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DÍA 1. TANQUES

Skarre iba por la nieve delante de Harry, pisando las huellas que los conducían por entre los árboles. La forma súbita en que caía la oscuridad de la tarde anunciaba que estaban a las puertas del invierno. Encima de ellos centelleaba la Torre Tryvannstårnet y debajo, Oslo. Harry había conducido directamente desde Sollihøgda y dejó el coche en el aparcamiento grande y vacío donde los bachilleres, como una manada de roedores, se reúnen cada año para la realización obligatoria de los rituales adultos de la especie: bailar alrededor de la hoguera, beber hasta anestesiarse, circuncidarse y follar. La época de bachiller de Harry había transcurrido sin coche. Y solo con dos amigos vociferantes, Bruce Springsteen e Independence Day en el radio-casete portátil, en lo alto de un búnker alemán en Nordstrand.

—Fue un senderista quien lo descubrió —dijo Skarre.

—¿Y creyó necesario avisar a la policía de que había un muñeco de nieve en el bosque?

—Tenía un perro. Fue el animal el que… en fin… Mejor lo ves tú mismo.

Salieron a campo abierto. El joven que custodiaba el lugar se irguió al verlos y se dirigió hacia ellos.

—Thomas Helle, de Personas Desaparecidas —dijo—. Nos alegra que estés aquí, Hole.

Harry miró sorprendido al joven policía, pero vio que lo decía en serio.

Vio a los técnicos en la cima de la colina que tenía enfrente.

Skarre se agachó por debajo del cordón policial de color naranja y Harry pasó por encima. Un sendero marcaba por dónde debían pisar para no destruir los rastros que se hubieran conservado. Los técnicos se dieron cuenta de la presencia de Harry y Skarre, y se retiraron silenciosos a un lado mientras miraban atentos a los recién llegados. Como si hubieran estado esperando el momento de mostrarles aquello. De ver sus reacciones.

—Joder —dijo Skarre y dio un paso atrás.

Harry notó que se le quedaba la cabeza fría, como si toda la sangre se le retirara de pronto del cerebro dejando una sensación de nada, entumecida y muerta.

No fueron los detalles, porque a primera vista no parecía que el cadáver de aquella mujer desnuda estuviese maltrecho. Por lo menos no como Sylvia Ottersen o Gert Rafto. Lo horrorizó la construcción, la disposición, la premeditación, la sangre fría del arreglo. El cuerpo estaba sentado encima de dos grandes bolas de nieve que habían llevado rodando hasta un tronco y estaban colocadas una sobre la otra, como un muñeco de nieve a medio hacer. El cadáver se balanceaba chocando contra el tronco, pero si se deslizaba hacia un lado, lo atraparía un alambre que estaba sujeto en la rama gruesa, justo encima de la cabeza. El alambre enrollado terminaba en un lazo tieso alrededor del cuello del cadáver, doblado de forma que no tocaba los hombros ni el cuello, como un lazo congelado en el momento en que baja perfecto alrededor de la presa. Tenía los brazos juntos, atados a la espalda. La mujer tenía los ojos y la boca cerrados, lo que le otorgaba al rostro una expresión de paz, casi como si estuviera dormida.

Podría incluso parecer que habían tratado bien el cadáver. Hasta que uno descubría los puntos de sutura en la piel pálida y desnuda. Los bordes de piel debajo del hilo casi invisible estaban separados por una hebra fina y lisa de sangre negra. Una de las hileras de puntos le cruzaba el estómago justo debajo del pecho. La otra le rodeaba el cuello. Un trabajo perfecto, pensó Harry. No había ni un agujero de clavo vacío, ni un listón torcido.

—Se parece a esa mierda de arte abstracto —dijo Skarre—. ¿Cómo lo llaman?

—Instalación —dijo una voz detrás de ellos.

Harry ladeó la cabeza. Tenían razón. Pero había algo que rompía la impresión de la cirugía perfecta.

—Él la ha cortado en trozos —dijo con la voz ronca, como si estuvieran intentando estrangularlo—. Y la ha vuelto a recomponer.

—¿Él? —dijo Skarre.

—A lo mejor para facilitar el transporte —dijo Helle—. Yo creo que sé quién es. El marido denunció ayer la desaparición. Está en camino.

—¿Por qué crees que es ella?

—El marido encontró un vestido con marcas de quemaduras. —Helle señaló el cuerpo—. Más o menos donde están los puntos.

