La plantilla formaba un semicírculo frente al televisor de plasma de la cantina. Matones, forajidos barbudos, gentuza del petróleo, miraban las noticias del canal BBC News, rebotado por Norsat en órbita geoestacionaria vía Groenlandia.
Había vehículos militares blindados, aparcados delante de hospitales. Soldados con máscaras antigás vigilaban puestos de control y barricadas. Carros de combate con colores de camuflaje bloqueaban las vías principales como un ejército invasor.
Secuencias tomadas desde un helicóptero mostraban tráfico colapsado. Autopistas congestionadas. Coches familiares llenos de maletas, con muebles amarrados sobre el techo.
Un disturbio por alimentos. Refugiados asaltando camiones de avituallamiento. Culatazos. Disparos de advertencia. Un corresponsal de Sky News, con un chaleco antibalas:
… al llegar al campo de refugiados fueron literalmente arrollados por cientos de familias desesperadas, que llevaban días sin comer. El ejército trata de contener la situación, pero tal como pueden ver…
—Ley marcial o algo parecido —explicó Rawlins, el gerente de la instalación—. Una especie de brote de epidemia.
Rawlins era un tipo fornido, con barba blanca de Papá Noel. Los distintivos de su cargo eran una gorra de Con Amalgam, un termo Con Amalgam y un grueso manojo de llaves colgando del cinturón.
—¿Cuándo cojones ocurrió eso? —preguntó Nail, un submarinista de cabeza pelada y tupida barba de leñador, un gigante de metro noventa y cinco de altura y bíceps enormes.
—Lleva un par de meses incubándose, mientras vosotros mirabais el canal de dibujos animados y os pulíais la paga en las putas partidas de póquer en red.
—¿Terroristas?
—No tengo ni idea.
—¿Han dicho algo de Manchester?
—De verdad no sé qué carajo está pasando.
—Pero el barco de provisiones vendrá igualmente, ¿no?
—Por esto os he reunido aquí. El barco llegará con un mes de adelanto. Estas son las buenas noticias. En siete días estaremos todos fuera. Evacuación total. Haremos las maletas y lo apagaremos todo.
—Pero cobraremos el ciclo entero, ¿verdad?
—Esto es lo que menos tiene que preocuparos. El barco llegará el domingo por la mañana. Mientras tanto, si alguien se preocupa por sus familiares y quiere usar la radio de banda marina, no tiene más que decírmelo. Podéis usar mi despacho. La señal es mala, pero podéis intentarlo.
Punch sirvió café y repartió bocadillos. La tripulación miraba la tele en silencio. Querían ver su ciudad natal. Birmingham. Glasgow. York. Jane quería saber qué pasaba en Cheltenham, pero los canales de noticias reproducían las mismas imágenes una y otra vez. Una especie de plaga letal estaba arrasando las ciudades. ¿Era un arma bacteriológica? ¿Una mutación espontánea? Nadie lo sabía. La mayor parte de los vídeos eran temblorosas secuencias tomadas con la cámara de un teléfono móvil, enviadas por telespectadores. Policía armada reprimía revueltas en supermercados. Gente atrincherada en bloques de pisos repelían a los intrusos. El primer ministro invocaba al coraje e invocaba a Dios. Expertos en el tema discutían sobre el virus Ébola, el sida, la fiebre hemorrágica viral.
Jane fue con Punch a la cocina de la cantina, a gratinar queso. Una habitación de metal, con encimeras, freidoras, lavaplatos y batidoras. Olor de pan recién hecho.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Punch.
—Bien —contestó Jane.
—¿Quieres hablar de ello?
—No realmente.
—La cosa está jodida.
—¿Lo de la tele? Lo he visto a ratos, estos días, pero intento no pensar demasiado en ello.
—Mi madre vive en Cardiff —dijo Punch.
—¿En el centro?
—Riverside.
Habían visto imágenes de Cardiff en las noticias. Parte del centro de la ciudad ardía. Unos grandes almacenes se incendiaron y el fuego se extendió a otros edificios. Un humo negro cubría los tejados de la ciudad. La torre de una iglesia se derrumbó en medio de una cascada de escombros. No quedaba ningún cuerpo de bomberos en servicio.
