Jane manejaba la zódiac. Funcionaba al revés de lo que dictaba la intuición: girar el fuera borda a la izquierda para ir a la derecha.
—Mantente a unos trescientos metros de la orilla —le dijo Punch—. No queremos cargarnos el fondo de la barca.
Siguieron el litoral y llegaron a un arrecife de piedra lunar y guijarros negros.
Una lámina lechosa cubría el agua. Hielo frágil. El océano empezaba a congelarse.
Jane miró hacia atrás. Era una rara ocasión de ver la plataforma en su totalidad. La refinería estaba construida sobre tres grandes depósitos de destilación, cada uno de ellos del tamaño de una catedral. Repetidores de radio y grúas remataban la estructura. La plataforma flotaba sobre cuatro patas boya. Estaba amarrada al fondo del mar con unos cables gruesos como el tronco de una secuoya. Parecía sacada de una pesadilla: una araña agazapada, lo bastante grande como para aplastar ciudades. Un millón de toneladas de acero. La obra de veinte astilleros diferentes, ensamblada en un fiordo y remolcada al norte.
—Da miedo —dijo Jane.
—¿El qué?
—Una cosa es estar en la cantina con los pies sobre la mesa y tramar planes para volver a casa; otra es verlo de verdad. El océano. El hielo. No duraríamos ni un día.
—Tenemos tiempo para prepararnos —dijo Punch—. En Rampart hay un montón de material de supervivencia. Y no estaríamos solos. Nos tendríamos unos a otros. Ghost es un tipo competente, de la clase de gente que te puede sacar de un apuro.
—Sí.
—Y te tenemos a ti.
—Seguro. Cuando nos quedemos sin comida seré la primera que irá a parar a la cazuela.
—Hace unos años vi en la tele a un chaval que se había ido de excursión a las Montañas Rocosas —dijo Punch—. Un desprendimiento de tierras se lo llevó y volvió en sí con un brazo atrapado en una roca. Pasó dos días esperando que lo rescataran, pero nadie apareció, así que usó su cinturón como torniquete y se cortó el brazo con una navaja.
—Dios mío.
—Recogió la cantimplora y volvió con un brazo menos a la civilización.
—Carajo.
—Esta es tu ocasión, lo sabes, ¿verdad? Te he estado observando desde que esa mierda se desató y he visto a alguien que se va despertando de un largo sueño.
—Pero ¿de qué sirve? —preguntó Jane, mirando al mar—. Ante una cosa así, todo el heroísmo, todas nuestras ganas de vivir… parecen un mal chiste.
Sian vació la habitación de Simon en la enfermería. Recogió su placa de identificación, su anillo grabado y su reloj. En el bolsillo del abrigo de Simon encontró un ejemplar de Meditaciones de Marco Aurelio, lleno de notas escritas a mano. Lo puso todo en una caja de plástico y se la dio a Nikki.
Nikki miraba el mar desde el puesto de observación.
—Gracias —le dijo a Sian, al recibir la caja.
La dejó en el suelo sin prestarle ninguna atención.
Nikki pasó la tarde explorando frecuencias de radio.
Subió el volumen y pegó la oreja al altavoz.
—¿Estás segura de que lo oíste? —preguntó Sian.
—Era una voz. De un hombre. Hablaba en inglés. Aparece y desaparece. Desde hace días.
Hizo girar el dial.
—Ahí está. ¿La oyes?
—… uxilio… ¿… guien me escucha?… ayuda urgent…
—Coge el abrigo. Tenemos que aumentar el alcance de este aparato.
Nikki encontró un rollo de cable de acero en el varadero y lo subió a la cubierta superior.
—¿Cuál es tu idea? —preguntó Sian.
—Cuando estaba en la universidad tenía un radiotransistor cutre en el escritorio. La antena estaba rota, pero ponía la punta de la antena tocando mi lámpara flexo y conseguía señal. Quizá podamos alargar la antena con el mismo truco.
—Tal vez deberíamos hablar con Ghost. Él podría ayudar.
—Mujer, tienes que sacarte de encima esa mentalidad pasiva. Estamos de mierda hasta el cuello. No puedes estar siempre dependiendo de Ghost. Tienes que empezar a cuidar de ti misma.
La antena de onda corta era el pico de una estructura de cuatro metros de altura. Nikki trepó y amarró el cable a la punta. Volvió a bajar y ató el otro extremo del cable a la funda de un globo sonda.
—Ya. Ahora apártate.
