DÍA 21. EL POLO SUR
Harry y Rakel estaban en la proa del Fram, dentro del museo, contemplando cómo un grupo de japoneses tomaban fotos de jarcias y mástiles al tiempo que, asintiendo sonrientes, hacían caso omiso del guía que les explicaba que en aquella sencilla embarcación viajó Fridjof Nansen en su intento fallido de ser el primero en llegar al Polo Norte en 1893 y también Roald Amundsen cuando en 1911 venció a Scott en la carrera hacia el Polo Sur.
—Se me olvidó el reloj en tu mesilla de noche —dijo Rakel.
—Eso es un truco muy viejo —dijo Harry—. Significa que tienes que volver.
Ella puso la mano encima de la suya y negó con la cabeza.
—Me lo regaló Mathias por mi cumpleaños.
«Que yo olvidé», pensó Harry.
—Vamos a salir mañana y me va a preguntar por él si no lo llevo puesto. Y tú sabes cómo soy mintiendo. Podrías…
—Te lo llevaré antes de las cuatro —dijo él.
—Gracias. Estaré trabajando, pero déjalo en la pajarera que hay en la pared, al lado de la puerta. Allí…
No tenía que decir nada más. Allí es donde solía dejar la llave de la casa cuando él iba a verla tarde y ella ya estaba en la cama. Harry golpeó la borda con la mano.
—Según Arve Støp, lo que le pasó a Roald Amundsen fue que ganó. En su opinión las mejores historias tratan de personas que pierden.
Rakel no contestó.
—Supongo que es una especie de consuelo —dijo Harry—. ¿Nos vamos?
Fuera nevaba copiosamente.
—¿Así que se ha terminado? —dijo ella—. ¿Hasta la próxima vez?
Harry le echó una mirada rápida para asegurarse de que se refería al Muñeco de Nieve, y no a ellos.
—No sabemos dónde están los cadáveres —dijo él—. He estado con ella en el calabozo esta mañana antes de irme al aeropuerto, pero no dice nada. Tenía la mirada fija y perdida, como si no hubiera nadie allí.
—¿Le contaste a alguien que te ibas a Bergen solo? —preguntó ella de repente.
Harry negó con la cabeza.
—¿Por qué no?
—Bueno —dijo Harry—. Podía haberme equivocado. En ese caso me habría vuelto en silencio sin que nadie supiese nada.
—No fue por eso —dijo ella.
Harry la miró. Parecía más afligida que él.
—Sinceramente, no lo sé —dijo él—. Supongo que esperaba que, a pesar de todo, no fuera ella.
—¿Porque es como tú? ¿Porque tú podrías haber sido ella?
Harry ni siquiera conseguía recordar que le hubiera contado que se parecían.
—Estaba tan sola y asustada… —dijo Harry, y notó que los copos de nieve le escocían en los ojos—. Como si se hubiese perdido en el crepúsculo.
Joder, joder. Parpadeó y notó el llanto como un puño luchando por abrirse paso y subirle por la tráquea. ¿Estaría a punto de sufrir un colapso también? Sintió un escalofrío al notar la mano caliente de Rakel en la nuca.
—Tú no eres ella, Harry. Tú eres diferente.
—¿Tú crees? —Sonrió y le apartó la mano.
—Tú no matas a personas inocentes, Harry.
Rechazó la oferta de Rakel de llevarlo y cogió el autobús. Iba viendo caer los copos de nieve, y el fiordo al otro lado de la ventanilla del autobús y pensó en cómo Rakel, en el último momento, había logrado introducir la palabra «inocentes».
Harry estaba a punto de abrir el portal de la calle Sofie cuando se acordó de que no tenía café soluble y caminó los cincuenta metros que lo separaban de la tienda Niazi.
—No es normal verte a esta hora —dijo Ali mientras cogía el dinero.
—Tengo unas horas libres —dijo Harry.
—Qué tiempo más desapacible, ¿verdad? Dicen que va a caer metro y medio de nieve en las próximas veinticuatro horas.
Harry estaba manoseando el tarro de café.
—Creo que asusté a Salma y Muhammed en el patio interior el otro día.
—Eso he oído.