Harry se concentró en respirar. Acababa de comprender qué era lo que no encajaba. Era un muñeco de nieve sin terminar. Y los nudos apretados y los ángulos imperfectos del alambre retorcido. Parecían recios, fortuitos e inquietos. Como si fuese un boceto, un ejercicio. Un primer esbozo para una obra todavía incompleta. ¿Y por qué le había atado los brazos a la espalda? ¿Estaría muerta mucho antes de llegar aquí? ¿Era eso una parte del esbozo? Carraspeó.

—¿Por qué no me han informado de esto antes?

—He informado a mi jefe, que a su vez ha informado al comisario jefe de la Policía Judicial —dijo Helle—. Lo único que nos han dicho es que no hablemos de ello, de momento. Supongo que tendrá algo que ver con… —echó una mirada rápida a los técnicos— …esa persona anónima que buscan.

—¿Katrine Bratt? —preguntó Skarre.

—No he oído ese nombre —dijo una voz detrás de ellos.

Se volvieron. El comisario jefe de la Policía Judicial estaba en la nieve, con las piernas separadas y con las manos en los bolsillos de la gabardina. Contemplaba el cadáver con unos ojos de un azul frío.

—Eso de ahí debería participar en la Exposición de Otoño de Arte Contemporáneo.

Los policías más jóvenes miraron perplejos al comisario jefe de la Policía Judicial que, sin darse por aludido, se volvió hacia Harry.

—¿Podemos intercambiar unas palabras, comisario?

Se fueron hacia el cordón policial.

—Vaya putada, menudo aprieto —dijo el comisario jefe de la Policía Judicial. Estaba delante de Harry, pero vagaba con la mirada hasta la manta de luz que se extendía debajo—. Hemos tenido una reunión. Por eso tenía que hablar contigo a solas ahora.

—¿Quiénes habéis tenido una reunión?

—Eso no es lo importante, Harry. Lo importante es que hemos tomado una decisión.

—Ya.

El comisario jefe de la Policía Judicial daba pataditas en la nieve y, por un momento, Harry se preguntó si debía avisarle de que estaba contaminando la escena del crimen.

—Había pensado hablarlo contigo esta noche, Harry. En un entorno más silencioso y tranquilo. Pero ahora, con este nuevo cadáver, la cosa urge. Dentro de tan solo un par de horas, la prensa sabrá del asunto. Y dado que no contamos con tanto tiempo como creíamos, debemos informar de quién es el Muñeco de Nieve. De que Katrine Bratt consiguió ocupar un puesto en la policía y actuar desde ahí sin que lo descubriéramos. Como es natural, la jefatura tendrá que asumir la responsabilidad. Para eso está la jefatura, es evidente.

—¿Y de qué va esto en realidad, jefe?

—De la credibilidad de la policía de Oslo. La mierda se está desbordando, Harry. Cuanto más alto sea el nivel desde el que empiece a chorrear, más manchará a todo el cuerpo. Que algunas personas a un nivel más bajo metan la pata, se puede perdonar. Pero si perdemos la confianza de la gente y empieza a dudar de que el Cuerpo esté dirigido con un mínimo de competencia, de que exista cierto control, estamos perdidos. Cuento con que comprenderás lo que hay en juego, Harry.

—Ando mal de tiempo, jefe.

El comisario jefe de la Policía Judicial dejó de pasear la mirada por la ciudad y clavó la vista en el comisario.

—¿Sabes lo que significa kamikaze?

Harry cambió el peso del cuerpo al otro pie.

—¿Ser japonés, que te hayan lavado el cerebro y estrellar un avión contra un portaaviones americano?

—Eso creía yo también. Pero Gunnar Hagen dice que los propios japoneses nunca utilizaban esa palabra, que fue algo que los intérpretes norteamericanos entendieron mal. Kamikaze es el nombre de un tifón que salvó a los japoneses en una batalla contra los mongoles en algún momento del siglo XIII. Traducido literalmente significa «aire divino». ¿Curioso, no?

Harry no contestó.

—Ahora necesitamos esa clase de viento —dijo el comisario jefe de la Policía Judicial.

Harry asintió lentamente con la cabeza. Lo había comprendido.

—¿Queréis que alguien cargue con toda la culpa de la contratación de Katrine Bratt? ¿Y de que no la descubriera nadie? ¿De toda la mierda en general?