Nikki tiró del cordón rojo de apertura. La envoltura de plástico se abrió. El tejido metalizado del globo se desplegó y empezó a hincharse. La descarga de la bombona de helio sonó con un estruendo explosivo. El globo de aluminio se infló y empezó a ascender llevándose el cable con él. Una lágrima plateada brillante como una gota de mercurio. El cable alargó en diez metros la antena.
—Veamos si sirve de algo.
Volvieron a la cúpula de observación y dejaron los abrigos en una silla.
—Plataforma de la refinería Kasker Rampart llamando, ¿me oís? Cambio.
—¿Hola? ¿Hola?
—Rampart al habla.
—Gracias a Dios. Cielo santo. Aquí la plataforma de perforación Kasker Raven. Espero que estéis en mejor situación que nosotros, Rampart. Necesitamos vuestra ayuda.
Kalashnikov. Cuatro ruinosas cabañas frente al mar. Una iglesia ortodoxa de madera, con cúpula de bulbo. Sepulturas con rótulos de madera.
Jane amarró el bote al embarcadero y saltó a tierra. Punch le pasó las mochilas.
Los balleneros habían construido las cabañas. Estaban medio derrumbadas. Las vigas caídas del techo y la nieve llenaban las habitaciones. La pequeña iglesia estaba intacta. Algunos muebles tenían más de cien años. Los bancos y el altar se habían hundido.
Un cuarto interior. Una estufa de grasa con un respiradero en forma de telaraña. Una estantería llena de provisiones antiguas. Botes de cacao. Salsa Heinz Indian. Latas de col hervida.
Había residuos de acampada recientes desparramados por el suelo. Bombonas de estufa vacías. Envoltorios de comida. Un saco de dormir rajado.
Jane encontró una caja. Barritas de vitaminas y un par de latas.
—Caducadas desde hace ocho años —dijo Jane, tras examinar la fecha en el envoltorio—. Aún comestibles, posiblemente.
—Lástima de viaje en balde. Parece que este lugar solo sirve para leña.
—¿Qué dirías que vale más, ahora mismo: un lingote de oro o una bolsa de cacahuetes?
Se quedaron en la entrada mirando la puesta de sol. Era media tarde. Dieciocho horas de noche.
—A mediados de invierno el océano estará helado —dijo Punch—. Podrías ir a Canadá andando. Una caminata de mil quinientos kilómetros. Oscuridad total y cincuenta grados bajo cero, pero con las motos de nieve y un trineo cargado de combustible, tú, yo y Sian haríamos un trecho del carajo antes de tener que esquiar.
—Calentamiento del planeta. El mar se hiela menos cada año. No habría ninguna garantía de llegar a Canadá.
—Valdría la pena intentarlo.
—¿Y abandonar al resto?
—Somos demasiados. Un equipo de fútbol entero. No creo que haya manera de volver todos a casa, por tierra o por mar.
—Antes de venir aquí leí muchos libros de viajes. Trataba de imaginarme cómo sería. Me leí el diario de Scott, con las crónicas del final, cuando se morían de frío en aquella tienda. «Si hubiéramos sobrevivido, mi narración de la audacia, la fortaleza y el coraje de mis compañeros habría conmovido el corazón de todos los ingleses». El relato me cautivó completamente.
—Scott era un capullo presuntuoso.
—Mi punto de vista es que Shackleton salvó a sus hombres. Chocó contra un témpano de hielo y naufragó. Solo tenía un par de botes salvavidas y un poco de comida, pero volvieron todos.
Con el saco de dormir rajado taparon agujeros en el marco de la puerta y la cerraron.
Punch desplegó un mapa.
—En este lado de la isla hay una o dos bases de investigación. Biólogos marinos y geólogos. Como Apex, básicamente; poco más que un par de tiendas de campaña. Habrán sido todos evacuados antes de empezar el invierno.
—¿Y este?
—McClure. Sismólogos, creo.
—¿Se puede llegar andando?
—Hay un trecho, pero sí.
Jane sacó la radio.
—Equipo de tierra a Rampart. ¿Me copiáis? Cambio.
Esperó la respuesta, pero solo oyó un extraño ruido, como el chascar de un contador Geiger.
—¿Interferencias? —aventuró Punch.
Jane sintonizó de nuevo.
—Equipo de tierra a Rampart.
—Aquí Rampart.
Era la voz de Sian.
—Hemos llegado a Kalashnikov. Cambio.
—Dile a Punch que lo echamos de menos. Rawlins está preparando alguna atrocidad en la cocina. Huevo regurgitado, creo.
