían palmadas en la espalda y le chocarían los cinco. Jane no quería estar presente.

Volvían a tener corriente. Nikki cruzó corriendo la sala de bombeo, de camino al almacén. Encendió un interruptor. La luz de las lámparas de arco brilló con fuerza.

Dio una vuelta alrededor del bote. Era su primera oportunidad para examinarlo con detalle, para comprobar la solidez de las soldaduras y el ajuste de los tornillos. Le dio unas pataditas y unas palmadas al casco.

Amarró en la proa y en la popa la cadena para izarlo y pulsó SUBIR. El cabrestante empezó a bobinar y la cadena se tensó. Con un chirrido, el bote se fue elevando lentamente del suelo.

Nikki pulsó un botón en la pared. Destellos amarillos de advertencia. Debajo de la barca la escotilla se abrió como el depósito de bombas de un B52. Un tifón de partículas de hielo se desató. Las velas plateadas ondearon y se hincharon.

Desde el borde del abismo, Nikki bajó la mirada hacia la oscuridad y el viento helado. Ahí era adonde se dirigía. Si elegía hacerse a la mar ella sola e irse a casa, tendría que pasarse sin la luz y el calor de la plataforma y se sumergiría en la noche perpetua.

La excitación la invadió. Solo tenía que pulsar BAJAR.

Ayuda a alguien, se decía Jane, sentada en el borde la cama. Cuando atraviesas un mal momento y te sientes inútil e incapaz, tiéndele la mano a alguien. Hazte apreciar.

Jane se encaminó al hangar del submarino.

Nail yacía tendido en la cubierta. Usaba su saco de dormir como almohada y disfrutaba del chorro de aire caliente que salía de un respiradero de la pared.

Tenía roto el brazo derecho. Un mango de escoba partido en dos hacía de tablilla y una camiseta rota servía de vendaje.

—¿Quieres que te traiga algo? —le preguntó ella—. ¿Una bebida? ¿Algo de comer?

Nail giró lentamente la cabeza. Se la miró un buen rato como si tratara de recordar su nombre.

—¡Dios! —dijo Jane—. Rye te tiene dopado hasta las cejas, ¿no?

Nail sonrió y cerró los ojos, pero reaccionó enseguida y trató de erguirse.

—Nikki —dijo Nail.

—¿Quieres que vaya a buscarla?

—Se han encendido las luces.

—Tenemos luz y calefacción, así es.

—Corriente.

—Sí, corriente.

—Nikki.

—Puedo ir a buscarla, si quieres.

Nail intentó incorporarse, pero Jane lo empujó suavemente hacia atrás.

—No sé qué te ha dado Rye, chaval, pero quizá deberías tumbarte y disfrutar del colocón.

Ghost convocó a todo el mundo en la cantina y expuso su plan.

Nikki escuchaba desde el fondo de la sala.

El Hyperion estaba semiembarrancado, pero con la primavera el hielo se derretiría y el barco volvería a flotar. Así que la situación cambiaba de nuevo. Había que ahorrar combustible. Había que ahorrar comida. Pasarían el invierno allí.

Ghost sugirió que la tripulación se trasladara de la refinería al Hyperion. Mejor alojamiento, más fácil de calentar. Para mantener a raya a la horda solo había que desconectar los ascensores y reconstruir las barricadas. Era perfectamente factible. Los pasajeros infectados no razonaban, no tenían astucia ni estrategia. Era fácil contenerlos.

—Pensad en la comida —dijo Ghost—. Pensad en la priva.

Eludió la mirada de Jane, ligeramente avergonzado de tratar de convencerlos con promesas de tanto alcohol como quisieran.

Ghost propuso someterlo a votación. Hubo empate y la discusión se convirtió en pelea. La mitad decía que era demasiado peligroso alojarse en una suite del transatlántico, con pasajeros voraces amontonados al otro lado de la puerta. La otra mitad decía que la oportunidad de disponer de un camarote de lujo era demasiado buena para dejarla escapar.

