DÍA 21. MONSTRUO
Desde la cocina, Rakel podía ver las tres direcciones por las que podían acercarse a la casa. En la parte trasera había un repecho rocoso poco extenso pero muy empinado, por el que resultaba imposible bajar, sobre todo ahora que estaba nevado. Fue de ventana en ventana. Mirando al exterior y comprobando que estaban bien cerradas. Cuando su padre mandó construir la casa después de la guerra, pidió que hicieran las ventanas en la parte superior de las paredes y con rejas de hierro. Sabía que era por la guerra y por un ruso que se había colado una noche en su búnker, en Leningrado, y que mató a tiros a todos sus amigos mientras dormían. A todos menos a él, que dormía más cerca de la puerta y estaba tan cansado que no se despertó hasta que sonó la alarma y descubrió que tenía la manta llena de cartuchos vacíos. Siempre decía que fue la última noche que durmió bien en toda su vida. Pero a ella nunca le habían gustado las rejas. Hasta ahora.
—¿No puedo ir a mi habitación? —dijo Oleg dando un puntapié a la pata de la gran mesa de la cocina.
—No —dijo Rakel—. Tienes que quedarte aquí.
—¿Qué es lo que ha hecho Mathias?
—Harry nos lo explicará todo cuando llegue. ¿Estás seguro de que sujetaste bien la cadena de seguridad?
—Sí, mamá. Ojalá estuviese aquí papá.
—¿Papá? —No lo había oído utilizar esa palabra antes. Aparte de con Harry, pero de eso hacía varios años—. ¿Te refieres a tu padre ruso?
—Él no es mi padre.
Lo dijo con una seguridad que la hizo estremecerse.
—¡La puerta del sótano! —exclamó.
—¿Qué?
—Mathias también tiene llave de la puerta del sótano. ¿Qué hacemos?
—Muy sencillo —dijo Oleg, y se bebió el resto del agua—. Pon una de las sillas del jardín debajo del picaporte, por dentro. Tienen la altura necesaria, no podrá entrar.
—¿Ya lo has probado? —preguntó ella sorprendida.
—Harry lo hizo una vez que jugamos a los vaqueros.
—Quédate aquí —dijo ella, y fue hacia el pasillo y la puerta del sótano.
—Espera.
Ella se paró.
—Yo vi cómo lo hacía —dijo Oleg, que se había levantado—. Quédate aquí, mamá.
Ella lo miró. Dios, cómo había crecido ese último año, pronto la sobrepasaría en estatura. Y en aquella mirada oscura vio que la niñez estaba a punto de dar paso a lo que de momento era, sobre todo, terquedad juvenil, pero que ella ya podía imaginar que con el tiempo se convertiría en la determinación de un adulto.
Vaciló un instante.
—Deja que lo haga yo —insistió Oleg.
Había un tono de súplica en la voz. Y Rakel comprendió que para él era importante, que había mucho en juego. Rebelión contra los miedos infantiles. Y un ritual adulto. Para ser como su padre. Quienquiera que él creyese que era.
—Date prisa —susurró ella.
Oleg bajó corriendo.
Ella se quedó mirando por la ventana. Con la esperanza de oír el motor de un coche en la entrada. Rezando para que Harry llegara primero. Pensó en lo silencioso que estaba todo. Y, sin saber de dónde le vino la idea, pensó en cuánto silencio iba a reinar.
Pero entonces percibió un sonido. Un sonido insignificante. Primero pensó que venía de fuera. Pero luego oyó que venía de atrás. Se volvió. No vio nada, la cocina estaba vacía. Pero el sonido volvió. Como el moroso tictac de un reloj. O de un dedo que golpeteara una mesa. La mesa. Ella fijó la vista. Allí estaba el sonido. Y allí lo vio. Una gota había alcanzado la mesa. Miró hacia arriba despacio. En medio del techo pintado de blanco se había formado un círculo oscuro, y del centro del círculo colgaba una gota brillante. Se desprendió y cayó sobre la mesa. Rakel vio cómo ocurría y, aun así, dio un respingo, como si hubiera sido una bofetada inesperada.
¡Dios mío, debía de venir del baño! ¿De verdad que se había olvidado de cerrar la ducha? No había subido al segundo piso desde que llegó a casa, entró y se puso a preparar la cena enseguida, de modo que llevaría así desde la mañana. Y naturalmente, tenía que suceder justo ahora, en medio de todo aquello.
Fue al pasillo, subió la escalera apresuradamente y se dirigió al baño. No se oía la ducha. Abrió. El suelo estaba seco. Nada de agua. Cerró y se quedó delante de la puerta del baño un par de segundos. Miró a un lado, a la puerta del dormitorio. Se encaminó hacia ella despacio. Puso la mano en el picaporte. Vaciló. Prestó atención por si oía algún coche acercándose. Abrió. Se quedó de pie mirando la habitación. Le entraron ganas de gritar. Pero supo instintivamente que no debía gritar, que debía quedarse quieta. Muy quieta.