—Estará a salvo —dijo Jane—. La gente sabe qué hacer en casos así. Llenar la despensa, atrancar la puerta y no salir de casa.
—Debería estar con ella.
—Tres días hasta Narvik, cuatro horas más para llegar al aeropuerto de Birmingham.
—¿Y entonces qué? No parece que los trenes funcionen.
—Roba una bici, o haz autoestop. Ya encontrarás la manera.
—¿Tienes familia? —preguntó él.
—Mi madre y mi hermana viven en Bristol.
—¿Crees que están a salvo?
—Ya viste los disturbios en la tele. Las cosas se han puesto realmente feas. Mi padre murió hace tiempo. No tienen a nadie que las proteja.
—Vente a Cardiff. Tenemos una habitación libre.
—No podría.
—De verdad. Aterrizaremos en una zona de guerra. Necesitarás donde alojarte.
Punch vivía en el almacén de alimentos, en la parte de detrás de la cocina. Sacó un par de petates de debajo de la cama y empezó a empaquetar cosas.
Jane, sentada en una silla en un rincón, tomaba sorbos de café.
En el suelo había ropa. Unos pantalones vaqueros tan estrechos que a Jane no le pasarían de los tobillos.
—Parece un poco prematuro —dijo Punch.
Se quitó el atavío blanco de cocinero y un delantal azul.
—Seguro que a lo largo de esta semana tendré que desempaquetar la mitad de mis cosas, pero solo pienso en largarme de aquí.
—¿Te gustan los cómics? —preguntó Jane.
Había pósters de Batgirl, Ghost Rider y Spawn en las paredes.
—Por esto vine. Seis meses sin distracciones. Iba a dibujar mi obra maestra, a triunfar a lo grande. Me traje los lápices y el tablero para dibujar.
—¿No hubo suerte?
—Perdí el tiempo. La cosa es: ¿qué pinta tiene un héroe, hoy en día? ¿Músculos y licra? La vida ya no es una competición de fuerza. Empleos, bancos, impuestos, la aburrida realidad social. Ya nada se arregla a puñetazos. Esos días se acabaron.
—No te sientas mal por ello. Quien más quien menos, todos los de la plataforma esperan también que algo pase.
—¿Seguro que te encuentras bien?
—Quizá luego cambie de habitación. Toda esa desesperación… su olor flota como el humo de un cigarrillo.
Jane eligió una habitación y desempaquetó sus cosas. La habitación era idéntica a la anterior pero aun así parecía que hubiera habido un cambio. Se había mentalizado para el suicidio, pero el momento de acción había pasado.
Se sentó en la cama. Su vida era una habitación solitaria tras otra.
Fuera, a través del altavoz del pasillo, sonó un doble pitido. Un aviso difundido por megafonía a toda la plataforma reverberó por los pasillos vacíos, levantando motas de polvo a lo lejos.
—Reverenda Blanc, acuda, por favor, al despacho del encargado lo antes posible.
El despacho de Rawlins estaba al final del bloque de administración. Una gran ventana de plexiglás daba a la cubierta superior de la refinería. Una enorme ciudad andamio, hecha de puentes, vigas de metal y tanques de destilación iluminados por la tenue luz del sol del Ártico.
Rawlins dirigía la instalación desde su escritorio. En la pared, un panel mostraba un plano de la plataforma, con luces verdes de «Sistema en marcha».
Cámaras sumergidas vigilaban el oleoducto del fondo del mar, un colector de hormigón anclado en el fondo del océano.
Rawlins estaba junto a la radio. Los altavoces retransmitían zumbidos y susurros de interferencias.
Jane cogió una silla y se sentó.
—¿Hay noticias del continente?
—El sonido va y viene —contestó Rawlins—. A ratos se oye música. Y alguna voz apagada de vez en cuando. ¿Oyes esto?
Una voz de hombre, desesperada y apenas perceptible:
—Gelieve ons te helpen. Is iedereen daar? Kan iedereen me horen? Gelieve ons te helpen
—¿Qué idioma es este? —preguntó Jane—. ¿Sueco? ¿Noruego?
—Quién sabe. Será algún pobre desgraciado que anda perdido ahí fuera, pidiendo auxilio. Nosotros le oímos, pero él a nosotros no.
