Ghost eligió una compuerta cerca de popa. Había una gran equis roja pintada en la puerta. Desmontaron la barricada; un sofá de camarote y un par de televisores. La compuerta estaba atrancada con una palanqueta.
Ghost probó la corredera de su escopeta. Un cartucho en la recámara y el seguro quitado.
Punch blandía un hacha de incendios.
—Cierra la puerta detrás de nosotros.
Jane apartó la palanqueta y abrió la puerta. Un pasillo desierto. Ghost y Punch entraron.
—Buena suerte —dijo Jane, antes de empujar la puerta y cerrarla.
Oyeron el amortiguado chirrido metálico de la palanqueta con que Jane había vuelto a atrancar la puerta, encerrándolos en el interior del barco.
—Bien —susurró Ghost—. Hagamos tan poco ruido como podamos.
Ghost consultó un plano dibujado a mano. La ruta que había trazado para llegar a la sala de máquinas no era directa, pero quería evitar las zonas comunitarias donde los pasajeros infectados podían estar congregados. Si los infectados actuaban realmente sin sentido estarían vagando por todo el barco, pero si conservaban algún recuerdo de la vida, muchos de ellos estarían en los bares y los restaurantes.
Punch y Ghost se movieron deprisa por los pasillos de servicio. Eslóganes de la compañía y litografías de tema marítimo se sucedían en las paredes.
LA CALIDAD ES NUESTRA DIVISA
—Qué ridiculez —dijo Ghost—. Todo en inglés menos lo que realmente importa.
Pasaron junto a la entrada de los baños termales. Centro Termal Neptuno. Una luz terapéutica azul iluminaba la piscina. Había hamacas volcadas y letreros de baños de vapor, de salas de masaje, de sauna medicinal o finlandesa.
Oyeron un débil sonido, unos crujidos secos. Había algo atrapado en el fondo de la piscina de masajes vacía, algo que con torpes y frenéticos movimientos trataba de salir. El ruido cesó de repente. Aquello había notado la presencia de Punch y Ghost en la puerta de entrada y los escuchaba respirar.
Punch dio un paso para entrar, pero Ghost le tiró de la manga y le hizo señas para que siguiera andando.
Ivan inspeccionó la sala de mapas de navegación.
—Aquí hay un estufa de petróleo.
—Enciéndela.
Ivan empujó la estufa hasta el puente de mando y con una cerilla la encendió.
—Yo diría que si vamos a calentar este lugar sería buena idea ocuparnos del capitán, o el pestazo será insoportable.
—Tienes razón —argumentó Jane—. Vamos a echarlo por la borda.
Arrastraron por las botas al muerto y cruzaron la cubierta tirando de él. Luego lo levantaron por el abrigo y lo arrojaron por encima de la barandilla. El capitán se zambulló en el mar, flotó boca abajo un par de minutos y luego el peso del abrigo empapado lo hizo desaparecer bajo las olas.
—Creo que debería recitar algo —dijo Jane—. Pero no se me ocurre qué.
—No te preocupes demasiado —dijo Ivan—. Ha tenido mejor despedida que la mayoría, estos días.
La estufa de petróleo ardía con llama azul. El puente de mando empezó a coger calor. Jane se reclinó en la silla del capitán y se desabrochó el abrigo. Algo olía mal. Se olfateó los sobacos. Apestaban.
Jane le pasó la radio a Ivan.
—Vuelvo en un minuto. Mantén caliente mi asiento.
Jane examinó las habitaciones de los oficiales. Había chapas con nombres en todas las puertas.
Abrió los cajones de los armarios. Ropa interior térmica limpia. Camisetas. Calcetines.
Junto a la cama había una botella de agua mineral. Jane llenó la pileta, se desnudó y se lavó. Había sobrecitos con acondicionador, exfoliante y champú. Era la primera vez que se lavaba el pelo desde hacía semanas.
En el armario del lavabo había artículos de aseo y cosméticos. Al cerrar la puerta del armario se vio reflejada en el espejo. Hacía tiempo que no se veía desnuda. Estaba más delgada. Tenía las clavículas más marcadas y los pechos más pequeños y caídos.
Uno de los atractivos de la vida en el Ártico era su asexualidad. Hombres y mujeres llevaban la misma ropa acolchada de invierno. En una instalación polar no había jerarquías de belleza o glamour.