—¡Joder, joder! —gritó Harry dando puñetazos y haciendo vibrar el salpicadero—. ¿Qué pasa?
Los coches no circulaban, había un atasco delante de ellos, en el túnel. Así llevaban los dos últimos minutos.
La respuesta llegó en ese mismo segundo por la radio de la policía.
—Ha habido una colisión en la autovía Ring 3, cerca de la salida del túnel de Tasen. No hay heridos. La grúa está en camino.
Harry tuvo una corazonada y cogió el micrófono.
—¿Sabéis quién es?
—Solo que son dos coches, ambos con neumáticos de verano —contestó lacónicamente una voz nasal por la radio.
—Cuando nieva en noviembre, siempre es un caos —dijo el policía del asiento trasero.
Harry no contestó, se quedó tamborileando con los dedos en el salpicadero. Estaba sopesando las distintas opciones. Había un muro de coches delante y otro detrás, ni todas las luces azules ni todas las sirenas del mundo podrían sacarlos de allí.
Podría salir del coche y cubrir corriendo la distancia hasta el final del túnel, y que un coche policial lo recogiera allí, pero había casi dos kilómetros.
Dentro del coche todo estaba en silencio, solo se oía el zumbido sordo de los motores en ralentí. La furgoneta que iba delante se desplazó un metro, y el policía la siguió. No frenó hasta que no estuvo casi encima del parachoques, como si temiese que cualquier cosa —excepto la conducción agresiva— pudiera hacer que el comisario explotara otra vez. El frenazo hizo tintinear alegremente en el silencio posterior a las dos mujeres metálicas en bikini.
Harry volvió a pensar en Jonas. ¿Por qué? ¿Por qué había pensado en Jonas cuando habló con Mathias por teléfono? Había algo en el sonido de fondo.
Harry miró a las dos bailarinas del retrovisor. Y de pronto, cayó en la cuenta.
Supo por qué se le había venido Jonas a la cabeza. Sabía a qué correspondía el sonido. Pero intentó ahuyentar la idea, dado que no era urgente. Ya era demasiado tarde.
Oleg pasó raudo por el pasillo oscuro del sótano sin mirar ni a derecha ni a izquierda, donde sabía que las manchas de sal dibujaban fantasmas blanquecinos en las paredes de cemento. Intentó concentrarse en lo que tenía que hacer y no pensar en otra cosa. Impedir el acceso a los pensamientos equivocados. Eso es lo que le decía Harry. Que era posible vencer a los únicos monstruos que existían, los que uno tenía dentro de la cabeza. Pero requería entrenamiento. Tenías que acercarte y pelear con ellos tan a menudo como fuera posible. En pequeñas batallas que pudieras ganar, y luego irte a casa y curarte las heridas antes de volver. Él lo había hecho, había estado solo varias veces en el sótano. Tenía que hacerlo porque los patines necesitaban un ambiente frío.
Cogió la silla de jardín, la arrastró tras de sí para que el sonido ahogara el silencio. Comprobó que la puerta del sótano, efectivamente, estaba cerrada. Metió la silla debajo del picaporte y constató que no se podía mover. Así. Y se quedó de piedra. ¿Eso había sido un ruido? Miró el ventanuco de cristal de la puerta del sótano. Ya no conseguía mantener a raya los pensamientos, ya acudían. Algunos estaban justo ahí fuera. Quería volver arriba corriendo, pero se obligó a quedarse. Combatió con otros aquellos pensamientos aterradores. «Estoy dentro —pensó—. Estoy tan seguro aquí como allí arriba». Tomó aire, sintió que el corazón le latía desbocado en el pecho, como un tambor ominoso. Se inclinó hacia delante y miró por el ventanuco. Vio su reflejo. Pero por encima había otra cara, una cara torcida que no era la suya. Y vio unas manos, unas manos monstruosas que se levantaron. Oleg retrocedió asustado hacia atrás. Tropezó con algo y notó que las manos se le cerraban alrededor de la cara y la boca. No podía gritar. Porque quería gritar. Quería gritar que no eran sus pensamientos, que era el monstruo, que el monstruo estaba allí, que el monstruo estaba dentro. Y que todos iban a morir.
—Está dentro de la casa —dijo Harry.
Los otros agentes lo miraron sin entender nada, mientras Harry pulsaba el botón de rellamada del teléfono.
—Creía que era música japonesa pero era un carillón de metal. Como el que Jonas tiene en su cuarto. Oleg también tiene uno. Mathias ha estado allí todo el tiempo. Lo dijo…
—¿Qué quieres decir? —se atrevió a preguntar el agente del asiento trasero.
—Dijo que estaba en casa. Y ahora eso significa la calle Holmenkollveien. Incluso dijo que iba a bajar a ver a Rakel y Oleg. Debí haberlo comprendido. Holmenkollen está más alto que Torshov. Estaba en el segundo piso de la casa de la calle Holmenkollveien. Iba a bajar. Tenemos que sacarlos de la casa, ya. ¡Contesta, coño!