De los insultos se pasó a los empujones. Parecía que el debate iba a durar hasta bien entrada la noche, y Nikki se escabulló con disimulo por una puerta lateral.

Se apresuró a encontrar un puesto de botes salvavidas. Unos indicadores rojos pintados en el suelo de toda la plataforma señalaban el camino. En todas las esquinas de la refinería había varios botes salvavidas de casco rígido, barcas de fibra de vidrio naranja, grandes como un autobús y espacio para treinta personas. En los simulacros de incendio semanales, los tripulantes se entrenaban a sujetarse con correas en la barca, sellar la compuerta y tirar de la palanca de eyección. Unos pernos explosivos expulsarían el bote salvavidas desde la lanzadera hasta el mar.

Nikki montó en la balsa. Ella y Nail habían hecho ya una incursión para hacerse con material, pero Nikki quería más cosas.

De debajo de un banco sacó una caja de tapa con cierre. Equipo de emergencia: comprimidos de sal, una bomba manual para achicar agua y un desalinizador compacto. Los metió en una bolsa y fue corriendo al almacén de la cubierta C. Lo echó todo dentro de la barca.

Luego fue rápidamente a la despensa. Volcó una caja grande de fideos deshidratados. Latas y cartones fueron a parar al interior de la caja. Volvió corriendo a la cubierta C y echó la caja en la barca.

Levantó varias planchas del suelo. Había bolsas de ropa, mapas y bengalas escondidos entre las tuberías. Arrojó las bolsas en la barca.

Encontró maquinillas de cortar pelo. Inclinó el cuerpo hacia delante y se rasuró la cabeza. Matas de pelo castaño rojizo fueron cayendo sobre la cubierta.

Un último vistazo. Sacó del bolsillo una hoja de papel arrugado, su lista. Un rápido inventario y todo listo.

Le dio con el puño a un botón verde en la pared. Las puertas de la trampilla se abrieron debajo del bote y desataron una ráfaga huracanada de viento helado y partículas de hielo.

La barca colgaba de unas cadenas. Nikki pulsó BAJAR y montó en el bote que empezaba a descender hacia la oscuridad.

El bote bajó hasta la superficie de hielo de debajo de la refinería. Nikki desenganchó las cadenas.

Había un par de palés con ruedas sujetos a la parte inferior de la barca. Esta pesaba como una furgoneta, pero el hielo era tan liso como el cristal.

Nikki se puso crampones en las botas y se lanzó contra el bote. La barca se movió y empezó a coger impulso. Nikki empujó la embarcación poco a poco, hasta la orilla del mar y subió a bordo cuando el quebradizo hielo se rompió bajo el peso de la barca y esta se deslizó en el mar. Tirando de la soga con una y otra mano, Nikki arrió las velas.

Se oyó el ruido metálico de un motor. El haz de luz de una linterna le dio de repente en la cara a Nikki. Jane bajaba en el montacargas de la plataforma. Nikki se apartó de la luz que la deslumbraba como si hubiera recibido una bofetada.

—Una escapada sigilosa, ¿de eso se trata? —gritó Jane.

El montacargas llegó al suelo.

—No quería molestar a nadie.

Nikki se cubrió los ojos con la mano y trató de distinguir, entre la luz que la cegaba, si Jane llevaba una escopeta.

—Me gusta tu nuevo corte de pelo —dijo Jane—. Pareces un huevo duro.

Nikki no dijo nada. Esperó a ver qué hacía Jane.

—Este es el trato. Llévate el bote. Llévate la comida. Llévate cualesquiera que sean las cartas marinas que hayas robado. Pero llévate una radio también. Es lo mínimo que puedes hacer. Necesitamos saber hasta dónde llegas y qué nos espera más allá del horizonte.

Una radio metida en una bolsa de lona alcanzó a Nikki en el pecho. Esta agarró la bolsa por el asa antes de que la radio cayera en el agua.

