34

DÍA 21. SIRENAS

Harry se sentó en el coche, en el garaje del Instituto Anatómico. Cerró la puerta, cerró los ojos e intentó pensar con claridad. Lo primero que tenía que hacer era localizar a Mathias.

Lo había borrado del móvil y llamó al 1881, donde le dieron el número y la dirección. Tecleó los números y, mientras esperaba, notó que respiraba aceleradamente y con dificultad e intentó calmarse.

—Hola, Harry. —Mathias hablaba en voz baja, pero con el tono habitual de grata sorpresa.

—Perdona que te dé tanto la lata —dijo Harry.

—No pasa nada, Harry.

—Vale. ¿Dónde estás ahora?

—Estoy en casa. Ahora voy a bajar a ver a Rakel y Oleg.

—Estupendo. Porque me preguntaba si podrías darle a Oleg eso de mi parte.

Hubo una pausa. Harry apretó tanto las mandíbulas que le crujieron los dientes.

—Por supuesto —dijo Mathias—. Pero Oleg está ahora en casa así que tú mismo…

—Por Rakel —dijo Harry rápidamente—. Nosotros… no tengo ganas de verla hoy. ¿Puedo pasar por tu casa un momento?

Otra pausa. Harry apretó la oreja al auricular, escuchando intensamente, como si quisiera oír los pensamientos del otro. Pero todo lo que oyó fue su respiración y una suave música de fondo, un carillón japonés minimalista, o algo así. Se imaginaba a Mathias en un apartamento con unos muebles igual de minimalistas. Quizá no muy grande, pero naturalmente, ordenado, nada dejado al azar. Y ahora se había puesto una camisa poco llamativa de color azul claro y una venda nueva en la herida del costado. Porque no mantuvo los brazos cruzados tan alto mientras hablaba con Harry en la escalera para ocultar que no tenía pezones. Sino para esconder la herida causada por el hacha.

—Por supuesto —dijo Mathias.

Harry era incapaz de decir si la voz sonaba natural. Había cesado la música de fondo.

—Gracias —dijo Harry—. Seré breve, pero me tienes que prometer que esperarás.

—Lo prometo —dijo Mathias—. ¿Pero Harry…?

—¿Sí? —Harry respiró hondo.

—¿Sabes mi dirección?

—Me la ha dado Rakel.

Harry soltó un taco para sus adentros. ¿Por qué no le había dicho simplemente que se la habían dado en información? En eso no había nada sospechoso.

—¿Ah, sí? —dijo Mathias.

—Sí.

—De acuerdo —dijo Mathias—. Entra directamente, estará abierto.

Harry colgó y se quedó mirando el teléfono. No encontró ninguna explicación racional de por qué sentía que el tiempo apremiaba, que tenía que correr todo lo que pudiera antes de que estuviera demasiado oscuro. Así que decidió que era su imaginación. Que era ese tipo de miedo que no ayuda, el miedo a la noche, cuando uno no ve la granja de la abuela.

Marcó otro número.

—¿Sí? —contestó Hagen. Una voz sin tono, sin vida. La voz de la renuncia, supuso Harry.

—Deja el papeleo —dijo Harry—. Tienes que llamar al comisario que esté de guardia, necesito una autorización para emplear armas. Detención de un presunto asesino en la calle Åsengata, 12, en Torshov.

—Harry…

—Mira. Los restos de Sylvia Ottersen están en un tanque para la conservación de cadáveres en el Instituto Anatómico. Katrine no es el Muñeco de Nieve. ¿Comprendes?

Pausa.

—No —dijo Hagen—, sinceramente.

—El Muñeco de Nieve es un profesor del Anatómico. Mathias Lund-Helgesen.

—¿Lund-Helgesen? Hostia. Quieres decir el que…

—Sí, el médico que nos ayudó a fijarnos en Idar Vetlesen.

La voz de Hagen había vuelto a la vida.

—El que esté de guardia preguntará si es probable que el hombre esté armado.

—Bueno —dijo Harry—. Por lo que sabemos, no ha utilizado armas de fuego con ninguna de las diez o doce personas a las que ha matado.

Pasaron unos segundos hasta que Hagen se percató del sarcasmo.

—Ahora mismo te llamo —dijo.

Harry colgó y giró la llave de contacto mientras llamaba a Magnus Skarre con la otra mano. Skarre y el motor respondieron al mismo tiempo.

—¿Sigues en Tryvann? —gritó Harry por encima del rugido.

—Sí.

—Deja todo lo que estés haciendo y métete en un coche. Para en el cruce de las calles Åsengata y Vogst. Detención.