—Lo siento. Estaba algo nervioso, eso es todo.
—No pasa nada. Solo me preocupaba que hubieses vuelto a beber.
Harry negó con la cabeza y sonrió débilmente. Le gustaba aquella forma de ser tan directa del paquistaní.
—Bien —dijo Ali, contando las monedas del cambio—. ¿Qué tal va la rehabilitación?
—¿La rehabilitación? —Harry cogió la vuelta—. ¿Te refieres al hombre de los hongos?
—¿El hombre de los hongos?
—Sí, el tío que comprobó si el sótano tenía hongos. Stormann no sé qué.
—¿Hongos en el sótano? —Ali miró a Harry preocupado.
—¿No lo sabías? —dijo Harry—. Si eres el presidente de la comunidad, suponía que habría hablado contigo.
Ali negó lentamente con la cabeza.
—A lo mejor ha hablado con Bjørn.
—¿Quién es Bjørn?
—Bjørn Asbjørnsen, el que lleva trece años viviendo en el primer piso —dijo Ali, reprendiendo a Harry con la mirada—. El mismo tiempo que lleva siendo vicepresidente.
—Así que Bjørn —dijo Harry, y puso cara de haber tomado nota del nombre.
—Lo comprobaré —dijo Ali.
Ya en el apartamento, Harry se quitó las botas, se fue directamente al dormitorio y se acostó. En la habitación del hotel de Bergen apenas había logrado dormir un poco. Cuando se despertó tenía la boca seca y dolor de estómago. Se levantó, fue a beber agua y se puso rígido cuando llegó al pasillo.
No lo había visto cuando entró, pero las paredes estaban otra vez en su sitio.
Fue de habitación en habitación. Magia. Estaba hecho con tal perfección que casi podría jurar que nunca lo habían tocado. No había ni indicios de agujeros de clavos ni un solo listón torcido. Tocó la pared del salón para asegurarse de que no eran alucinaciones.
En la mesa, delante del sillón de orejas, había una hoja amarilla. Era un mensaje escrito a mano. La letra era clara y de una extraña elegancia.
Están erradicados. No me volverás a ver. Stormann.
PS. Tuve que darle la vuelta a una de las tablas de la pared porque me corté y se manchó de sangre. La sangre que absorbe la madera sin tratar no se quita. La alternativa es pintar la pared de rojo.
Harry se desplomó en el sillón y observó las paredes lisas.
Hasta que no llegó a la cocina no se percató de que no había sido un milagro perfecto. El almanaque de Rakel y Oleg había desaparecido. El vestido azul cielo. Soltó un taco en voz alta y buscó febrilmente en los cubos de basura e incluso en el contenedor de plástico del patio, y al final tuvo que reconocer que, junto con los hongos, habían exterminado los doce meses más felices de su vida.
Definitivamente, era un día de trabajo diferente para la psiquiatra Kjersti Rødsmoen. Y no solo porque el sol hubiera hecho una de sus escasas apariciones en el cielo de Bergen. En ese momento el brillo entraba por las ventanas del pasillo de la unidad de psiquiatría del Hospital Haukeland de Sandviken, por donde Kjersti Rødsmoen caminaba rápidamente. La unidad había cambiado de nombre tantas veces que muy pocos ciudadanos de Bergen la conocían por su nombre oficial, que era a la sazón Hospital Sandviken. Pero la Unidad Cerrada se llamaba de momento Unidad Cerrada, a la espera de que alguien lo encontrara erróneo o, en todo caso, discriminante.
Temía y anhelaba al mismo tiempo la próxima reunión con la paciente que tenían encerrada bajo las medidas de seguridad más férreas que pudiera recordar. Había consensuado tanto los límites éticos como el procedimiento con Espen Lepsvik, de KRIPOS, y Knut Müller-Nilsen, de la comisaría de Bergen. La paciente era psicótica y, por lo tanto, no podía presentarse a un interrogatorio con la policía. Ella era psiquiatra y podía conversar con la paciente, pero por su bien y con los mismos fines que en un interrogatorio. Y además, estaba también la cuestión del secreto profesional. Solo a Kjersti Rødsmoen competía sopesar si la información a que tuviera acceso durante la charla revestía para la investigación la importancia suficiente como para tener que remitirla a la policía. Y, de todos modos, dicha información no podría utilizarse en un juicio, ya que se trataba de una persona psicótica. En pocas palabras, se movían en un campo de minas jurídico y ético, donde incluso el menor paso en falso podía tener consecuencias catastróficas, dado que todo estaría bajo la supervisión de la justicia y de los medios de comunicación.