—A lo mejor no está cerca del…
—Hay cuatro teléfonos en la casa. Ha cortado la conexión. Tengo que llegar allí cuanto antes.
—Enviaremos otro coche patrulla —dijo el conductor.
—¡No! —dijo Harry—. Es demasiado tarde de todas formas, él ya los tiene. Y ésta es nuestra única oportunidad, es la última pieza. Yo.
—¿Tú?
—Sí. Yo soy parte de su plan.
—Querrás decir que no eres parte del plan.
—Sí, sí lo soy. Me está esperando.
Los otros dos agentes intercambiaron unas miradas mientras oían los balidos de una moto que avanzaba lentamente entre los coches detenidos detrás de ellos.
—¿Y de verdad crees que te está esperando?
—Sí —dijo Harry, miró en el espejo lateral y vio la moto. Y pensó que ésa era la única respuesta que podía dar. Porque era la única respuesta que daba un poco de esperanza.
Oleg peleó todo lo que pudo, pero se quedó rígido ante la tenaza implacable del monstruo cuando notó el frío acero en la garganta.
—Esto es un bisturí, Oleg. —El monstruo tenía la voz de Mathias—. Lo usamos para trocear seres humanos. Y no te imaginas lo fácil que es.
El monstruo le pidió que abriese la boca, le metió un trapo sucio dentro y le ordenó que se tumbara boca abajo, con los brazos a la espalda. Oleg se negó, el monstruo lo presionó con el acero por debajo de la oreja y él notó la sangre caliente corriéndole como un escalofrío por encima del hombro y hacia abajo, por el costado, por dentro de la camiseta. Se tumbó en el suelo helado de cemento y el monstruo se le sentó encima. Una caja roja le cayó al lado de la cara. Leyó lo que ponía. Eran bridas, esas tiras finas de plástico que sujetan los cables eléctricos y el embalaje de los juguetes, y que eran tan molestas porque solo se podían tensar y no aflojar, y no se podían romper, a pesar de ser tan finas. Sintió el plástico incisivo cortándole la piel de las muñecas y los tobillos.
Lo levantó y lo volvió a soltar, cayó y no le dio tiempo a sentir los dolores antes de aterrizar como un fardo blando y crujiente. Miró hacia arriba. Estaba tumbado en el congelador, notaba en la piel de los antebrazos y la cara el escozor de las partículas de hielo que se habían desprendido de las paredes. Encima de él estaba el monstruo, con la cabeza un poco ladeada.
—Adiós —dijo—. Nos veremos al otro lado dentro de poco.
La tapa se cerró y se produjo una oscuridad total. Oleg oyó que giraba la llave en la cerradura y unos pasos rápidos que se alejaban. Intentó levantar la lengua, meterla detrás del trapo, tenía que sacárselo. Tenía que respirar. Necesitaba aire.
Rakel no podía respirar. Estaba en el umbral de la puerta del dormitorio y sabía que lo que estaba viendo era una locura. Una locura que le encogía la piel, que hacía que se le abriera la boca, que se le salieran los ojos de las órbitas.
Habían empujado la cama y los demás muebles hacia las paredes, el parqué tenía una capa de agua casi invisible que solo se quebraba cada vez que caía una gota nueva. Pero Rakel no se dio cuenta, lo único que veía era el enorme muñeco de nieve que se erguía en medio de la habitación.
El bombín que llevaba en la cabeza de cara sonriente llegaba casi hasta el techo.
Cuando por fin volvió a respirar y le llegó el oxígeno al cerebro, notó el olor a lana y madera mojada, y oyó el goteo del agua derretida. De la nieve salía una ola de frío, pero no fue eso lo que le puso la carne de gallina. Fue el calor corporal de él a su espalda.
—¿No es hermoso? —dijo Mathias—. Lo he hecho exclusivamente para ti.
—Mathias…
—¡Calla! —Le puso un brazo alrededor del cuello, como para protegerla. Ella miró hacia abajo. Tenía un bisturí en la mano—. No vamos a hablar, cariño. Hay tanto que hacer y tan poco tiempo.
—¿Por qué? ¿Por qué?
—Éste es nuestro día, Rakel. El resto de la vida es tan incomprensiblemente corto…, así que deja que lo celebremos sin explicaciones. Por favor, pon los brazos a la espalda.
Rakel hizo lo que le decía. No había oído a Oleg subir del sótano. A lo mejor todavía seguía allí, a lo mejor conseguía salir si ella entretenía a Mathias.
—Quiero saber… —dijo ella, y oyó que el llanto le atenazaba las cuerdas vocales.
—Porque eres una puta.
