La chica obesa

Jane despertó, se desperezó y decidió suicidarse. Si antes de acabar el día no había encontrado una razón para vivir, se arrojaría desde la plataforma. Tener un plan la confortó.

Jane fue a hacer jogging por los túneles de servicio de la cubierta C. Era parte de su rutina de cada mañana. La chapa de las paredes y de la cubierta era una gama de tonos otoñales color teja. Las tuberías del oleoducto trepidaban como un corazón palpitante. Calefacción, sumideros, desalinización.

Jane era obesa. A veces, incluso andar le dolía. Cuando iba al baño le costaba limpiarse. Esa era la principal razón de que hubiera aceptado el empleo en la plataforma. La gigantesca refinería sería su clínica de adelgazamiento. Seis meses de aislamiento forzoso, lejos de los supermercados y de los restaurantes de comida basura. Volvería transformada al mundo.

Todas las mañanas se ponía su supersarcástica y superultrajante camiseta PORN STAR y se arrastraba por un circuito de un kilómetro en aquel laberinto de metal. Llevaba pantalones cortos de licra, como los ciclistas, para no rozarse los muslos. Y una toalla sujeta detrás de los pantalones para que el sudor no se le escurriera entre las nalgas. Su chándal húmedo y empapado pesaba.

Jane usaba como línea de meta el puesto contraincendios número cincuenta y nueve, un armario rojo, lleno de respiradores y extintores. Con los pulmones a punto de reventar por el esfuerzo, emprendió el último tramo. Se apoyó contra el armario tratando de recobrar el aliento y con los dedos empapados en sudor buscó a tientas el botón de parada de su reloj. Catorce minutos. Cada vez era más lenta. Apenas iba un poco más deprisa que si anduviera. La primera vez hizo el circuito volando, enérgica y veloz, pero últimamente las rodillas se resentían fatigadas cada vez que ponía el pie en el suelo. Debería descansar unos días y dejar que el cuerpo se recuperara, pero sabía que si rompía el hábito quizá no volvería a correr.

Tras la carrera diaria, Jane solía castigar su repulsivo cuerpo con ejercicios de calistenia, series de abdominales y flexiones de piernas, pero esa mañana la desidia le minaba las fuerzas. Volvió a su habitación, se despojó de su ropa empapada y se metió en la ducha. Tras enjabonarse el barrigón se palpó aquella ingente masa de carne. El chorro caliente de la ducha hizo que la piel habitualmente rosada y blancuzca de Jane se sonrojara.

Jane se secó con la toalla, se puso talco en los pliegues y las arrugas del cuerpo y con un aerosol se aplicó desodorante de pies a cabeza. Evitaba verse reflejada, odiaba los espejos. Pechos caídos, montones de grasa, su carne parecía una sustancia viscosa, como mostaza espesa, vertida desde una jarra.

Se vistió, se ajustó el alzacuello y se dirigió a la capilla.

La capilla era el último local en una fila de tiendas. Tres años antes, cuando la refinería funcionaba a pleno rendimiento, Con Amalgam disponía de peluquería, de una tienda de productos variados y de un negocio de alquiler de películas. En el centro comercial ya solo se veían tiendas con la persiana bajada y un candado en la puerta, pero el personal que quedaba seguía llamándolo calle Mayor.

Jane abrió la capilla y encendió las luces. La capilla era una estancia blanca, llena de sillas metálicas. Unos apliques proyectaban luces de colores que simulaban vidrieras.

Sacó su sotana de un armario y forcejeó para ponérsela.

Empezó la misa. Bendijo sillas vacías y cantó a coro con Classic Hymns of Worship.

Se colocó junto al atril y recitó el sermón. Recitaba el mismo sermón cada semana, a veces con voz de tonta, a veces al revés. Esta vez lo dejó a la mitad. Plegó las hojas en aviones de papel y los hizo volar por la sala. Probó con diferentes formas de alas, para ver si conseguía hacerlos llegar a la pared del fondo.

—Es un trabajo duro —le había dicho el obispo, mientras tomaban juntos jerez en el estudio de él—. Pasarás mucho tiempo lejos de casa. Harás de madre de mil hombres, marineros de cubierta, camorristas. Gente difícil.

—Mi padre era marinero —había contestado Jane—. Sé cómo manejar a los bravucones.

Pero Jane no sabía cómo manejar la intrascendencia.

Rampart había sido una ciudad activa. Las luces de la instalación llamearon en la noche polar como si un pedazo de Nueva York se hubiera desprendido y se hubiese ido flotando. Tenía una sala de cine, un gimnasio y una cafetería Starbucks, e incluso una emisora de radio. Tres policías mantenían el orden. En la plataforma no había alcohol, pero sí tipos con temperamento. Turnos largos y nada con qué entretenerse al acabar el trabajo hacía que a veces las peleas fueran a mayores. Los policías descargaban entonces su pistola taser contra los implicados y los encerraban en una celda hasta que se calmaban.