—Entonces, ¿qué dices?

—De acuerdo —convino Nikki—. Llámame cuando quieras. Charlaremos y nos contaremos chismes.

—Lo digo en serio. Te estabas muriendo de frío en el hielo, ¿te acuerdas? Estabas más perdida que Carracuca. Te trajimos aquí. Te salvamos la vida. Nos debes unos pocos minutos de tu tiempo.

—Muy bien. A la mierda.

—Vas a estar muy sola ahí fuera. Pasarás unos cuantos días a oscuras. Quizá agradezcas oír una voz.

La barca empezó a alejarse del hielo.

Veinte metros. Treinta. Nikki se iba alejando del alcance de Jane.

Cien metros. Doscientos metros. Ya fuera del alcance de una escopeta.

Nikki era libre. Nail podía requisar la zódiac y tratar de cazarla, pero le costaría encontrarla. La barca no llevaba faros y era demasiado pequeña para ser detectada con el radar.

Nikki miró hacia atrás. Rampart iba menguando, era una constelación de luces cada vez más pequeña, la silueta de un esqueleto colosal que tapaba las estrellas.

La embarcación se abría camino haciendo crujir las placas de hielo.

Nikki le dio la espalda a la refinería y puso la mirada en el horizonte meridional, donde una fabulosa nube de estrellas de la Vía Láctea se encontraba con la impenetrable negrura del mar. Una mezcla de excitación y temor hizo que a Nikki le palpitara más rápido el corazón. Fijó la posición del timón con una soga, se encajó un pasamontañas de forro polar y se bajó la capucha. Se arrebujó en la cabina de mando y se preparó para la gran travesía.

Nail estaba aletargado por los opiáceos. La meperidina había rebajado a simple dolor el insoportable sufrimiento de su cúbito roto. Los intervalos de consciencia e inconsciencia duraron un par de horas.

Se despertó. Las drogas habían dejado de hacer efecto. El dolor en el brazo le humedecía los ojos y le hacía rechinar los dientes.

Se puso de pie y fue tambaleándose por fríos pasadizos hasta la sala de bombeo. Abrió de una patada la puerta del almacén. La escotilla del suelo estaba abierta. La barca había desaparecido.

—¡Puta zorra! —gritó.

Jane, desde el panel de control de la compuerta, pulsó CERRAR. Los cilindros hidráulicos se replegaron y la cerraron. Se cerró del todo con un ruido sordo y metálico y el sonido del viento se dejó de oír.

—No sé de qué te sorprendes —dijo Jane—. Estaba clarísimo que Nikki te iba a joder. En tu lugar, yo habría escondido el fusible del control de la compuerta. Lo habría sustituido por uno inerte, para asegurarme de que ella no iba de paseo sin mi consentimiento. En el fondo, en lo más íntimo de ti, sabes que eres más bien bobo.

—¡Puta zorra! —murmuró Nail.

Jane fue con Sian al helipuerto, otra vez iluminado con reflectores.

—¿Te sientes un poco subestimada? —preguntó Sian.

—Ghost hizo un buen trabajo con la corriente.

—Estarán contentos durante cinco minutos. Luego se darán cuenta de que siguen aquí, aislados y a la espera de que alguien los lleve a casa. No tardarán en llamar a tu puerta.

—¿Y qué les digo?

—Que tenemos un barco. Embarrancado y con una brecha enorme en el casco. Pero que tarde o temprano lo pondremos en marcha.

—Creo que los residentes actuales pondrían alguna objeción. Mira allí, en la isla —dijo, señalando unas figuras iluminadas por la luz de la luna, congregadas a la orilla del mar—. Han salido del barco. En un par de semanas esto será un puente de hielo. Desde la isla hasta aquí, el mar se habrá solidificado y podrán llegar hasta nosotros. ¿Crees que las cosas van mejor solo porque tenemos luz? Estamos oficialmente en estado de sitio.