Ante la puerta blanca de la sala de terapia había un enfermero y un agente de policía uniformado. Kjersti señaló la tarjeta de identificación que llevaba sujeta a la bata blanca y el agente abrió la puerta, que estaba cerrada con llave.
El trato era que el enfermero estaría al tanto de lo que pasaba en la sala y daría la alarma si ocurría algo.
Kjersti Rødsmoen se sentó en la silla y miró a la paciente. Resultaba difícil imaginar que aquella mujer delgada, con la cara medio oculta detrás de la melena, con los puntos negros de sutura en la comisura de los labios y unos ojos muy abiertos que parecían mirar con un miedo abismal algo que Kjersti Rødsmoen no podía ver, pudiera representar algún peligro. Al contrario, parecía tan paralizada que uno tenía la sensación de que podría tumbarla solo con echarle el aliento. El hecho de que hubiera asesinado a varias personas a sangre fría era simplemente incomprensible. Pero así sucedía siempre, claro.
—Buenos días —dijo la psiquiatra—. Me llamo Kjersti.
No obtuvo respuesta.
—¿Cuál crees que es tu problema? —preguntó.
La pregunta estaba sacada directamente del manual de conversaciones con pacientes psicóticos. La alternativa era: «¿Cómo crees que puedo ayudarte?».
Seguía sin haber respuesta.
—En esta sala estás totalmente a salvo. Aquí no hay nadie que quiera hacerte daño. Estás completamente a salvo aquí dentro.
Este mensaje fijo iba dirigido, según el manual, a tranquilizar a la persona psicótica. Porque la psicosis consiste, ante todo, en un miedo abismal. Kjersti Rødsmoen se sentía como una azafata repasando las instrucciones de seguridad antes del despegue. Mecánico y rutinario. Incluso en los aviones que sobrevuelan el más seco de los desiertos se hace una demostración del uso del chaleco salvavidas. Porque el mensaje dice lo que uno quiere oír: «Puede que tengas miedo, pero nosotros te cuidamos».
Luego llegaba el momento de comprobar el conocimiento de la realidad.
—¿Sabes qué día es hoy?
Silencio.
—Mira el reloj de la pared. ¿Puedes decirme la hora que es?
Solo recibió una mirada penetrante y huidiza como respuesta.
Kjersti Rødsmoen esperó. Y esperó. El minutero del reloj se movía temblando a paso de ganso.
Era inútil.
—Me voy —dijo Kjersti y se levantó—. Vendrán a buscarte. Aquí estás totalmente a salvo.
Se fue hacia la puerta.
—Tengo que hablar con Harry —la oyó decir con voz profunda, casi masculina.
Kjersti se detuvo y se dio la vuelta.
—¿Quién es Harry?
—Harry Hole. Es urgente.
Kjersti intentó establecer contacto visual, pero la mujer seguía mirando fijamente a su propio bosque de Winnie Pooh.
—Por favor, dime quién es Harry Hole, Katrine.
—Comisario de Delitos Violentos de la comisaría de Oslo. Y usa el apellido si tienes que decir mi nombre, Kjersti.
—¿Bratt?
—Rafto.
—De acuerdo. Pero ¿no puedes contarme de qué quieres hablar con Harry Hole, para que pueda trasmitir lo que…?
—No lo comprendes. Todos van a morir.
Kjersti se dejó caer lentamente en la silla, otra vez.
—Comprendo. ¿Y por qué crees que van a morir, Katrine?
Y finalmente se produjo el contacto visual. Y lo que Kjersti Rødsmoen vio la hizo pensar en una de las cartas rojas del juego del Monopoly: «Sus casas y hoteles están ardiendo».
—No comprendéis nada —dijo la voz baja y masculina—. No soy yo.
