MIÉRCOLES 5. NOVIEMBRE DE I980.
EL MUÑECO DE NIEVE
Fue el día que llegó la nieve. A las once de la mañana empezaron a caer los copos densamente y sin previo aviso desde un cielo incoloro, y como un ejército espacial conquistaron los campos, los jardines y los prados de Romerike.
Mathias estaba sentado solo en el Toyota Corolla de su madre, delante de un chalé de la calle Kolloveien. No tenía ni idea de lo que hacía su madre en esa casa. Le había dicho que no tardaría mucho. Había dejado la llave de contacto puesta y en la radio sonaba «Bajo la nieve» de ese nuevo grupo de chicas, Dollie. Abrió la puerta del coche de una patada y salió. La nieve generaba un silencio compacto, casi anormal entre los chalés. Se agachó, recogió un puñado de la materia blanca y prieta e hizo una bola de nieve.
Ese día, sus compañeros de la clase de séptimo A le habían tirado bolas de nieve en el recreo y lo habían llamado Mathias el Tetas. Odiaba empezar la secundaria, odiaba tener trece años. Todo comenzó después de la primera clase de educación física, cuando descubrieron que no tenía pezones. Según el médico, podía ser hereditario, y le hicieron pruebas de otras enfermedades. Su madre le había contado a Mathias y a su padre que el abuelo materno, que murió cuando ella era pequeña, tampoco tenía pezones. Pero en uno de los álbumes de fotos de la abuela, Mathias había encontrado una foto del abuelo en la siega del heno, en la que llevaba pantalones con tirantes y el torso desnudo. Y ahí sí tenía.
Mathias golpeó la bola de nieve entre las manos para endurecerla. Quería arrojársela a alguien. Fuerte. Tan fuerte que doliera. Pero no había nadie. Podría hacer un muñeco para bombardearlo. Puso la bola de nieve dura sobre el montón que había al lado del garaje. Empezó a hacerla rodar. Los cristales de nieve se iban adhiriendo unos a otros. Después de dar una vuelta al jardín con la bola, le llegaba por la barriga e iba abriendo un surco que dejaba al descubierto la hierba marrón bajo la nieve. Siguió empujando. Cuando no pudo hacerla rodar más, empezó una nueva. Esa también se hizo grande. Logró subirla encima de la primera, con dificultad. Hizo una cabeza, trepó por el muñeco de nieve y la colocó arriba del todo. El muñeco de nieve estaba al lado de una de las ventanas de la casa. Se oía ruido dentro. Partió dos ramas de un manzano y las introdujo en los costados del muñeco. Buscó piedrecillas delante de la escalera, trepó otra vez por el muñeco y le dibujó con ellas los ojos y la sonrisa. Se subió a los hombros del muñeco apretando los muslos alrededor de la cabeza y se quedó sentado mirando por la ventana.
En la habitación iluminada había un hombre con el torso desnudo moviendo las caderas hacia delante y hacia atrás mientras cerraba los ojos, como si estuviese bailando. De la cama sobresalían unas piernas separadas. Mathias no podía verlo, pero sabía que era Sara. Que era su mamá. Que estaban follando.
Mathias apretó los muslos con fuerza alrededor de la cabeza de nieve y notó el frío en la entrepierna. No podía respirar, era como si le hubiesen tensado un alambre alrededor del cuello.
Las caderas del hombre golpeaban una y otra vez contra su madre. Mathias no podía apartar la vista del pecho del hombre mientras el frío le entumecía la entrepierna, el estómago y más allá, hasta que le llegó a la cabeza. El hombre le estaba metiendo el pito dentro. Como hacían en las revistas. Iba a inyectar el semen dentro de su madre. Y no tenía pezones.
El hombre se paró de repente. Tenía los ojos abiertos. Y los clavó en Mathias.
Mathias aflojó los muslos, se deslizó por detrás del muñeco de nieve, se agachó y se quedó sentado, quietecito, esperando. Tenía la cabeza hecha un lío. Era un chico listo, inteligente, siempre se lo habían dicho. Un poco distinto, pero de altas capacidades decían los profesores. Por eso, todos sus pensamientos encontraron su sitio, como piezas de un rompecabezas que llevara tiempo intentando resolver. Pero aun así, no podía entender la imagen reconstruida, no la podía soportar. No podía ser así. Tenía que ser así.
Oía su propia respiración jadeante.
Era así. Lo sabía. Todo encajaba. La frialdad de su madre hacia papá. Las conversaciones cuando creían que él no los oía, las plegarias y amenazas desesperadas de papá para que ella se quedara no solo por él, sino por Mathias, Dios mío, ¡tenían un hijo en común! Y la risa amarga de su madre. La foto del abuelo en el álbum y la mentira de su madre. Por supuesto que Mathias no se lo había creído cuando Stian, el de su clase, dijo que la madre de Mathias el Tetas tenía un novio que vivía arriba, en el páramo, que se lo había oído decir a su tía. Porque Stian era igual de tonto que todos los demás pelmazos, no entendía nada. Ni siquiera entendió nada dos días después, cuando encontró a su gato colgado en la punta del mástil de la bandera del colegio.
Papá no lo sabía. Mathias notaba en todo el cuerpo que papá creía que Mathias era… suyo. Y no debía saber que no era cierto. Nunca. Se moriría. Mathias preferiría morir él mismo. Sí, eso era justo lo que quería. Quería morir, desaparecer, alejarse de su madre y del colegio y de Stian y de… todo. Se levantó, dio una patada al muñeco de nieve y corrió hacia el coche.
Se la llevaría consigo. Ella también iba a morir.
Cuando su madre salió y él le abrió la puerta del coche, habían pasado casi cuarenta minutos desde que entró en la casa.
—¿Te ha pasado algo? —preguntó.