—Pedirle a alguien que se sacrifique de esa manera no es agradable. Especialmente cuando, con ese sacrificio, uno también salva su pellejo. Entonces hay que tener presente que es por algo que está por encima del individuo. —El comisario jefe de la Policía Judicial volvió a pasear la mirada por la ciudad—. El hormiguero, Harry. Siempre se trata del hormiguero. El trabajo duro, la lealtad, la abnegación a veces sin sentido…, lo que hace que merezca la pena es el hormiguero.

Harry se pasó la mano por la cara. Traición. Apuñalamiento. Cobardía. Intentó tragarse el cabreo. Decirse a sí mismo que el comisario jefe tenía razón. Había que sacrificar a alguien y la culpa debía recaer lo más bajo posible en la jerarquía. Era justo. En realidad, debería haber desenmascarado a Katrine Bratt mucho antes.

Harry se irguió. Por extraño que pudiera parecer, le resultaba un alivio. Hacía mucho que tenía la sensación de que su historia terminaría así; tanto que, en realidad, había llegado a aceptarlo. Como los colegas del Club de los Policías Muertos habían hecho su salida: sin fanfarrias ni medallas, sin otra cosa que el respeto propio y el de aquéllos que habían sido partícipes, de los pocos que sabían de qué se trataba. El hormiguero.

—Comprendo —dijo Harry—. Y lo acepto. Tendréis que instruirme sobre cómo queréis que se haga. Pero, de todos modos, creo que tenemos que aplazar esa conferencia de prensa unas horas hasta que sepamos algo más.

El comisario jefe de la Policía Judicial negó con la cabeza.

—No lo entiendes, Harry.

—Es posible que haya nuevas circunstancias en el asunto.

—No eres tú quien va a sufrir las consecuencias.

—Estamos comprobando si… —Harry se calló—. ¿Qué has dicho, jefe?

—Ésa era la propuesta inicial, pero Gunnar Hagen no estaba de acuerdo. Así que será él quien asuma la culpa. Y ahora está en el despacho redactando su dimisión. Yo solo quería informarte, para que lo sepas cuando empiece la conferencia de prensa.

—¿Hagen? —dijo Harry.

—Un buen soldado —dijo el comisario jefe de la Policía Judicial dándole a Harry unas palmaditas en el hombro—. Me voy. La conferencia de prensa es a las ocho en la sala grande, ¿de acuerdo?

Harry veía alejarse la espalda del comisario jefe de la Policía Judicial cuando notó que el móvil le vibraba en el bolsillo de la chaqueta. Miró la pantalla antes de decidirse a contestar.

Love me tender —dijo Bjørn Holm—. Estoy en el Anatómico Forense.

—¿Qué tienes?

—Había sangre humana en la madera. La señora del laboratorio dice que, por desgracia, la sangre está terriblemente sobrevalorada como fuente de ADN, así que duda de que encontremos material celular para obtener un perfil. Pero ha sacado el grupo sanguíneo, y adivina lo que hemos encontrado.

Bjørn Holm hizo una pausa, hasta que se dio cuenta de que Harry no pensaba jugar a ¿Quién quiere ser millonario? y continuó.

—Es un grupo que excluye a la mayoría, por decirlo así. Lo tienen dos de cada cien personas y en todo el registro policial, solo hay ciento veintitrés. Si Katrine Bratt es de ese grupo sanguíneo, será un indicio cojonudo de que sangró en el granero de Ottersen.

—Compruébalo con la central de operaciones, tienen una lista del grupo sanguíneo de todos los agentes de la Comisaría General.

—¿Sí? Joder, voy a cotejarlo ahora mismo.

—Pero no te desilusiones demasiado cuando averigües que ella no es B negativo.

Harry esperó mientras oía la sorpresa muda del colega. Llegó la pregunta:

—¿Cómo coño sabes que era B negativo?

—¿Cuánto tardarás en reunirte conmigo en el Instituto Forense?

Eran ya las seis y los empleados del Hospital Sandviken que tenían horario fijo se habían ido a sus casas hacía mucho. Pero en el despacho de Kjersti Rødsmoen la luz seguía encendida. La psiquiatra se cercioró de que Knut Müller-Nilsen y Espen Lepsvik tenían preparado el bloc de notas antes de mirar el suyo y empezar:

—Katrine Rafto cuenta que quería muchísimo a su padre. —Miró a los otros dos—. Era solo una niña cuando los periódicos lo acusaron de ser un hombre violento. Katrine se sentía herida, tenía miedo y estaba muy confundida. En el colegio la acosaban por lo que publicaron los periódicos. Al poco tiempo sus padres se divorciaron. Cuando Katrine tenía diecinueve años, el padre desapareció al mismo tiempo que dos mujeres aparecían asesinadas en Bergen. La investigación se archivó pero, tanto dentro como fuera de la policía, todos creían que su padre había sido el asesino y que se había suicidado al comprender que no tenía escapatoria. En ese momento, Katrine decidió que ingresaría en la policía, esclarecería los homicidios y limpiaría el nombre de su padre.

