Contaminación

Punch sujetaba un portafolio en la despensa de la cocina. Recuento de provisiones. Jane revisaba los estantes.

—Judías, seis latas; ruibarbo, tres latas; tomate troceado, dos cajas de doce.

Juntos contemplaron la menguante reserva de latas y cartones.

—Menos mal que tenemos esto cerrado —dijo Punch—. Si los otros supieran la poca comida que nos queda, seguro que les entraba pánico.

—Quizá deberíamos reducir las raciones —propuso Jane—, y usar más arroz y pasta.

—Tiene que haber alguien que sepa pescar. Recuérdamelo en la cena, cuando estén todos en la cantina. Se lo preguntaré.

Oyeron unos pasos que se acercaban corriendo, el sonido de unas zapatillas de deporte. Sian se quedó jadeando en la entrada, aguantándose en el marco de la puerta.

—Hay noticias de Ghost. Rawlins ha tenido un accidente. Está herido. Viene de vuelta.

Bajaron a la base de la refinería y esperaron en el hielo. Jane escudriñó el horizonte con unos prismáticos. Un punto negro, la zódiac, se acercaba a toda velocidad.

—Joder —dijo Punch—. Viene pisando a fondo.

Ghost paró la lancha levantando espuma con un viraje brusco y apagó el motor. Rawlins estaba tendido en el fondo de la zódiac, con el brazo derecho envuelto en una manta térmica. Tras sacarlo de la lancha, tendieron a Rawlins sobre el hielo que rodeaba la pata de la refinería.

—No lo toquéis —dijo Ghost—. No le toquéis la piel.

Transportaron a Rawlins sobre la superficie helada, al elevador de la plataforma. El elevador estaba acoplado a la pata sur de la refinería.

Tendieron a Rawlins en las planchas del suelo.

—¿Dónde está la doctora Rye? —preguntó Ghost.

—Está esperando arriba.

—De acuerdo. Punch; tú quédate y amarra la lancha.

Ghost le dio un manotazo al botón SUBIR. El ascensor se puso en marcha con una sacudida.

Jane se inclinó sobre Rawlins. Un pasamontañas y unas gafas de seguridad le tapaban la cara.

—¿Está consciente? —preguntó Jane.

—Se mueve, pero no habla.

—¿Qué le pasa?

—Ya lo verás.

La doctora los esperaba en una de las esclusas de aire. Ayudó a llevar a Rawlins al interior y lo metieron en el coche camilla.

Convulsiones. Rye se enfundó unos guantes de goma de nitrilo y le quitó el pasamontañas y las gafas a Rawlins. Tenía los ojos en blanco y los labios azules.

—Nada de contacto con la piel —advirtió Ghost—, ni boca a boca, por lo que más quiera.

La doctora le cortó con tijeras el abrigo y le dio a Rawlins veinte compresiones torácicas.

—Respira. Muy bien. Vamos.

Rye condujo el coche por oscuros corredores iluminados por los faros del vehículo. Jane, Sian y Ghost corrían detrás, esforzándose por seguirlo.

Enfermería. Rye restableció la corriente. La habitación se iluminó de blanco.

Tendieron a Rawlins en la mesa de operaciones y la doctora ajustó la lámpara móvil encima de él.

—En mi despacho hay un calentador de convección —dijo Rye—. Ponedlo en marcha.

Se puso una máscara en la boca, una gafas protectoras y un par de guantes quirúrgicos.

—Muy bien. Ahora id todos al despacho y quedaos allí.

Se instalaron en el despacho y miraron por una ventanilla.

Rye sacó de un armario unas tijeras y unos fórceps. Recortó el aluminio que recubría el brazo de Rawlins y separó el tejido. La sangre corrió por el suelo.

—Trate cada gota de eso como si fuera sida —le dijo Ghost por un interfono de pared—. Límpiela bien. Desinféctela.

Rye esparció algodón por el suelo, para absorber la sangre.

—Y tenga cuidado con el brazo. No lo toque bajo ningún concepto.

La mano de Rawlins se había puesto negra, tenía la piel amoratada como por una fuerte contusión.

—¿Congelación? —preguntó Jane.

—No.

—¿Está segura? Tiene el mismo aspecto que la mano de Simon cuando lo rescatamos del hielo.

Tenía la carne erizada de astillas de metal, finas como una aguja.

—Dios mío.

Con unas tijeras quirúrgicas, Rye recortó la ropa de Rawlins y le quitó del cuello las placas de identificación.

—Tipo O negativo.

Se enfundó otra capa de guantes y entubó la mano izquierda de Rawlins a una bolsa de O negativo que sacó del refrigerador.

—Tiene el pulso alto —dijo Rye—. La respiración parece normal. ¿Qué ocurrió realmente?

—Abrimos la cápsula y Rawlins entró. Había un cadáver, el de un astronauta. Frank intentó quitarle el casco. Un momento después estaba chillando y sangraba.

—¿Un astronauta?

—Sí, una especie de cosmonauta. Estaba muerto. Bien muerto. De repente despertó. Agarró a Rawlins y pelearon. Saqué a Frank de allí y le pegué fuego a todo.