—Sí —dijo Mathias, y se cambió de sitio en el asiento trasero de forma que ella no lo pudiese ver en el retrovisor—. Lo he visto.
—¿Qué quieres decir? —dijo la madre, metió la llave en el contacto y la giró.
—El muñeco de nieve…
—¿Y cómo era ese muñeco de nieve? —El coche arrancó con un chirrido y ella soltó el embrague con tanta fuerza que él casi soltó el gato del coche, que tenía en la mano.
—Papá nos está esperando —dijo ella—. Tenemos que darnos prisa.
Puso la radio. No era más que un locutor que recitaba las noticias sobre las elecciones en Estados Unidos y Ronald Reagan. Y aun así, ella subió el volumen. Pasaron la cima y bajaron hacia la carretera general y el río. En el campo que se extendía ante ellos asomaban briznas amarillas y tiesas saliendo de entre la nieve.
—Vamos a morir —dijo Mathias.
—¿Qué has dicho?
—Vamos a morir.
Ella bajó la voz de la radio. Él se preparó. Se inclinó hacia delante entre los asientos, levantó el brazo.
—Vamos a morir —susurró.
Y golpeó.
El golpe le dio en la nuca con un crujido. Y su madre apenas reaccionó, solo se quedó rígida en el asiento. Volvió a golpearla. Y otra vez más. El coche dio un salto cuando el pie se deslizó del embrague, pero ella seguía sin emitir ningún sonido. A lo mejor se le había roto la parte del cerebro que servía para hablar, pensó Mathias. Al cuarto golpe notó que algo cedía, que la cabeza se había vuelto blanda. El coche rodó recto y a velocidad constante, pero él comprendió que ella ya no estaba consciente. El Corolla Toyota cruzó la carretera general sin desviarse y continuó bajando por los campos del otro lado. La nieve frenaba la velocidad, pero no lo suficiente como para detener el coche. Alcanzó el ancho río y se deslizó dentro de las aguas negras y frías. Se quedó un rato atravesado antes de que la corriente lo volcara. El agua entraba poco a poco por las puertas y la carrocería, a través de las manillas y por las juntas de las ventanillas mientras el coche flotaba lentamente río abajo. Mathias miró por la ventanilla e hizo señas con la mano a un coche que iba por la carretera general, pero no lo vieron. El nivel del agua subía dentro del coche. Y de repente oyó a su madre murmurar algo. La miró, le miró la nuca, las profundas heridas bajo el cabello ensangrentado. Se movía con el cinturón de seguridad aún puesto. El nivel del agua subía rápidamente, a Mathias le llegaba ya por las rodillas. Notaba que lo invadía el pánico. No quería morir. Ni en ese momento ni de aquella manera. Golpeó la ventanilla lateral con el gato. El cristal se rompió y el agua entró a raudales. Se puso de pie en el asiento y logró salir por la parte superior de la ventanilla mientras entraba el agua. Notó que se le enganchaba una de las botas al marco de la ventanilla, estiró el empeine y se dio cuenta de que se le escapaba la bota. Estaba libre y empezó a nadar hacia la orilla. Vio que un coche se había parado en la carretera, de él salieron dos personas que ahora caminaban por la nieve en dirección al río.
Mathias era un buen nadador. Se le daban bien muchas cosas. Así que, ¿por qué no les caía bien? Un hombre vadeó el río hasta que lo alcanzó y lo sacó del agua cuando él ya estaba cerca de la orilla. Mathias se dejó caer en el suelo. No porque no pudiera tenerse de pie, sino porque sabía por instinto que era lo más inteligente que podía hacer. Cerró los ojos y oyó que una voz nerviosa le preguntaba al oído si había alguien más en el coche, que quizá todavía pudieran salvarlo. Mathias negó lentamente con la cabeza. La voz le preguntó si estaba seguro.
Más tarde, la policía explicó el accidente aludiendo a la carretera helada y atribuyendo las heridas que la mujer presentaba en la cabeza al hecho de que el coche se hubiera salido de la carretera y al choque con el agua. En realidad, el coche no tenía grandes daños pero, al fin al cabo, aquélla era la única explicación plausible. Igual que la conmoción era la única explicación posible a la respuesta del chico cuando los primeros en llegar le preguntaron varias veces si había alguien más en el coche y él contestó:
—Solo soy yo. Estoy solo.
—Solo soy yo —repitió Mathias seis años más tarde—. Estoy solo.
—Gracias —dijo el chico que tenía delante, dejando la bandeja de comida en la mesa de la cantina cuyo único ocupante hasta el momento había sido Mathias. Fuera, la lluvia tamborileaba su habitual marcha de bienvenida a los estudiantes de medicina de Bergen, una marcha acompasada que continuaría hasta la primavera.
—¿Tú también eres nuevo en medicina? —preguntó el chico, y Mathias se quedó mirando cómo hendía el filete empanado con el cuchillo.
Asintió con la cabeza.
—Hablas con acento del este del país —dijo el chico—. ¿No te admitieron en Oslo?
—No quería estudiar en Oslo —dijo Mathias.
—¿Por qué no?
—No conozco a nadie allí.
—¿Y a quién conoces aquí?
—A nadie.
—Yo tampoco. ¿Cómo te llamas?
—Mathias Lund-Helgesen. ¿Y tú?
—Idar Vetlesen. ¿Has estado en Ulriken?
—No.
Pero Mathias había estado en Ulriken. Y en Fløyen y en la montaña de Sandviksfjellet. Había paseado por las típicas calles estrechas, por las plazas de Fisketorget y Torgalmenningen, había visto los pingüinos y los leones marinos en el acuario, había bebido cerveza en Wesselstuen, había oído a una banda nueva y sobrevalorada en Garage, y había visto al equipo del Brann perder en el Brann Stadion de Bergen. Todo aquello que se supone que hay que hacer con los compañeros de estudios, él ya lo había hecho. Solo.
