DÍA 21. LA TORRE
Tardaron tres minutos en ir desde la casa de Rakel hasta el Salto de Holmenkollen. Cruzaron el túnel y aparcaron en el mirador, entre las tiendas de souvenirs. La zona de aterrizaje parecía una catarata helada que fluía entre las tribunas y que se abría para formar un llano cien metros por debajo de ellos.
—¿Cómo sabes que está aquí? —preguntó Hagen.
—Porque me lo dijo él —dijo Harry—. Estábamos en una pista de patinaje y él dijo que el día que la obra de su vida se hubiera acabado y estuviera tan enfermo que fuese a morir, saltaría desde aquí. Como un homenaje a la vida. —Harry señaló la torre iluminada y la rampa superior, que se elevaba hacia el cielo negro encima de ellos—. Y él sabía que yo me acordaría.
—De locos —susurró Gunnar Hagen y miró hacia la oscura jaula de cristal que coronaba la torre.
—¿Me prestas tus esposas? —dijo Harry dirigiéndose al conductor.
—Pero si ya tienes unas —dijo Hagen señalándole con la cabeza la muñeca derecha, donde Harry llevaba uno de los dos grilletes de las esposas. El otro colgaba semiabierto.
—Me gustaría tener dos —dijo Harry, y cogió la bolsa de piel que le daba el conductor—. ¿Puedes ayudarme? Me faltan un par de dedos…
Hagen meneó la cabeza mientras le colocaba a Harry el extremo de las esposas del conductor en la otra muñeca.
—No me gusta que vayas solo. Me da miedo.
—Hay poco sitio allí arriba, y yo puedo hablar con él. —Harry le enseñó el revólver de Katrine—. Y tengo esto.
—Eso es lo que me da miedo, Harry.
El comisario Hole le echó una mirada rápida a su jefe antes de volverse y abrir la puerta del coche con la mano izquierda, que no tenía lesionada.
El policía acompañó a Harry a la entrada del Museo del Esquí, que tenía que cruzar para coger el ascensor hasta la torre. Llevaban una palanqueta para romper el cristal de la puerta. Pero cuando se acercaron, la luz de la linterna atrapó unos trozos de cristal que brillaban en el suelo, de camino a la taquilla. Una alarma aullaba sin cesar en algún rincón del museo.
—De acuerdo, ya sabemos que nuestro hombre ha llegado —dijo Harry, y comprobó que llevaba el revólver bien sujeto a la espalda, debajo de la cinturilla—. Pon dos hombres en la salida trasera en cuanto llegue el próximo coche.
Harry cogió la linterna, entró en la oscuridad de las instalaciones y pasó rápidamente las fotos y los carteles de los héroes noruegos del esquí, las banderas noruegas, las ceras noruegas para esquís, los reyes noruegos y las princesas herederas noruegas y los textos que proclamaban brevemente que Noruega era una nación cojonuda, y recordó por qué nunca le había gustado aquel museo.
El ascensor estaba al fondo. Un ascensor estrecho y agobiante. Harry se fijó en la puerta. Sintió un sudor frío. Al lado había unas escaleras de acero.
Ocho peldaños después se había arrepentido. Volvía a sentirse mareado, tenía náuseas y le dieron arcadas. Sus pasos en el metal resonaban en el hueco de la escalera, las esposas interpretaban una música de carillón al dar en la barandilla. El corazón debería haber bombeado adrenalina y ponerle el cuerpo en estado de alerta. Pero estaría demasiado cansado, demasiado agotado. O quizá, simplemente, sabía que todo acababa allí. Se había realizado la compraventa, el desenlace se daba por sentado.
Harry continuó. Puso los pies en los peldaños, ni siquiera tenía fuerzas para ser silencioso, sabía que el otro lo había oído hacía mucho.
La escalera llevaba directamente hasta la oscura jaula de cristal. Harry apagó la linterna y notó una corriente de aire frío en cuanto tuvo la cabeza por encima del borde. Había dejado de nevar y la pálida luz de la luna entraba en el habitáculo acristalado de cuatro metros de superficie rodeado de una barandilla de acero a la que los turistas probablemente se agarraban con fuerza mientras, con una mezcla de miedo y deleite, disfrutaban de las vistas de Oslo y alrededores, o imaginaban cómo sería tirarse por la rampa superior con los esquís. O caer de la torre, bajar flotando en vertical hacia las casas y estrellarse al fondo, entre los árboles.
Harry subió, mirando hacia la silueta que se perfilaba en el manto de luz de la ciudad a sus pies. La figura estaba sentada con las piernas por fuera de la barandilla, en el alféizar de la gran ventana abierta por la que entraba la corriente de aire.
—Hermoso, ¿verdad? —La voz de Mathias sonaba leve, casi alegre.
—Si te refieres a las vistas, estoy de acuerdo.
—No son las vistas, Harry.
Uno de los pies de Mathias colgaba por la ventana y Harry se quedó cerca de la escalera.