Jane jugueteó con los cosméticos. Se puso brillo de labios y consiguió que su boca pareciera una herida ensangrentada.
Ghost y Punch llegaron al hueco de la escalera. Bajaba nueve plantas.
—Cuidado con lo que pisas —dijo Ghost.
La temperatura era más baja aún. El hielo recubría las escaleras. Estaban muy por debajo de la línea de flotación.
La sala de máquinas.
Se encerraron en el interior y atrancaron la puerta con una llave inglesa.
Desde la pasarela miraron abajo, a una monumental maquinaria de propulsión. Turbinas de gas. Alternadores. Cuatro motores enormes montados sobre amortiguadores de goma y cuatro enormes árboles de transmisión, hechos de manganeso.
Ghost sacó la radio.
—Lo hemos conseguido. Estamos en la sala de máquinas.
Al final de la pasarela había una cabina de control acristalada.
—Activemos todos los interruptores —dijo Ghost—, a ver qué pasa.
Oyeron que algo se arrastraba lentamente bajo la pasarela.
—Creo que no estamos solos —advirtió Punch.
El tipo debía de haber sido un maquinista. Su chapa decía HILMAR LARSEN. Salió cojeando desde detrás de uno de los gigantescos motores Wärtsilä Vasa, y arrastraba la pierna como si tuviera el tobillo roto. La mano derecha estaba erizada de púas metálicas, como la de un guantelete. La tela de su mono de trabajo se había estirado e hinchado como por una extraña deformidad vertebral. Tenía la cara llena de sangre y abotargada, y ojos negros como el azabache.
—¿Cómo va todo, Hilmar? —le preguntó Punch.
El maquinista alzó la vista y dio un bufido. Fue tambaleándose lentamente por la sala de máquinas y empezó a subir las escaleras.
Punch y Ghost recularon.
—Colega, no estaría de más que te quedaras quieto donde estás.
El maquinista llegó al último peldaño y apoyándose en la barandilla siguió cojeando hacia ellos.
—Larsen. Si me escuchas y entiendes lo que digo, detente ahora mismo.
El hombre siguió avanzando.
Punch y Ghost se metieron en la cabina de control. Ghost cerró la puerta y la aguantó con el pie. Punch apoyó el hombro contra ella.
Larsen se lanzó contra la puerta. Ghost se vio reflejado en sus ojos negros azabache. El maquinista daba bufidos y escupía. La saliva resbalaba por el cristal.
—Dispárale —dijo Punch.
—Hay que ahorrar munición. Yo abriré la puerta y tú le das con el hacha.
—De acuerdo.
—¿Preparado?
Ghost abrió la puerta.
Punch se echó atrás y asió con fuerza el hacha. La blandió por encima de la cabeza, como si fuera a darle un porrazo a esas atracciones de feria en las que uno mide su fuerza.
—Última oportunidad, Hilmar —le dijo—. No voy a permitir que te acerques más.
El maquinista se preparó para atacar.
Punch lo golpeó con el hacha y le partió la cabeza en dos. El maquinista se tambaleó y fue dando trompicones hacia la pasarela, con el hacha hundida en el cráneo. Las piernas se le movían en un extraño bailoteo, las últimas señales emitidas por un cerebro hecho puré.
Punch y Ghost saltaron por encima del muerto y bajaron por las escaleras a la planta de la sala de máquinas.
—Dale a todos los interruptores que encuentres —dijo Ghost—. Pon en verde todas las luces.
Activaron todos los controles y conectaron todos los circuitos. Se oyó un tenue zumbido de corriente.
Ghost cogió la radio.
—Leva el ancla —le dijo a Jane—. Pongamos el barco en marcha.
Se oyó un breve silbido de aviso. Las turbinas zumbaron un poco y luego rugieron. Los ejes de las hélices empezaron a girar.
En la cabina del timonel, Jane vio cómo las agujas del acelerador de las turbinas pasaban de «Cero» a «A Toda Máquina».
—¿Notas eso? —le preguntó a Ivan—. Nos estamos moviendo.
—No me jodas —contestó Ivan.
Al final de la cubierta, Ivan vigilaba el hueco de la escalera. Oyó unos fuertes golpes en la puerta atrincherada. La barricada de muebles empezó a temblar y a moverse.
—Lamento decirlo, pero creo que hemos despertado a los vecinos.