Ella notó que le tensaba algo fino y duro alrededor de las muñecas. Sintió el calor de su respiración en la nuca. Los labios. Y luego la lengua. Apretó los dientes, sabía que si gritaba podría parar y ella quería que continuase, que se demorase. La lengua iba ascendiendo por el cuello hasta la oreja. Mordió ligeramente.
—Y tu hijo de puta está en el congelador —susurró.
—¿Oleg? —dijo ella, y notó que perdía el control.
—Tranquilízate cariño, no va morir de frío.
—¿No…?
—Mucho antes de que el cuerpo se enfríe hasta ese punto, ese hijo de puta habrá muerto por falta de oxígeno. Son simples matemáticas.
—Matemá…
—Lo calculé hace mucho. Lo he calculado todo.
Una moto de alta cilindrada derrapaba en la oscuridad subiendo las cuestas sinuosas de Holmenkollen. El sonido retumbaba entre las casas y los que la veían pasar pensaban que era una locura, con el firme lleno de nieve, que deberían quitarle el carné de moto al conductor. Pero el conductor no tenía carné.
Harry aceleró en la subida hasta la casa negra de madera, derrapó en la nieve reciente de la curva cerrada y notó que la moto perdía velocidad. No intentó enderezarla, sino que cogió impulso y saltó de la moto, que rodó cuesta abajo, atravesó unas ramas de abeto que colgaban cerca del suelo antes de chocar con un tronco, terminó volcando, y la rueda trasera siguió girando y esparciendo nieve hasta que se paró.
Para entonces Harry ya estaba a mitad de la escalinata.
No había ninguna huella en la nieve, ni hacia la casa ni desde la casa. Sacó el revólver mientras subía los escalones dando zancadas hasta la puerta.
La llave estaba sin echar, tal y como le había prometido.
Entró, y lo primero que vio fue que la puerta de la escalera del sótano estaba abierta de par en par.
Harry se detuvo y aguzó el oído. Se oía como un tamborileo. Parecía venir de la cocina. Titubeó. Decidió ir al sótano.
De lado, con el revólver por delante, empezó a bajar. Se detuvo al final de la escalera para que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad, mientras escuchaba. Le pareció que todo estuviera conteniendo la respiración. Vio la silla de jardín debajo del picaporte. Oleg. Su mirada siguió inspeccionando. Ya había decidido subir cuando vio la mancha oscura en el suelo de cemento, delante del congelador. ¿Agua? Dio un paso hacia delante. Sería de debajo del congelador. Trató de controlar sus pensamientos, de impedir que fueran en la dirección que ellos querían, y tiró de la tapa. Cerrada. La llave estaba puesta, pero Rakel no solía cerrar el congelador con llave. Le vinieron a la mente las imágenes de la isla de Finnøy, pero se dio prisa, giró la llave y levantó la tapa.
Harry tuvo tiempo de ver un destello en el interior a oscuras antes de que un dolor intenso en la cara lo obligara a retroceder. ¿Un cuchillo? Cayó de espaldas entre dos cestas de ropa sucia y una figura rápida y ágil, que había salido del congelador, se inclinó sobre él.
—¡Policía! —gritó Harry levantando el revólver—. ¡No te muevas!
La figura se detuvo con la mano levantada por encima de la cabeza.
—¿Ha… Harry?
—¿Oleg?
Harry bajó el revólver y vio lo que el chico tenía en la mano. Un patín de carreras.
—Yo… creía que era Mathias, que había vuelto —susurró.
Harry se levantó.
—¿Está Mathias aquí?
—No lo sé. Dijo que pronto nos volveríamos a ver, así que creí…
—¿De dónde has sacado el patín? —Harry notó el sabor metálico de la sangre en la boca y encontró con el dedo el corte sangrante de la mejilla.
—Estaba en el congelador —dijo sonriendo a medias—. Era bastante complicado tenerlos fuera, así que los dejo debajo de los guisantes para que mamá no los vea. Nunca comemos guisantes.
Siguió a Harry, que ya iba escaleras arriba.
—Menos mal que estaban recién afilados y pude cortar las bridas. La cerradura era imposible, pero pude hacer un par de cortes en la placa del fondo para tener aire. Y también rompí la bombilla para que no se encendiese la luz si él abría.
—Y el hielo derretido por el calor de tu cuerpo salía por los agujeros —dijo Harry.
Llegaron al pasillo y Harry llevó a Oleg hasta la puerta principal, la abrió y señaló.
—¿Ves las luces del vecino? Corre hasta allí y quédate con ellos. ¿De acuerdo?
—¡No! —dijo Oleg muy decidido—. Mamá…
—¡Escucha! Lo mejor que puedes hacer ahora por mamá es salir de aquí.
—¡Quiero encontrarla!
Harry cogió a Oleg por los hombros y apretó tanto que unas lágrimas de dolor asomaron a los ojos del chico.
—Cuando te digo que corras, corre, joder.