Kjersti Rødsmoen levantó la vista. Ninguno de los dos estaba tomando notas, solo la observaban.

—Así que solicitó el ingreso en la Escuela Superior de Policía —continuó Rødsmoen—. Cuando acabó, la contrataron en la unidad de Delitos Violentos y Personas Desaparecidas de Bergen, donde pronto empezó a repasar el caso de su padre en sus horas libres. Hasta que la descubrieron y le impidieron seguir haciéndolo, y Katrine solicitó el traslado a la unidad de Delitos Sexuales. ¿Es correcto?

—Confirmado —dijo Müller-Nilsen.

—Procuraron que no se acercara al asunto de su padre, así que empezó a investigar casos similares. Y, mientras repasaba informes de desaparecidos de todo el país, hizo un descubrimiento interesante. A saber, que había informes de años posteriores que denunciaban la desaparición de varias mujeres en circunstancias muy similares a las de Onny Hetland y su padre. —Kjersti Rødsmoen pasó la página—. Pero para poder seguir, Katrine necesitaba ayuda y sabía que no la conseguiría en Bergen. Por eso decidió involucrar en el caso a alguien con experiencia en asesinatos en serie. Pero naturalmente, ese paso debía producirse sin que nadie supiera que era ella, la hija de Rafto, quien estaba detrás.

El hombre de KRIPOS, Espen Lepsvik, meneaba lentamente la cabeza y Kjersti retomó la exposición:

—Después de una preparación exhaustiva, eligió al comisario Harry Hole de Delitos Violentos de Oslo. Le escribió una carta y la firmó con el misterioso nombre de Muñeco de Nieve, para despertar su curiosidad y porque habían mencionado la presencia de muñecos de nieve en varias de las declaraciones de testigos en relación con las desapariciones. También se mencionaba un muñeco de nieve en las anotaciones de su padre sobre el homicidio en la cima de la colina de Ulriken. Cuando el grupo de Delitos Violentos anunció una vacante, pidiendo específicamente una mujer, ella la solicitó y la llamaron para una entrevista. Ha contado que le ofrecieron el puesto casi antes de que se hubiese sentado.

Rødsmoen levantó la vista, pero dado que los otros dos no decían nada, continuó:

—Desde el primer día, Katrine intentó ponerse en contacto con Harry Hole para que la dejase participar en la investigación. Con todo lo que ella ya sabía sobre Hole y el caso, le fue fácil manipularlo y dirigirlo hacia Bergen y la desaparición de Gert Rafto. Y con la ayuda de Hole, encontró a su padre, por fin. En una nevera en la isla de Finnøy.

Kjersti se quitó las gafas.

—No hace falta mucha imaginación para comprender que una experiencia así puede constituir el detonante de una reacción psicótica. Naturalmente, el estrés no hizo más que empeorarlo, al creer, en tres ocasiones, que habían desenmascarado al asesino. Primero, Idar Vetlesen, luego un tal… —Miró las notas entornando los ojos—… Filip Becker. Y finalmente, Arve Støp. Todo para descubrir que se trataba de la persona equivocada las tres veces. Ella misma intentó sacarle una confesión a la fuerza a Støp, pero se dio por vencida cuando comprendió que él tampoco era el hombre que buscaba. Escapó del lugar cuando oyó venir a la policía. Dice que no podía dejarse atrapar antes de haber terminado su trabajo. Que consistía en desenmascarar al culpable. En ese momento, creo que podemos afirmar sin reservas que estaba profundamente inmersa en la psicosis. Volvió a Finnøy, donde contaba con que Hole la encontraría. Y resultó que tenía razón. Cuando él se presentó en la isla, lo desarmó y quiso obligarlo a oír qué debía hacer para continuar con la investigación.

—¿Que lo desarmó? —dijo Müller-Nilsen—. Teníamos entendido que se entregó sin oponer resistencia.

—Dice que la herida de la comisura se la causó Harry Hole cuando la redujo por sorpresa —dijo Kjersti Rødsmoen.

—¿Debemos creer a una persona psicótica? —dijo Lepsvik.