—Esto empieza a darme miedo de verdad.
—Mira esto —dijo Rawlins girando la pantalla de su escritorio—. Lo encontré hace un par de semanas en el canal de noticias BBC News.
Pulsó el botón de reproducción.
Francotiradores de la policía se mueven cautelosamente por un supermercado, en secuencias tomadas a ras del suelo. Un reportero se agazapa detrás de una caja registradora:
… de repente, la mujer ha atacado a los paramédicos y ha huido. Parece que se ha refugiado en el fondo del supermercado. La policía ha desalojado el edificio y avanza hacia el interior…
Entre los pasillos aparece una figura, entre bestia y humana, arrastrándose por el suelo.
Allí está…
De repente, un primer plano. Una mujer con la cara llena de sangre, gruñe.
Policía:
Las manos arriba, donde podamos verlas…
La mujer ataca. Disparos. El pecho de la mujer se abre y ella sale despedida hacia atrás, contra un estante de tarros de café.
Sigue moviéndose. Un policía le pone una bota en el pecho, amartilla la pistola y le dispara en la cara. Rebobinado. Imagen fija. La cara ensangrentada que gruñe.
—¿Qué coño…? —dijo Jane.
—De esto quería hablarte. Pero no aquí. Mejor fuera —dijo Rawlins, tendiendo a Jane un anorak talla XXXL—. Vayamos a dar un paseo.
Bajaron por los peldaños metálicos que rodeaban en espiral una de las enormes patas flotantes de la plataforma.
Se acercaba el invierno. El hielo empezaba a acumularse en los soportes de la refinería. Pronto Rampart descansaría en una sólida base de hielo. A medida que los días se hacían más cortos, las temperaturas bajaban, el mar se iba congelando y un puente de hielo uniría la plataforma con la isla.
Rawlins salió al hielo. Jane se quedó en los peldaños, observando el inmenso bajo vientre de la plataforma. Hectáreas de tuberías y vigas heladas.
—Entonces, ¿qué se espera de mí? —preguntó Jane.
Llevaba cinco meses a bordo de la refinería y era la primera vez que Rawlins le pedía que hablara con él.
—La conexión inalámbrica con tierra firme. Quizá podrías organizar un horario para ayudar a los muchachos en la distribución de las llamadas de teléfono.
—¿Cree que van a conseguir hablar con alguien?
—A eso me refiero. El sistema de radioavisos Navtex no funciona. Nuestro teléfono por satélite está muerto. Los muchachos querrán llamar a casa, y lo más probable es que cuando lo hagan no reciban respuesta. Necesitarán comprensión.
—¿Quiere decir mi asesoramiento psicológico?
—Sí. Y hay una cuestión con el barco. Es justo que te avise. Conseguí ponerme en contacto con Londres ayer. La conexión duró unos treinta segundos. Me dijeron que el Oslo Star iba de camino. Recogerían a un equipo de perforación de Trenkt y luego bajarían al sur a buscarnos.
—Bien.
—Pero luego intenté hablar con Londres. Nada. Los de la oficina de Con Amalgam en Hamburgo me dijeron que Noruega está en cuarentena. Todas las fronteras están cerradas. Aire, tierra y mar. Si esto es verdad, entonces el Oslo Star no ha salido del puerto.
—¡Vaya!
—Me han dado poder ejecutivo para evacuar.
—¿Y eso qué significa?
—Es una manera educada de decir que nos apañemos. Que volvamos a casa como podamos.
—Mierda.
—Nos las arreglaremos. Hay muchos otros barcos de auxilio navegando. En Hamburgo ya nos están buscando un barco de reemplazo. Puede que requiera cierto tiempo, sin embargo.
—¿Cuándo se lo dirá a los muchachos?
—Tengo que admitir que me siento un poco estúpido. Tengo que decirles a todos que se van a casa. Y darles esperanzas.
—¿Qué dijeron en Hamburgo? ¿Qué ocurre realmente?