Lo dijo en voz baja, pero con tanta ira contenida que Oleg parpadeó perplejo y una lágrima solitaria se le deslizó por las pestañas y le cayó en la mejilla. El chico se volvió sobre los talones, salió corriendo por la puerta y se perdió fundiéndose con la oscuridad y la ventisca.
Harry cogió el walkie-talkie y apretó el botón.
—Aquí Harry, ¿estáis muy lejos?
—Estamos cerca de Gressbanen, cambio. —Harry reconoció la voz de Gunnar Hagen.
—Estoy dentro —dijo Harry—. Conduce hasta la casa, pero no entréis hasta que yo lo diga, cambio.
—Recibido.
—Cambio y corto.
Harry se dirigió hacia el sonido, que seguía viniendo de la cocina. Se quedó en el umbral, observando el fino hilo de agua que colgaba del techo. El yeso la había teñido de gris y golpeteaba persistente en la mesa.
Harry subió la escalera hasta el segundo piso de cuatro zancadas. Se acercó de puntillas hasta la puerta del dormitorio. Tragó saliva. Miró el picaporte. Fuera se oía el lamento lejano de una sirena de policía acercándose. Una gota de sangre de la herida resonó blandamente al caer sobre el parqué.
Ya empezaba a intuir, como una presión en la sien, que allí terminaba todo. Y que tenía cierta lógica que así fuera. Cuántas veces se había visto así de madrugada, delante de la puerta, al final de una noche que le había prometido que pasaría con ella; cuántas se había visto allí de pie, lleno de remordimientos, sabiendo que ella ya estaba dormida. Bajaba cuidadosamente el picaporte que, como él sabía, emitía un pequeño chirrido justo a mitad del giro. Y sabiendo que ella se despertaría, lo miraría con los ojos empañados de sueño, como para castigarlo, hasta que él se deslizara debajo del edredón, se le pegara al cuerpo, y ella abandonara la rigidez de la resistencia inicial. Y gruñiría contenta, pero no demasiado. Y él la acariciaría más, la besaría y le mordería el cuello, estaría a su servicio hasta que la tuviera sentada encima y hubiera abandonado la condición de reina somnolienta y empezara a ronronear y a gemir, excitada y ofendida a la vez.
Sujetó el picaporte, la mano reconoció la forma plana y angulosa. Empujó hacia abajo, con muchísimo cuidado. A la espera del chirrido familiar. Pero no se produjo. Algo había cambiado. ¿Habría ajustado alguien el resorte? Soltó el picaporte con cuidado. Se agachó para mirar por el ojo de la cerradura. Oscuridad. Habían metido algo en el agujero.
—¡Rakel! —gritó—. ¿Estás ahí?
No obtuvo respuesta. Pegó la oreja a la puerta. Le pareció oír que alguien rascaba, pero no estaba seguro. Cogió otra vez el picaporte. Dudó un instante. Cambió de idea y fue rápidamente al baño que había junto al dormitorio. Empujó la pequeña ventana abatible, encogió el cuerpo para que cupiera y poder asomarse a mirar. Salía luz por los barrotes negros de la ventana del dormitorio. Apretó los talones contra el interior del marco contrayendo los músculos de la pantorrilla y se estiró por fuera de la ventana del baño y a lo largo de la pared exterior. Trató inútilmente de encontrar dónde agarrarse con los dedos entre los ásperos tablones, mientras la nieve se le adhería a la cara y se derretía mezclada con la sangre que le corría por la mejilla. Aumentó la fuerza, el marco le presionaba tanto en la pantorrilla que parecía que iba a partirse en dos. Arrastró las manos a lo largo de la pared como arañas de cinco patas que la recorrieran febriles. Le dolían los músculos del abdomen. Pero estaba demasiado lejos, no lo conseguiría. Miró al suelo, sabía que la fina capa de nieve ocultaba otra de asfalto.
Notó algo frío en los dedos.
El barrote de la reja.
Consiguió rodearlo con dos dedos. Tres. Y luego con la otra mano. Relajó las pantorrillas doloridas, se balanceó un poco y se apresuró a poner las suelas de las botas contra la pared para descargar los brazos. Finalmente, pudo ver el interior del dormitorio. Y lo vio. El cerebro luchaba por comprender, pero al mismo tiempo, supo enseguida lo que tenía delante. La obra de arte cuyo boceto ya había visto.