Tener empleo en una refinería del Ártico era como estar enrolado en la Legión Extranjera. Eran hombres que huían del sufrimiento, de la adicción, del fracaso personal en cualquiera de sus facetas. Jane esperaba verse cuidando de tipos duros en momentos bajos, en momentos de desengaño y extravío. Dejaría que le hablaran en la intimidad de la capilla y los devolvería a casa restablecidos y enteros. Pero en lugar de esto encontró penumbra y abandono.

—¡No entiendo por qué te han mandado aquí! —gritó Punch, mientras ayudaba a Jane a bajar el petate del helicóptero de abastecimiento.

Gareth Punch. Perilla pelirroja, menudo y delgado, de unos veinticinco años de edad.

—Supongo que los de tu iglesia no sabían que este lugar está parado indefinidamente.

Se apresuraron a alejarse del torbellino de las aspas del rotor Sikorsky, mientras este emprendía el vuelo.

—Rampart no bombea desde hace un año. El pozo de Kasker se está agotando. Ya no queda petróleo que sea fácil de extraer. Tarde o temprano reubicarán la refinería en el golfo de México o en cualquier otro lugar, o se la venderán a la India como chatarra. Estupideces de la burocracia. Lo de siempre. No importa. Bienvenida a Rampart —dijo, tendiéndole la mano a Jane—. Soy Gary Punch, el cocinero.

Punch acompañó a Jane al bloque de alojamientos.

—Esta es tu habitación —le dijo— pero hay muchas más, si quieres cambiarla por otra. Tienes el bloque entero para ti. Casi toda la plantilla se junta para cenar en la cantina a las siete, pero aparte de esto, cada uno va a la suya. Más vale que te acostumbres a la soledad, porque este lugar es una ciudad fantasma.

Jane dejó caer la sotana en una silla y sacó una chocolatina escondida detrás de una gran Biblia, en el armario de la sacristía. Se sentó en el altar y comió. Se sentía inútil, sola y desamparada.

Emprendió el regreso a su habitación. Era un largo trayecto por blancos pasillos sin fin. La refinería era tan extensa que algunos usaban bicicletas para desplazarse por ella. En la enfermería había un coche camilla que se parecía a un cochecito de golf. Estaba atado con una cadena, para que el personal no se diera paseos en él.

Jane anduvo mecánicamente por el camino de siempre, pero se dio cuenta de que no había razón para volver a su habitación y se detuvo junto a una puerta exterior. Aquella misma mañana había decidido arrojarse desde la plataforma. ¿Por qué esperar al anochecer?

Hizo girar la rueda de la escotilla y entró en una esclusa de aire acolchada.

Tiró de la puerta exterior y la abrió. El súbito contacto con el frío le cortó el aliento. Hacía un frío brutal. Treinta bajo cero sin abrigo. La piel le quemaba.

Jane salió a una pasarela. Las botas resonaban contra el metal. Bajo la lóbrega luz del día, un vasto paisaje de maquinaria con enormes tanques de almacenamiento. Las torres, las vigas transversales y el sistema de tuberías estaban cuajados de hielo. Un archipiélago de acero, una de las mayores estructuras flotantes del mundo.

Jane se inclinó sobre una barandilla. Tocó un instante el metal helado y retiró rápidamente la mano, igual que si se hubiera quemado en un horno. Miró hacia abajo. Mucho más abajo, oculto por la bruma, estaba el mar. Oía cómo las olas rompían entre los soportes flotantes de la refinería. Si se subía a la barandilla y se dejaba caer, todo acabaría en un instante. Una caída de cien metros entre el vaho. El impacto contra el hormigón le quebraría todos los huesos. Una rápida extinción, como apagada con un interruptor.

Puso un pie sobre la barandilla y se propuso saltar. Aún no había pasado un minuto fuera y se estremecía como en un ataque de epilepsia. La vista se le nubló. Quería saltar pero no podía. Tenía los músculos bloqueados. Demasiado miedo de caer. Demasiado miedo del dolor. Volvió a entrar y se puso debajo de una rejilla de calefacción en el corredor. Maldijo su falta de valor. Se quitó una lágrima helada de la mejilla y observó cómo aquel pedacito de nácar se fundía entre sus dedos.

Plan B: encerrarse en la habitación y engullir una dosis mortal de tranquilizantes.

Jane llevaba un par de meses haciendo acopio de tranquilizantes. Cada vez que compraba desodorante o chicles en la cantina, se llevaba una caja de paracetamol. Guardaba las pastillas en una bolsa debajo de la cama.