Repitió la ronda con Idar, y fingió que era la primera vez.
Pronto se dio cuenta de que Idar era un animal social y, pegándose a él como una lapa, consiguió estar donde ocurrían las cosas.
—¿Por qué estudias medicina? —le preguntó Idar un día, tomando unas copas en casa de un compañero cuyo apellido tenía abolengo en Bergen. Era la noche del tradicional baile de otoño de los estudiantes de medicina, e Idar había invitado a dos chicas de Bergen muy guapas que, vestidas de negro y con el cabello recogido, se inclinaban para oír de lo que hablaban.
—Para hacer del mundo un lugar algo mejor —dijo Mathias, y apuró la cerveza tibia de Hansa—. ¿Y tú?
—Para ganar dinero, por supuesto —dijo Idar, guiñándole el ojo a las chicas.
Una de ellas se sentó al lado de Mathias.
—Tienes una placa de donante de sangre —dijo ella—. ¿De qué grupo sanguíneo eres?
—B negativo. ¿Y tú, a qué te dedicas?
—No tenemos por qué hablar de eso. B negativo es un grupo poco frecuente, ¿verdad?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—Estoy estudiando enfermería.
—Bien —dijo Mathias—. ¿En qué curso estás?
—En tercero.
—¿Has pensado en hacer alguna especiali…?
—Mejor no hablemos de eso —dijo ella y le puso en el muslo una mano menuda y cálida.
La chica repitió la misma frase cinco horas después, desnuda debajo de él en su cama.
—Nunca me había pasado esto antes —dijo él.
Ella le sonrió y le acarició la mejilla.
—Ah, ¿entonces no es a mí a quien le pasa algo?
—¿Cómo? —balbució—. No.
Ella se rio.
—Eres muy majo. Eres bueno y considerado. Y por cierto, ¿qué ha sido de éstas?
Le estaba tirando de la piel del pecho.
Mathias notaba algo negro. Algo feo, negro y muy agradable.
—Es de nacimiento —dijo.
—¿Es una enfermedad?
—Es una alteración de la mama que puede aparecer en ciertas patologías, como la enfermedad de Raynaud y la esclerodermia.
—¿Eso qué es?
—Un síndrome hereditario que hace que todo el tejido se convierta en tejido conjuntivo.
—¿Es peligroso? —Ella le pasó los dedos por el pecho cuidadosamente.
Mathias sonrió y notó una erección incipiente.
—La enfermedad de Raynaud implica que los dedos de pies y manos se vuelven fríos y blancos. La esclerodermia es peor…
—¿Ah, sí?
—Todo el tejido conjuntivo se tensa. Se alisa, las arrugas desaparecen.
—¿Eso no es bueno?
Mathias notó que la mano iba bajando.
—Llega un momento en que la tersura de la piel dificulta los gestos, reduce el repertorio de expresiones faciales, es como si la cara se endureciese hasta convertirse en una máscara.
La mano menuda y caliente le agarró la polla.
—Las manos y, con el tiempo, también los brazos se encogen y no consigues extenderlos. Al final te quedas totalmente inmóvil mientras la piel simplemente te asfixia.
Ella susurró jadeante:
—Parece una muerte horrible…
—El mejor consejo es suicidarse antes de que los dolores te vuelvan loco. ¿Tienes algo en contra de tumbarte a los pies de la cama? Me gustaría hacerlo de pie.
—Por eso estudias medicina, ¿verdad? —dijo ella—. Para saber en qué consiste. Para encontrar una manera de vivir con esa enfermedad.
—Solo quiero una cosa —dijo él, levantándose y poniéndose a los pies de la cama con la polla erecta oscilando en el aire—. Saber cuándo es hora de morir.
El médico recién licenciado Mathias Lund-Helgesen era un hombre muy conocido en la sección de Neurología del Hospital Haukeland de Bergen. Tanto los colegas como los pacientes lo describían como una persona competente, considerada, que sabía escuchar. Esto último resultaba de lo más idóneo, dado que a menudo veían pacientes con síndromes diversos, muchos de ellos hereditarios y por lo general sin perspectivas de cura, solo de alivio. Y en las escasas ocasiones en que llegaba un paciente con esclerodermia, una enfermedad terrible, se los remitían al amable y joven doctor, que tenía planes de hacer un doctorado sobre inmunobiología. Fue a principios de otoño cuando Laila Aasen y su marido acudieron allí con su hija. La niña presentaba rigidez articular y sufría fuertes dolores, y el primer pensamiento de Mathias fue que podía tratarse del síndrome de Bechterev. Tanto Laila Aasen como su marido contestaron afirmativamente a la pregunta de si había habido casos de enfermedades reumáticas en la familia, de modo que Mathias tomó una muestra de sangre de los padres y de la niña, para analizarlas.
Mathias estaba ante su escritorio cuando llegaron los resultados, y tuvo que leerlos tres veces. Notó que aquella sensación fea, negra y agradable volvía a crecer dentro de él. Los resultados eran negativos. Tanto en sentido clínico, dado que podía descartar que la razón de las molestias fuera el síndrome de Bechterev, como en sentido familiar, ya que se podía descartar al señor Aasen como padre biológico de la niña. Y Mathias sabía que él no lo sabía, pero que ella sí, que Laila Aasen lo sabía. Advirtió en ella un pequeño tic cuando pidió muestras de sangre de los tres. ¿Seguiría follándose al otro? ¿Qué aspecto tendría? ¿Viviría en un chalé con una parcela de césped? ¿Qué defectos secretos tendría? ¿Y cómo y cuándo se enteraría la hija de que esa puta mentirosa la había estado engañando toda la vida?