—Parece un mordisco, lo que tiene en los dedos.

—Sí. Frank dijo algo de dientes, de dientes metálicos. No lo sé. Frank no razonaba demasiado. Tal como dije, no me paré a investigar. No entré. Saqué a Frank y lancé una granada.

Rye cogió unas pinzas y extrajo una púa metálica.

—Estos filamentos parecen salir del hueso.

—Crecen. Empezaron en la punta de los dedos. Ahora ya llegan a la muñeca.

Rawlins volvió en sí. Se pasó la lengua por los labios.

—¿Cómo se encuentra, Frank? —le preguntó Rye, acercándose a él.

—No me toque el brazo.

—Se pondrá bien —repuso ella, para tranquilizarlo—. Se curará.

—Noto un sabor extraño —dijo Rawlins, y se desvaneció.

—Bien —dijo Rye—. Ahora, vosotros tres, quitaos el abrigo y lavaos bien. Os necesito aquí.

Se limpiaron las manos y los antebrazos con Tiabendazol y se enjuagaron bien.

Rye abrió un armario, sacó una bandeja de instrumental quirúrgico y rasgó el plástico del envasado al vacío. Extrajo una sierra quirúrgica y la dejó sobre el carrito de instrumental.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Sian.

—Me vais a ayudar a amputarle el brazo.

—¿No tiene nada más sofisticado? —preguntó Jane señalando la sierra.

—Tengo una cuchilla eléctrica, pero no quiero salpicarlo todo de sangre.

Le dieron a Rawlins una inyección de morfina y lo sujetaron con correas en la mesa. Rye le entubó la garganta. Acercó a la mesa un monitor de ritmo cardíaco con ruedas, acopló los electrodos en el pecho de Rawlins y puso la máquina en marcha.

—Observa la pantalla —le dijo a Sian—. Si esta cifra baja de treinta y cinco, avisa.

Sacó suero del refrigerador y lo colgó en el soporte del gotero.

—Vigila las bolsas de suero —le dijo a Jane—. Avísame cuando haya que reponerlas.

Con un algodón húmedo limpió el brazo de Rawlins justo por debajo del codo.

—Ghost. Tú le sujetarás los hombros, ¿de acuerdo? Puede ser que empiece a dar sacudidas. Bien. ¿Estamos todos listos?

Rye empezó a seccionar con un bisturí el brazo de Rawlins y le colocó pinzas en las arterias. Glóbulos amarillos de grasa subcutánea brillaban como la mantequilla. Le cercenó el brazo cortando el hueso en intervalos cortos, como si estuviera serrando la pata de una mesa.

—¿Cree que le dolerá? —preguntó Jane al acabar.

—Le pondré otra inyección cuando se despierte. Después tendrá que tomar aspirinas.

—¿Y qué haríamos, doctora, si la tuviéramos que operar a usted?

—Si me pasa algo, me ponéis anestesia en la médula espinal y yo os guiaré.

La cara de Rawlins estaba pálida y flácida. Instintivamente, Jane fue a limpiarle el sudor de la frente.

—¡No! —gritó Ghost.

El tubo en las vías respiratorias emitía exhalaciones roncas; el cardiógrafo, un pitido constante.

—¿Ha hecho antes algo así? —preguntó Ghost—. ¿Ha amputado antes un brazo?

—He rebanado un buen número de dedos —contestó Rye—. Las heridas por aplastamiento son habituales en las plataformas petrolíferas.

—¿Cree que se pondrá bien?

—En circunstancias normales lo lógico sería que se recuperara de la amputación, siempre que la herida no se infecte. En cuanto a la dolencia, nunca me he encontrado con nada parecido.

Ghost hojeó el historial médico de Rawlins.

—Estrés, depresión, problemas de próstata… Pobre tío. Debería estar retirado de este negocio desde hace tiempo.

—Deja eso —ordenó Rye—. Esta información es confidencial.

Llenaron un saco rojo para excreciones con la ropa hecha trizas de Rawlins, metieron en bolsas los vendajes y las gasas manchadas de sangre, y esparcieron lejía por el suelo.

Ghost se puso unos guantes y recogió los sacos. Los llevaba con el brazo extendido delante de él.

—Arroja todo eso por la borda —le ordenó Rye.

La doctora recogió con un fórceps el brazo amputado de Rawlins. Lo dejó caer en una caja de plástico, selló la tapa y le dio la caja a Jane.

—Y tú deshazte de esta porquería, si no te importa.

Jane llamó a Punch por el interfono. Le pidió que fuera a buscar una lata de queroseno y se reuniera con ella abajo en el hielo.

Caminaron bajo la sombra de la refinería hasta el borde del agua.

—¿Cómo está Rawlins?

—Fuera de combate —contestó Jane—. Puede que viva, puede que no.

—¿Quién manda entonces?

—Ni puta idea.

—Esto no es una democracia. Si tenemos que votar para cada chorrada, será un puto desastre.

—Pues sí.

—Más vale que alguien se ofrezca. Si Nail y sus compadres empiezan a dar órdenes, en una semana estaremos todos muertos.

—Cierto.

—¿De verdad le cortasteis el brazo? —preguntó Punch.