—¿Fuiste tú o el muñeco de nieve quien la mató, Harry?
—¿Tú qué crees?
—Creo que fuiste tú. Eres un tío listo. Contaba contigo. Se siente uno muy mal, ¿verdad? Y entonces no es tan fácil apreciar la belleza. Cuando uno acaba de matar a la persona que más quiere por encima de todo.
—Bueno —dijo Harry, y dio un paso adelante—. Tú no sabes mucho al respecto, ¿no?
—¿No? —Mathias inclinó la cabeza hacia atrás, la apoyó en el borde del alféizar, y se rio—. La primera mujer a la que maté era la persona que más quería en el mundo.
—Entonces, ¿por qué la mataste? —Harry sintió que le volvían los dolores cuando se llevó la mano derecha a la espalda, por encima del revólver.
—Porque mi madre era una mentirosa y una puta —dijo Mathias.
Harry sacó la mano y levantó el revólver.
—Baja de ahí, Mathias. Con las manos arriba.
Mathias miró a Harry con curiosidad.
—¿Sabes que hay casi un veinte por ciento de probabilidades de que tu madre también lo fuera, Harry? Veinte por ciento de probabilidades de que tú seas un hijo de puta. ¿Qué me dices a eso?
—Ya me has oído, Mathias.
—Déjame que te facilite las cosas, Harry. En primer lugar, me niego a obedecer. En segundo lugar, puedes decir que no podías verme las manos, así que podía ir armado. Eso es. Dispara, Harry.
—Baja.
—Oleg es hijo de una puta, Harry. Y Rakel es una puta. Deberías darme las gracias por dejarte matarla.
Harry se cambió el revólver a la mano izquierda. Los grilletes sueltos de las esposas entrechocaron.
—Piensa, Harry. Si me detienes, me van a declarar demente, me cuidaran en la unidad de psiquiatría durante unos años antes de que me den el alta. Dispárame ahora.
—Quieres morir —dijo Harry acercándose—. Porque de todas formas te estás muriendo de esclerodermia.
Mathias dio un golpe fuerte con la mano en el marco de la ventana.
—Bien hecho, Harry. Comprobaste lo que te dije de mis anticuerpos.
—Le pregunté a Idar. Y después busqué lo que era la esclerodermia. Cuando sufres esa enfermedad, es fácil elegir otra forma de morir. Por ejemplo, una muerte espectacular que de alguna manera coronará la supuesta obra de tu vida.
—Oigo tu desprecio, Harry. Pero algún día tú también lo comprenderás.
—¿Comprender el qué?
—Que estamos en el mismo gremio. Que se trata de la lucha contra la enfermedad. Y que las enfermedades contra las que tú y yo luchamos no se pueden erradicar, que todas las victorias son provisionales. Así que nuestro cometido solo es la lucha. Y el mío termina aquí. ¿No quieres pegarme un tiro, Harry?
La mirada de Harry se encontró con la de Mathias. Dio la vuelta al revólver. Se lo ofreció a Mathias por la empuñadura.
—Hazlo tú mismo, cabrón.
Mathias enarcó una ceja. Harry vio el titubeo, la desconfianza. Que poco a poco dejó sitio a una sonrisa.
—Como quieras. —Mathias alargó la mano por encima de la barandilla de acero y cogió el arma. Acarició el acero lacado en negro.
—Esto ha sido un gran error por tu parte, querido amigo —dijo, y le apuntó con el revólver—. Serás un estupendo punto final, Harry. La garantía de que recordarán mi obra.
Harry clavó la mirada en el cañón negro mientras veía levantarse el gatillo. Fue como si todo ocurriera más lentamente y la habitación hubiese empezado a dar vueltas. Mathias apuntaba. Harry apuntaba. Y giró el brazo derecho. Las esposas hicieron un ruido en el aire, como un chillido atenuado, en el momento en que Mathias disparó. Al clic seco siguió un chasquido blando cuando el puño de metal le alcanzó la muñeca.
—Rakel ha sobrevivido —dijo Harry—. Has fracasado, hijo de puta.
Harry vio cómo se le dilataban los ojos. Y luego se estrechaban. Vio cómo se fijaba en el revólver, que no se había disparado, en el grillete que le rodeaba la muñeca y que lo encadenaba a Harry.
—Tú… has sacado los cartuchos —tartamudeó Mathias.
Harry negó con la cabeza.
—Katrine Bratt nunca llevaba cartuchos en el revólver.
Mathias levantó la vista, miró a Harry y se inclinó hacia atrás.
—Vamos.
Y saltó.