Harry paró a las dos de la tarde en la carretera, al pie del chalé de madera de Rakel, en la calle Holmenkollveien. Había dejado de nevar, y pensó que era mejor no dejar huellas de neumáticos hasta la entrada. La nieve emitió un leve lamento prolongado bajo sus botas y la penetrante luz diurna se reflejaba en las ventanas de color negro como de gafas de sol mientras él se acercaba.
Subió los peldaños hasta la puerta de entrada, abrió la pajarera, dejó el reloj de Rakel dentro y volvió a cerrar. Se había dado la vuelta para irse cuando la puerta se abrió de golpe a su espalda.
—¡Harry!
Harry se volvió, tragó saliva e intentó sonreír. Delante de él había un hombre desnudo, con una toalla alrededor de la cintura.
—Mathias —dijo indeciso, mirando el torso del otro—. Casi me has asustado. Creía que a estas horas estarías trabajando.
—Lo siento —dijo Mathias riendo y cruzando rápidamente los brazos—. Anoche trabajé hasta tarde. Libro hoy. Iba a la ducha y he oído a alguien trajinar en la puerta. Creía que era Oleg, ya sabes que su llave se atasca un poco.
«Se atasca —pensó Harry—. Eso significa que Oleg ahora tenía la llave que una vez fue suya. Y que Mathias tiene la de Oleg. La mente femenina».
—¿Querías algo, Harry? —Harry se dio cuenta de que tenía los brazos cruzados a una altura anormal del pecho, como si intentara esconder algo.
—No —dijo Harry en voz baja—. Pasaba por aquí con el coche y le he traído una cosa a Oleg.
—¿Por qué no has llamado al timbre?
Harry tragó saliva.
—De repente me he dado cuenta de que no habría venido del colegio todavía.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo has sabido?
Harry hizo un gesto de asentimiento como para decir que ésa era una pregunta pertinente. No había el menor indicio de sospecha en el rostro abierto y amable de Mathias, solo un deseo genuino de aclarar algo que no había comprendido bien.
—La nieve —dijo Harry.
—¿La nieve?
—Sí. Dejó de nevar hace dos horas, y no hay ninguna huella en la escalera.
—¡Demonios, Harry! —exclamó Mathias entusiasmado—. A eso lo llamo yo deducción aplicada a la vida cotidiana. No hay duda de que eres investigador.
Harry se esforzó por reír. Mathias había bajado un poco los brazos cruzados, y Harry vio la peculiaridad física a la que Rakel debió de referirse. Donde uno cuenta con ver dos tetillas, la piel continuaba blanca y sin interrupción.
—Es hereditario —dijo Mathias, que obviamente había seguido la mirada de Harry—. Mi padre tampoco tenía. Raro, pero totalmente inofensivo. ¿Y para qué las queremos los hombres?
—Sí, claro, ¿para qué? —dijo Harry, notando el calor en los lóbulos de las orejas.
—¿Quieres que le dé eso a Oleg?
Harry movió la mirada. Aterrizó automáticamente en la pajarera y la apartó enseguida.
—Se lo daré en otra ocasión —dijo Harry e hizo una mueca que esperaba que pareciese de confianza—. Más vale que te des esa ducha.
—De acuerdo.
—Adiós.
Lo primero que hizo Harry cuando se volvió a sentar en el coche fue coger el volante con las dos manos y soltar un taco en voz alta. Se había comportado como un ratero de doce años cogido con las manos en la masa. Le había mentido a Mathias en su cara. Había mentido y se había arrastrado y había sido un tío ruin.
Aceleró el motor y soltó el embrague bruscamente para castigar al coche. No tenía ganas de pensar en eso ahora. Tenía que pensar en otra cosa. Pero no lo lograba, y los pensamientos le daban vueltas en la cabeza como una serie desorganizada de asociaciones mientras conducía rumbo a la ciudad. Pensó en esa imperfección, en las tetillas rojas y planas, que parecían manchas de sangre en aquella piel desnuda. En manchas de sangre en la madera sin tratar. Y por alguna razón, las palabras del hombre de los hongos le vinieron a la mente: «La alternativa es pintar la pared de rojo».