Rakel tenía los ojos oscuros muy abiertos. Llevaba un vestido. Rojo oscuro. Como el Campari. Cochinilla. Tenía el cuello estirado hacia el techo, como si estuviese al lado de una verja intentado mirar por encima y, en esa postura, miraba hacia abajo y hacia fuera, hacia donde él se encontraba. Tenía los hombros hacia atrás y no se le veían los brazos. Harry supuso que los tenía atados a la espalda. Se le habían hinchado los carrillos, como si llevase un calcetín o un trapo en la boca. Estaba a horcajadas sobre los hombros de un muñeco de nieve enorme. Con las pantorrillas desnudas y entrelazadas, rodeaba el pecho del muñeco, y Harry vio que le temblaban los músculos por los calambres. No podía caerse. No podía. Porque alrededor del cuello tenía no un hilo de acero gris y muerto como el de Eli Kvale, sino un círculo rojo incandescente, como una imitación absurda de un anuncio antiguo de pasta de dientes que prometía una aureola de confianza, suerte en el amor y una vida larga y feliz. Desde el asa de plástico negro del cauterizador incandescente salía un hilo que iba hasta un gancho clavado en el techo, justo encima de la cabeza de Rakel. Desde allí, el hilo continuaba hacia el otro lado de la habitación, hasta la puerta. Y hasta el picaporte. No era un hilo grueso, pero sí lo bastante largo como para ofrecer una resistencia notable cuando Harry empezó a bajar el picaporte. Si hubiese abierto la puerta, si lo hubiese bajado hasta el fondo, el metal incandescente la habría atravesado desde la barbilla y hacia arriba.
Rakel le devolvió la mirada a Harry sin pestañear. Movía los músculos de la cara alternando entre la ira y el miedo más genuino. El lazo era demasiado estrecho como para poder sacar la cabeza por él sin hacerse daño. Al contrario, la obligaba a presionar hacia abajo para que no entrase en contacto con el aro mortal, que colgaba casi verticalmente alrededor del cuello.
Miró a Harry, hacia el suelo y luego otra vez a Harry. Y Harry lo comprendió.
Ya había trozos grises de nieve en el agua que cubría el suelo. El muñeco de nieve se estaba derritiendo. Rápidamente.
Harry tomó impulso y tiró con todas sus fuerzas de los barrotes. No se movieron, ni siquiera emitieron un chirrido alentador. Eran finos, pero estaban anclados a la cara interior de los tablones.
La figura de Rakel se arqueaba.
—¡Aguanta! —gritó Harry—. ¡Ya no tardo!
Mentira. No sería capaz de doblar los barrotes ni con una palanqueta. Y no tenía tiempo de cortarlos con una sierra. ¡Joder con su padre, ese idiota pirado! Empezaban a dolerle los brazos. Oyó la sirena estridente del primer coche policial que entraba en el patio. Se volvió. Era uno de los coches especiales del grupo Delta, una bestia blindada con forma de todo terreno. Un hombre vestido con una chaqueta verde de camuflaje saltó del asiento del copiloto, se puso a cubierto detrás del coche y cogió un walkie-talkie. El de Harry chisporroteó.
—¡Hola! —gritó Harry.
El hombre miró desconcertado a su alrededor.
—Aquí arriba, jefe.
Gunnar Hagen asomó de detrás del vehículo en el momento en que entraba un coche patrulla con la luz de emergencia puesta.
—¿Asaltamos la casa? —gritó Hagen.
—¡No! —respondió Harry—. La ha preparado ahí dentro. Solo…
—¿Solo…?
Harry levantó la vista, miró fijamente. No hacia la ciudad, sino a las alturas, al salto de esquí de Holmenkollen, que se veía iluminado más arriba, en la colina.
—¿Solo qué, Harry?
—Tú espera, solo eso.
—¿Que espere?
—Tengo que pensar.
Harry apoyó la frente en los fríos barrotes, le dolían los brazos y dobló las rodillas para tener la mayor parte del peso del cuerpo sobre las piernas. El cauterizador de hilo incandescente debía tener un botón de apagado. En el asa de plástico, probablemente. Podrían romper la ventana e introducir un palo muy largo con un espejo montado y entonces a lo mejor conseguirían… ¿Pero cómo coño iban a apretar el botón de apagado sin que todo el artilugio se pusiese en movimiento y… y…? Harry se obligó a apartar la imagen de la capa de piel ridiculamente fina y de tejido celular blando que protegían la arteria carótida. Intentó pensar de forma constructiva sin atender al pánico que le gritaba al oído, queriendo hacerse con él y tomar el control.
Podrían entrar por la puerta. Sin abrirla. Solo había que serrar a un lado del picaporte y sacar la hoja. Necesitaban una motosierra. ¿Pero quién tendría una? Cualquier vecino del puto Holmenkollen, todos tenían un bosque de abetos en el jardín.
—Consigue una motosierra en casa del vecino —gritó Harry.
Oyó carreras abajo. Y un suave chasquido en el dormitorio. A Harry se le paró el corazón y miró fijamente hacia el interior. Todo el costado izquierdo del muñeco había desaparecido. Se había ido deslizando y había caído al charco de agua. El muñeco de nieve estaba a punto de derrumbarse. Vio cómo a Rakel le temblaba todo el cuerpo, pero luchaba por mantener el equilibrio para evitar la horca de aquel lazo blanco en forma de lágrima. No les daría tiempo a volver con la motosierra, y mucho menos a serrar la puerta con ella.
—¡Hagen! —Harry oyó la histeria estridente de su propia voz—. Los coches patrulla tienen cuerdas de remolque. Tírame una y dale marcha atrás al todoterreno.
