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DICIEMBRE DE 2004. LOS CISNES

Llegó diciembre y los campos se extendían desnudos y parduzcos bajo un cielo gris acero al otro lado de la ventana del hospital. Los neumáticos con clavos crujían sobre el asfalto seco de la autopista y los transeúntes se apresuraban a cruzar el puente peatonal con los cuellos de los abrigos alzados en torno a unas caras inexpresivas. En el interior de las casas, las personas se acercaban más unas a otras. Y una vela solitaria en la mesa del comedor del hospital anunciaba el primer domingo de Adviento.

Harry se detuvo en la puerta. Ståle Aune estaba sentado en la cama y, obviamente, acababa de decir algo divertido, porque Beate Lønn, la jefa de la Científica, aún se estaba riendo. Tenía en brazos a un niño sonrosado que miraba a Harry con los ojos redondos y la boca entreabierta.

—¡Amigo mío! —gruñó Ståle cuando vio al comisario.

Harry entró, se inclinó, le dio un abrazo a Beate y le estrechó la mano a Ståle Aune.

—Tienes mejor aspecto que la última vez —dijo Harry.

—Dicen que me van a dar el alta antes de Navidades —dijo Aune, y miró la mano de Harry—. Vaya garra diabólica. ¿Qué te ha pasado?

Harry dejó que el otro le estudiase a fondo la mano.

—No han podido salvarme el dedo corazón y tuvieron que cortarlo. Me han cosido los tendones del dedo anular y los extremos de los nervios, que crecen un milímetro al mes, intentando encontrarse. Pero los médicos dicen que tengo que contar con una parálisis permanente en la cara interior.

—Un precio alto.

—No —dijo Harry—. Calderilla.

Aune asintió.

—¿Alguna novedad sobre cuándo llegará el caso a los tribunales? —dijo Beate, que se había levantado para dejar al niño en el moisés.

—No —dijo Harry, observando la eficacia de los movimientos de la criminalista.

—La defensa intentará que se declare a Lund-Helgesen enfermo mental —dijo Aune, que seguía prefiriendo la expresión común «enfermo mental», que en su opinión no solo era apropiada, sino hasta poética—. Y para conseguirlo hará falta un psicólogo peor que yo si cabe.

—Sí, sí, de todas maneras le caerá la perpetua —dijo Beate, ladeó la cabeza y alisó la manta del pequeño.

—Solo que es una pena que la perpetua no sea perpetua —gruñó Aune, y alargó el brazo para coger el vaso de la mesilla de noche—. Cuanto más viejo soy, más me inclino a pensar que la maldad es maldad, con o sin enfermedad mental. Todos somos más o menos propensos a cometer actos malvados, pero nuestras predisposiciones no pueden librarnos de la culpa. Por Dios, todos estamos enfermos y tenemos trastornos de personalidad. Y precisamente nuestros actos determinan lo enfermos que estamos. Igualdad ante la ley se llama eso, pero no tiene sentido dado que nadie es igual que nadie. Durante la peste negra tiraban al mar a los marineros en cuanto tosían. Claro que los tiraban. Porque la justicia, como filosofía y como juez, es un cuchillo sin afilar. Todo lo que tenemos son síntomas clínicos más o menos afortunados, amigos míos.

—Da igual —dijo Harry mirando la mutilación del dedo aún vendado—. En este caso es perpetuo.

—¿Ah, sí?

—Síntomas clínicos desafortunados.

Se hizo un largo silencio en la habitación.

—¿Os he contado que me ofrecieron una prótesis para el dedo? —dijo Harry moviendo la mano derecha—. Pero en realidad, me gusta como está. Cuatro dedos. Mano de personaje de tebeo.

—¿Qué has hecho con la otra parte?

—Intenté donarla al Instituto Anatómico, pero me dijeron que gracias, pero no. Así que lo voy a disecar y lo voy a poner en mi escritorio, igual que Hagen con el meñique japonés. He pensado que un dedo corazón tieso podría ser un saludo adecuado de bienvenida a casa de Hole.

Los otros dos se rieron.