El hombre de los hongos había sangrado. Harry entrecerró los ojos y se imaginó la herida. Tenía que haber sido una herida profunda para haber sangrado tanto como para que la alternativa fuera pintar la pared de rojo.
Harry frenó de golpe. Oyó un claxon, miró en el retrovisor y vio un Hiace que se deslizaba por la nieve reciente hasta que los neumáticos lograron agarrarse y derrapar hacia su lado antes de continuar.
Harry abrió la puerta de una patada, salió del coche de un salto y vio que se encontraba en Gressbanen. Tomó aire y deshizo su construcción mental, la desmontó para ver si era posible volverla a construir. La volvió a montar, rápido y sin forzar las piezas que tenía que encajar. Porque encajaban solas. Se le aceleró el pulso. Si aquella hipótesis no hacía aguas, lo ponía todo patas arriba. Y encajaba, encajaba perfectamente con que el Muñeco de Nieve hubiera planeado cómo meterse dentro de él, y desde luego, había entrado y se había instalado. Y los cadáveres, eso explicaría también lo que había pasado con ellos. Harry estaba temblando, encendió un cigarrillo y se puso a reconstruir lo que había vislumbrado. Las plumas de gallina con el borde chamuscado.
Harry no creía en la inspiración, en la clarividencia divina ni en la telepatía. Pero creía en la suerte. No en esa suerte con la que uno nace, sino en la suerte sistemática de la que te hacías merecedor trabajando duro y entretejiendo una tela de malla tan fina que las casualidades, antes o después, se presentaban a tu favor. Sin embargo, aquello tampoco pertenecía a ese tipo de suerte. Aquello era suerte sin más. Una suerte atípica.
Siempre y cuando tuviera razón de verdad. Miró al suelo y se dio cuenta de que estaba andando por la nieve. Que, literalmente, tenía los pies en la tierra.
Volvió al coche, sacó el móvil y marcó el número de Bjørn Holm.
—Dime, Harry —contestó una voz nasal, somnolienta y casi irreconocible.
—Suenas como si tuvieses resaca —dijo Harry con desconfianza.
—Ya me gustaría —dijo Holm moqueando—. Tengo un catarro horrible. Estoy helado, y eso que tengo dos edredones. Me duele todo…
—Escucha —lo interrumpió Harry—. ¿Te acuerdas de que te pedí que le tomaras la temperatura a esas gallinas para averiguar cuánto tiempo hacía desde que Sylvia estuvo en el granero y las mató?
—¿Sí?
—Y luego dijiste que una estaba más caliente que las otras dos.
Bjørn Holm seguía moqueando.
—Sí. Skarre sugirió que tendría fiebre. Y, teóricamente, es muy posible.
—Creo que estaba más caliente porque la mataron después de que Sylvia fuera asesinada, es decir, como mínimo una hora más tarde.
—Ajá, ¿y quién la mató?
—El Muñeco de Nieve.
Harry oyó cómo Holm se sorbía los mocos con fuerza, y tardó bastante rato en contestar.
—Quieres decir que ella cogió el hacha de Sylvia, volvió y…
—No, el hacha estaba en el bosque. Debí haber reaccionado cuando lo vi, pero todavía no había oído hablar del cauterizador de lazo cuando descubrimos los cadáveres de las gallinas en el granero.
—¿Qué es lo que viste?
—Una pluma cortada de gallina que tenía los bordes negros. Creo que el Muñeco de Nieve utilizó el cauterizador de lazo.
—De acuerdo —dijo Holm—. ¿Pero por qué demonios iba ella a matar a una gallina?
—Para pintar la pared de rojo.
—¿Cómo?
—Tengo una idea —dijo Harry.
—Mierda —murmuró Bjørn Holm—. Supongo que esa idea significa que tengo que levantarme, ¿no?
—Bueno…
Parecía que la nieve hubiera terminado su descanso, porque a las tres empezaron a caer otra vez copos abundantes y esponjosos sobre Østlandet. Una capa gris de aguanieve cubría la E16, que subía serpenteando desde Bærum.
En Sollihøgda, el punto más alto de la carretera, Harry y Holm torcieron y siguieron por el camino del bosque.
Cinco minutos después, Rolf Ottersen les abría la puerta. Detrás de él, en la sala de estar, Harry vio a Ane Pedersen sentada en el sofá.