—Ya ha salido del estado psicótico —dijo Rødsmoen con firmeza—. Tendremos que mantenerla en observación un par de días más, pero después deberéis haceros cargo de ella. En el caso de que sigáis considerándola sospechosa, claro está.

Esto último quedó flotando en el aire hasta que Espen Lepsvik se inclinó sobre la mesa.

—¿Quieres decir que crees que Katrine dice la verdad?

—No es competencia mía expresar una opinión al respecto —dijo Rødsmoen, y cerró sus notas.

—¿Y si te pregunto tu opinión al margen de lo profesional?

Rødsmoen esbozó una sonrisa.

—Entonces creo que debes seguir creyendo lo que ya opinas al respecto, comisario.

Bjørn Holm recorrió la escasa distancia desde el Anatómico Forense hasta el vecino Instituto Anatómico y esperó en el garaje a Harry, que venía en coche desde Tryvann.

Junto a Holm estaba el técnico de autopsias plagado de piercings, con el uniforme hospitalario de color verde, el mismo que llevaba un cadáver en la camilla la última vez que Harry estuvo allí.

—Lund-Helgesen no está aquí hoy —informó Holm.

—Pero a lo mejor nos puedes llevar a dar una vuelta —le dijo Harry al técnico.

—No se nos permite enseñar… —empezó a decir el del uniforme verde, pero Harry lo interrumpió.

—¿Cómo te llamas?

—Kai Robøle.

—De acuerdo, Robøle —dijo Harry enseñándole la tarjeta de identificación policial—. Yo te doy permiso.

Robøle se encogió de hombros y abrió la puerta.

—Habéis tenido suerte de que estuviera yo. Después de las cinco esto siempre está vacío.

—Yo tenía la impresión de que hacíais muchas horas extra —dijo Harry.

Robøle negó con la cabeza.

—¿Aquí, en el sótano, con los muertos? Ni hablar. Aquí nos gusta más la luz diurna —sonrió, aunque dio la impresión de que no le parecía divertido—. ¿Qué es lo que queréis ver?

—Los cadáveres más recientes —dijo Harry.

El técnico abrió la puerta con una llave y los condujo a través de otras dos puertas hasta una habitación alicatada con ocho tanques, cuatro a cada lado, separados por un pasillo estrecho. La base de los tanques estaba cubierta por una tapa de metal.

—Están ahí —dijo Robøle—. Cuatro en cada tanque. Los tanques están llenos de alcohol.

—Muy fuerte —dijo Holm en voz baja.

Era imposible saber si el técnico lo malinterpretó a propósito, pero contestó:

—Cuarenta grados.

—Es decir, veinticuatro cadáveres —dijo Harry—. ¿Eso es todo?

—Tenemos alrededor de cuarenta cadáveres, pero éstos son los más recientes. Suelen conservarlos aquí un año antes de que empecemos a utilizarlos.

—¿Y cómo llegan aquí?

—En el coche de la funeraria. Algunos los recogemos nosotros mismos.

—¿Y los metéis por el garaje?

—Sí.

—¿Qué pasa después?

—¿Qué pasa? Bueno, los arreglamos, les hacemos un agujero en la parte superior del muslo e inyectamos la mezcla de fijación. Eso hace que se conserven mejor. Luego preparamos unas placas de metal con el número que aparece en los documentos.

—¿Qué documentos?

—Los que identifican al cadáver. Se archivan arriba, en la oficina. Les ponemos una chapa metálica en el dedo gordo del pie, otra en un dedo de la mano y otra en la oreja. Intentamos mantener registradas también las partes del cadáver, según se vayan seccionando para poder incinerar el cuerpo todo junto cuando llegue la hora.

—¿Cotejáis regularmente los cadáveres con los documentos?

—¿Que si los cotejamos? —Se rascó la cabeza—. Solo cuando tenemos que enviar cadáveres. Aquí en Oslo es donde se donan más cuerpos, así que se los suministramos a las universidades de Tromsø, Trondheim y Bergen cuando no tienen suficientes.

—O sea, que puede ocurrir que haya cuerpos que no debieran estar aquí, ¿no?

—De ninguna manera. Todos los que están aquí han donado su cuerpo al Instituto mediante testamento.

—Eso es lo que me preguntaba —dijo Harry, y se puso en cuclillas al lado de uno de los tanques.

—¿Cómo?

—Escucha, Robøle. Voy a hacerte una pregunta hipotética. Y quiero que lo pienses bien antes de contestar. ¿De acuerdo?

El técnico asintió brevemente con la cabeza.