Jane levantó la tapa de la caja.

—¡Dios! —dijo—. ¿Cómo ocurrió?

—No lo sabremos del todo hasta que se despierte y hable.

—Juro ante Dios que no permitiré que esto me pase a mí.

Pusieron la caja sobre el hielo, la empaparon de queroseno y le prendieron fuego. Ardió con una llama azul. La mano se fue cerrando a medida que se freía.

Enfermería.

Rye examinó a Rawlins, que yacía en la mesa de operaciones, envuelto en una sábana. Tenía el muñón vendado. Un monitor emitía pitidos regulares.

La doctora puso una gota de sangre bajo el microscopio y observó. Plaquetas rojas. Y un enjambre de organismos negros y erizados que se movían y se multiplicaban. No se veían con detalle. Rye deseó haber tenido un microscopio de más aumento.

Percibió movimiento por el rabillo del ojo. Quizá era Rawlins que se revolvía en su letargo. Quizá se lo había imaginado. Se lo quedó mirando un rato. Se asustó un poco. Puso música para sentirse menos sola. Charlie Parker. Live at Storyville. Introdujo el CD en el reproductor. Notas de jazz reverberaron por desiertos pasillos.

Jane ayudó a preparar la cena. Espaguetis con una tosca salsa pesto hecha con albahaca seca, pasta de ajo y una pizca de puré de tomate.

Llevó el cuenco a la mesa.

—No puedo quitármelo de la cabeza —dijo Punch—. Preferiría que mi madre estuviera muerta a que le brotara de la piel esa mierda.

—Deja de pensar en ello o te volverás loco.

—Deberíamos coger las motos de nieve y largarnos a Alaska. En serio. Tú, yo y Sian. Y Ghost, si quieres, ya que está claro que te cae simpático. En pocas semanas el mar estará helado. Tendríamos una posibilidad. Sería todo recto.

—¿Y qué pasaría con los demás?

—Que se jodan. Lo siento, pero que se jodan.

—Aún no hemos llegado a ese punto de desesperación. Aún nos quedan opciones.

—Pues que alguien me explique el gran plan, entonces. Mira a tu alrededor. Todo el mundo tiene la moral hecha mierda.

La voz de Rye en el intercomunicador:

—Jane. Punch. Os necesitamos en la enfermería ahora mismo.

La mesa de operaciones estaba vacía.

—¿Adónde ha ido? —preguntó Jane.

—No ha dejado ninguna nota —dijo Rye.

—¿Lo dejó solo?

—Tengo que comer, de vez en cuando. Y cagar también.

—¿Cuánto tiempo ha estado fuera?

—Quince o veinte minutos.

El gotero yacía en el suelo. El cardiógrafo estaba hecho pedazos. Jane movió con la punta de la bota unos restos de vendaje.

—Rompió la cánula que llevaba en el brazo —dijo.

—Estará perdiendo sangre, entonces.

—Le rebanamos el brazo hace solo dos horas. ¿Cómo puede moverse por ahí?

—No tengo ni idea.

Apareció Ghost.

—¿Se ha ido de paseo? Debéis de estar tomándome el pelo…

—Más vale que lo encontremos rápidamente —dijo Jane—. Hay veinte grados bajo cero en esos pasadizos. El frío lo matará en cuestión de minutos.

Cubierta C. Sector de tiendas de productos para el hogar. Sian examinó los estantes con una linterna. Cargó un carrito con papel higiénico, jabón líquido y rollos de papel de cocina. Empujó el carrito por pasillos a oscuras, con una Maglite entre los dientes, como si fuera un puro.

Delante de ella, algo se movió en la sombra.

—¿Hola?

Llegó a un cruce y enfocó la linterna hacia un callejón lateral. Una figura. Un atisbo de piel desnuda.

—¿Hola?

Sian se paró en una entrada. Una cámara oscura, llena de trozos de tubería apilados.

Un hombre desnudo agachado en la sombra. Rawlins.

—¿Qué pasa, Frank?

Sian se acercó un poco. Vio el muñón con vendajes ensangrentados, donde antes estaba el brazo. Y le vio la cara. Tenía un ojo negro como el azabache. El otro ojo la miraba inquisitivamente. Sian se sintió inspeccionada por una viva inteligencia de otro mundo.

Se dio la vuelta y huyó.

Buscaron en las salas y los pasadizos cercanos a la enfermería. Encontraron el tubo de respiración. Rawlins se lo había arrancado de la garganta. Estaba tirado sobre la plancha de la cubierta, y glaseado de saliva congelada.

—Mejor si nos separamos —sugirió Ghost—. Cubriremos más terreno.

—Esperad un momento —dijo Jane—. Eso tiene que ser lo mismo que vimos en la tele, ¿cierto?, algo que te vuelve loco como si tuvieras la rabia. Quizá Frank esté así, o quizá no. Tenemos que estar preparados.

—¿Qué propones? —preguntó Punch.

—Creo que deberías ir al bloque de alojamientos, avisar a los otros y atrincherar la entrada.

—¿Y qué haréis tú y Ghost?

—Iremos a la isla a buscar las escopetas.