Mathias miró hacia abajo y descubrió que había volcado el vaso de agua. Una gran mancha se extendía por la entrepierna del pantalón, y sintió que el frío se extendía hacia el estómago y hacia arriba, hasta la cabeza.
Llamó a Laila Aasen y la informó del resultado. El médico. Ella le dio las gracias, claramente aliviada, y colgaron. Mathias se quedó mirando el teléfono un buen rato. Dios mío, cómo la odiaba. Se pasó la noche en vela en la estrecha cama de la habitación de estudiante que conservó después de terminar los estudios. Intentó leer, pero le bailaban las letras. Intentó masturbarse, algo que por lo general le producía el cansancio físico suficiente como para poder conciliar el sueño, pero no lograba concentrarse. Se pinchó con una aguja en el dedo gordo del pie, que otra vez tenía totalmente blanco, solo para notar si tenía sensibilidad. Finalmente, se acurrucó bajo el edredón hasta que el amanecer tiñó de color la noche gris.
Mathias también se ocupaba de casos neurológicos más generales, y uno de ellos era un policía de la comisaría de Bergen, un hombre de mediana edad. Un día, después de la exploración, cuando el agente se estaba vistiendo, Mathias notó que la combinación del olor corporal y el aliento a alcohol era casi anestésica.
—Entonces, ¿qué? —dijo el agente de policía con voz estentórea, como si Mathias fuese uno de sus subordinados.
—Neuropatía en estado inicial —dijo Mathias—. Se te han descompensado los nervios de las plantas de los pies. Tienes la sensibilidad reducida.
—¿Quieres decir que por eso he empezado a andar como un puto borracho?
—¿Eres un borracho, Rafto?
El agente de policía dejó de abrocharse la camisa y el cuello se le fue poniendo rojo como cuando el mercurio sube en un termómetro.
—¿Qué coño estás diciendo, jovencito?
—Normalmente, es el exceso de alcohol lo que provoca la polineuropatía. Si se prolonga, te expones a sufrir daños cerebrales permanentes. ¿Has oído hablar de Korsakoff, Rafto? ¿No? Esperemos que no tengas que oírlo, porque dio nombre a un síndrome sumamente perjudicial. No sé lo que te contestas cuando te miras en el espejo y te preguntas si eres un borracho, pero sugiero que la próxima vez te hagas una pregunta adicional. ¿Quiero morir ahora, o un poco más tarde?
Gert Rafto se quedó mirando al joven médico. Masculló un taco, salió y cerró la puerta de golpe.
Cuatro semanas más tarde, Rafto lo llamó y le preguntó si podía ir a que lo visitara.
—Ven mañana —dijo Mathias.
—No puedo. Es urgente.
—Entonces vete a Urgencias.
—Escúchame, Lund-Helgesen. Llevo tres días en la cama sin poder moverme. Tú eres la única persona que me ha preguntado a la cara si soy alcohólico. Sí, soy alcohólico. Y no, no quiero morir. Todavía no.
El apartamento de Gert Rafto apestaba a basura, botellas de cerveza vacías y al propio Rafto. Sin embargo, no había restos de alimentos, pues en aquella casa nunca había comida.
—Esto es un complemento de vitamina B1 —dijo Mathias y sostuvo la jeringa hacia la luz—. Te recuperarás.
—Gracias —dijo Gert Rafto. Cinco minutos después, se había dormido.
Mathias echó un vistazo por el apartamento. En el escritorio había una foto de Rafto con una niña morena sobre los hombros. De la pared colgaban fotos de lo que se figuró que serían escenarios de diversos delitos. Muchas fotografías. Mathias las observó. Cogió un par de ellas y estudió los detalles. Dios mío, qué chapuceros habían sido los asesinos. La falta de pericia se veía sobre todo en los cadáveres con lesiones, cortes o golpes. Abrió los cajones en busca de más fotos. Encontró informes, anotaciones, algunos objetos de valor: anillos, relojes de mujer, collares. Y recortes de periódico. Los leyó. El nombre de Gert Rafto se repetía, a menudo en citas de conferencias de prensa donde se pronunciaba acerca de la estupidez de los asesinos y de cómo había conseguido desenmascararlos. Parecía que él los hubiese descubierto a todos.
Cuando Gert Rafto se despertó seis horas más tarde, Mathias seguía allí. Estaba sentado junto a la cama con dos informes de asesinato en el regazo.
—Cuéntame —dijo Mathias—. ¿Cómo cometerías un asesinato para que no te cogiesen nunca?
—Evitando mi propio distrito policial —dijo Rafto mirando a su alrededor en busca de algo de beber—. Si el investigador es bueno, no tienes escapatoria de todas formas.
—¿Y si, a pesar de todo, quisiera hacerlo en el distrito de un buen investigador?
—Entonces intentaría hacerme amigo del investigador antes de cometer el asesinato —dijo Gert Rafto—. Y luego, una vez perpetrado el asesinato, lo mataría a él también.
—Curioso —dijo Mathias—. Yo había pensado exactamente lo mismo.
Durante las semanas siguientes, Mathias visitó a Gert Rafto varias veces en su domicilio. El paciente no tardó en mejorar y los dos tuvieron ocasión de hablar largo y tendido de enfermedades, de estilos de vida, de la muerte y de las dos únicas cosas que Gert Rafto quería en el mundo. Su hija Katrine, que, por razones incomprensibles, también lo quería a él. Y la cabaña de la isla de Finnøy, el único lugar donde sabía a ciencia cierta que nadie lo molestaría. Pero más que nada, hablaron de los casos de asesinato que Gert Rafto había resuelto. De sus éxitos. Y Mathias lo animaba, le decía que también podía vencer en la lucha contra el alcoholismo, que podría celebrar nuevos triunfos en la policía si conseguía apartarse de la botella.