Pasó por la cocina de la cantina a buscar una tarrina de helado. La puerta metálica de la nevera le deformó la cara igual que un espejo de parque de atracciones.

Bloque de alojamientos número Tres. Largos pasadizos y huecos de escalera desiertos.

Todos los miembros de la plantilla disponían de una pequeña celda con una cama y una silla. Había un armario ropero, un lavabo y un retrete de metal. A través de una portilla de metacrilato arañado, Jane veía los acantilados de basalto y los dentados riscos de la Tierra de Francisco José. Una desolada superficie lunar y peñascos volcánicos cubiertos de nieve. En pocas semanas el sol se pondría y empezaría la larga noche polar.

—Hola, cariño; ya estoy aquí.

Se desnudó, se sentó en la cama y empezó a sacar pastillas del envoltorio de papel de aluminio. Fue echando comprimidos sobre la manta, hasta formar una montañita blanca, luego los trituró y los metió en una tarrina de helado. Quería escribir una nota de despedida, pero no se le ocurría qué decir.

Abrió su ordenador portátil. Quería oír una voz familiar. Seleccionó un mensaje antiguo que le habían mandado desde casa, un clip de vídeo, con la hermana de Jane sentada en una habitación con luz de día. Jane pulsó la tecla de reproducción:

Hola, Jane, ¿cómo te va en la cima del mundo? Quería mandarte un saludo y decirte que estamos muy orgullosos de ti. No me imagino cómo se está allí arriba. Tiene que ser duro cuidar de toda esa gente. O quizá disfrutas de un poco de protagonismo, entre tantos hombres, y tienes que rechazarlos a golpes de silla. Bueno, mamá te manda besos…

Si Jane estuviera en casa, quizá cogería el teléfono y pediría ayuda a alguien. Pero el único contacto con el continente era una conexión inalámbrica en el despacho del encargado de la instalación. Una línea con un enojoso retardo de dos segundos.

Jane tomó una cucharada de helado y pastillas y luego lamió la cuchara. Sabía amargo. Hizo una mueca de asco y siguió tomando calmantes. No quería perder el conocimiento antes de haber engullido suficientes pastillas para una muerte segura. No quería recobrar la consciencia después. Por una vez en la vida, iba a hacer bien las cosas.

Un helado, un dulce beso de despedida. Jane tendría una muerte sosegada y humilde. La consolaba la idea de que en esos momentos finales comulgaría con el sinfín de eternos perdedores que se habían despedido del mundo con una copa de vino en la mano y una barriga llena de calmantes.

A punto de engullir la tercera porción de pastillas, alguien llamó a la puerta. Jane cerró rápidamente el portátil. Otro golpe en la puerta. Tenía que ser Punch. Nadie más sabía dónde encontrarla.

—¿Hola? ¿Reverenda Blanc? ¿Estás ahí?

Jane procuró no hacer ningún ruido.

—¿Reverenda Blanc?

Jane se preguntó si no sería más fácil abrir la puerta y librarse de él. Le diría que no se encontraba bien y que volviera más tarde. Mucho más tarde.

Punch trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada por dentro, con un pestillo de plástico como el de los lavabos públicos.

—¿Reverenda? ¿Hola?

Jane escupió pastillas y helado en un pañuelo. Se puso un albornoz y abrió la puerta.

Punch llevaba una estrafalaria camisa hawaiana.

—Disculpa. Estaba durmiendo.

—Rawlins me ha mandado a buscarte. Quiere hablarnos a todos en la cantina ahora mismo.

A Jane le flaquearon las piernas y se apoyó en el marco de la puerta para no caerse.

—¿Reverenda? ¿Te pasa algo?

Jane se dobló hacia delante y vomitó en los zapatos de Punch.

Al ayudarla a erguirse, Punch vio las cajas de analgésicos en la cama.

—¡Oh, Dios!

Ayudó a Jane a agacharse sobre la taza del inodoro. Primero vomitó helado, luego chocolate, luego una sustancia verde que Jane no identificó. Se sentó jadeando en el suelo.

Punch contó envoltorios, para ver cuántas pastillas había tomado Jane.

—Saldrás de esta —dijo—, pero deberíamos ir a la enfermería.

—No pienso ir a la puta enfermería —contestó Jane.

Punch se limpió los zapatos debajo del grifo.

—Prométeme que no se lo dirás a nadie —pidió ella.

—Vamos a levantarte.

Ayudó a Jane a ponerse de pie y esperó en el pasillo mientras ella se vestía.

—¿Qué aspecto tengo? —preguntó ella.

—Sécate los ojos.

—¿Qué quiere Rawlins?

—No lo sé, pero parece un asunto grave.