Harry oyó voces nerviosas, el motor del Land Rover que aceleraba marcha atrás y un maletero que se abría.
—¡Cógela!
Harry soltó una mano del barrote y se volvió a tiempo de ver el rollo de cuerda que venía hacia él. Extendió la mano en la oscuridad, logró atraparlo y lo sujetó mientras el resto de la cuerda se desenrollaba y volvía a caer pesadamente en el suelo.
—Sujeta ese extremo al enganche del remolque.
Bajó por la cuerda a toda velocidad hasta que llegó al otro extremo. Estaba sujeta a un mosquetón grande. Lo lanzó hacia un punto donde se cruzaban dos barrotes, en el centro de la ventana, y lo cerró. Speedcuffing.
Otro chasquido desde el dormitorio. Harry no miró para comprobarlo. No tenía sentido.
—¡Arranca! —gritó.
Se sujetó al borde del canalón con ambas manos, utilizó los barrotes como escalera y oyó cómo el todoterreno aceleraba cada vez más mientras él se subía al tejado. Con el pecho contra las tejas y los ojos cerrados, oyó que el motor empezaba a funcionar, las revoluciones disminuyeron y los barrotes de hierro empezaron a crujir. Más crujidos. Y más. ¡Venga! Harry sabía que el tiempo pasaba más lento de lo que a él le parecía. Pero no lo suficiente. Entonces, cuando esperaba el golpe seco de la salvación, las revoluciones aumentaron de repente con un chirrido demencial. ¡Joder! Harry comprendió que los neumáticos del Land Rover patinaban impotentes en la nieve.
Un pensamiento le cruzó la cabeza volando: podía rezar. Pero sabía que Dios ya había tomado una decisión, que al destino se le habían agotado las existencias, que ese billete había que comprarlo en el mercado negro. De todos modos, su alma no tendría mucho valor sin ella. En ese mismo instante, todo ese pensamiento se esfumó, interrumpido por el ruido de la goma en el asfalto, las revoluciones que disminuían y el crujido que volvía a aumentar.
Los neumáticos grandes y pesados del vehículo atravesaron la nieve patinando hasta llegar al asfalto.
Y entonces se produjo el estruendo. Las revoluciones subieron de volumen y después se extinguieron por completo. Siguió un segundo de silencio total. Y luego un estrépito sordo, que señalaba que los barrotes habían golpeado el techo del coche.
Harry se levantó en el tejado. Estaba al borde del canalón, de espaldas al patio, y ya notaba cómo iba cediendo. Se agachó con rapidez, agarró el canalón con ambas manos y dio una patada para impulsarse. Estiró el cuerpo y osciló como un péndulo hacia la ventana. Dobló la cintura y subió los pies a la altura de las caderas. En el mismo momento en que el cristal viejo y delgado de la ventana cedía con un ruido quebradizo bajo las suelas de sus botas, Harry se soltó. Y durante unas décimas de segundo no supo dónde iba a aterrizar, si en el patio, encima de los dientes de cristal del borde de la ventana o dentro del dormitorio.
Se oyó un estallido, se fundió un fusible y se hizo la oscuridad.
Harry volaba a través de un espacio vacío, no notaba nada, no recordaba nada, no era nadie.
Cuando volvió la luz solo pensaba que quería regresar a ese lugar. Los dolores irradiaban todo el cuerpo. Yacía de espaldas en un charco de agua helada. Pero estaba muerto, seguro. Alzó la vista y pudo contemplar a un ángel vestido de rojo sangre, vio resplandecer su aureola roja en la oscuridad. Los sonidos fueron regresando poco a poco. Rascaduras. Suspiros. Y vio la cara contraída, el pánico, la bola amarilla dentro de la boca abierta, los pies que trataban de subir resbalando por la nieve. Solo quería cerrar los ojos. Un sonido, como un gemido. Nieve mojada que cedía.
Posteriormente, Harry no pudo explicar con exactitud lo que pasó, solo recordaba el olor nauseabundo del hilo incandescente quemando la carne al atravesar el cuerpo.