Para cuando llegó a Bergen el final del otoño, con días aún más cortos y rachas de lluvia más prolongadas, Mathias ya tenía listo un plan.
Llamó a Laila Aasen a su casa a media mañana.
Le dijo quién era, y ella lo escuchó en silencio mientras le exponía el motivo de su llamada. Que habían encontrado algo nuevo en la muestra de sangre de su hija y que él estaba al tanto de que Bastian Aasen no era el padre biológico de la niña. Era de vital importancia que le facilitasen una muestra de sangre del verdadero padre. Lo que implicaría informar de la situación tanto al marido como a la hija. ¿Estaba ella de acuerdo con eso?
Mathias le dio tiempo de que se hiciera cargo de la situación.
Luego le dijo que si consideraba importante que eso se mantuviese en secreto, él le ayudaría con mucho gusto, pero en ese caso lo tendrían que hacer off the record.
—¿Off the record? —repitió ella con la apatía de quien acaba de sufrir una conmoción.
—Como médico, tengo un compromiso ético y debo ser sincero para con tu hija. Pero investigo síndromes y, por lo tanto, me interesa mucho poder seguir su evolución. Podrías encontrarte conmigo esta tarde, con la mayor discreción…
—Sí —susurró ella con voz temblorosa—. Sí, por favor.
—Bien. Coge el último funicular hasta la cima de Ulriken. Allí no nos molestará nadie y podemos bajar andando. Espero que comprendas a lo que me expongo y que no hables de este encuentro con nadie.
—¡Por supuesto que no! Confía en mí.
Él seguía sujetando el auricular después de que ella colgara. Con los labios pegados al plástico gris, susurró:
—¿Y por qué me iba a fiar de ti, puta de mierda?
Laila Aasen no confesó que le había hablado a una amiga de su cita con él hasta que no se vio tumbada en la nieve con el bisturí en la garganta. Porque habían quedado para cenar juntas. Pero solo le había dicho su nombre de pila, ni siquiera dónde iban a verse.
—Entonces, ¿para qué se lo contaste?
—Para tomarle el pelo —gritó Laila—. Es una curiosa.
Él apretó más el fino acero contra la piel y Laila sollozó el nombre y la dirección de la amiga. Después, ya no dijo nada más.
Dos días más tarde, Mathias experimentó un cúmulo de sentimientos encontrados mientras leía lo que decía el periódico sobre el homicidio de Laila Aasen y la desaparición de Onny Hetland y de Gert Rafto. En primer lugar, estaba descontento con el asesinato de Laila Aasen. No había resultado como él esperaba, había perdido el control por una mezcla de ira y pánico. De ahí la cantidad de porquería, demasiado que recoger, demasiados detalles como los que recordaba de las fotos que vio en casa de Rafto. Y demasiado poco tiempo para disfrutar de la venganza, la justicia.
El de Onny Hetland fue peor aún, casi una catástrofe. Por dos veces estuvo a punto de llamar a su puerta y otras tantas le faltó valor y se marchó. La tercera vez se dio cuenta de que había llegado tarde. Ya había alguien llamando a la puerta. Gert Rafto. Cuando Rafto se fue, llamó él y se presentó como el ayudante de Rafto, y ella lo dejó entrar. Pero Onny le dijo que no le quería contar lo que le había contado a Rafto, que le había prometido que quedaría entre ellos dos. Y solo se avino a hablar cuando le cortó las palmas de la mano con el bisturí.
A juzgar por lo que le dijo, Mathias comprendió que Gert Rafto había decidido resolver el caso personalmente. ¡El muy idiota pensaba restablecer su buen nombre!
Matar a Onny Hetland no le supuso ningún problema. Poco trajín, poca sangre. Y el descuartizamiento en la ducha resultó eficaz y rápido. Envolvió en plástico todas las partes del cuerpo y las repartió entre la mochila grande y la bolsa que llevaba a tal efecto. Durante las visitas a Rafto, éste le había explicado que lo primero que investiga la policía en casos de homicidio es el tráfico de vehículos por la zona y los viajes en taxi registrados. Así que se fue andando todo el camino de vuelta a su apartamento.
Ahora faltaba la última parte de las instrucciones de uso de Gert Rafto sobre el asesinato perfecto: matar al investigador.
Curiosamente, ese fue el mejor de los tres homicidios. Curioso porque Mathias no sentía nada por Rafto, nada del odio que le inspiraba Laila Aasen. Se trataba más bien de que, por primera vez, se había aproximado a la estética que imaginaba, la idea del asesinato en sí. En primer lugar, la vivencia misma del acto era tan atroz y desgarradora como esperaba. Aún podía oír el eco de los gritos de Rafto propagándose por la isla despoblada. Y lo más curioso, a la vuelta se dio cuenta de que ya no tenía los dedos de los pies blancos insensibles, como si la congelación gradual se hubiera detenido por un instante, como si se hubiera descongelado.
Cuatro años más tarde, después de haber matado a otras cuatro mujeres, se dio cuenta de que todos los asesinatos eran intentos de reconstruir el homicidio de su madre, y concluyó que estaba loco.
O mejor dicho, que sufría un trastorno grave de la personalidad. Toda la literatura que había leído sobre el tema así lo indicaba. El ritual, que consistía en que el crimen debía cometerse el mismo día en que caía la primera nieve del año, preferiblemente. Que había que hacer un muñeco de nieve. Y sobre todo, el sadismo creciente.
Pero comprender aquello no le impedía continuar, de ninguna manera. Porque el tiempo apremiaba. Los síntomas de la enfermedad de Raynaud se manifestaban con más frecuencia, y creía notar los primeros indicios de esclerodermia: esa rigidez de las facciones que, con el tiempo, culminaría en la nariz puntiaguda y repugnante, y la boca fruncida como la de una carpa con la que terminaban quienes sufrían un estadio avanzado de esa patología.