—Hay un ruido raro. ¿Lo oyes desde tu lado?
—Va y viene. No es un fallo de nuestro equipo.
—Nos pondremos en camino cuando salga el sol.
—¿Encontrasteis algo?
Jane cogió una de las barritas de vitaminas y la hizo girar en la mano.
—No. Aquí no hay nada.
—Podríais remolcarnos. Podríais amarrar una balsa a vuestra lancha y remolcarnos.
El tipo de Raven sonaba cansado y desesperado.
—Con una zódiac se podría. Tardaría un par de días, pero podría llegar.
Rawlins reflexionó. Nikki se lo miraba desde la cúpula de observación.
—No. Lo siento, pero no. Si estuvieras en mi lugar dirías lo mismo. Tardaríamos más de dos días. Quemaríamos el motor, y esa lancha es lo único que tenemos para navegar.
Raven era una plataforma de perforación a mil cien kilómetros al norte, al otro lado del yacimiento petrolífero. Eran siete hombres y se estaban quedando sin combustible, apiñados en una habitación, con ropa de supervivencia para mantener el calor.
—Tenemos luz para dos semanas. Electricidad mínima. Después nos congelaremos de verdad.
—No puedo hacerlo, Ray. Soy responsable del personal de esta plataforma. No puedo ponerlos en peligro, y no puedo arriesgarme a perder la lancha.
—Entonces, ¿nos vas a dejar morir? ¿Es eso lo que vas a hacer? ¿Te vas a lavar las manos?
—No vais a morir, Ray. Cálmate, cojones. Dame veinticuatro horas. Hablaré con los muchachos. Lo pensaremos juntos. Encontraremos una solución factible, ¿de acuerdo? Deja que recapacitemos.
Rawlins desconectó. Se reclinó en la silla y se restregó los ojos.
—Tiene que ser difícil —dijo Sian— ser el que manda en una situación como esta.
—Ayer casi me tiro por las escaleras. Me quedé en el peldaño de arriba, delante de mi habitación, y estuve a punto de lanzarme. Quería romperme el brazo o la pierna o algo, para que alguien me sustituyera.
—No puedo hablar por los demás —dijo Sian—, pero yo me alegro de tenerlo de hombre al timón.
—No tengo ni puta idea de cómo ayudar a esa gente. Mejor ve a buscar a Ghost. Quizá a él se le ocurra algo.
Ghost no estaba en la cantina. Ni en su habitación.
Nikki se puso un anorak y bajó a la sala de bombeo, al fondo de la plataforma. Encontró a Ghost haciendo rodar por el suelo un bidón de gasolina vacío.
—Tenemos un contacto. Siete tipos en una plataforma de perforación al norte de aquí.
—¿Raven?
—Sí.
—Carajo; pensaba que los habrían evacuado en helicóptero antes del invierno.
—Abandonados como nosotros. Hemos hablado con un tipo llamado Ray.
—Lo conozco. Lo vi una vez.
—No pinta bien. Apenas les queda combustible. No resistirán mucho más. Rawlins quiere que pienses en un plan de rescate.
—¿Por qué yo?
—Porque has pasado tres temporadas aquí. Conoces este entorno mejor que nadie.
—Siete bocas más que alimentar.
Nikki miró a su alrededor.
—Dicen que pasas mucho tiempo aquí —afirmó.
—Busco cosas que nos puedan ser útiles.
Nikki señaló el bidón de gasolina.
—Hagamos un trato. No me engañes y no le contaré a nadie que estás construyendo una barca.
—Solo estoy poniendo un poco de orden.
—Crees que ya es hora de largarse, y tienes razón. Somos demasiados para cruzar el Atlántico. Pero no puedes hacerlo solo. Yo te podría ayudar.
Nikki estaba inquieta. Con una taza bebía agua del grifo a sorbos en la cantina. Nail y su pandilla habían convertido el final de la cantina en un gimnasio. Nail levantaba pesas solo.
—¿Y vosotros? —preguntó Nikki—. ¿En qué pensáis, estos días?
—¿Te han encerrado alguna vez en una celda?
—Imagino que a ti sí.
—Es una prueba de paciencia. Tienes que hacer un poco de zen y dejar que corra el puto tiempo. O la reclusión te vuelve majareta. De aquí no saldrá nadie hasta primavera, así que más vale que Rawlins y sus colegas se mentalicen. Todos sus planes y toda su actividad frenética no nos ha acercado ni un centímetro a casa. Ha sido todo un desperdicio de energía.
—Y cuando llegue la primavera, ¿qué vas a hacer?