Harry se incorporó en el mismo instante en que el muñeco de nieve se derrumbaba. Rakel cayó hacia delante. Harry levantó la mano derecha a la vez que le rodeaba los muslos con el brazo izquierdo para mantenerla izada. Sabía que era demasiado tarde. Oyó el chisporroteo de la carne quemada, un olor graso y dulce le inundó las fosas nasales y la sangre le llegó a la cara. Miró hacia arriba. Tenía la mano derecha entre el hilo incandescente y el cuello de Rakel. El peso del cuello presionaba la mano contra el hilo, que atravesó la carne de los dedos como un cortador de huevos atraviesa un huevo cocido. Y cuando los traspasara, le sajaría el cuello. El dolor llegó, diferido y sordo, como el martillo de acero contra las campanas de un despertador, reticente primero, luego insistente. Luchó por mantenerse de pie. Tenía que soltar la mano izquierda. Cegado por la sangre, logró sentarse a Rakel en los hombros y extendió la mano libre por encima de la cabeza. Notó su piel en las yemas de los dedos, la espesa cabellera de Rakel y el hilo incandescente que le mordía la piel antes de dar con el plástico duro, el asa. Notó al tacto el interruptor. Lo empujó hacia la derecha. Pero lo soltó en el acto porque el lazo empezó a tensarse. Los dedos encontraron otro botón y Harry lo apretó. Cesaron los ruidos, la luz parpadeó y Harry presintió que estaba a punto de perderla otra vez. «Respira —pensó—, se trata de que llegue oxígeno al cerebro». Pero aun así, las rodillas empezaban a flaquearle. El aro incandescente cambió de color al rojo. Y luego, poco a poco, al negro.
Oyó a su espalda el sonido del cristal que se rompe bajo unas botas.
—La tenemos —dijo una voz.
Harry se puso de rodillas en el agua coloreada por la sangre en la que flotaban trozos de nieve y bridas sin utilizar. El cerebro se conectaba y se desconectaba, como si le fallase el suministro eléctrico interior.
Alguien dijo algo. Solo entendió algunos retazos, tomó aire y suspiró un «¿qué?»
—Está viva —repitió la voz.
Se le estabilizó el oído. Y la vista. Se volvió. Los dos hombres vestidos de negro habían sentado a Rakel en la cama y ahora estaban cortándole las bridas. El contenido del estómago de Harry subió sin previo aviso. Dos arcadas, y se quedó vacío. Miró el vómito que flotaba en el agua y sintió unas ganas histéricas de reír. Porque parecía que lo había vomitado junto con todo lo demás. Levantó la mano derecha y observó el muñón sangriento en que se había convertido el dedo corazón. Era su propio dedo lo que flotaba en el agua.
—Oleg… —era la voz de Rakel.
Harry cogió una brida, se la puso alrededor del dedo y la tensó lo más fuerte que pudo. Hizo lo mismo con el dedo índice, que estaba cortado hasta el hueso, pero que seguía unido por la piel.
Luego fue hasta la cama, apartó a los policías, tapó a Rakel con el edredón y se sentó a su lado. Tenía los ojos desorbitados y oscuros por la conmoción y le sangraban las heridas que le había causado el cauterizador al rozarla a ambos lados del cuello. Con la mano que tenía ilesa, cogió la de Rakel.
—Oleg… —repitió.
—Está bien —dijo Harry, y respondió a su apretón—. Está en casa del vecino. Se ha acabado todo.
Vio que trataba de enfocar la mirada.
—¿Lo prometes? —preguntó en un susurro casi inaudible.
—Lo prometo.
—Gracias a Dios.
Dejó escapar un lamento, se tapó la cara con las manos y empezó a llorar.
Harry se miró la mano herida. O las bridas habían detenido las hemorragias, o él estaba vacío.
—¿Dónde está Mathias? —dijo en voz baja.
Levantó un poco la cabeza y le clavó la mirada.
—Acabas de prometer…
—¿Adónde ha ido, Rakel?
—No lo sé.
—¿No dijo nada?
Le apretó la mano.
—No te vayas ahora, Harry. Alguien más podrá…
—¿Qué dijo?
Comprendió que había levantado la voz al notar que ella se estremecía.
—Dijo que lo había completado todo, que iba a culminarlo —dijo ella mientras le afloraban de nuevo las lágrimas a los ojos—. Y que el final sería un homenaje a la vida.
—¿Un homenaje a la vida? ¿Utilizó exactamente esas palabras?
Ella asintió. Harry le soltó la mano, se levantó y se acercó a la ventana. Contempló la noche. Había dejado de nevar. Miró hacia el monumento iluminado que se podía ver casi desde cualquier sitio de Oslo. El salto de esquí. Como una coma blanca sobre el fondo negro de la colina. O un punto.
Harry volvió a la cama, se inclinó y la besó en la frente.
—¿Adónde vas? —murmuró ella.
Harry levantó la mano ensangrentada y sonrió.
—Al médico.
Abandonó la habitación. Estuvo a punto de tropezar en la escalera. Salió a la oscuridad fría y blanca del patio, pero las náuseas y el mareo no querían abandonarlo.
Hagen estaba hablando por el móvil al lado del todoterreno.
Interrumpió la conversación y asintió cuando Harry preguntó si podían llevarlo.
Harry se sentó en el asiento trasero. Pensó en que Rakel le había dado las gracias a Dios. Ella no podía saber que no era a Dios a quien debía dar las gracias. Que el comprador había aceptado la oferta. Y la amortización había empezado.
—¿A la ciudad? —preguntó el conductor.
Harry negó con la cabeza y señaló hacia arriba. El dedo índice se veía extrañamente solitario entre el pulgar y el anular.