Se mudó a Oslo para escribir la tesis doctoral sobre inmunobiología y los canales de agua del cerebro, ya que los estudios de investigación de esa especialidad se impartían en el Instituto Anatómico de Gaustad. Paralelamente a la investigación, ejercía en la Clínica Marienlyst, donde lo había recomendado Idar, que ya trabajaba allí. Mathias también hacía guardias de noche en urgencias, puesto que le costaba dormir de todos modos.
No era difícil encontrar a las víctimas. En primer lugar, contaba con los análisis de sangre que, en algunos casos, ayudaban a excluir la paternidad, y además tenía las pruebas de ADN de la sección de Pruebas de Paternidad que utilizaban en el Instituto Forense. Idar, cuya competencia era bastante limitada incluso para un médico de medicina general, utilizaba a escondidas a Mathias como consejero en todos los casos relacionados con enfermedades y síndromes hereditarios. Y si se trataba de personas jóvenes, el consejo de Mathias casi siempre era el mismo:
—Procura que los padres vayan a la primera consulta, toma muestras de la cavidad bucal de todos, di que solo es para comprobar la flora bacteriana y envía las muestras a la sección de Pruebas de Paternidad, así al menos sabrás que el punto de partida es el correcto.
Y el idiota de Idar hacía lo que le mandaban. De modo que, andando el tiempo, Mathias se había hecho con un pequeño registro de mujeres con hijos que, por decirlo de alguna manera, navegaban bajo bandera falsa. Y lo mejor: no había ninguna relación entre su nombre y esas mujeres, ya que las muestras bucales figuraban, sin excepción, a nombre de Idar.
Para que cayesen en la trampa utilizaba la misma fórmula a la que ya recurrió con éxito en el caso de Laila Aasen. Un teléfono y una cita en un lugar secreto sin que nadie lo supiese. Solo en una ocasión, la víctima elegida sucumbió durante la conversación misma y fue a contárselo todo a su marido. Lo cual terminó con la disolución de la familia, así que ella recibió su castigo de todas formas. Mathias llevaba mucho tiempo pensando en un modo más eficaz de deshacerse de los cadáveres. Era evidente que el método utilizado con Onny Hetland no funcionaba a la larga. Lo destruyó trozo a trozo en una solución de ácido clorhídrico, en la bañera de su apartamento. Era un proceso complicado, nocivo y arriesgado, que duró casi tres semanas. Así que se llevó una alegría inmensa cuando, de repente, se le ocurrió la solución. Los tanques del Instituto Anatómico. Era tan genial como sencilla. Igual que el cauterizador de lazo.
Había leído sobre el cauterizador en un artículo de una revista de anatomía, donde un especialista francés recomendaba este invento veterinario para el uso en cadáveres en los que había empezado el proceso de descomposición. Porque el lazo incandescente cortaba con eficacia y cuidado tanto la carne suave y medio descompuesta como el hueso, y porque se podía utilizar en varios cadáveres al mismo tiempo sin peligro de transferir bacterias. Muy pronto comprendió que con un lazo incandescente para trocear a las víctimas, el transporte se simplificaría radicalmente. Por lo tanto, se puso en contacto con el fabricante, voló a Rouen y, una mañana nublada y en un inglés torpe, le hicieron una demostración del artefacto en un establo encalado del norte de Francia. El cauterizador de hilo incandescente era un asa sencilla con la forma y el tamaño de un plátano, y una funda de metal que protegía la mano de posibles quemaduras. El hilo incandescente era tan fino como el de pescar y se introducía en cada extremo del plátano, donde se podía tensar o aflojar con el interruptor que había en el asa. Allí estaba también el botón de encendido y apagado, que funcionaba a pilas y activaba la fuente de calor gracias a la cual el hilo metálico, parecido al garrote, se ponía al rojo vivo en cuestión de segundos. Mathias estaba entusiasmado, aquel instrumento no solo servía para despiezar cadáveres, podría darle otros usos. Cuando le dijeron el precio, casi se echó a reír. El cauterizador le costó menos que el billete de avión. Incluidas las pilas.
Al publicarse una investigación sueca según la cual entre el quince y el veinte por ciento de los niños tienen un padre biológico distinto al que creen, Mathias comprobó que aquellos datos concordaban bien con sus estadísticas personales. No era el único. Y tampoco era el único que se veía abocado a una muerte precoz y horrible porque su madre hubiera fornicado con un tío con los genes defectuosos. Pero aquello sí lo tenía que soportar él solo: ese miedo, esa lucha contra la enfermedad, esa cruzada. Dudaba de que alguien le diera nunca las gracias, de que lo honraran. Pero había algo de lo que sí estaba seguro: todos se acordarían de él mucho tiempo después de su muerte. Porque por fin había encontrado el camino a la fama postuma. La obra maestra, la última estocada.
Empezó por una casualidad.
Lo vio en la tele. El comisario. Harry Hole. A Hole lo entrevistaron porque había atrapado a un asesino en serie en Australia. Y Mathias se acordó enseguida del consejo de Gert Rafto: «Evitando mi distrito policial». Pero también se acordó de lo gratificante que había sido matar al cazador. La sensación de dominación. La sensación de poder. Nada podría comparársele nunca. Y ese Eróstrato, Harry Hole, parecía tener algo de Rafto, la misma ira, la misma actitud de desapego de todo.
Aun así, puede que se hubiese olvidado de él de no ser porque uno de los ginecólogos de la Clínica Marienlyst mencionó que aquel policía fornido que vieron en la tele el día anterior era alcohólico y estaba loco de remate. Gabriella, una pediatra, añadió que el hijo de la pareja de Hole había sido paciente suyo. Oleg, un niño muy agradable.