Harry se puso de pie todo lo largo que era.

—¿Alguien que tenga acceso a estas instalaciones podría transportar cadáveres hasta aquí por la noche, por el garaje, ponerles una chapa con un número ficticio, dejar el cadáver en uno de estos tanques y contar con que sea relativamente probable que nunca se descubra?

Kai Robøle reflexionó un instante. Se rascó un poco más la cabeza. Se pasó un dedo por la hilera de piercings.

Harry aguardaba. Holm tenía la boca entreabierta.

—En teoría —dijo Robøle—, no hay nada que lo impida.

—¿Nada que lo impida?

Robøle negó con la cabeza y soltó una risa nerviosa.

—No, coño. Es absolutamente posible.

—En ese caso quiero ver esos cadáveres ahora.

Robøle se quedó mirando a aquel policía gigantón.

—¿Aquí? ¿Ahora?

—Puedes empezar desde el fondo hacia la izquierda.

—Entonces, creo que tengo que llamar a alguien con autorización.

—Si quieres obstruir nuestra investigación de homicidio, adelante.

—¿Homicidio? —Robøle guiñó un ojo.

—¿Has oído hablar del Muñeco de Nieve?

Robøle se quedó perplejo. Se dio la vuelta y se dirigió a las cadenas que colgaban de una polea a motor que había en el techo. Tiró de ellas hacia el tanque, se oyó un chirrido. Luego sujetó los dos ganchos a la placa metálica del tanque. Cogió el mando y lo pulsó. La polea empezó a zumbar rebobinando la cadena. La tapa del tanque empezó a levantarse despacio mientras Harry y Holm la seguían expectantes con la mirada. Sujetas a la parte inferior de la tapa había dos placas horizontales, una debajo de la otra, divididas por una vertical. Encima de las placas, a cada lado de la separación, había un cadáver blanco y desnudo. Parecían muñecas pálidas, y reforzaban esa impresión los agujeros negros y rectangulares de los muslos. Cuando tenían los cadáveres a la altura de las caderas, el técnico pulsó el botón de parada. En el silencio que siguió se oía el rumor grave del alcohol goteando y retumbando en la blanca superficie alicatada.

—¿Vale? —dijo Robøle.

—No —dijo Harry—. El siguiente.

El técnico repitió el procedimiento. Cuatro nuevos cadáveres subieron del tanque siguiente.

Harry negó con la cabeza.

Al llegar al tercer cuarteto, Harry se sobresaltó. Kai Robøle, que malinterpretó su reacción y creyó que se había asustado, sonrió satisfecho.

—¿Qué es eso? —preguntó Harry señalando a la mujer sin cabeza.

—Probablemente, una devolución de una de las otras universidades —dijo Robøle—. Los nuestros suelen estar enteros.

Harry se inclinó y tocó el cadáver. Estaba frío y la consistencia era anómalamente dura debido a la fijación. Pasó un dedo por el borde del corte del cuello. Estaba liso; y la carne, pálida.

—Utilizamos un bisturí para el exterior y después una sierra fina —explicó el técnico.

—Ya. —Harry se inclinó por encima del cadáver, agarró el brazo de la mujer y tiró de él bruscamente de manera que el torso se quedó de costado.

—¿Qué haces? —exclamó Robøle.

—¿Ves algo en la espalda? —le preguntó Harry a Holm, que estaba al otro lado del cadáver.

Holm asintió con la cabeza.

—Un tatuaje. Parece una bandera.

—¿Cuál?

—Ni idea. Verde, amarillo y rojo. Con una estrella de cinco puntas en el centro.

—Etiopía —dijo Harry y soltó a la mujer, que volvió a caer en su sitio—. Esta muchacha no ha donado su cuerpo, sino que la han donado, por decirlo de alguna manera. Es Sylvia Ottersen.

Kai Robøle parpadeaba nervioso sin parar, como convencido de que, la próxima vez que parpadease, habría desaparecido algo en la habitación.

Harry le puso una mano en el hombro.

—Busca a quien tenga acceso a la documentación de los cadáveres y repasa todos los que tengáis. Ahora. Tengo que irme.

—¿Qué pasa? —preguntó Holm—. De verdad, me he perdido.

—Inténtalo —dijo Harry—. Olvida todo lo que creías saber e inténtalo.

—De acuerdo, ¿pero qué pasa?

—Hay dos respuestas a eso —dijo Harry—. Una es que tenemos al Muñeco de Nieve.

—¿Y la otra?

—Que no sé lo que pasa.