—Algo terrible se está propagando con rapidez. Parece que es una cosa global. Esto es todo. La mayoría de las estaciones de radio y televisión no funcionan. Nadie sabe nada. Es todo pánico y rumores. Marco, nuestro contacto en Hamburgo, dice que casi todo lo que hemos visto en las noticias son imágenes repetidas de hace un mes. Desde entonces ha empeorado. Dice que la gente huye al campo, por si el gobierno bombardea las ciudades.
—¿Qué es entonces? ¿Una epidemia de viruela o fiebres?
—Un virus. No dijo más.
—¿De qué tipo?
—Marco no habla demasiado bien el inglés. Un virus. Una especie de parásito. Lo mantendremos en secreto, ¿de acuerdo? Los muchachos no tienen que enterarse.
Jane volvió a su habitación. Se cambió el jersey por una camisa de clérigo y se puso el alzacuello.
—Concéntrate —se dijo ante el espejo—. Esta gente te necesita.
Jane enfiló hacia el gimnasio.
Nail Harper y su pandilla de musculosos se habían hecho amos del gimnasio. Formaban un equipo de submarinistas completamente innecesario, y no tenían nada mejor que hacer que levantar pesas todo el día y mirarse en el espejo de la pared del gimnasio.
Al acercarse, Jane oyó un tema de Motörhead, «The ace of spades», que resonaba por los corredores de metal.
Nail sudaba la gota gorda en una serie de levantamientos de pesos de barra. Iba desnudo de cintura para arriba y lucía una cruz gótica tatuada en la espalda. Hacía pesas mirándose en el espejo de la pared. Tenía un cuello de toro, unas espaldas inmensas y la piel tensa sobre venas y tendones, como si los músculos estuvieran superpuestos.
Sus colegas de gimnasio lo acompañaban. Gus y Mal. Ivan y Yakov. Esos hacían turnos en la prensa de piernas.
—¿Cómo va todo, muchachos? —gritó Jane.
Nail dejó la barra en el suelo y se giró. Lo hizo sin prisa alguna. Se miró a Jane de arriba abajo, plantado ante ella, mientras se secaba el sudor del torso con una toalla. Le dirigió una mirada a uno de sus compinches, una señal para que bajara la música.
—¿Has venido a quemar algunos kilos?
—Voy a dar una misa en la capilla un poco más tarde.
—Bien hecho.
—Ya sé que aquí cada uno tiene su propio grupito, su pequeña camarilla, pero quizá deberíamos empezar a pensar en equipo. Ya habéis visto las noticias. Estamos todos igual de metidos en esa mierda.
Uno de los colegas le lanzó a Nail un batido de proteínas. Nail echó un trago.
—Me paso el día entero aquí, día tras día. Si tú o cualquiera de tu pandilla de cabrones tiene algo que decirme, si tenéis algún puto interés en verme, me encontraréis aquí. Cuando nos cruzamos por el pasillo, ni siquiera me miras a la cara. Piensas que somos todos una basura. Bájate del pedestal, zorra. No contribuyes en nada a esta plataforma. No haces maldita la cosa. Apenas te puedes atar los zapatos, no haces nada en todo el día y te comes nuestra comida, así que no me trates como si fuera yo el estirado.
Nail se quedó mirándola fijamente. Había pósters de chicas en las paredes, a derecha e izquierda de Jane. Mujeres posando, mujeres con las piernas abiertas. Los ojos de Nail la desafiaban a mirar, pero Jane le aguantó la mirada.
—Lo tendré en cuenta. Empecemos de cero, ¿de acuerdo? La misa es a las siete. Nos alegraremos de veros allí.
Jane dirigió las plegarias.
—Protege, Señor, en estos momentos difíciles, a nuestros seres queridos, a quienes encomendamos a tu gracia divina. Escucha, Señor, en tu compasión, nuestras plegarias.
Nail y su pandilla observaban desde la fila del fondo.
Cantaron «Padre eterno que con tu fuerza nos salvas», el himno de los marineros.
Jane bendijo a su pequeña congregación. Rawlins se levantó y dio las noticias. El Oslo Star no había salido del puerto, pero otro barco, el buque petrolero de refuerzo Spirit of Endeavour, iba de camino. Llegaría a las nueve de la mañana siguiente pero apenas se detendría. Mejor que tuvieran las maletas hechas, listos para marcharse.