—¿Se está armando la de Dios o qué?

—Sí —dijo Harry. Se oyó el chillido del caucho en el hormigón cuando soltó el embrague.

Pensó en Jonas. Por alguna razón, pensó en Jonas.

Uno de los seis coches patrulla que Harry había pedido a la central de operaciones ya estaba en el cruce de Åsengata cuando Harry bajó por la calle Vogst desde el lado de Storosenteret. Subió el coche a la acera, salió y fue hacia ellos. Bajaron la ventanilla y le dieron el walkie-talkie que había pedido.

—Apaga la batidora —dijo Harry señalando la luz azul giratoria. Pulsó el botón del walkie-talkie y ordenó a los coches patrulla que apagasen las sirenas un rato antes de llegar.

Cuatro minutos más tarde había seis coches en el cruce. Los agentes de policía, entre ellos Skarre y Ola Li, de Delitos Violentos, se habían reunido alrededor del coche de Harry, que estaba sentado con la puerta abierta señalando en un callejero que tenía en el regazo.

—Li, tienes tres coches para cerrar las posibles rutas de fuga. Aquí, aquí y aquí.

Li se inclinó sobre el mapa y asintió.

Harry se volvió hacia Skarre.

—¿El portero?

Skarre levantó el teléfono.

—Estoy hablando con él ahora mismo. Va con las llaves camino de la puerta principal.

—De acuerdo. Contarás con seis hombres, los colocas en entradas, escaleras de servicio y si es posible, en el tejado. Y además formarás parte de la retaguardia conmigo. ¿Ha llegado el coche del grupo Delta?

—Aquí. —Dos de los agentes, que podían confundirse con los demás, indicaron que ellos conducirían el coche patrulla Delta, el grupo de operaciones especiales entrenado para ese tipo de misiones.

—De acuerdo, quiero que os coloquéis delante de la entrada enseguida. ¿Todo el mundo va armado? —Los agentes asintieron, algunos de ellos con ametralladoras MP-5 que ya habían sacado de los maleteros. Los demás solo tenían el revólver reglamentario. Era una cuestión de presupuestos, según explicó en su día el comisario principal.

—El portero dice que Lund-Helgesen vive en el tercer piso —dijo Skarre, y deslizó el móvil en el bolsillo de la chaqueta—. Solo hay un piso por planta. Ninguna salida al tejado. Para llegar a las escaleras de servicio tiene que subir a la cuarta planta y pasar por un desván cerrado con llave.

—Bien —dijo Harry—. Envía a dos hombres por la escalera de servicio y diles que esperen en el desván.

—De acuerdo.

Harry se llevó a los dos policías de uniforme del primer coche que había llegado. Uno algo mayor y otro jovencito, con la cara llena de granos, que ya habían trabajado con Skarre en otra ocasión. En lugar de entrar en Åsengata, 12, cruzaron la calle y entraron en el edificio de enfrente.

Los dos hijos de la familia Stigson, que vivía en la tercera planta, miraban a los hombres uniformados con los ojos como platos mientras el padre hablaba con Harry, que le explicaba por qué tenían que utilizar el piso. Harry entró en la sala de estar, empujó el sofá para quitarlo de delante de la ventana y miró con detenimiento el piso de enfrente.

—La luz de la sala de estar está encendida —dijo.

—Hay alguien sentado —dijo el policía mayor, que se había colocado justo detrás de él.

—Tengo entendido que la visión disminuye un treinta por ciento al cumplir los cincuenta —dijo Harry.

—No estoy ciego. En el sillón que hay de espaldas. Puedes ver la parte superior del cogote y la mano en el reposabrazos.

Harry entrecerró los ojos. Mierda, ¿necesitaría gafas? Bueno, si el viejo pensaba que lo estaba viendo, sería que lo estaba viendo.

—Entonces, quédate aquí y avísame si ves que se mueve. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo el viejo sonriendo.

Harry se llevó al jovencito.

—¿Quién es el que está sentado ahí dentro? —gritó el joven para hacerse oír pese al estruendo de pisadas que bajaban corriendo las escaleras.

—¿Has oído hablar del Muñeco de Nieve?

—Joder.

—Pues eso.

Cruzaron la calle corriendo hasta el otro edificio. El portero, Skarre y cinco agentes uniformados ya estaban listos al lado de la puerta.

—No tengo llave de los pisos —dijo el portero—. Solo de esta puerta.

—Está bien —dijo Harry—. Llamaremos primero. Y si no abre, entraremos a patadas. Que todo el mundo tenga las armas listas y haga el menor ruido posible. ¿De acuerdo? Delta, vosotros venís conmigo.