—Aguantar. Sobrevivir. Imponerme.
—Sí —dijo Nikki—. No dudo que lo conseguirás.
Jane y Punch caminaron seis kilómetros tierra adentro.
McClure. Tres chozas con tejado, montadas sobre pilares. Bidones de combustible vacíos y una letrina en una pequeña cabaña.
Había una oruga de nieve Snowcat con remolque aparcada fuera.
—Parece que ya tenemos vehículo —dijo Punch.
Subieron los peldaños de la cabaña principal y llamaron a la puerta. Nadie respondió. La puerta estaba abierta.
—¿Hola? ¿Hay alguien?
Exploraron las habitaciones, una por una. No había nadie.
Un dormitorio. Un minúsculo espacio de recreo, con un tablero de dardos y un televisor. Un par de laboratorios llenos de muestras de rocas, núcleos de hielo y microscopios.
—Parece que se fueron con prisas —dijo Jane—. No hay objetos personales, pero no creo que abandonaran todo este equipo de laboratorio.
—Es probable que se los llevaran por aire sin darles tiempo de nada. Se subirían en un Otter o algo así, con nada más que equipaje de mano.
Punch examinó la despensa.
—Quizá hayan dejado comida.
—Y si así es, ¿la compartimos con todos o la guardamos en tu escondite? —preguntó Jane.
—Si fuéramos listos volveríamos y les diríamos que una tormenta arrasó este lugar y no encontramos nada. Si volvemos con un Snowcat puedes estar segura de que cualquier día nos despertaremos y habrá desaparecido.
—He sido gorda toda la vida, ¿vale?, así que no tienes que contarme que el mundo está lleno de cabrones, pero no voy a pasarme al enemigo a la más mínima provocación, y tampoco tú vas a hacerlo. Tenemos más dignidad que eso.
Inspeccionaron la base.
—Pasta de dientes —dijo Jane—. Es lo único que he encontrado. Un montón de extraño material de laboratorio, pero nada que valga la pena llevarse.
Examinaron el Snowcat, el vehículo oruga amarillo. Jane inspeccionó el remolque. Punch trató de encender el motor. No arrancaba. Levantó el capó.
—Está jodido. Se han cargado el motor. Para que nadie se lo lleve, supongo.
—¿Se puede arreglar? —gritó Jane.
—No sin recambios.
—Ven a ver esto.
Jane había abierto la compuerta del remolque y había quitado la lona que cubría unas cajas de madera.
—Son sismólogos. Sus herramientas de trabajo, me imagino.
Punch levantó una tapa.
—¡Uau! Cápsulas detonadoras. Granadas de termita. Un cargamento de C4. Para hacer saltar hielo por los aires, no hay nada mejor que esto.
Encontraron un trineo de plástico. Pusieron las cajas encima y las arrastraron hasta la zódiac. Jane estiraba. Al cargarlas, la lancha se hundió un poco más en el agua.
—Ahora vamos a buscar el meteorito —dijo Punch.
Subieron a la zódiac y emprendieron la marcha. Jane probó la radio.
—Equipo de tierra a Rampart. Cambio.
Nada, excepto la extraña señal de antes.
—Quizá se trate de algo militar, diría. Una especie de interferencia. Ten por seguro que había unos cuantos submarinos nucleares en el mar cuando empezó todo esto. Quizá estén navegando por debajo del hielo, sin hacer caso de nuestras llamadas.
Punch puso rumbo a la costa. Saltó a tierra y clavó un picahielos en la nieve para amarrar la lancha.
—No queda demasiada luz del día. En veinticinco minutos damos media vuelta y pase lo que pase regresamos a la lancha, ¿de acuerdo?
Avanzaron a trancas y barrancas tierra adentro. Desolación total. Un paisaje tan monótono como andar en una cinta de correr: cada paso parecía el mismo. El hielo era tan duro que las botas de Jane apenas dejaban huella. Miró el reloj. Habían pasado diez minutos.
—Allí —dijo Punch.
Un amplio montículo, como el cono de cenizas de un volcán, se alzaba ante ellos. El borde de un cráter.
Apresuraron el paso. Treparon entre trozos de hielo y rocas despedidas desde el lugar del impacto. La subida era ardua. Jane se detuvo para recuperar el aliento.
—¿Ves algo? —le preguntó a Punch, que miraba el interior del cráter desde arriba—. ¿Qué hay?
Punch no contestó.
Jane gateó por el hielo y se puso en pie junto a él.
—¿Qué cojones es esto?