—Seguramente, se volverá alcohólico él también —dijo el ginecólogo—. Ya sabes que es muy hereditario.
—Hole no es el padre —dijo Gabriella—. Pero lo interesante es que quien aparece registrado como padre biológico, un profesor o algo así, de Moscú, también es alcohólico.
—¡Eh, no he oído nada de esto! —gritó Idar Vetlesen por encima de las risas—. Acordaos del secreto profesional, chicos.
El almuerzo continuó, pero Mathias no podía olvidar lo que había dicho Gabriella. O más bien, la forma en que se había expresado: «quien aparece registrado como padre».
Después del almuerzo, Mathias acompañó a la pediatra hasta su consulta, entró con ella y cerró la puerta.
—¿Puedo preguntarte una cosa, Gabriella?
—Ah, hola —dijo ella con un rubor expectante tiñéndole las mejillas. Mathias sabía que él le gustaba, que probablemente pensaba que era guapo, amable, divertido y que sabía escuchar. Hasta lo había invitado a salir más de una vez con alguna indirecta, pero él había rehusado amablemente.
—Como sabrás, tengo permiso para utilizar algunas de las muestras de sangre de la clínica para mi doctorado —dijo él—. Y he encontrado algún indicio en la muestra de sangre del chico del que hablaste. El hijo de la novia de Hole.
—Bueno, tengo entendido que ya no son novios.
—¿De verdad? Verás, lo de Oleg es hereditario, así que quería preguntarte sobre las relaciones de parentesco…
Mathias creyó advertir cierta decepción.
A él, en cambio, no lo decepcionó en absoluto lo que ella le contó.
—Gracias —dijo, se levantó y salió. Sintió que el corazón le bombeaba vivificante y animosamente, que los pies lo empujaban hacia delante sin que él tuviese que esforzarse, y la alegría lo iluminó entero como un cauterizador de hilo incandescente. Porque sabía que ése era el principio. El principio del fin.
La asociación de vecinos de Holmenkollen organizó su fiesta de verano un día de agosto muy caluroso. Los adultos bebían vino blanco bajo las sombrillas del césped, delante del local de la comunidad, mientras los niños corrían entre las mesas o jugaban al fútbol en el campo de grava. A pesar de las enormes gafas de sol que casi le ocultaban la cara, Mathias la reconoció por la foto que había descargado de la página web del trabajo, que contenía una lista de todos los empleados. Estaba sola, se le acercó y le preguntó con media sonrisa si podía quedarse a su lado y fingir que la conocía. Ahora ya sabía cómo se hacían esas cosas. Había aprendido tanto… Ya no era Mathias el Tetas.
Ella se bajó las gafas, lo miró extrañada; y él pudo confirmar que la foto mentía: era mucho más guapa. Tan guapa que pensó que el plan A tenía un punto débil: que en ninguna parte estaba escrito que ella fuera a interesarse por él, que una mujer como Rakel, madre soltera o no, tenía posibilidades. Era verdad que el plan B tenía el mismo fin que el plan A, pero no sería ni de lejos igual de satisfactorio.
—Padezco timidez social —dijo él, y levantó el vaso de plástico fingiendo estar angustiado—. Me ha invitado un amigo que vive aquí, y él no ha llegado todavía. Prometo alejarme en cuanto aparezca.
Ella se rio. Le gustaba su risa. Y sabía que los primeros tres segundos críticos habían contado a su favor.
—He visto a un chico que acaba de meter un golazo —dijo Mathias—. Apuesto a que estás estrechamente emparentada con él.
—¿Ah, sí? A lo mejor era Oleg, mi hijo.
Logró disimularlo, pero Mathias sabía por las innumerables consultas de los pacientes que ninguna madre puede resistirse a presumir de sus hijos.
—Una fiesta estupenda —dijo—. Unos vecinos estupendos.
—¿Te gusta ir a las fiestas de los vecinos de otros?
—Creo que mis amigos tienen miedo de que esté un poco solo estos días —dijo él—. Así que intentan animarme. Por ejemplo, con el buen ambiente que reina entre sus vecinos. —Tomó un sorbo del vaso de plástico e hizo una mueca—. Y con el vino blanco dulzón de la casa. ¿Cómo te llamas?
—Rakel. Fauke.
—Hola, Rakel. Mathias.
Le cogió la mano. Menuda, caliente.
—No tienes nada de beber —dijo él—. Espera que te traiga algo. ¿El dulce de la casa?
Cuando volvió y le dio el vaso, había sacado el busca y lo miraba con expresión preocupada.
—¿Sabes qué, Rakel? Me habría gustado quedarme aquí y conocerte mejor, pero ha habido alguna baja en urgencias y necesitan un hombre extra rápidamente. Así que tengo que ponerme el traje de Superman y salir para el centro.
—Lástima —dijo ella.
—¿Eso crees? A lo mejor se trata solo de unas horas. ¿Piensas quedarte aquí mucho rato?
—No lo sé. Depende de Oleg.
—Comprendo. Ya veremos. De todas formas, ha sido un placer conocerte.
Le estrechó la mano otra vez. Se fue, y supo que había ganado la primera vuelta.
Fue a su apartamento en Torshov y leyó un artículo interesante sobre una investigación relativa a los canales de agua en el cerebro. Cuando volvió sobre las ocho, ella estaba sentada debajo de una de las sombrillas con un sombrero blanco de ala ancha y sonrió cuando él se sentó a su lado.
—¿Has salvado alguna vida? —preguntó ella.
—Más que nada, arañazos —dijo Mathias—. Una apendicitis. El apogeo ha sido un niño que venía con una botella de refresco atascada en uno de los orificios de la nariz. Le he dicho a la madre que era demasiado joven para esnifar cola. Desgraciadamente, la gente no tiene sentido del humor en este tipo de situaciones…
Ella se rio. Una risa cristalina y agradable que casi le hizo desear que aquello fuese de verdad.