Harry sacó el Smith & Wesson de Katrine e hizo una señal al portero, que giró la llave en la cerradura.

Harry y los dos Delta, ambos armados con las MP-5, subieron las escaleras, tres peldaños por zancada.

Pararon en la tercera planta frente a una puerta azul sin placa. Uno de los policías pegó la oreja a la puerta, se volvió hacia Harry y negó con la cabeza. Harry había bajado el volumen del walkie-talkie al mínimo y se lo llevó a la boca.

—Alfa a… —no había asignado ningún apodo, y no se acordaba de los nombres— …a alféizar detrás del sofá. ¿Se ha movido el objetivo? Cambio.

Soltó el botón y hubo un discreto chisporroteo. Y entró el sonido.

—Sigue sentado en el sillón.

—Recibido. Entramos. Cambio y corto.

Uno de los policías asintió y sacó una palanqueta, mientras el otro retrocedía y se preparaba.

Harry ya había visto la técnica antes: uno apalanca la puerta para que el otro pueda abrirla fácilmente embistiéndola. No porque fuera imposible forzarla con la palanqueta, sino porque es el efecto del estruendo, la fuerza y la rapidez lo que paraliza al objetivo, que, en nueve de diez casos, se queda petrificado en el sillón, el sofá o la cama.

Pero Harry levantó una mano para indicar que fuesen precavidos. Bajó el picaporte y empujó.

Mathias no había mentido, no estaba cerrada con llave.

La puerta se abrió silenciosamente. Harry se señaló a sí mismo para mostrar que quería entrar el primero.

El apartamento no estaba amueblado con estilo minimalista, tal y como se había figurado.

Es decir, era minimalista en el sentido de que no había nada; nada de ropa en la entrada, nada de muebles, nada de cuadros. Solo paredes desnudas que pedían a gritos papel nuevo o una mano de pintura. Daba la impresión de estar abandonado desde hacía tiempo.

La puerta de la sala de estar estaba entornada y Harry pudo ver por la rendija el reposabrazos del sillón y una mano allí apoyada. Una mano delgada, con un reloj. Contuvo la respiración, dio dos zancadas sujetando el revólver con ambas manos y empujó la puerta con el pie.

Se dio cuenta de que los otros dos, que se habían desplazado casi fuera de su campo de visión, se quedaron de piedra.

Y un susurro casi inaudible.

—Jesucristo…

Una gran araña de cristal colgaba encendida encima del sillón iluminando a la persona que estaba sentada; tenía la cara pálida y hermosa, el pelo negro y un vestido azul cielo con pequeñas flores blancas. El mismo vestido de la foto del almanaque de su cocina. Harry notó que se le rompía el corazón en mil pedazos, aunque tenía el resto del cuerpo como petrificado. Trató de moverse, pero no consiguió desprenderse de aquella mirada rota. Una mirada rota y acusadora. Que lo acusaba de no haber hecho algo, y aunque él no sabía qué, sí sabía que debería haber podido averiguarlo, debería haber podido pararlo, debería haber podido salvarla.

Estaba igual de pálida que su madre cuando yacía muerta en la cama del hospital.

—Comprobad el resto del apartamento —dijo Harry con la voz empañada, y bajó el revólver.

Dio unos pasos vacilantes hacia el cadáver y le puso la mano en la muñeca. Estaba helada e inerte como el mármol. Aun así, notó un tictac, un pulso débil, y durante un instante absurdo pensó que solo la había maquillado para que pareciera que estaba muerta. Miró hacia abajo y comprendió que el tictac procedía del reloj.

—No hay nadie más —oyó que decía uno de los policías a su espalda. Luego un carraspeo—. ¿Sabes quién es?

—Sí —dijo Harry, y pasó un dedo por el cristal del reloj. El mismo reloj que había tenido él en sus manos unas horas atrás. El reloj que ella se había dejado en su dormitorio. Y que él le dejó en la pajarera, porque Rakel iba a salir con su novio esa noche. A pasarlo bien. A celebrar que ellos dos, a partir de entonces, eran pareja.

Harry observó su mirada otra vez, una mirada acusadora.

«Sí —pensó—. Culpable de todos los cargos».

Skarre había entrado en el apartamento y estaba detrás de Harry, mirando por encima de su hombro a la mujer muerta del sillón. A su lado estaban los dos policías del Delta.

—¿Estrangulada? —preguntó.

Harry ni contestó ni se movió. Uno de los tirantes del vestido azul se había caído del hombro, deslizándose hacia abajo.

—No es normal llevar un vestido de verano en diciembre —dijo Skarre, más que nada por decir algo.