—¿Qué tal van Oleg y Rakel? —preguntó Beate.

—Sorprendentemente bien —dijo Harry—. Son fuertes.

—¿Y Katrine Bratt?

—Mejor. Fui a visitarla la semana pasada. Empezará a trabajar en febrero. Volverá al grupo de Delitos Sexuales de Bergen.

—¿De verdad? ¿No estuvo a punto de dispararle a alguien en una situación crítica?

—Falso. Resulta que llevaba siempre el revólver sin cargar. Por eso se atrevía a presionar el gatillo tan a fondo hasta que se levantaba el martillo. Y yo debería haberlo comprendido antes.

—¿Ah, sí?

—Cuando te trasladas de una comisaría a otra, entregas el arma reglamentaria y te dan una nueva y dos cajas de cartuchos. Había dos cajas sin abrir en el cajón de su escritorio.

Siguió un momento de silencio.

—Me alegro de que esté bien —dijo Beate acariciando la cabeza del pequeño.

—Sí —dijo Harry ausente, y pensó que era verdad, que parecía que iba mejor. Cuando fue a visitar a Katrine en el piso de su madre en Bergen, acababa de ducharse después de correr por la montaña Sandviksfjellet. Aún tenía el flequillo mojado y las mejillas enrojecidas. Su madre estaba sirviendo el té y Katrine le contaba cómo el caso de su padre llegó a convertirse en una obsesión. Y le pidió que la perdonase por haberlo mezclado en el asunto. Pero él no vio ninguna intención de disculpa en la mirada.

—Mi psiquiatra dice que solo soy unos puntos más extrema que la gente en general —dijo riendo y encogiéndose de hombros—. Pero ya lo he dejado atrás. Me ha perseguido desde la infancia, pero por fin han rehabilitado a mi padre y yo puedo seguir con mi vida.

—¿Moviendo papeles en el grupo de Delitos Sexuales?

—Empezaremos por ahí, luego ya veremos. Hasta un primer ministro puede hacer comeback.

Dirigió la vista a la ventana y se quedó con la mirada perdida en el fiordo. Quizá en dirección a la isla de Finnøy. Y cuando se fue, Harry sabía que el daño estaba hecho, y que allí seguiría.

Se miró la mano. Aune tenía razón, cualquier recién nacido era un milagro perfecto, pero la vida era en realidad solamente un proceso de destrucción.

Una enfermera carraspeó en la puerta.

—Es hora de unas cuantas inyecciones, Aune.

—Ay, deja que me libre hoy.

—Aquí no se libra nadie.

Ståle Aune suspiró.

—Enfermera, ¿qué es más malvado? ¿Quitarle la vida a una persona que quiere vivir, o la muerte a una persona que quiere morir?

Beate, la enfermera y Ståle se echaron a reír, pero nadie se dio cuenta de que Harry se estremeció en la silla.

Harry subió las escarpadas pendientes que conducían desde el hospital hasta Sognsvann. No había mucha gente, solo la banda de fieles senderistas domingueros que hacían la ronda fija alrededor del lago. Rakel lo esperaba al lado de la baranda.

Se abrazaron y empezaron a andar en silencio. Hacía fresco y el sol brillaba débilmente desde un cielo azul pálido. Las hojas secas crujían y se deshacían bajo sus pies.

—He ido sonámbulo —dijo Harry.

—¿Ah, sí?

—Sí. Y lo más seguro es que lleve haciéndolo un tiempo.

—No es tan fácil estar siempre con los cinco sentidos —dijo ella.

—No, no. —Negó con la cabeza—. Literalmente. Creo que me he levantado y he estado dando vueltas por el apartamento de noche. No tengo ni idea de lo que he estado haciendo.

—¿Cómo te has dado cuenta?

—La noche después de volver del hospital. Estaba en la cocina mirando al suelo. Unas huellas mojadas. Y entonces me di cuenta de que, salvo las botas de goma, no llevaba nada puesto, que era de noche y que tenía un martillo en la mano.

Rakel sonrió y bajó la vista. Empezó a dar pasos más largos, para caminar a su compás.