Había que poner la plataforma petrolífera en hibernación. Rawlins asignó tareas a todos.
A Jane le tocó desconectar la calle Mayor. Bajó los diferenciales de una caja de fusibles montada en la pared, y los destartalados fluorescentes que parpadeaban y zumbaban sobre las tiendas desiertas se extinguieron. Starbucks. Café Napoli. Blockbuster. Los letreros titilaron unos instantes y se apagaron.
Jane fue a buscar un manojo de llaves y cerró la cubierta C. Punch la acompañaba.
—Excelente plegaria —dijo Punch—. Oí a un par de tipos diciendo que les gustó. Uno era Yakov, que es católico.
En el techo de todos los pasillos había una serie de compuertas de seguridad. En caso de explosión las compuertas se abatían para que el fuego no se extendiera. Cada vez que Jane hacía girar una llave numerada en la pared de una intersección, una compuerta bajaba, como una verja levadiza, con un ruido sordo.
—Apuesto a que la mayoría no sabía siquiera que había una capilla.
—¿Crees que las plegarias sirven para algo? —preguntó Punch.
—Ayudan a manifestar tus inquietudes.
—Sería bonito pensar que existe un ser cósmico capaz de solucionarlo todo.
—Hace unos años me estrellé en coche contra un árbol —explicó Jane—. Me dijeron que estuve clínicamente muerta durante tres minutos, y te puedo asegurar que Dios no existe, no hay vida después de la muerte. De hecho, me hice reverenda por esta razón. La vida es corta y la gente merece algo más que trabajar e irse de compras. Necesitan un significado. Algo con que identificarse.
Se detuvieron en la entrada del hueco de la escalera y Jane se sacó una radio del bolsillo.
—Cubierta C completada.
El zumbido de los ventiladores de la calefacción se fue apagando. En algún lugar muy por encima de ellos, Rawlins desconectó un panel de interruptores diferenciales. Las luces de los pasillos se fueron extinguiendo una por una.
A la mañana siguiente, la plantilla se reunió en la cantina. Iban todos con petates y maletas. Llevaban anoraks y botas de nieve. Parecían turistas en una sala de embarque.
Miraban la tele.
Berlín sumido en el caos. Saqueos. Furgonetas antidisturbios y coches en llamas. La Puerta de Brandeburgo asoma entre gases lacrimógenos.
Los muelles de Bilbao. Unos refugiados trepan por unas amarras y tratan de subir a un barco petrolero. Los marineros los repelen con una manguera de incendios.
El Jardín Sur de la Casa Blanca. Miembros del Servicio Secreto armados con fusiles de asalto rodean al presidente: «… que Dios nos proteja en estos sombríos y difíciles momentos…». Un breve saludo con la mano, desde la ventanilla del helicóptero Marine Uno.
Punch había encontrado una caja de patatas fritas en la despensa de la cocina. La volcó sobre la mesa de billar y desparramó bolsas de patatas en el tapete.
—Más vale que las aprovechemos, compañeros —dijo—. Una tonelada de comida se va a echar a perder.
Nail y su pandilla tenían acaparada la máquina de discos.
Rawlins miraba por la ventana.
—Llegarán por el noroeste.
La espera se hacía larga. Punch sacó un juego de naipes y empezó a barajar las cartas una y otra vez.
—Ahí está —señaló Rawlins.
Se agolparon todos junto a la ventana.
—Este barco no pinta bien —dijo Nail.
La ventana de la cantina, gastada y arañada por el azote de furiosas tormentas de nieve, mostraba una imagen borrosa del buque que se acercaba. La tripulación subió corriendo al helipuerto del terrado, para ver mejor el barco. Instalados sobre la gran H roja, afianzaron las piernas en el suelo para resistir el embate del viento. Un pequeño remolcador se aproximaba desde el norte.
—¡Vaya con el Spirit of Endeavour de los cojones! —exclamó uno de los hombres.
—Es un bote salvavidas —dijo Punch—. Un puto pato de goma.
El barco se acercó un poco más. Parecía un pequeño pesquero de arrastre. La cabina del timonel no era mayor que una cabina de teléfono. O quizá ni eso.
—Creo que algunos nos vamos a tener que quedar —dijo Jane.