—No suele hacerlo —dijo Harry con una voz que parecía venir de muy lejos.

—¿Quién? —preguntó Skarre.

—Rakel.

El agente se encogió. Había visto a la antigua novia de Harry cuando trabajaba con la policía.

—¿Es… es… Rakel? Pero…

—Es su vestido —dijo Harry—. Y su reloj. La ha vestido como Rakel. Pero la mujer que está ahí sentada es Birte Becker.

Skarre miró el cadáver en silencio. No se parecía a ningún otro cadáver que hubiera visto, éste era muy blanco y estaba como hinchado.

—Venid conmigo —dijo Harry dirigiéndose a los dos del Delta, antes de volverse hacia Skarre—. Tú quédate aquí y acordona el apartamento. Llama a los técnicos del escenario del crimen de Tryvann y cuéntales que les espera un trabajo nuevo.

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Bailar —dijo Harry.

Cuando se extinguieron los pasos de los tres alejándose escaleras abajo, se produjo un silencio total en el apartamento. Pero unos segundos más tarde, Skarre oyó el coche de Harry al arrancar, las llantas chirriaron al rozar el asfalto de la calle Vogst.

La luz azul barría las calles. Harry iba sentado en el asiento del copiloto y oyó sonar el teléfono al otro lado. Dos mujeres diminutas en bikini bailaban en el retrovisor al ritmo de los lamentos desesperados de las sirenas mientras el coche de policía hacía un eslalon entre los vehículos de la autovía Ring 3.

«Por favor —rogaba para sus adentros—. Por favor, Rakel, cógelo».

Miró las bailarinas de debajo del retrovisor, y pensó que era como ellas: alguien que le bailaba el agua a otro apáticamente, una figura cómica en una farsa en la que siempre iba dos pasos por detrás de los acontecimientos, en la que siempre cruzaba las puertas corriendo y a destiempo y en la que el público siempre lo recibía con risas.

Harry ya no podía más.

—¡Joder, joder! —gritó, y estrelló el móvil contra el parabrisas. Cayó desde el salpicadero al suelo.

El policía que conducía intercambió una mirada con el otro policía por el retrovisor.

—Apaga la sirena —dijo Harry.

Se hizo el silencio.

Y Harry percibió un sonido que venía del suelo.

Cogió el teléfono.

—¡Diga! —gritó—. ¡Diga! ¿Estás en casa, Rakel?

—Por supuesto, estás llamando al fijo. —Era su voz. Suave y tranquila, risueña—. ¿Pasa algo?

—Y Oleg, ¿está en casa?

—Sí —dijo ella—. Está aquí en la cocina, cenando. Estamos esperando a Mathias. ¿Qué pasa, Harry?

—Escúchame muy atentamente, Rakel. ¿Me oyes?

—Me estás asustando, Harry. ¿Qué pasa?

—Pon la cadena de seguridad a la puerta.

—¿Por qué? Está cerrada con llave y…

—¡Pon la cadena de seguridad, Rakel! —gritó Harry.

—¡De acuerdo, de acuerdo!

Oyó que ella le decía algo a Oleg, el arrastrar de una silla y unos pasos rápidos. Cuando volvió al teléfono, advirtió un ligero temblor en su voz.

—Cuéntame lo que pasa, Harry.

—Ahora. Primero me tienes que prometer que bajo ninguna circunstancia vas a dejar entrar a Mathias en la casa.

—¿Mathias? ¿Estás borracho, Harry? No tienes derecho…

—Mathias es peligroso, Rakel. Voy en un coche de la policía con otros dos agentes camino de tu casa. Te explicaré el resto después, ahora quiero que mires por la ventana. ¿Ves algo?

Oyó que ella vacilaba. Pero no dijo nada más, solo esperó. Porque supo con una certeza repentina que ella se fiaba de él, que la creía, que siempre lo había hecho. Estaban llegando al túnel cerca de Nydalen. La nieve era un ribete de lana gris junto a la carretera. Y volvió a oír su voz.

—No veo nada. Pero tampoco sé lo que busco.

—¿No has visto un muñeco de nieve? —dijo Harry en voz baja.

El silencio le dijo que Rakel estaba a punto de darse cuenta de lo que ocurría.

—Dime que no es verdad, Harry —susurró—. Dime que esto solo es un sueño.

Él cerró los ojos y sopesó si ella podría tener razón. Vio en su cabeza la imagen de Birte Becker en el sillón. De verdad que era un sueño.

—Dejé tu reloj en la pajarera —dijo él.

—Pues no estaba allí —respondió Rakel. Guardó silencio, y se oyó un lamento—: ¡Dios mío!