—Yo también fui sonámbula un tiempo. Justo después de quedarme embarazada.

—Aune me dijo que las personas adultas se vuelven sonámbulas durante periodos de estrés.

Se detuvieron en la orilla a contemplar a una pareja de cisnes que pasaron a su lado flotando inmóviles y silenciosos por la superficie gris.

—Yo supe desde el primer momento quién era el padre de Oleg —dijo ella—. Pero todavía no sabía que estábamos esperando un hijo cuando él se enteró de que su novia de Oslo estaba embarazada.

Harry se llenó los pulmones de aire fresco. Lo notaba como agujas. Sabía a invierno. Cerró los ojos dando la cara al sol y se preparó para escuchar.

—Cuando lo descubrí, él ya había elegido, se había marchado de Moscú y regresó a Oslo. Yo tenía dos alternativas. Darle al niño un padre en Moscú que lo quisiera y lo cuidara como si fuera suyo. Mientras creyese que era suyo. O no darle ningún padre. Era absurdo. Ya sabes lo que opino de las mentiras. Si alguien me hubiese dicho que yo, precisamente yo, elegiría un día vivir el resto de mi vida con una mentira, lo habría negado rotundamente. Cuando eres joven crees que todo es muy sencillo y apenas sabes nada de elecciones imposibles. Y yo solo habría tenido que preocuparme de mí misma, habría sido una elección fácil. Pero eran tantas cosas las que debía tener en cuenta… No solo si iba a herir a Fiodor y ofender a su familia, sino también si le fastidiaría las cosas al que se fue a Oslo y a la suya. Y además, qué era lo mejor para Oleg. Lo primero era Oleg.

—Comprendo —dijo Harry—. Lo comprendo todo.

—No —dijo ella—. No puedes comprender por qué no te lo había contado antes. Contigo no tuve la menor consideración. Pensarás que trataba de dar la impresión de ser mejor persona de lo que soy.

—No lo creo —dijo Harry—. No creo que seas mejor persona de lo que eres.

Ella ladeó la cabeza y le rozó el hombro.

—¿Crees que es verdad lo que dicen de los cisnes? —dijo ella—. ¿Que son fieles hasta la muerte?

—Creo que son fieles a las promesas que han hecho —dijo Harry.

—¿Y qué promesas hacen los cisnes?

—Ninguna, supongo.

—¿Así que estás hablando de ti mismo? En realidad, me gustabas más cuando hacías promesas y las rompías.

—¿Quieres más promesas?

Rakel negó con la cabeza. Cuando echaron a andar otra vez, se cogió del brazo de Harry.

—Me gustaría que pudiésemos empezar de nuevo. —Rakel suspiró—. Fingir que no ha pasado nada.

—Lo sé.

—Pero también sabes que no puede ser.

Harry se dio cuenta de que había conseguido ajustar el tono de voz de modo que pareciese una constatación, pero también que la duda palpitase en el fondo.

—He pensado irme de viaje —dijo él.

—¿Ah, sí? ¿Adónde?

—No lo sé. No me busques. Y mucho menos en el norte de África.

—¿El norte de África?

—Es una frase de Marty Feldman en una película. Quiere huir, pero al mismo tiempo, quiere que lo encuentren.

—Comprendo.

Una sombra los sobrevoló y continuó por el sotobosque gris ambarino y deslavazado. Alzaron la vista. Eran los cisnes.

—¿Cómo termina la película? —preguntó Rakel—. ¿Se vuelven a encontrar?

—Por supuesto.

—¿Cuándo volverás?

—Nunca —dijo Harry—. No volveré nunca.

En un frío sótano de un edificio de Tøyen, dos representantes de la comunidad de vecinos miraban preocupados a un joven con un mono y unas gafas de cristales excepcionalmente gruesos. Cuando hablaba le salía el aliento por la boca como un polvo de cal blanco.

—Es lo que pasa con este hongo. No lo ves.

Hizo una pausa. Se pasó el dedo corazón por el flequillo que le cruzaba la frente.

—Pero está ahí.