Hacía mucho que Mathias venía observando callosidades en algunas zonas de la piel, pero en otoño de 2004 vio las primeras señales de que la enfermedad estaba entrando en su siguiente fase. La fase en la que él no quería participar. La tirantez en la cara. Su plan era que Eli Kvale fuese la víctima del año, después de las putas de Birte Becker y Sylvia Ottersen. Lo interesante sería que la policía encontrara la conexión entre esas dos víctimas, el putañero de Arve Støp. Pero según estaban las cosas, tendría que adelantar los planes. Se había prometido en todo momento que le pondría punto final cuando llegasen los dolores, que no esperaría. Y ahí estaban. Decidió matarlas a las tres. Además de la gran final: Rakel y el comisario.
Hasta aquel momento había trabajado a escondidas, y ya era hora de exhibir su obra. Para hacerlo tendría que dejar huellas más claras, enseñarles las conexiones, darles la imagen completa.
Empezó con Birte. Quedaron en hablar de la enfermedad de Jonas aquella noche, en su casa, cuando su marido se hubiese ido a Bergen. Mathias llegó a la hora convenida, ella cogió el abrigo y se dio la vuelta para colgarlo en el armario de la entrada. Improvisaba muy pocas veces, pero había una bufanda rosa colgada de un gancho y la cogió casi por instinto. La retorció dos veces antes de acercarse a ella por detrás y ponérsela alrededor del cuello. La levantó, no pesaba mucho, y la colocó delante del espejo para poder verle los ojos. Se le salían de las órbitas, como los de un pez al que hubieran subido rápidamente de las profundidades.
Después de dejarla en el coche, entró en el jardín y se acercó al muñeco de nieve que había hecho la noche anterior. Le metió el móvil en el pecho, tapó el agujero y le anudó la bufanda al cuello. Era pasada la media noche cuando llegó al garaje del Instituto Anatómico, le puso la fijación al cadáver de Birte, lo registró, le colocó las chapas con la numeración y la metió en una plaza vacía de uno de los tanques.
Luego le tocó el turno a Sylvia. La llamó, fue con el mismo cuento y acordaron verse en el bosque, detrás del Salto de Holmenkollen, un lugar que ya había utilizado anteriormente. Pero esta vez había gente cerca y no quería correr ningún riesgo. Le explicó que Idar Vetlesen, al contrario que él, no era exactamente especialista en la enfermedad de Fahr, y que tenían que volver a verse. Ella sugirió que la llamase al día siguiente por la noche mientras estaba sola en casa.
La noche siguiente fue allí en coche, la encontró en el granero y liquidó el asunto de inmediato.
Pero estuvo a punto de salir mal.
La muy chiflada se le abalanzó blandiendo el hacha, le dio un tajo en el costado, le rajó la chaqueta y la camisa, y le sajó una vena, de modo que salpicó de sangre el suelo del granero. Sangre del tipo B negativo, un tipo que tenía una de cada cien personas. Así que después de matarla en el bosque y de dejar la cabeza encima del muñeco de nieve, volvió para camuflar su propia sangre matando una gallina y vertiendo por el suelo la sangre del animal.
Fueron veinticuatro horas muy estresantes pero, curiosamente, esa noche apenas notó los dolores. Y los días posteriores continuaron hablando del asunto en los periódicos, para regocijo suyo. El Muñeco de Nieve. Así lo llamaban. Un nombre que todos recordarían. No sabía que unas letras impresas en papel producido por medios mecánicos pudieran dar esa sensación de poder e importancia. Casi se arrepintió de haber actuado tantos años a escondidas. ¡Y lo fácil que era! Él, que se había creído lo que le decía Gert Rafto, que un buen investigador siempre encuentra al asesino. Pero había visto a Harry Hole, le había visto la frustración y el cansancio en la cara. Era la cara de alguien que no entendía nada.
Y entonces, mientras Mathias estaba preparando sus últimos movimientos, pasó aquello, como un rayo fulminante en un cielo claro. Idar Vetlesen. Lo llamó para decirle que Harry Hole había ido a verlo y le había preguntado por Arve Støp, que lo presionó para que le hablara de la conexión. Pero Idar también se preguntaba qué estaba pasando, era poco probable que la elección de víctimas fuese casual. Y aparte de él mismo y de Støp, el único que conocía la filiación de esos dos casos era Mathias que, como siempre, le había ayudado con el diagnóstico.
Idar estaba preocupado, naturalmente, pero por suerte él logró mantener la cabeza fría. Le pidió a Idar que no dijese nada a nadie y se citó con él en un lugar donde nadie los vería.
Mathias estuvo a punto de echarse a reír mientras hablaban, le dijo casi literalmente lo mismo que les decía a sus víctimas femeninas. Seguramente debido a lo nervioso que estaba.
Idar propuso el club de curling. Mathias colgó y empezó a pensar.
Y se dio cuenta de que podía amañarlo para que pareciera que Idar era el Muñeco de Nieve y, al mismo tiempo, procurarse algo de tranquilidad para trabajar.
Invirtió los sesenta minutos siguientes en organizar los detalles de cómo debería ser el suicidio de Idar. Y a pesar de que le tenía cierto aprecio a su amigo, era un trabajo mental extrañamente emocionante e inspirador. Como también lo fue la planificación del gran proyecto. El último muñeco de nieve. Ella, como él mismo hizo en la primera nevada de hacía ya tantos años, se sentaría en los hombros del muñeco, notaría el frío entre los muslos, miraría por la ventana y vería la traición, el hombre que iba a ser su muerte: Harry Hole. Cerró los ojos y se imaginó el lazo sobre su cabeza. Ardiendo y brillando. Como una falsa aureola.