—Solo queríamos echar un vistazo al suelo del granero —dijo Harry.
Rolf Ottersen se subió las gafas. Bjørn Holm tuvo un ataque de tos acompañado de un burbujeo.
—Adelante —dijo Ottersen.
Mientras se dirigían al granero, Harry se percató de que el viudo se había quedado observándolos en el umbral de la puerta.
El tajo estaba en el mismo sitio, pero no había rastro de gallinas, ni vivas ni muertas. Apoyada en la pared había una pala puntiaguda. Para cavar tierra, no nieve. Harry se acercó al tablero de herramientas. Asoció la silueta del hacha que faltaba con los dibujos de tiza de los cadáveres cuando se han retirado de la escena del crimen.
—O sea, yo creo que el Muñeco de Nieve vino aquí y mató a la tercera gallina para salpicar de sangre los tablones del suelo. No podía darles la vuelta y la alternativa era pintarlos de rojo.
—Sí, eso has dicho en el coche, pero yo sigo sin entender nada de nada.
—Si quieres eliminar unas manchas rojas, puedes o bien limpiarlas, o bien pintarlo todo de rojo. Creo que el Muñeco de Nieve trataba de tapar algo. Un rastro.
—¿Qué tipo de rastro?
—Algo rojo que es imposible de quitar porque lo absorbe la madera sin tratar.
—¿Sangre? ¿Intentaba tapar sangre con sangre? ¿Eso es lo que crees?
Harry cogió una escoba y quitó el serrín de alrededor del tajo. Se puso en cuclillas y notó la presión del revólver de Katrine que llevaba debajo del cinturón. Recorrió el suelo con la mirada. Todavía tenía aquel brillo rosado.
—¿Tienes las fotos que tomamos aquí? —preguntó Harry—. Empieza por el lugar donde había más sangre. Estaba un poco apartado del tajo, más o menos aquí.
Holm sacó las fotos de la cartera.
—Sabemos que lo que había encima era sangre de gallina —dijo Harry—. Pero imagínate que dio tiempo de que la madera absorbiera la primera sangre que cayó, y que ésta se saturó de forma que no se mezcló con la nueva sangre, la que vertieron encima un rato más tarde. Lo que me pregunto es si todavía puedes sacar muestras de la primera sangre, es decir, la que fue absorbida por la madera.
Bjørn Holm parpadeó incrédulo.
—¿Qué coño quieres que conteste a eso?
—Bueno —dijo Harry—. La única respuesta que te admito es «sí».
Holm contestó con un ataque de tos prolongado.
Harry fue andando hasta la casa. Llamó a la puerta y Rolf Ottersen salió.
—Mi colega se quedará un rato —dijo Harry—. ¿Podría entrar a calentarse de vez en cuando?
—Por supuesto —dijo Ottersen displicente—. ¿Qué es lo que estáis buscando ahora?
—Yo te iba a preguntar lo mismo —dijo Harry—. He visto que hay tierra en la pala que tienes ahí dentro.
—Ah, eso. He estado cavando para instalar una cerca.
Harry paseó la mirada por el campo cubierto de nieve que se prolongaba hasta el bosque oscuro y tupido. Se preguntaba qué era lo que Ottersen pensaba cercar y de qué quería protegerse. Porque lo había visto, había advertido el miedo en los ojos de Rolf Ottersen. Harry señaló hacia la sala de estar con la cabeza.
—¿Visita de…? —Lo interrumpió el sonido de un móvil.
Era Skarre.
—Hemos encontrado otro —dijo.
Harry miró fijamente hacia el bosque y notó cómo los grandes copos de nieve se le derretían en las mejillas y la frente.
—¿Otro qué? —preguntó en voz baja a pesar de que ya lo había adivinado en la voz de Skarre.
—Otro muñeco de nieve.
La psiquiatra Kjersti Rødsmoen consiguió localizar al comisario Knut Müller-Nilsen cuando él y Espen Lepsvik, de KRIPOS, estaban a punto de dejar el despacho.
—Katrine Bratt ha hablado —dijo ella—. Y creo que debéis venir al hospital y oír lo que tiene que contar.