Tiró de Harry y éste perdió el equilibrio. Intentó agarrarse, pero Mathias pesaba demasiado y Harry era un gigante encogido, despojado de carne y sangre. El comisario gritó cuando se vio arrastrado por encima de la barandilla de acero y atraído hacia la ventana y hacia el abismo. Y cuando echó el brazo izquierdo libre hacia atrás por encima de la cabeza, imaginó la pata de una silla en la que él estaba sentado, completamente solo, en una sucia habitación sin ventana de Cabrini Green en Chicago. Oyó el sonido de metal contra metal, y empezó la caída libre a través de la noche. Se había realizado la transacción.
Gunnar Hagen miraba hacia la torre, pero habían empezado a caer copos de nieve que le dificultaban la visión.
—¡Harry! —repitió por el walkie-talkie—. ¿Estás ahí?
Soltó el botón, pero la única respuesta que obtuvo fue un intenso zumbido de silencio, una vez más.
Habían llegado cuatro coches patrulla hasta la plaza, junto al salto de esquí; y cuando, hacía unos segundos, oyeron el grito desde la torre, se produjo una confusión total.
—Han caído —dijo el policía que estaba a su lado—. Estoy seguro de que he visto caer de la jaula de cristal a dos personas.
Gunnar Hagen bajó la cabeza resignado. No sabía exactamente cómo o por qué, pero por un momento se le antojó que existía una lógica absurda en el hecho de que terminase así, como si le otorgara una especie de equilibrio cósmico.
Tonterías. Una verdadera gilipollez.
La nevada le impedía ver los coches policiales, pero oía los lamentos de las sirenas, como plañideras que ya estaban en camino. Y él sabía que el sonido atraería a los carroñeros: los buitres de las noticias, los vecinos curiosos, los jefes sanguinarios. Vendrían para coger su pieza favorita del cadáver, su manjar preferido. Y los dos platos de la cena, el abominable Muñeco de Nieve y el abominable agente de policía, complacerían a todos. No había ninguna lógica, ningún equilibrio, solo hambre y comida. El walkie-talkie de Hagen chisporroteaba.
—¡No los encontramos! Cambio.
—Tienen que estar ahí —gritó Hagen—. ¿Habéis mirado en los tejados de los edificios? Cambio.
Hagen esperó mientras se preguntaba cómo iba a contarles a sus superiores que había permitido que Harry fuera solo. Cómo iba a explicarles que solo era el superior de Harry, no su jefe, y que nunca lo había sido. Y que también eso tenía su lógica, y en realidad le importaba una mierda si lo entendían o no.
—¿Qué pasa?
Hagen se volvió. Era Magnus Skarre.
—Harry ha caído —dijo Hagen señalando hacia la torre con la cabeza—. Están buscando el cadáver.
—¿Cadáver? ¿De Harry? Ni hablar.
—¿Ni hablar?
Hagen se dirigió a Skarre, que miraba hacia la torre.
—Creía que conocías a ese tío, Hagen.
Hagen pensó que envidiaba la convicción del joven policía.
El walkie-talkie volvió a chisporrotear.
—¡Aquí no están!
Skarre se volvió hacia él, sus miradas se encontraron y Skarre se encogió de hombros como diciendo: «¿Qué te había dicho?».
—¡Eh! —Hagen le gritó al conductor del Land Rover y señaló los faros del techo—. Ilumina la jaula. Y consígueme unos prismáticos.
Unos segundos después, un rayo de luz atravesaba la noche.
—¿Ves algo? —preguntó Skarre.
—Nieve —dijo Hagen, y se pegó los prismáticos a la cara—. Ilumina más arriba. ¡Para! Espera… ¡Dios mío!
—¿Qué pasa?
—No puede ser verdad.
En ese mismo momento, la nevada pasó como un telón que se abría hacia un lado. Hagen oyó varias exclamaciones de los agentes de policía. Parecían dos figuras encadenadas, colgadas de un espejo retrovisor, la de abajo con una mano como triunfante por encima de la cabeza, la otra con ambos brazos extendidos en vertical, como si estuviese crucificado lateralmente. Y ambos inmóviles, dando vueltas despacio en el aire con las cabezas ladeadas.
Hagen pudo ver a través de los prismáticos el grillete que anclaba la mano izquierda de Harry a la barandilla de la jaula.
—No puede ser verdad —repitió Hagen.
Casualmente, fue Thomas Helle, el joven policía del grupo de Personas Desaparecidas, quien se encontraba en cuclillas al lado de Harry Hole cuando éste recobró el conocimiento. Cuatro agentes de policía los habían izado a él y a Mathias Lund-Helgesen otra vez hasta la jaula de cristal. En los años siguientes, Helle contaría una y otra vez la primera reacción:
—¡Con una expresión de loco, lo primero que preguntó fue si Lund-Helgesen estaba vivo! Como si tuviera miedo de que el tío hubiese muerto, como si eso fuera lo peor que podía haber pasado. Y cuando le dije que sí y que estaba en la ambulancia, gritó que teníamos que quitarle los cordones de los zapatos y el cinturón, que teníamos que procurar que no se suicidara. ¿Has oído semejante consideración hacia un tío que acaba de intentar cargarse a tu ex?